El evangelista san Lucas nos informa de que un ángel, haciéndose presente (no sabemos en qué modo) a María, le saludó con estas palabras: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Desde entonces, esta forma verbal adjetivada, κεχαριτομένη (= llena de gracia) adquirió una dimensión sustantiva, más aún, mayúscula, equivalente a un nombre propio.
María empezó a ser conocida como «la llena de gracia»: la única mujer de la que se podía decir esto con verdad y plenitud. Siglos más tarde, en 1854, la Iglesia declaró a María, con solemnidad dogmática, Inmaculada desde el primer instante de su concepción. Hoy celebramos estar verdad dogmática que ya se celebraba como verdad de fe antes de ser dogmática o públicamente declarada como tal por la Iglesia.
Los términos «llena de gracia» e «inmaculada» son equivalentes; pero, mientras que el primero habla de plenitud, el segundo habla de carencia. El primero predica de María que está llena de algo, llena de la gracia de Dios; el segundo, que está vacía de algo, vacía de mácula, de mancha de pecado. ¿Es lo mismo?
En parte sí. Pero una cosa parece consecuencia de la otra: María está vacía (=carente) de pecado, porque ha sido colmada de gracia. Es la gracia la que le ha mantenido apartada, vacía, del pecado, como un vaso que estando lleno de agua no permite que entre el aire. Está vacío de aire, porque está lleno de agua. Bastaría sacar el agua para que se llenase de nuevo de aire. María está (= es) in-maculada porque está llena de gracia. Por eso, el Señor de la gracia está con ella. Por eso es bendita entre las mujeres.
Y proclamarla en semejante estado de plenitud de gracia desde su concepción, es significar que no se trata de un estado de santidad alcanzado con tesón y esfuerzo en un momento de madurez vital, sino de un estado donado, previo a toda posible respuesta. María está llena de gracia porque Dios la ha hecho así. Eso no impide que este ‘potencial’ (divino) presente en ella, desde el primer instante, haya tenido su ‘desarrollo’ adecuado a la edad y a la psicología de la persona en la que reside.
Todo ello nos obliga a reconocer la singularidad de María, esa mujer de la que profetiza el Génesis, cuando, a propósito de la maldición que recae sobre la serpiente del paraíso (símbolo del espíritu maléfico y engañador), declara: establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya.
El demonio tendrá siempre en esta mujer a su ‘enemiga’. Si a la primera mujer, a Eva, la había tenido (porque se la había ganado con engaño) por aliada, al menos provisionalmente; a esta mujer, a María, la tendrá siempre frente a sí, como enemiga. Esta hostilidad establecida por Dios entre ella y el demonio (o el mal) es la que le mantendrá sin-pecado, preservada de todo pecado (incluido el pecado de Eva). Y ello en previsión de la muerte (o de los méritos) de Cristo, puesto que Cristo es Redentor universal. La gracia redentora (liberadora) de Cristo recae sobre ella en forma de preservación. La forma de ser rescatada/redimida de María es impidiendo su caída o esclavitud. Y esto lo hace la gracia del Salvador en ella.
Y el primer pecado de que es preservada es el pecado mismo de Eva (resp. Adán), que consistió esencialmente en un «acto de desobediencia», que escondía desconfianza (= falta de fe). Eva desobedece la prohibición de Dios (acercarse a comer del árbol de la ciencia), porque se fía más de las ‘sugerentes’ palabras de la serpiente (si coméis, se os abrirán los ojos y seréis como dioses) que de las ‘amenazantes’ palabras de Dios (si coméis, moriréis). El crédito concedido a la palabra turbadora del padre de la mentira (esta fatal confianza) le hace incurrir en desobediencia, perdiendo así todos los dones de que podía disfrutar en régimen paradisíaco.
En María, preservada del pecado de Eva, no encontraríamos el más mínimo atisbo de desobediencia (ni de desconfianza). Sí encontramos ‘turbación’ y ‘preguntas’, porque no lo sabe todo y porque es sensible a la exaltante salutación del ángel, pero ningún asomo de desconfianza, ningún rasgo de desobediencia. María no entiende el modo en que habrá de acontecer su maternidad (¿cómo será eso, pues no conozco varón?). Pero no duda ni desconfía. Tampoco exige una explicación, aunque se la dan: porque el poder de Dios no tiene límites.
Esa es la explicación: que para Dios no hay nada imposible: ni la maternidad de la estéril, ni la maternidad de la virgen. La estéril tiene que dejar de serlo para ser madre (fecunda); la virgen ni siquiera tiene que dejar de ser virgen para ser madre. Dios puede hacer esto porque es más poderoso que la naturaleza; porque el poder engendrador de la naturaleza no es sino el poder que su Creador ha depositado en ella.
Pero ahí no se agota el poder de Dios. Y María acepta su maternidad (virginal) sin titubear, porque es obediente, porque nadie puede hacerla desconfiar de Dios, ya que la gracia de Dios de que está llena no admite que en ella entre la más mínima des-gracia o anti-gracia o semilla de pecado. Es la actitud que reflejan esas palabras que quedaron en la memoria de los Apóstoles: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y no fue la única vez que María pronunció estas palabras. En esta actitud obediencial la vemos «al pie de la cruz», haciendo realidad la profecía de
Pues bien, la actitud de la llena de gracia nos está indicando a nosotros también el ‘modo’ de vivir la gracia o en gracia, incluso el modo de recibir más gracia: obedeciendo, confiando en Dios y en su Palabra, no dejándonos engañar por sugestiones que nos invitan a abandonar a Dios, a desconfiar de sus promesas, incluso a desconfiar de su propia existencia. Porque podemos ser presa fácil del engaño ajeno o del autoengaño. Que el Señor nos dé, como a María, luz para ver y fuerza para obedecer.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística