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Un modelo para las familias cristianas
Terminamos los domingos del año civil con una fiesta entrañable: en el ambiente de la Navidad recordamos a la familia de Jesús, María y José en Nazaret.
Es una fiesta reciente: fue establecida hace poco más de un siglo por el papa León XIII para dar a las familias cristianas un modelo evangélico de vida.
La oración colecta expresa muy bien esta finalidad. Presenta a la familia de Nazaret como un «maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo», para que imitando «sus virtudes domésticas y su unión en el amor», podamos llegar a «gozar de los premios eternos en el hogar del cielo». En la oración sobre las ofrendas pedimos a Dios: «guarda nuestras familias en tu gracia y en tu paz verdadera». Y en la poscomunión, que «después de las pruebas de esta vida, podamos gozar en el cielo de tu eterna compañía».
En unos tiempos en que la familia humana y cristiana es puesta en peligro incluso en su misma identidad, es bueno que escuchemos lo que la Palabra de Dios nos dice acerca de ella.
Las lecturas primera y segunda, que tienen lecturas diferentes para los tres ciclos, nos presentan ejemplos de virtudes domésticas. El evangelio nos recuerda escenas de la infancia de Jesús. En el ciclo A se leen las lecturas más clásicas, las que están en primer lugar. Pero nosotros aquí prestaremos atención también a las propias del ciclo B, que ponemos en segundo lugar.
Eclesiástico 3, 2-6. 12-14. El que teme al Señor honra a sus padres
El libro del Eclesiástico, uno de los últimos libros sapienciales del AT, se llama también Sirácida, porque lo escribió Jesús Ben Sira, o hijo de Sira, unos doscientos años antes de Cristo.
El pasaje de hoy habla de las relaciones entre hijos y padres. El que honra a sus padres, dice el sabio, se asegura una serie de beneficios: expía sus pecados, acumula tesoros, se llena de alegría y, cuando ora, es escuchado por Dios, que además le concede larga vida.
Añade un toque de realismo: un buen hijo no abandona a sus padres tampoco cuando se hacen viejos y «aunque flaquee su mente».
El salmo también habla del ambiente familiar: con la mujer al frente de la casa, como «parra fecunda», y los hijos en torno a la mesa, gozando todos de la bendición de Dios.
(O bien) Génesis 15, 1-6; 21, 1-3. Te heredará uno salido de tus entrañas
El pasaje de hoy nos muestra cómo la fe de Abrahán en la promesa que le había hecho Dios, de que tendría una numerosa descendencia, pasó por momentos de angustia. Dios le asegura, una vez más, que le heredará «un hijo salido de sus entrañas», a pesar de que es anciano, así como su mujer, Sara.
En efecto, nace finalmente Isaac, el «hijo de la promesa». Dios conduce la historia de sus elegidos y hace de Abrahán cabeza de todo el pueblo de Israel.
Es lógico que el salmista se muestre agradecido, acordándose de la «estirpe de Abrahán, su siervo», y nos invite a alabar a Dios: «el Señor es nuestro Dios, se acuerda de su alianza eternamente… dadle gracias… cantadle… recordad las maravillas que hizo».
Colosenses 3,12-21. La vida de familia vivida en el Señor
En la carta que escribe Pablo a la comunidad de Colosas (en Frigia, actual Turquía), les presenta un programa ideal de vida comunitaria. Su «uniforme» —el vestido que les distingue de los demás— debe ser misericordia, bondad, humildad, dulzura, comprensión, amor, capacidad de perdón. Pablo desciende también a una ejemplificación en el ámbito de la familia: las relaciones entre marido y mujer, y entre padres e hijos.
A la vez, los cristianos deben permanecer en la acción de gracias (¿alusión a la eucaristía?), dando primacía a la Palabra y orando con cantos, salmos e himnos.
(o bien) Hebreos 11, 8.11-12.17-19. Fe de Abrahán, de Sara y de Isaac
Esta lectura sigue el hilo de la primera, si se ha escogido Gn 15. El autor de la carta a los Hebreos quiere animar a la fidelidad a sus lectores, proponiéndoles una lista de ejemplos tomados del AT: personas que tuvieron fe y se mantuvieron fieles a Dios a pesar de las oscuridades de su tiempo. Hoy leemos el ejemplo que les propone de la familia de creyentes que formaron Abrahán, Sara e Isaac.
Abrahán tuvo gran fe en Dios y siguió su orden, abandonando su tierra «sin saber adonde iba», y en adelante su vida fue la de un nómada, viviendo en tiendas. También su mujer, Sara, anciana y estéril, «juzgó digno de fe al que se lo prometía», experimentó la fidelidad de Dios y dio a luz al hijo esperado. Pero el colmo de la fe de esta familia fue cuando Abrahán se mostró dispuesto a sacrificar a ese hijo suyo, que había esperado tanto, si iba a ser para cumplir la voluntad de Dios. Aunque no tuvo que completar el sacrificio, porque el ángel de Dios le detuvo.
Lucas 2, 22-40. El niño iba creciendo lleno de sabiduría
En este ciclo B leemos la significativa escena de la presentación de Jesús en el Templo, que los orientales llaman «el Encuentro». Es un episodio lleno de simbolismo, porque cumple las figuras antiguas y anticipa también lo que Jesús va a hacer y decir en ese Templo cuando sea mayor.
Sus padres cumplían así la ley de consagrar a Dios a su primogénito. Como dice Pablo en Ga 4, el Mesías «nació de una mujer, bajo la ley». María y José se encuentran en el Templo con dos personas mayores, Simeón y Ana, que representan a aquellos creyentes del pueblo elegido que vivían intensamente la espera del Mesías. Ellos saben reconocer en el niño al Enviado de Dios, la luz de todas las naciones.
Lucas pone en labios de Simeón un himno de gratitud a Dios, el «Nunc dimittis» que rezamos cada noche en la hora de Completas, y también el anuncio profético de lo que tendrá que sufrir María, la Madre, porque su Hijo va a ser «bandera discutida», objeto de contradicción por parte de sus adversarios.
El relato concluye con un breve apunte de la vida de esta familia en Nazaret y el proceso de crecimiento de Jesús.
2
Programa de vida de familia
De la familia de Nazaret —a la que siempre nos deberíamos acercar con un infinito respeto, porque está sumergida en el misterio de Dios— no sabemos muchas cosas. Pero una cosa sí es segura: el Hijo de Dios quiso nacer y vivir en una familia y experimentar nuestra existencia humana, precisamente en una familia pobre, trabajadora, que tendría muchos momentos de paz y serenidad, pero que también supo de estrecheces económicas, de emigración, de persecución y de muerte.
Esta familia de Nazaret aparece como un modelo amable de muchas virtudes que deberían copiar las familias cristianas: la mutua acogida y comprensión, la comunión perfecta, la fe en Dios, la capacidad de silencio y oración, la fortaleza ante las dificultades, el cumplimiento de las leyes sociales y de la voluntad de Dios, el acompañamiento en el crecimiento humano y creyente de los hijos.
El programa que aparece en los textos de esta fiesta vale para las familias, para las comunidades religiosas, para las parroquias, para la humanidad entera. Nos irían bastante mejor las cosas si en verdad los hijos cuidaran de sus padres siguiendo los consejos del Sirácida. Y si todos tuviéramos la disponibilidad y la fe de la familia de Abrahán incluso en circunstancias que pueden parece increíbles y paradójicas. Y si en nuestras relaciones con los demás vistiéramos ese «uniforme» del que habla Pablo: misericordia, bondad, humildad, dulzura, comprensión, amor, capacidad de perdón. Los consejos de Pablo parecen pensados para nosotros: «perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro… que la paz de Cristo actúe de arbitro en vuestro corazón… y, por encima de todo, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada». Pablo conocía bien las dificultades de la convivencia humana.
La fiesta de hoy no nos da soluciones técnicas para la vida familiar o social, pero nos ofrece las claves más profundas, humanas y cristianas, de esta convivencia. Habrán cambiado las condiciones sociales y el modo de relacionarse padres e hijos en comparación con las que describían los libros del AT o las cartas de Pablo. Ahora, por ejemplo, se tienen mucho más en cuenta los derechos de cada persona, y el papel de la mujer, como esposa y madre, es muy diferente del de hace siglos. Pero los principios y los valores principales siguen ahí: el respeto, el amor, la solidaridad, la tolerancia, la ayuda mutua.
Cuando los padres se hacen viejos y hay que cuidarlos
(Si se elige Eclesiástico) Ben Sira nos traza un pequeño tratado sobre el comportamiento de los hijos para con sus padres. Se puede decir que tenemos aquí un comentario o glosa del cuarto mandamiento: «honrarás al padre y a la madre». El marco social ha cambiado, pero la norma que él da sigue en pie: atender a los padres, honrar padre y madre.
También sigue actual el detalle que el sabio del AT apuntaba respecto a los padres ancianos, a los que ya «les flaquea la mente». Él no sabía nada del mal de Alzheimer, pero parece describirlo, y nos invita a extremar nuestro amor a los mayores precisamente en esas circunstancias. Es fácil tratar bien a los padres cuando son ellos los que nos ayudan a nosotros, porque dependemos hasta económicamente de ellos. Y difícil cuando ya no se valen por sí mismos y son ellos los que dependen de nuestra ayuda.
El Catecismo de la Iglesia Católica, citando precisamente este pasaje del Sirácida, concreta el «cuarto mandamiento» recordando a los hijos sus responsabilidades para con los padres: «Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres… La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos, pero no el respeto que les es debido, que permanece para siempre… En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento» (CCE 2217-2218).
El ejemplo de una familia creyente: la de Abrahán
(Si se elige Génesis y Hebreos) Las dos primeras lecturas más propias del ciclo B nos presentan una familia realmente ejemplar y de fe recia: la de Abrahán.
Los tres, Abrahán, Sara y también Isaac, aceptan el plan salvador de Dios sobre ellos, aunque va a traer a su vida dificultades no pequeñas. Dios ha pensado en ellos para que sean el inicio del pueblo elegido. En una situación que parece más bien inadecuada —la esterilidad de unos ancianos— sin embargo creen en Dios, o creen a Dios, y renuncian a sus propios planes para obedecer a los de Dios.
Con razón se alaba repetidamente en el Nuevo Testamento la fe de esta familia que abandona su patria y está dispuesta a sacrificar incluso a su único hijo, con plena confianza en los designios de Dios, porque «Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar muertos». El acento habría que ponerlo en toda la familia, que por sus circunstancias difíciles es hoy como la figura profética de la familia de Nazaret, también envuelta en los planes salvadores de Dios.
Una familia que cree y que ora
Este programa de vida familiar y comunitaria no es nada fácil. No se puede basar sólo en una filantropía humana, o en motivos de mera convivencia civilizada, sino sobre todo en la fe.
Para una vida familiar y comunitaria sólida necesitamos la fe, porque el motivo último de este amor que se nos pide es el amor que Dios nos ha mostrado en su Hijo y que estos días se nos ha manifestado de un modo más explícito. Ya Ben Sira ponía como motivo fundamental del amor a los padres la mirada hacia Dios: «el que honra a su padre, cuando rece será escuchado; al que honra a su madre, el Señor le escucha».
Cuando Pablo invita a las mujeres, a los maridos y a los hijos a superar las dificultades que puedan encontrar y a vivir en paz y armonía, no se basa sólo en que debemos convivir civilizadamente unos con otros, sino que añade una pequeña pero significativa expresión: «en el Señor».
Necesitamos la ayuda de Dios. Si no hubiera sido por esta ayuda, Abrahán no hubiera podido cumplir su misión. Pablo nos invita a no descuidar la acción de gracias (Eucaristía), a dar el debido lugar a la Palabra de Dios, a dar sentido a nuestra vida con la oración y el canto de salmos e himnos. Una agrupación humana, sea la familia o una comunidad religiosa, no puede superar las mil dificultades que encuentra para la convivencia, si no es con la ayuda de Dios. Si existe esta apertura de fe, entonces sí se puede creer que es posible lo que Pablo recomienda a los Colosenses: que en la vida, «todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús». El programa de Pablo es claro y concreto, pero difícil de cumplir cada día, como todos hemos experimentado más de una vez.
Es interesante que los tres miembros de la familia de Nazaret sean presentados a lo largo del evangelio como personas que se distinguen por su escucha de la Palabra. De José se dice varias veces que, cuando despierta, cumple lo que se le había comunicado de parte de Dios. María contesta en su diálogo con el ángel: «hágase en mí según tu palabra». Jesús afirma que debe estar en las cosas de su Padre, y en toda su vida aparece siempre atento a cumplir la voluntad de Dios.
Una familia que cada domingo acude a celebrar la Eucaristía tiene un apoyo consistente en la escucha de la Palabra y en la comunión con Cristo como su alimento, para su camino de convivencia y de crecimiento humano y cristiano. Así es como crece más eficazmente como una «iglesia doméstica» (LG11).
Los mayores: testigos en una familia
En una familia hay también personas mayores, sobre todo los abuelos. El evangelio de hoy es un buen modelo del papel evangelizador y testimonial que pueden tener estas personas mayores en la familia y en la sociedad.
Cuando Jesús entra por primera vez en el Templo, llevado por sus padres, se encuentra allí con Simeón y Ana, que representan de algún modo al «resto de Israel» que acoge al enviado de Dios, como antes lo habían hecho los pastores y los magos de Oriente y, sobre todo, la joven pareja de José y María. Ellos, desde el prestigio y la experiencia de su ancianidad, supieron alabar a Dios por su fidelidad y a la vez dar testimonio de su alegría, avisar a María del futuro que le esperaba y «hablar del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén».
Unas personas mayores no podrán hacer otras cosas, ni tener tanta energía como cuando eran jóvenes, pero sí pueden dar un testimonio así y ayudar a los más jóvenes en su camino de fe, con su propio ejemplo y con su palabra oportuna.
Una familia más santa, fruto de la Navidad
A la vez que, en el clima de la Navidad, seguimos meditando y celebrando el misterio del Dios hecho hombre, nos miramos hoy al espejo de la Sagrada Familia para mejorar el clima de la nuestra. Dios ha querido encarnarse en una familia humana, con hondas raíces genealógicas en un pueblo: Abrahán, David… El que era «de la misma naturaleza del Padre», se hizo uno de nosotros y «compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado».
Las lecturas propias de este ciclo B acentúan la iniciativa gratuita de Dios —que concede un hijo a una pareja de ancianos y sobre todo ha enviado a su Hijo como luz y salvación del mundo— y la fe de unas personas, como Abrahán, María, José, Simeón y Ana, que saben descubrir la voluntad de Dios en sus vidas y la acogen con fidelidad.
Precisamente ahora en que tantos interrogantes se levantan contra la institución de la familia humana y cristiana, en un tiempo en que tal vez más que en otros sentimos las dificultades de la convivencia familiar y se multiplican los ejemplos de violencia doméstica, y también se ve más difícil la estabilidad de nuestras opciones y relaciones, la Palabra de Dios ilumina desde la luz cristiana y navideña el ideal de la familia tal como la quiere Dios.
Ojalá las nuestras imiten esas consignas de fe en Dios y de unión y mutua acogida y tolerancia que escuchamos en las lecturas de hoy. Es en ese clima donde una familia encuentra su mejor salud, su equilibrio y su ilusión para seguir ayudándose mutuamente —los esposos entre sí, los padres para con los hijos, los hijos para con los padres— a crecer en los valores humanos y cristianos.
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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