Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan; éste venía como testigo de la luz: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. El evangelista distingue claramente entre el que es la luz y el que viene como testigo de la luz, entre el que es y el que da testimonio del que es.
El testigo está en función de aquel de quien testifica; y su testimonio no tiene otro objetivo que llevar a la fe a todos los que lo reciban. Es verdad que Cristo, aquel de quien Juan da testimonio, es la luz, pero no una luz que se imponga por sí misma, sin necesidad de testimonio, sino una luz que se nos ofrece en la envoltura de la naturaleza humana y que pide el obsequio de la fe. El envoltorio humano deja pasar la luz que habita en él, pero atenuada, mitigada, amortiguada, dejando espacio para la fe.
Estando Juan en el desempeño de su función de testigo, es decir, señalando dónde se encontraba la luz, y con ella la verdad y la vida, hubo quienes, interesados por su extraña personalidad, enviaron emisarios desde Jerusalén para preguntarle: ¿Tú quién eres?
Y Juan, temiendo que le confundieran con aquel de quién él daba testimonio, confiesa abiertamente: Yo no soy el Mesías; por tanto, yo no soy el destinatario de las antiguas profecías. Entonces, le dicen: ¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado. Y Juan responde: Yo soy la voz que grita en el desierto: allanadle el camino al Señor. Una voz, por tanto, que resuena en el desierto, un pregonero, un testigo, un servidor de ese Señor a quien hay que allanarle el camino. Por eso él va por delante en el tiempo, pero no porque sea más que él, ya que es sólo su testigo y precursor y no es digno de desatarle la correa de sus sandalias.
¿No tendría que ser también ésta nuestra función como cristianos? En cuanto ungidos del Espíritu de Cristo nos corresponde ser voceros y testigos de la luz, la verdad y la vida que han llegado con él a nuestro mundo. Juan fue su testigo como antecesor; nosotros podemos serlo sólo como sucesores; pero tanto él como nosotros lo somos señalando al que es la luz del mundo y atestiguando su verdad.
Se trata de dar testimonio del enviado de Dios para dar la buena noticia a los que sufren: bien, la de que se acabaron sus sufrimientos, o bien la de que sus sufrimientos se convertirán algún día en gozos; para vendar los corazones desgarrados por la traición, la villanía, la infidelidad, la calumnia, la tristeza, el rencor; para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad; pero a los cautivos que anhelan romper sus cadenas y a los prisioneros que desean ardientemente la libertad, no a los que se han acomodado a su situación de cautividad. Y hay prisiones muy íntimas, prisiones que llevar la marca del pecado y que someten a servidumbre más que cualquiera de esos tiranos que rigen naciones con mano de hierro.
Todos estos aspectos de la buena noticia –incluido el de proclamar el año de gracia del Señor– definen la salvación cristiana, que es superación del sufrimiento, curación de desgarros, amnistía y libertad para presos y esclavos, perdón para pecadores.
Ante semejante noticia y ante los hechos acreditadores de la misma no cabe sino alegrarse con una alegría capaz de desafiar las circunstancias más adversas de la vida. Desbordo de gozo con el Señor, decía el profeta, porque me ha envuelto en un manto de triunfo. Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, decía el salmista. Estad siempre alegres, dice san Pablo, porque en un cristiano consciente de tener a Dios como Salvador no cabe la tristeza. Y no cabe porque no hay situación, por dura que sea, de la que no pueda rescatarnos el Señor. La razón de nuestra alegría es el Señor, y su poder de salvación.
En la vida podemos alegrarnos con muchas cosas: el propio éxito laboral o el de un hijo, el triunfo del equipo o del jugador con el que nos identificamos, la curación de un familiar gravemente enfermo, la concesión de un premio, la feliz conclusión de unos estudios, la consecución inesperada de un puesto de trabajo por mucho tiempo ansiado, el nacimiento del hijo esperado, etc.
Pero todas estas alegrías, aun siendo muy naturales y legítimas, se viven siempre bajo la amenaza de un cambio repentino o de un empeoramiento de la situación, se viven en la zozobra que provoca el temor a su posible pérdida o deterioro o en la ansiedad por verlas hechas realidad. También se viven en la decepción que generan las expectativas no del todo colmadas, dado que siempre esperamos más de lo que puede ofrecer el puesto de trabajo conseguido, la salud recuperada, el niño recién nacido. Son, pues, alegrías que no pueden despojarse de la doble marca de la precariedad y la provisionalidad.
La alegría cristiana –la que se funda en nuestro Señor y Salvador- no es ni provisional ni precaria, porque lleva la marca indeleble de lo permanente, de lo divino: una alegría tan afianzada en la buena noticia de Cristo que ninguna otra noticia, por mala que sea, logrará arruinarla. Eso no significa que el cristiano sea un ser insensible a los acontecimientos luctuosos de la vida y se comporte como el que pasa por la existencia sin que le rocen siquiera las malas noticias y las tragedias y sufrimientos de sus semejantes; pero la alegría que habrá depositado en Dios, su Salvador, le permitirá afrontar y reducir el impacto de esas malas noticias, pues su Dios y Salvador dispone del remedio para todos los males, incluido aquel que nos priva de la misma vida.
No obstante, esta alegría es un preciado tesoro que sólo puede ser adquirido en la oración constante, en la incesante acción de gracias, en el examen de conciencia y en el discernimiento que permite escoger lo bueno y apartar lo nocivo. Sólo así puede cosecharse este precioso fruto que es la alegría. No lo dudemos. El que nos ha llamado a seguir este camino es fiel y cumplirá su promesa, que no es otra que darnos la eterna alegría.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística