Comentario – Domingo III de Adviento

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan; éste venía como testigo de la luzéste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. El evangelista distingue claramente entre el que es la luz y el que viene como testigo de la luz, entre el que es y el que da testimonio del que es.

El testigo está en función de aquel de quien testifica; y su testimonio no tiene otro objetivo que llevar a la fe a todos los que lo reciban. Es verdad que Cristo, aquel de quien Juan da testimonio, es la luz, pero no una luz que se imponga por sí misma, sin necesidad de testimonio, sino una luz que se nos ofrece en la envoltura de la naturaleza humana y que pide el obsequio de la fe. El envoltorio humano deja pasar la luz que habita en él, pero atenuada, mitigada, amortiguada, dejando espacio para la fe.

Estando Juan en el desempeño de su función de testigo, es decir, señalando dónde se encontraba la luz, y con ella la verdad y la vida, hubo quienes, interesados por su extraña personalidad, enviaron emisarios desde Jerusalén para preguntarle: ¿Tú quién eres?

Y Juan, temiendo que le confundieran con aquel de quién él daba testimonio, confiesa abiertamente: Yo no soy el Mesías; por tanto, yo no soy el destinatario de las antiguas profecías. Entonces, le dicen: ¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado. Y Juan responde: Yo soy la voz que grita en el desierto: allanadle el camino al Señor. Una voz, por tanto, que resuena en el desierto, un pregonero, un testigo, un servidor de ese Señor a quien hay que allanarle el camino. Por eso él va por delante en el tiempo, pero no porque sea más que él, ya que es sólo su testigo y precursor y no es digno de desatarle la correa de sus sandalias.

¿No tendría que ser también ésta nuestra función como cristianos? En cuanto ungidos del Espíritu de Cristo nos corresponde ser voceros y testigos de la luz, la verdad y la vida que han llegado con él a nuestro mundo. Juan fue su testigo como antecesor; nosotros podemos serlo sólo como sucesores; pero tanto él como nosotros lo somos señalando al que es la luz del mundo y atestiguando su verdad.

Se trata de dar testimonio del enviado de Dios para dar la buena noticia a los que sufren: bien, la de que se acabaron sus sufrimientos, o bien la de que sus sufrimientos se convertirán algún día en gozos; para vendar los corazones desgarrados por la traición, la villanía, la infidelidad, la calumnia, la tristeza, el rencor; para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad; pero a los cautivos que anhelan romper sus cadenas y a los prisioneros que desean ardientemente la libertad, no a los que se han acomodado a su situación de cautividad. Y hay prisiones muy íntimas, prisiones que llevar la marca del pecado y que someten a servidumbre más que cualquiera de esos tiranos que rigen naciones con mano de hierro.

Todos estos aspectos de la buena noticia –incluido el de proclamar el año de gracia del Señor– definen la salvación cristiana, que es superación del sufrimiento, curación de desgarros, amnistía y libertad para presos y esclavos, perdón para pecadores.

Ante semejante noticia y ante los hechos acreditadores de la misma no cabe sino alegrarse con una alegría capaz de desafiar las circunstancias más adversas de la vida. Desbordo de gozo con el Señor, decía el profeta, porque me ha envuelto en un manto de triunfoSe alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, decía el salmista. Estad siempre alegres, dice san Pablo, porque en un cristiano consciente de tener a Dios como Salvador no cabe la tristeza. Y no cabe porque no hay situación, por dura que sea, de la que no pueda rescatarnos el Señor. La razón de nuestra alegría es el Señor, y su poder de salvación.

En la vida podemos alegrarnos con muchas cosas: el propio éxito laboral o el de un hijo, el triunfo del equipo o del jugador con el que nos identificamos, la curación de un familiar gravemente enfermo, la concesión de un premio, la feliz conclusión de unos estudios, la consecución inesperada de un puesto de trabajo por mucho tiempo ansiado, el nacimiento del hijo esperado, etc.

Pero todas estas alegrías, aun siendo muy naturales y legítimas, se viven siempre bajo la amenaza de un cambio repentino o de un empeoramiento de la situación, se viven en la zozobra que provoca el temor a su posible pérdida o deterioro o en la ansiedad por verlas hechas realidad. También se viven en la decepción que generan las expectativas no del todo colmadas, dado que siempre esperamos más de lo que puede ofrecer el puesto de trabajo conseguido, la salud recuperada, el niño recién nacido. Son, pues, alegrías que no pueden despojarse de la doble marca de la precariedad y la provisionalidad.

La alegría cristiana –la que se funda en nuestro Señor y Salvador- no es ni provisional ni precaria, porque lleva la marca indeleble de lo permanente, de lo divino: una alegría tan afianzada en la buena noticia de Cristo que ninguna otra noticia, por mala que sea, logrará arruinarla. Eso no significa que el cristiano sea un ser insensible a los acontecimientos luctuosos de la vida y se comporte como el que pasa por la existencia sin que le rocen siquiera las malas noticias y las tragedias y sufrimientos de sus semejantes; pero la alegría que habrá depositado en Dios, su Salvador, le permitirá afrontar y reducir el impacto de esas malas noticias, pues su Dios y Salvador dispone del remedio para todos los males, incluido aquel que nos priva de la misma vida.

No obstante, esta alegría es un preciado tesoro que sólo puede ser adquirido en la oración constante, en la incesante acción de gracias, en el examen de conciencia y en el discernimiento que permite escoger lo bueno y apartar lo nocivo. Sólo así puede cosecharse este precioso fruto que es la alegría. No lo dudemos. El que nos ha llamado a seguir este camino es fiel y cumplirá su promesa, que no es otra que darnos la eterna alegría.

 

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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I Vísperas – Domingo III de Adviento

I VÍSPERAS

DOMINGO III DE ADVIENTO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. 
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Mirad las estrellas fulgentes brillar,
sus luces anuncian que Dios ahí está,
la noche en silencio, la noche en su paz,
murmura esperanzas cumpliéndose ya.

Los ángeles santos, que vienen y van,
preparan caminos por donde vendrá
el Hijo del Padre, el Verbo eternal,
al mundo del hombre en carne mortal.

Abrid vuestras puertas, ciudades de paz,
que el Rey de la gloria ya pronto vendrá;
abrid corazones, hermanos, cantad
que vuestra esperanza cumplida será.

Los justos sabían que el hambre de Dios
vendría a colmarla el Dios del Amor,
su Vida en su vida, su Amor en su amor
serían un día su gracia y su don.

Ven pronto, Mesías, ven pronto, Señor,
los hombres hermanos esperan tu voz,
tu luz, tu mirada, tu vida, tu amor.
Ven pronto, Mesías, sé Dios Salvador. Amén.

SALMO 112: ALABADO SEA EL NOMBRE DEL SEÑOR

Ant. Alégrate, Jerusalén, porque viene a ti el Salvador. Aleluya.

Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre:
de la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.

El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?

Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa,
como madre feliz de hijos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Alégrate, Jerusalén, porque viene a ti el Salvador. Aleluya.

SALMO 115: ACCIÓN DE GRACIAS EN EL TEMPLO

Ant. Yo soy el Señor: mi hora está cerca, mi salvación no tardará.

Tenía fe, aun cuando dije:
«¡Qué desgraciado soy!»
Yo decía en mi apuro:
«Los hombres son unos mentirosos.»

¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo.

Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo,
siervo tuyo, hijo de tu esclava:
rompiste mis cadenas.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Yo soy el Señor: mi hora está cerca, mi salvación no tardará.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. Envía, Señor, al Cordero que dominaré la tierra, desde la peña del desierto al monte de Sión.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Envía, Señor, al Cordero que dominaré la tierra, desde la peña del desierto al monte de Sión.

LECTURA: 1Ts 5, 23-24

Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.

RESPONSORIO BREVE

R/ Muéstranos, Señor, tu misericordia.
V/ Muéstranos, Señor, tu misericordia.

R/ Danos tu Salvación.
V/ Tu misericordia.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Muéstranos, Señor, tu misericordia.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. No hay otro Dios fuera de mí, ni nadie será mi semejante; ante mí se doblará toda rodilla y por mí jurará toda lengua.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. No hay otro Dios fuera de mí, ni nadie será mi semejante; ante mí se doblará toda rodilla y por mí jurará toda lengua.

PRECES
Invoquemos a Cristo, alegría y júbilo de cuantos esperan su llegada, y digámosle:

¡Ven, Señor, y no tardes más!

Esperamos, alegres, tu venida:
— ven, Señor Jesús.

Tú que existes antes de los tiempos,
— ven y salva a los que viven en el tiempo.

Tú que creaste el mundo y a todos los que en él habitan,
— ven a restaurar la obra de tus manos.

Tú que no despreciaste nuestra naturaleza mortal,
— ven y arráncanos del dominio de la muerte.

Tú que viniste para que tuviéramos vida abundante,
— ven y danos tu vida eterna.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Tú que quieres congregar a todos los hombres en tu reino,
— ven y reúne a cuantos desean contemplar tu rostro.

Porque Jesús ha resucitado, todos somos hijos de Dios; por eso nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado II de Adviento

1.- Ambientación.

Señor, te pido que me envíes tu Santo Espíritu que me prepare interiormente para tu venida en la próxima Navidad. Concédeme dejar de lado todos los caprichos, las distracciones que me hacen sordo a tu voz. Abre mi corazón y dame un espíritu dócil y generoso para hacer vida el Evangelio de este día en mis pensamientos, palabras y acciones.

2.- Lectura reposada del evangelio. Mateo 17, 10 – 13

En aquel tiempo los discípulos le preguntaron a Jésus: «¿Por qué dicen los escribas que Elías debe venir primero?» Él les respondió: «Ciertamente Elías ha de venir y lo pondrá todo en orden. Es más yo les aseguro a ustedes que Elías vino ya, pero no le reconocieron sino que hicieron con él cuanto quisieron. Así también el Hijo del hombre tendrá que padecer a manos de ellos». Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

Juan Bautista estuvo encarcelado y fue decapitado. Sus discípulos interrogaron a Jesús sobre la venida de Elías, que debe preceder a la del Mesías. La respuesta de Jesús es clara: Elías ya ha venido, es Juan Bautista. Pero no lo reconocieron. Esta venida no reconocida es una dura lección para nosotros. Podemos perdernos cantidad de “presencias de Dios” que tenemos a nuestro lado y no las vemos. Necesitamos “los ojos de la fe”.

San Pablo, antes de convertirse, estaba ciego. Odiaba a todos los cristianos. Pero cuando se bautiza y “caen las escamas de sus ojos” ve a los cristianos como hermanos. Él comprendió que en cada persona está Dios “debajo de la tienda de su cuerpo”.

Palabra autorizada del Papa.

“El más célebre de estos hombres de Dios fue el gran profeta Elías, que en el siglo IX antes de Cristo defendió valerosamente contra la contaminación de los cultos idólatras la pureza de la fe en el Dios único y verdadero. […] María, fue la primera que creyó y experimentó, de modo insuperable, que Jesús, Verbo encarnado, es el culmen, la cumbre del encuentro del hombre con Dios. Acogiendo plenamente su Palabra, «llegó felizmente al santo monte», y vive para siempre, en alma y cuerpo, con el Señor. A la Reina del Monte Carmelo deseo encomendar hoy a todas las comunidades de vida contemplativa esparcidas por el mundo y, de modo especial, a las de la Orden del Carmen, entre las cuales recuerdo el monasterio de Quart, no muy lejos de aquí, que he visitado en estos días. Que María ayude a todos los cristianos a encontrar a Dios en el silencio de la oración”. Benedicto XVI, 16 de julio de 2006.


4.- Qué me dice a mí este texto que acabo de meditar
. Guardo silencio.

5.-Propósito.

Hoy voy a intentar descubrir a Jesús en el encuentro que tenga con alguno de mis hermanos.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración

Como bautizado soy como un nuevo Elías o Juan el Bautista, un instrumento para preparar y abrir los corazones de los demás para la venida de su Hijo. María, en este sábado, dedicado a tu memoria, enséñame a reconocer a tu Hijo Jesucristo por medio de la oración. Intercede ante tu Hijo para que aumente mi fe y tenga la confianza que tú siempre tuviste y, sobre todo, la humildad que caracterizó tu vida, para cumplir así con todo lo que me pidas.

ORACIÓN EN TIEMPO DE LA PANDEMIA.

Señor Resucitado: Mora en cada uno de nuestros corazones, en cada enfermo del hospital, en todo el personal médico, en los sacerdotes, religiosos y religiosas dedicados a la pastoral de la salud,  en los gobernantes de las naciones y líderes cívicos, en la familia que está en casa, en nuestros abuelos, en la gente encarcelada, afligida, oprimida y maltratada, en personas que hoy no tienen un pan para comer, en aquellos que han perdido un ser querido a causa del coronavirus u otra enfermedad. Que Cristo Resucitado nos traiga esperanza, nos fortalezca la fe, nos llene de amor y unidad, y nos conceda su paz. Amén

El domingo de la alegría

1.- Domingo de la alegría. Así ha llamado tradicionalmente la Iglesia a este Tercer Domingo de Adviento. La antífona de entrada que hemos escuchado lo expresa muy bien: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito; estad siempre alegres. El Señor esta cerca». Son palabras del capítulo cuarto de la Carta de San Pablo a los Filipenses y reflejan bien el momento en el que estamos. La llegada del Señor es inminente y nuestra alegría debe desbordar. Es bueno, pues, aquí y ahora, hacer una reflexión sobre la alegría, sobre nuestra alegría como creyentes. Un talante alegre es prueba fehaciente de que estamos en el buen camino. Cuando el Señor Jesús –Dios verdadero– reina en nuestros corazones el síntoma es la alegría. Ya Santa Teresa dijo que un santo triste es un triste santo. San Ignacio de Loyola en su magistral intuición psicológica que define en los estados de Consolación y Desolación también plantea lo mismo: las experiencias espirituales que vienen de Dios producen alegría; las que llegan de los «malos espíritus»: turbación y tristeza. Y, entonces, como médicos de nuestro espíritu, hagamos la prueba de la alegría: si esta reina en nosotros es que, en efecto, estamos en la cercanía del Señor: esperando su llegada.

2.- San Pablo es el apóstol de la alegría. Nos lo ha repetido otra vez en el fragmento que hemos escuchado de la Epístola a los Tesalonicenses: «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. En toda ocasión tened la Acción de Gracias: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros.» Y matiza otra cuestión importante: la constancia en la oración que es, a su vez, otra de las armas infalibles para conseguir la alegría. Si Dios está en nosotros dialogaremos con El. La oración es diálogo con el Señor. Cualquier forma de oración es válida, siempre y cuando sea adecuada. Se ha hecho mucha diferencia entre la llamada oración mental –dialogo propiamente dicho– y la oración vocal –la repetición de plegarias establecidas–, lo cual no es muy lógico; porque, tal vez, cada momento, o cada personalidad, elegirá un tipo de oración. Habrá instantes en que nuestro talante nos permita dialogar briosamente con Dios, pero otras veces será muy útil –cuando el alma esta seca, muy seca– repetir las oraciones más queridas, las que aprendimos de niños, por ejemplo. Y no debemos olvidar la oración comunitaria, la que estamos haciendo hoy aquí en esta Santa Misa, y también otras, como la Liturgia de las Horas, felizmente extendida ya a los laicos y que no es patrimonio exclusivo de sacerdotes, religiosos y consagrados. Orar y estar alegres son sinónimos, equivalentes. Estemos alegres, que el Señor viene.

3.- El cántico en forma de salmo que hemos entonado sale del Magnificat, la explosión de alegría que tuvo Santa Maria en el encuentro con su prima Isabel, en la montaña de Judea. Desborda alegría por la maravilla que Dios ha hecho en ella y por lo que va a suponer en la historia de la Humanidad ese niño que ya palpita en su seno. La Salvación se iniciaba ya. Es el Magnificat uno de los textos mas sorprendentes de la Escritura. En nuestro canto litúrgico hemos leído solo dos versos de una parte muy notable: «A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos». Pero los otros que anteceden marcan un contenido casi «revolucionario», el cual escuchado en la voz de la Santísima Virgen impresiona y forma nuestra conciencia. Dice:

Él hace proezas con su brazo:

dispersa a los soberbios de corazón,

derriba del trono a los poderosos

y enaltece a los humildes,

a los hambrientos los colma de bienes

y a los ricos los despide vacíos.

Y es que nuestra alegría debe estar en la justicia y en el apoyo a nuestros hermanos más necesitados, que son a los Dios quiere ayudar para dispersar a soberbios y poderosos. La sencillez del Nacimiento que esperamos: el pesebre de Belén indica también un camino. Y es que en estos tiempos que se aproximan donde el consumismo desaforado se presenta como una prueba fehaciente de injusticia, va a ser la Madre de Jesús quien nos lo vaya a recodar.

4.- Cristo inició su actividad pública leyendo este fragmento del Capitulo 61 del Profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor.» Dios unge a Cristo para consolar a sus hermanos los hombres y darles la buena noticia. El amor y la misericordia del Nuevo Mensaje es inequívoco y así a de serlo nuestra conducta. A veces, una cierta falta de identidad entre lo que decimos y lo que hacemos es lo que nos sume en la máxima tristeza. Vamos a escuchar el mensaje del Salvador y de su Madre en favor de los pobres y de los tristes, pero, luego, seguiremos a lo nuestro, a nuestras cosas, con nuestros egoísmos. Esa especie de esquizofrenia es la que nos llena de tristeza. Hemos de tenerlo en cuenta.

5.- El evangelio de Juan sobre el Bautista es impresionante. No se olvide que una de las más altas cumbres teológicas de las Sagradas Escrituras es el prologo a este mismo Evangelio –«En el Principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios…– ya se consigna la importancia de la labor previa de San Juan Bautista. Nadie como este Juan, el Evangelista, ha sabido plasmar en lo histórico y en lo religioso la figura del Precursor, aunque no es difícil suponer, hoy, como fue dicha realidad histórica y religiosa en los tiempos en que Juan el Bautista inicia su predicación. El error de la religión oficial judía –y sobre toda del colectivo de los fariseos– es haber instrumentando tanto el cumplimiento de la ley que se olvidaba del origen: de Dios. Además, intuyendo el pueblo la concepción humana de la estructura jurídica del cumplimiento religioso impuesto por los fariseos es posible que este pueblo deformado fuese aún más trasgresor de la ley divina y de su correspondiente atención al prójimo, por influencia de los dirigentes. La Buena Noticia era la vuelta a la religión de Dios y al abandono de la norma humana. Afortunadamente vivimos unos tiempos en los que la actitud religiosa del católico intima todos los días con Dios y se aleja de la «deificación» de lo formal. El Concilio Vaticano II fue un enorme avance en ese sentido. Sin embargo, hemos de permanecer vigilantes, porque la opción farisaica tiende a repetirse siempre. Pero no obstante hemos de estar vigilantes respecto a ese peligro del fariseísmo que siempre tiende a aparecer. Son los soberbios y poderosos que menciona la Virgen Maria en su Magnificat los que trastocan el verdadero camino del cristianismo y modifican el verdadero anuncio de Juan el Bautista. Importa, pues, el mensaje autentico de Juan. Hemos de preparad la llegada de Dios. Y para ello necesitamos convertirnos al Padre y entregarnos a Jesús. No es malo que este objetivo llene nuestra meditación durante toda la semana.

Ángel Gómez Escorial

Comentario – Sábado II de Adviento

(Mt 17, 10-13)

Juan el Bautista aparece como el nuevo profeta  Elías, el gran profeta que invitaba a la conversión. Porque estaba anunciado que aquel gran profeta regresaría (Mal 3, 23; Eclo 48, 10); pero Jesús indica que era Juan el Bautista el que hacía las veces de Elías para preparar su camino.

Jesús hace ver que así como las autoridades terminaron eliminando a Juan el Bautista por las exigencias que planteaba en su predicación, del mismo modo él iba a ser rechazado por las autoridades, que se negaban a todo cambio.

El texto indica las resistencias que hay en el mundo frente a toda palabra profética que invita a modificar las cosas establecidas y a cambiar el estilo de vida; nos muestra cómo el hombre normalmente prefiere dejar las cosas como están y evita lanzarse a lo que todavía no sabe controlar.

Por eso este texto nos invita también a que nos preguntemos permanentemente si nuestro deseo de tener todo bajo control no nos está cerrando el corazón a los nuevos caminos de Dios.

Los maestros de la vida espiritual enseñan precisamente que una de las claves para crecer en el camino del Espíritu es ir abandonando la necesidad de tenerlo todo previsto, todo bajo control, para dejarnos conducir más dócilmente por el Espíritu Santo; hasta que estemos dispuestos a cualquier novedad y sea ante todo él quien lleve las riendas de nuestra vida. Al mismo tiempo, confiando más en los planes de Dios, el creyente renuncia a tener bajo su control la vida de los demás y permite que sea Dios el Señor de sus vidas.

Oración:

“Señor, tu Palabra y tu ejemplo me invitan a una novedad permanente, a un cambio en mi forma de pensar y de vivir. Dame la gracia de no aferrarme a mis hábitos y a mi vida acomodada y concédeme escuchar el llamado a la conversión que me llega a través de los demás”.

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Sacrosanctum Concilium – Documentos Vaticano II

39. Corresponderá a la competente autoridad eclesiástica territorial, de la que se habla en el artículo 22, § 2, determinar estas adaptaciones dentro de los límites establecidos, en las ediciones típicas de los libros litúrgicos, sobre todo en lo tocante a la administración de los Sacramentos, de los sacramentales, procesiones, lengua litúrgica, música y arte sagrados, siempre de conformidad con las normas fundamentales contenidas en esta Constitución.

La alegría tiene un rostro y un futuro: Jesús

1.- Estamos acercándonos a los días santos de la Navidad. De muchas formas nos podemos dejar bañar en este tiempo que le precede.

Ojala, que como el profeta Isaías, sintamos que Jesús es quien cura corazones afligidos y que, como ungido, nos trae profundidad, caricias y gozo de Dios.

Esperamos un nuevo amanecer para nuestro mundo. ¡Son tantos nubarrones, los que lo mantiene a medio oscuras!

Deseamos a alguien con palabras en consonancia con los hechos. Anhelamos un nuevo modo de vivir y de disfrutar la misma vida.

Ansiamos, en definitiva, un mensaje muy distinto a los que estamos acostumbrados a recibir. ¿Y no es Jesús, acaso, la mejor noticia y el mejor mensaje? ¿Y no puede ser, Jesús, un redescubrir el secreto más profundo de la Navidad?

A veces creemos que somos libres. Pero, en el fondo, todos palpamos que estamos esclavos de muchas fuerzas externas que nos mantienen en constante tensión, presos por la forma loca de entender y de deambular por la vida. Jesús, es aquel que rompe tanta atadura que mantiene al hombre cerrado, enrejado, maniatado. ¿Quieres ser libre? No lo dudes, Jesús, cuando es escuchado, produce sentimientos de liberación, de paz, de salud, de concordia.

¿Quieres seguir oprimido? Vive como si lo efímero fuese lo definitivo para alcanzar la felicidad. Mañana mismo te darás cuenta que, la auténtica alegría, no está en las falsas recetas que nos inventamos, sino en la verdad interior donde habla Dios.

2.-Una dimensión que hemos perdido, y que es fuente de alegría, es el saber estar con aquellos a los que se ama. La televisión, los ruidos, Internet, etc., han hecho que nuestras relaciones se enfríen y, por lo tanto, se hagan más distanciadas.

En el plano de la fe ocurre tres cuartos de lo mismo. Quien está pagando los platos rotos de tanta apariencia y superficialidad es Dios. Hay un cauce por el que se nos muestra tal y como es, donde nos habla, donde se convierte en un surtidor de paz y de sosiego, de alegría desbordante y de sonrisa en el rostro: la oración. Con ella aprendemos a descubrir a Aquel que vino, viene y está por venir al final de los tiempos. Este tiempo de adviento, entre otras cosas, nos prepara para ser centinelas, guardas jurados ante la venida del Señor. La Navidad, si la queremos santa y buena, debe de producir en nosotros un efecto de llamada a la alegría, al gozo interior. Como Juan, sabemos que somos indignos de desatarle ni las correas de la sandalia, pero como Juan, podemos hacer algo: que la alegría sea un distintivo, una bandera, una insignia de lo que llevamos y vivimos por dentro: la presencia de Jesús que viene.

Preguntaba un maestro espiritual a su discípulo; ¿dónde está el alimento de tu alegría? Y, viendo el maestro que el discípulo dudaba, le añadió: el día que respondas sin pensarlo, que Dios es todo para ti, comprobarás que la alegría no necesita más fuente que la divina.

3.- Como Juan, nosotros somos la voz, pero ¿y la Palabra? La Palabra que viene a nosotros con rostro humanado, ese, es Jesús.

Como Juan, nosotros somos aves de paso ¿y Jesús? Jesús es lo definitivo, lo anunciado, lo esperado, lo eterno.

¿Cómo no dar gracias a Dios por permitirnos anunciar su presencia en el mundo?

¿Cómo no pedirle fuerzas para seguir gritando en medio de los desiertos de tantas personas que no viven ni esperan la llegada del Salvador?

¿Cómo no acongojarnos de ser heraldos de su llegada, de su amor, de su humillación?

¿Cómo no ser intrépidos por anunciar, aún a riesgo de desaparecer, el reino de Dios?

¿Cómo no sentir que, la iglesia, es esa antorcha viva y sostenida por tantas manos que simboliza la luz que es Cristo?

Adviento. Iremos disminuyendo, como Juan Bautista (pero no debilitándonos) para que venga Aquel que tiene que venir.

¿Cómo no tomar la delantera para desbrozar caminos, rebajar riscos y allanar corazones para la llegada del Señor?

Llega la Navidad. ¿Somos voces que gritan, celebran, viven, desean y promueven el nacimiento de Jesús? ¿O somos tímido susurro que se acobarda ante otras voces que gritan ocultando lo verdaderamente importante?

Javier Leoz

Testigos de la luz

1.- «Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren… «(Is 61, 1) Dios Padre se compadeció del sufrimiento de sus criaturas y quiso consolarlas, aliviarlas por medio de su Hijo Unigénito. Para eso vino Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre, hasta nuestra tierra. Con él llegó la paz y la alegría para cuantos gimen y lloran en este valle de lágrimas. Con él nos llega, en efecto, el perdón divino, el tesoro inapreciable de la Redención.

No obstante, para alcanzar el fruto de su salvación es preciso que preparemos el corazón, es necesario que allanemos los caminos del espíritu mediante la oración y la penitencia. Suplicar una y otra vez, con mucha humildad y gran confianza. Que Dios tenga misericordia de nosotros y perdone nuestros pecados. También hay que mortificar nuestros sentidos para de ese modo purificarlos y fortalecerlos. Hemos de negarnos a nuestros propios gustos y caprichos, expiar nuestros pecados por medio de la penitencia. Sólo así podremos recibir adecuadamente, y con fruto, la llegada inminente de nuestro Dios y Señor.

«Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios…” (Is 61, 10) En medio del clima de oración y penitencia, tan propio del Adviento, la Iglesia nuestra Madre nos exhorta por boca del profeta Isaías a que nos llenemos, hasta desbordar, con el gozo del Señor. Aunque parezca una paradoja, así ha de ser: gracias a la oración y a la penitencia el alma se purifica y se acerca más a Dios, hasta sentir el gozo inefable de estar junto a él, de rozarle y abrir el corazón a su amor entrañable. La esperanza cierta de que el Señor llega hasta nosotros tiene que ser un motivo sólido y profundo de alegría, de paz y felicidad anticipada, unas primicias del júbilo de la Navidad que se acerca. Más aún: un anticipo de la dicha infinita que Dios reserva para quienes le sean fieles hasta el final. Repitamos con las palabras del profeta de la alegría mesiánica: «Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hará brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos, ante todos los pueblos».

2.- «Proclama mi alma la grandeza del Señor…» (Lc 1, 46) El canto interleccional está tomado hoy del «Magnificat», el cántico que recitara la Virgen María al recibir la felicitación de su prima Santa Isabel. El gozo de Nuestra Señora es tan grande que no puede menos que romper en un himno de alegría y de alabanza a ese Dios que late en su seno virginal, y que se ha fijado en la pequeñez de su esclava, que ha elegido su poquedad ínfima.

Ella entrevé la grandeza a que el Señor la ha elevado, se da cuenta de lo que ha hecho con ella el Omnipotente. Desde ese momento la llamarán bienaventurada todas las gentes. Y, efectivamente, así ha sido. A lo largo y lo ancho de los siglos, María ha sido alabada con los más bellos decires, con expresiones artísticas de todo tipo: los escultores más renombrados, los poetas más inspirados, los juglares de todos los tiempos, los pintores más famosos. Es tanto lo que Dios ha hecho en María Santísima que no podemos quedar impasibles ante tanta bondad y belleza.

«…su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación » (Lc 1, 49-50) María contempla la bondad infinita de Dios, comprende que esa misericordia que la ha elevado, se prodiga también con todos los creyentes. Sí, su misericordia pasa de padres a hijos, su bondad y su piedad son perennes, eternas. A los hambrientos los colma de bienes, sigue diciendo María inspirada por el Espíritu Santo, y a los ricos los despide vacíos.

A los poderosos los derriba de sus tronos y ensalza a los humildes. Esa realidad maravillosa llenará también de júbilo a Jesús, que agradecerá al Padre eterno ocultarse a los sabios de este mundo y revelarse a los sencillos y los humildes… Ojalá comprendamos las enseñanzas del «Magnificat». Al menos que entendamos, por una parte, la grandeza de María y agradezcamos tenerla por Madre. Por otro lado que nos esforcemos para ser sencillos y humildes, pobres de espíritu. Sólo así podremos ser amados de Dios, como buenos hijos de la Señora.

3.- «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar» (1 Ts 5, 16) Siempre quiere decir siempre. Alegres de modo continuo, pase lo que pase. Y como una fórmula mágica que haga posible este milagro, nos dice a renglón seguido San Pablo: «Sed constantes en orar…» Dios es nuestro Padre. Si recurrimos a él con fe, si le buscamos con la misma confianza que un niño busca a su padre, si no dudamos ni por un momento de su amor infinito, si creemos firmemente en su poder sin límites, entonces todas nuestras penas y sufrimientos se esfumarán, se convertirán en gozo, en la alegría de los hijos de Dios.

Dad en todo gracias al Señor, nos dice a continuación el Apóstol. Son tantos y tan grandes los beneficios que cada uno recibimos que tenemos motivos más que suficientes para estar agradecidos al Señor. Sí, hemos de vivir profundamente agradecidos, también por esos favores que nosotros ignoramos, o esos otros que por tenerlos desde hace tiempo no los apreciamos. Y que esa gratitud lleve consigo una justa correspondencia, que tengamos siempre vivo el deseo de dar a Dios una prueba de agradecimiento, por ejemplo, mediante una entrega generosa a los demás por amor suyo.

«Guardaos de toda forma de maldad » (1 Ts 5, 16) Hay que ser buenos y también parecerlo. Hay que evitar hasta la apariencia de mal. Hemos de ser apoyo para la vida de los demás y nunca un tropiezo, vivir con autenticidad nuestra vida de cristianos delante de Dios, delante de nuestra propia conciencia, y también delante de cuantos nos rodean.

Qué estúpidos somos a veces. Llevados de no sé qué prurito, nos empeñamos en aparecer peor de lo que somos. Hay quienes incluso hacen alarde de sus pecados, quienes los exageran para llamar la atención. O quienes actúan sin preocuparse lo más mínimo del posible escándalo que puedan ocasionar. Es una conducta reprochable que merece sufrir las terribles amenazas que Cristo pronunció contra los escandalosos.

«Guardaos de toda forma de mal. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro ser, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas».

4.- «No era él la luz, sino testigo de la luz» (Jn 1, 8) La liturgia sigue insistiendo en presentar ante nuestra mirada la figura austera de Juan Bautista, el hombre enviado por Dios para preparar a los que esperan al Mesías, «para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz». Testigo que declara ante el tribunal del mundo que Jesús de Nazaret es el Rey salvador anunciado desde siglos por los profetas de Israel. Sus palabras son recias y claras, avaladas además por su conducta intachable. Su vida es convincente, ratifica con el propio ejemplo las palabras que proclama. Y como él, también nosotros los cristianos hemos de vivir con todas sus consecuencias lo que nuestras palabras, como testigos de Cristo, han de proclamar.

«Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: Tú ¿quién eres? Él confesó sin reservas: Yo no soy el Mesías». Los enviados de Jerusalén siguieron preguntando, deseosos de averiguar quién era Juan en definitiva. Las respuestas del Bautista están llenas de sinceridad y de sencillez. Él no es un profeta, ni tampoco Elías como ellos se pensaban. Él es simplemente la voz que clama en el desierto, el heraldo del Rey mesiánico que se aproxima, el adelantado que prepara los caminos de un retorno, un nuevo éxodo hacia la Tierra prometida, bajo la guía de otro Moisés, el mismo Dios hecho hombre.

Las palabras de Juan Bautista son una lección de humildad y de verdad. Él confesó sin reservas quién era y quién no era, supo andar en verdad, que en eso consiste precisamente la humildad. Ni aparentó más de lo que era, ni disimuló lo que en realidad era. «En medio de vosotros -sigue diciendo- hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». Sus palabras tienen una vigencia palpitante en nuestros días. Sí, también hoy Cristo Jesús, el Esperado, está en medio de nosotros y no nos damos cuenta de ello. Somos unos pobrecitos ciegos, sentados como Bartimeo a la vera del camino, pero sin preguntar, como él hizo, quién es ese que pasa por el camino. Porque, en efecto, él pasa una vez y otra al lado de nuestra vida, se deja oír en el murmullo que levanta su paso. Pero en lugar de preocuparnos por saber quién es ese que alza por unos momentos el vuelo de nuestro corazón, seguimos sentados, apoltronados y sordos para escuchar la voz de Dios, el rumor de su Espíritu. Vamos a rectificar, el Adviento es tiempo propicio para cambiar de ruta, para enderezar nuestro camino hacia el encuentro con Dios.

Antonio García Moreno

Razones para la esperanza

1- «¡Estad siempre alegres!» ¿Cómo podemos estar alegres con todo lo que se nos viene encima? ¿Cómo pueden decir esto los trabajadores en paro, o las madres que soportan en silencio la enfermedad de sus hijos? Han pasado casi dos mil años desde que se escribió la Carta a los Tesalonicenses. Cuando Pablo en el año 50 llegó a Tesalónica, procedente de Filipos, se encontró con una gran ciudad. La capital de la provincia romana de Macedonia tenía un comercio floreciente. A su puerto llegaban barcos de distintos puntos del Mediterráneo, y de él salían los productos de las ricas llanuras del interior. Pero en ella también había pobres, excluidos diríamos hoy, que no podían participar del banquete de los privilegiados. La población era internacional: había griegos, romanos, judíos de la Diáspora y otros extranjeros. Ciudad cosmopolita y próspera, en Tesalónica Pablo es escuchado más por los paganos que por los judíos, que le obligan a huir precipitadamente. No obstante, Pablo escribe su primera carta -quizá el primer documento escrito de todo el Nuevo Testamento, animando a la pequeña comunidad que él formó a vivir con serena esperanza y a dar testimonio ante los demás de que Dios cumplirá sus promesas.

2- El Tercer Isaías recuerda su vocación y la misión que Dios le ha encomendado. Ha sido «ungido», es decir consagrado para una extraordinaria aventura: llevar el gozo, la alegría a quienes carecen de ella. Dios cumplirá sus promesas y esta es la señal: los pobres reciben la Buena Noticia. Esto quiere decir:

— Vendar corazones rotos: ¡hay tanto desamor en nuestro mundo!

— Proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad: ¡Cuántas esclavitudes nos dominan!

— Dignificar a los que fueron afrentados: ¡No basta con ayudar al pobre, sino en hacer de él un hombre digno!

— Proclamar el año de gracia del Señor: ¡Sólo es posible que la gracia llegue a todos si se elimina la pobreza y sus causas injustas! Es decir, mediante un nuevo orden internacional en el que el hombre deje de explotar al hombre

3 – Cuando se escribió este relato, principios del siglo V antes de Cristo, el pueblo estaba hundido en la miseria. Cinco siglos después Jesús se aplicó estas palabras (Lucas 4. 18-21) y escandalizó a sus paisanos, que no entendieron la cercanía de Dios con los pobres. Hoy nos pasa un poco lo mismo, pues seguimos excluyendo a una parte importante de la población mundial. La falta de justicia se ha manifestado como una constante en la larga historia de las relaciones humanas y hoy se justifica mediante una sibilina manipulación de las fuentes de información. La exclusión, la pobreza, no sólo no remiten sino que van adoptando nuevas formas y se propagan con mayor velocidad. Todos participamos en esta exclusión, como excluidos o como «excluidores», porque quien no practica de hecho la justicia sostiene de manera directa o indirecta los procesos de exclusión.

4 – Una «voz grita en el desierto». Hoy cuando no nos hacen caso decimos que estamos predicando en el desierto. Nuestra misión no es grata, como tampoco lo fue la de Juan. A nadie le gusta que le digan sus fallos, que le saquen los colores. Hemos recuperar el sentido profético, denunciador, de nuestra vida, aunque nos cueste disgustos. Hemos de tener cuidado para que no nos envuelva el conformismo reinante. Juan es consciente de que su misión es ser voz de los sin voz para «allanar el camino al Señor». El, Jesucristo, nos bautizará con Espíritu Santo y con fuego, es decir transformará nuestra mente y nuestro corazón.

Hay muchas personas en nuestro mundo que demuestran que tienen corazón, que saben sentir y padecer con los débiles, que son capaces de estar solidariamente al lado del que sufre para ayudarle. Los voluntarios, que ayudan en las ONG’s de todo tipo, esas personas que se quitan tiempo para acompañar a los enfermos y a los ancianos, todos, son un ejemplo de que aún, como escribió Martín Descalzo, hay razones para la esperanza .Ahora comprendemos el motivo de nuestra alegría en este domingo «gaudete»: es Jesucristo el que hará realidad que se cumplan las palabras del Magnificat: «a los hambrientos les colma de bienes y a los ricos despide vacíos». Pero necesita nuestras manos.

José María Martín OSA

Testigos de la luz

Es curioso cómo presenta el cuarto evangelio la figura del Bautista. Es un «hombre», sin más calificativos ni precisiones. Nada se nos dice de su origen o condición social. Él mismo sabe que no es importante. No es el Mesías, no es Elías, ni siquiera es el Profeta que todos están esperando. Solo se ve a sí mismo como «la voz que grita en el desierto: Allanad el camino al Señor». Sin embargo, Dios lo envía como «testigo de la luz», capaz de despertar la fe de todos. Una persona que puede contagiar luz y vida. ¿Qué es ser testigo de la luz?

El testigo es como Juan. No se da importancia. No busca ser original ni llamar la atención. No trata de impactar a nadie. Sencillamente vive su vida de manera convencida. Se le ve que Dios ilumina su vida. Lo irradia en su manera de vivir y de creer.

El testigo de la luz no habla mucho, pero es una voz. Vive algo inconfundible. Comunica lo que a él le hace vivir. No dice cosas sobre Dios, pero contagia «algo». No enseña doctrina religiosa, pero invita a creer. La vida del testigo atrae y despierta interés. No culpabiliza a nadie. No condena. Contagia confianza en Dios, libera de miedos. Abre siempre caminos. Es como el Bautista, «allana el camino al Señor».

El testigo se siente débil y limitado. Muchas veces comprueba que su fe no encuentra apoyo ni eco social. Incluso se ve rodeado de indiferencia o rechazo. Pero el testigo de Dios no juzga a nadie. No ve a los demás como adversarios que hay que combatir o convencer: Dios sabe cómo encontrarse con cada uno de sus hijos e hijas.

Se dice que el mundo actual se está convirtiendo en un «desierto», pero el testigo nos revela que algo sabe de Dios y del amor, algo sabe de la «fuente» y de cómo se calma la sed de felicidad que hay en el ser humano. La vida está llena de pequeños testigos. Son creyentes sencillos, humildes, conocidos solo en su entorno. Personas entrañablemente buenas. Viven desde la verdad y el amor. Ellos nos «allanan el camino» hacia Dios. Son lo mejor que tenemos en la Iglesia.

José Antonio Pagola