San Pablo, en su carta a los Romanos, presenta a Cristo Jesús como revelación de un misterio, mantenido en secreto durante siglos y manifestado ahora para traer a todos a la obediencia de la fe. El ahora de la manifestación de ese misterio es el ahora de la anunciación del ángel a la Virgen María. Lo anterior había sido pre-figuración profética, pre-anuncio; pero el anuncio del misterio comienza con lo que conocemos propiamente como Anunciación. Por una noticia de la cual es portador un mensajero celeste comienza a manifestarse lo que había permanecido oculto durante siglos. Todo conforme al designio de Dios, que es quien rige los destinos del universo.
Pero semejante manifestación comienza siendo algo muy íntimo y privado, un hecho acaecido en la intimidad y privacidad de una joven de Nazaret; porque el anuncio va dirigido en primer lugar a esa joven nazarena ya desposada (=comprometida) con un hombre llamado José. El nombre de esta joven (y virgen) era María, que recibe la visita del ángel en principio con sorpresa y estando en soledad. Así parecen sugerirlo los textos del relato. ¿Cabe mayor privacidad para la manifestación de un misterio tanto tiempo mantenido en secreto?
Pero ésta es la forma de actuar de Dios en nuestro mundo, tal vez porque no estamos equipados para soportar otro tipo de revelación, o tal vez porque Dios, en su fulgor, desprende tanta luz y calor que nuestros débiles ojos no podrían sostener su visión sin diafragmas o velos amortiguadores. Ésta es quizá la razón por la que su manifestación tenga que ser siempre velada, mediada, transida por lo humano.
Dios se había anunciado entre sombras desde antiguo; pero ahora lo hace con más claridad. Ahora da a conocer su misterio que, no por eso, deja de ser misterio, si bien un misterio dado a conocer. Se trata del misterio de una maternidad virginal, de una concepción por obra del Espíritu Santo; más aún, de la concepción en el seno de una mujer virgen del Hijo de Dios; por tanto, del eternamente engendrado por el Padre y ahora concebido de nuevo para volver a nacer en el mundo con una nueva existencia, una existencia con-nosotros, en carne humana.
Este hecho hace de él el En-manuel, el Dios-con-nosotros. Tal es el misterio que se anuncia: el de la venida en carne del Hijo de Dios: el misterio del Dios-con-nosotros. Hacerse hombre significa para Dios su mayor grado de cercanía, pero también su mayor grado de despojamiento: hasta la muerte y muerte de cruz. Pero ésta no era más que una consecuencia de su encarnación.
El destinatario inmediato de este anuncio es una mujer que había encontrado gracia ante Dios, porque había sido colmada de la gracia de Dios; por tanto, una elegida. Y una mujer joven y desposada, es decir, comprometida. La situación de esta mujer, virgen y desposada, le originaba algunos problemas, pero le evitaba otros. Es verdad que su maternidad virginal podía dar lugar a la denuncia del esposo y a las irreparables consecuencias de este acto de repudio, pero el ámbito matrimonial en que se producía podía ser también una buena barrera de protección. En fin, que el hogar conformado por estos jóvenes esposos, María y José, era el espacio ideado por Dios y, por tanto, adecuado para el nacimiento de su Hijo en el mundo.
Pero el anuncio que recibe María no es, en primer término, para que lo transmita a otros, sino para que ella misma se implique con todo su entendimiento y su voluntad en la realización del mismo. A la Virgen se le pide colaboración, prestaciones personales y comprometidas. Se le pide que le preste a Dios su vientre y su sangre para traer al mundo al Salvador, un vientre, es verdad, que era más de su Hacedor que de su poseedora. Sin embargo, Dios tiene la delicadeza de pedirle a su creatura (la Virgen) que le preste algo de sí misma, siendo así que semejante prestación iba a redundar en beneficio de ella misma y de todos sus hermanos de linaje.
Pero prestarle su vientre para el acontecer de esta concepción era entregarle su persona, porque el cuerpo no es separable de la propia voluntad, porque somos una unidad indisoluble de cuerpo y alma, porque el cuerpo es tan nuestro como nuestros pensamientos, deseos o decisiones. En realidad, Dios le estaba pidiendo lo que era suyo (de Él) en espera de que se lo entregara como si fuera de ella.
Y María, que se siente esclava de su Señor, por tanto sin nada que reclamar para sí, se lo entrega; más aún, se entrega enteramente a sí misma. Porque María es consciente de lo que se le pide, de lo inusitado de la propuesta y de lo dificultoso de la realización, aunque para Dios nada sea imposible. Y desde esta conciencia responde: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra: «Aquí están mi vientre y mi voluntad, porque son tuyos, porque yo soy tu esclava, porque te pertenezco enteramente, porque puedes hacer conmigo lo que quieras».
Si aquel misterio era dado a conocer para traer a todos a la obediencia de la fe, la primera en recibir su anuncio había sido ya traída a esta obediencia, como muestran sus palabras: Hágase en mí según tu palabra. ¿Qué mejor actitud de obediencia que la que reflejan estas palabras? La manifestación de este misterio logrará su objetivo cuando consiga de nosotros un acto de obediencia como el de María, cuando traiga a todos a la obediencia de la fe.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística