Un rey distinto

1.- «Así dice el Señor: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro» (Ez 34, 11) Que distinto es Cristo Rey a los reyes de la tierra. Al entrar triunfalmente en Jerusalén su figura real fue totalmente nueva, sorprendente. Un rey que montaba sobre un asno, aclamado por los niños, odiado por los capitostes del Templo. Un rey que iba a ser coronado de espinas ante el griterío de la turba y las burlas de la soldadesca. Un rey cuyo trono estaría en una cruz y cuyos adornos serían las huellas cárdenas sobre su carne desnuda y azotada.

Un rey que es como un pastor que sigue el rastro de su rebaño cuando las ovejas se dispersan. Él mismo las librará, las sacará de todos los lugares donde se desperdigaron en el día de los nubarrones y de la oscuridad… Bendito seas mil veces, mi Rey humilde y bueno, mi Dios de infinito amor, Rey de verdad, Rey absoluto. Míranos con misericordia a nosotros, las ovejas de tu rebaño, que tantas veces andamos descarriados, alejados de ti, de espaldas a tu realeza.

«He aquí que yo voy a juzgar…» (Ez 34, 17) Rey de tremenda majestad. Cuando vuelvas a la tierra el orbe entero se estremecerá desde sus cimientos ante tu presencia soberana… Al hacerte tan humilde, al bajarte tanto, al presentarte como un pobrecito hombre más, nos hemos olvidado de tu divinidad, de la trascendencia de tu realeza. Y te hemos despreciado, te hemos desobedecido, nos hemos reído de ti, hemos coreado de alguna manera el grito salvaje de los que se mofaron de ti diciendo: «Salve, rey de los judíos».

Ten misericordia, Señor, en ese día del juicio. Recuerda que somos de barro, unos pobres estúpidos, incapaces tantas veces para amarte de modo adecuado… Y ahora, aunque sólo sea de palabra, aunque sólo sea por este momento, te proclamamos nuestro Rey. Sí, Señor, Tú eres el Rey de nuestra tierra y de nuestra alma. Cuanto tenemos lo ponemos a tu servicio, con la ilusión y el propósito de contribuir, cada uno a nuestro modo, a la extensión universal de tu reinado de amor.

2.- «… me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa…” (Sal 22, 5) La unción es un rito sagrado que ha pervivido a lo largo de los siglos. Con esa ceremonia de ungir en la cabeza al elegido se simboliza, y se realiza, la consagración de una determinada persona, para una misión sagrada e importante. La de ser rey, por ejemplo, o profeta, o sacerdote. En la liturgia actual este rito pervive en sacramentos tan importantes como son el Bautismo y el Orden sacerdotal.

Desde que el hombre es bautizado pasa a formar parte de los hijos de Dios, participa del sacerdocio real de Cristo. Él, Jesús, es el Ungido por excelencia, el Mesías, el Cristo. Estos tres títulos vienen a significar lo mismo. Aspectos que se relacionan con la unción del Hijo de Dios hecho hombre, que con su muerte nos ha liberado, siendo exaltado sobre todas las cosas. En cuanto a la unción en el Sacramento del Orden hace al ungido partícipe del sacerdocio ministerial, capaz de administrar los misterios de Dios, como son el Sacramento de la Reconciliación y la Eucaristía

«… y habitaré en la casa del Señor por años sin término» (Sal 22, 6) Grandeza suprema de Jesucristo, realeza máxima, majestad infinita, Sumo Sacerdote. Y de esa dignidad divina venimos a participar nosotros, pobrecitos hombres. Con razón enseña San Pedro que somos linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa. Son palabras tomadas del libro del Éxodo, dichas por el Señor cuando escoge a Israel para que sea su pueblo.

Cristo Rey se nos presenta radiante, luminoso, triunfador definitivo del demonio y de la muerte. El Señor quiere hacernos partícipes de tan rico botín, alcanzado en el Calvario. Ante su magnanimidad nosotros nos postramos en adoración rendida y le acatamos como Rey. Él nos colma con sus riquezas, nos hace partícipes de su sacerdocio, de su profetismo y de su realeza. Pensemos en ello y seamos consecuentes con tan gran dignidad. No empequeñezcamos nuestra vida con afanes mezquinos. Estamos llamados a grandes cosas. Extendamos la mirada hacia el universo entero, sintámonos como lo que somos, ciudadanos del Cielo en cualquier parte del mundo. Y en esta fiesta de Cristo Rey pidamos para que todos los hombres, heridos por el pecado, nos sometamos a este reinado y aclamemos gozosos a nuestro Rey y Señor. Nos va en ello nuestra felicidad eterna.

3.- «Cristo ha resucitado, primicia de todos los muertos» (1 Co 15, 20) En el mes de ánimas está la fiesta de Cristo Rey. Dentro de este período en el que se recuerda la muerte, el juicio, el infierno y la gloria, la Iglesia nos recuerda también que Cristo ha vencido a la muerte, se ha declarado Rey de la vida mediante su Resurrección gloriosa. En consecuencia él será nuestro juez que con justicia y misericordia dará la sentencia inapelable.

De ese modo conseguiremos que la muerte, tan acorde con el paisaje otoñal de este tiempo, pierda su aspecto macabro y no nos lleve a la desesperanza o a la tristeza. Porque si es cierto que por la desobediencia de un hombre, Adán, vino la muerte al mundo, dominando implacable a todos los hombres, también es verdad que por la obediencia de otro hombre, de Cristo, ha entrado la vida a raudales sobre los hombres. Y así, entre la neblina y la nostalgia de estos paisajes de hojas caídas, brilla el Sol que nace de lo Alto, el resplandor de la Luz de luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

«El último enemigo aniquilado será la muerte» (1 Co 15, 26) Sí, es verdad que todavía nos domina la muerte, es cierto que también ahora se cobra sus víctimas. Insaciable “Dama del alba” que vuelve una y otra vez a nuestras casas, a nuestras calles, a nuestras carreteras, tan llenas de vida y tan llenas de muerte… La victoria de Cristo no ha llegado todavía a su plenitud. Y aunque es cierto que la muerte no debe significar gran cosa para quien cree en la vida eterna, no podemos remediar el miedo a la hora definitiva, sin saber si conseguiremos recibir ese trance con lucidez y con fortaleza, aceptando gustosos perder la vida, llenos de esperanza cierta de recuperarla.

En esta situación de provisionalidad, en que la muerte circula aún libremente, ha de animarnos profundamente la persuasión de que Cristo es ya el Rey de la Vida, que hará posible que un día la muerte sea aniquilada definitivamente. Mientras ese momento llegue, vivamos como si ya hubiera llegado, vivamos sin temor alguno, seguros de que la victoria sobre la muerte también será una victoria nuestra.

4.- «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre…» (Mt 25, 31) La realeza de Jesucristo quedará manifiesta de forma plena y definitiva al fin de los tiempos. Todo el esplendor de su gloria se desplegará ante el asombro de la Historia. Muchos se mofaron de este Rey crucificado, muchos ridiculizaron su Reino que estaba en el mundo sin ser del mundo. Otros rechazaron su soberanía, la avasallaron imponiendo por la fuerza y el engaño, dictaron leyes que contradecían su Evangelio. Todo eso habrá terminado.

El príncipe de este mundo, el padre de la mentira, el que es homicida desde el principio, quedará al fin derrocado. Los ángeles proclamarán como en Belén el «Gloria a Dios en las alturas». Pero ya no será como entonces, de forma oculta y en el silencio de la noche, perceptible sólo para unos pastores. El día en que él vuelva, el canto que lo anuncie será clamoroso, una sinfonía a toda orquesta que será oída hasta el último rincón de la tierra.

Con gran majestad, sobre las nubes, descenderá de lo Alto. Un espectáculo único e irrepetible, imposible de imaginar con los cortos vuelos de nuestra imaginación. Vendrá como juez supremo para juzgar a vivos y a muertos, para establecer la justicia, mil veces desquiciada por la maldad de los hombres. Se terminará para siempre el eclipse de Dios, su silencio ante esa situación anómala del triunfo de los soberbios y la opresión de los humildes.

Es cierto que ese diálogo entre Cristo juez y los hombres, que el evangelista nos describe, no es más que un muestrario abreviado de la escena final. Pero es más que suficiente para estimularnos a contemplar la vida, los hechos, las cosas y las personas, con mirada de fe. Sobre todo a las personas. Saber descubrir, tras el rostro de todo ser humano, el rostro de Cristo. Apreciar la presencia de Jesús en cada hombre, que nos extiende su mano, o nos pide ayuda con una mirada, sin atreverse quizás a pedirla con palabras. Sólo así nuestro Rey y Señor nos llamará al Reino de su Padre, diciéndonos que cuando tuvo hambre le dimos de comer, o que cuando estuvo solo le acompañamos, o que cuando todos le despreciaron nosotros le sonreímos y le saludamos. Sí, no lo olvidemos nunca, Cristo está presente en cada uno de los que se nos cruzan en el camino, o lo recorren junto a nosotros.

Antonio García Moreno