Hoy me limito a transcribiros el comentario que hace el papa a este pasaje de Lucas en su libro sobre la infancia de Jesús. Dice así: «En el cuadragésimo día hay tres acontecimientos: la purificación de María, el rescate del hijo primogénito Jesús (mediante un sacrificio prescrito por la Ley) y la presentación de Jesús en el templo».
En el Libro del Levítico se establece que una mujer, después de dar a luz un varón, es impura (es decir, excluida de las prácticas litúrgicas) durante 7 días; el octavo día el niño ha de ser circuncidado, y la mujer deberá quedarse en casa todavía treinta y tres días para purificar su sangre (Lv 12,1-4). Después debe ofrecer un sacrificio de purificación, un cordero como holocausto y un pichón o una tórtola como sacrificio expiatorio. Los pobres sólo tienen que ofrecer dos tórtolas o dos pichones.
María ofreció el sacrificio de los pobres (Lc 2,24). Lucas, cuyo Evangelio está impregnado todo él por una teología de los pobres y de la pobreza, nos da a entender aquí, una vez más de manera inequívoca, que la familia de Jesús se contaba entre los pobres de Israel; nos hace comprender que precisamente entre ellos podía madurar el cumplimiento de la promesa. También aquí nos percatamos nuevamente de lo que quiere decir: nacido bajo la Ley; y qué significa el que Jesús diga al Bautista que debe cumplirse toda justicia (Mt 3,15). María no necesita ser purificada por el parto de Jesús: este nacimiento trae la purificación del mundo. Pero ella obedece la Ley y sirve justamente así al cumplimiento de las promesas.
El segundo acontecimiento del que se trata es el rescate del primogénito, que es propiedad incondicional de Dios. El precio del rescate era de 5 siclos y se podía pagar en todo el país a cualquier sacerdote.
Lucas cita ante todo explícitamente el derecho a reservarse al primogénito: Todo primogénito varón será consagrado (es decir, perteneciente) al Señor (Lc 2,23; Ex 13,2; 13,12). Pero lo singular de su narración consiste en que luego no habla del rescate de Jesús, sino de un tercer acontecimiento, de la entrega (presentación) de Jesús. Obviamente, quiere decir: este niño no ha sido rescatado y no ha vuelto a pertenecer a sus padres, sino todo lo contrario: ha sido entregado personalmente a Dios en el templo, asignado totalmente como propiedad suya. La palabra paristánai, traducida aquí como presentar, significa también ofrecer, referido a lo que ocurre con los sacrificios en el templo. Suena aquí el elemento del sacrificio y el sacerdocio.
Sobre el acto del rescate prescrito por la Ley, Lucas no dice nada. En su lugar se destaca lo contrario: la entrega del Niño a Dios, al que tendrá que pertenecer totalmente. Para ninguno de dichos actos prescritos por la Ley era necesario presentarse en el templo. Para Lucas, sin embargo, es esencial precisamente esta primera entrada de Jesús en el templo como lugar del acontecimiento. Aquí, en el lugar del encuentro entre Dios y su pueblo, en vez del acto de recuperar al primogénito, se produce el ofrecimiento público de Jesús a Dios, su Padre.
A este acto cultual, en el sentido más profundo de la palabra, sigue en Lucas una escena profética. El viejo profeta Simeón y la profetisa Ana -movidos por el Espíritu de Dios- se presentan en el templo y saludan como representantes del Israel creyente al Mesías del Señor (Lc 2,26).
A Simeón se le describe con tres cualidades: es justo, es piadoso y espera la consolación de Israel. En la reflexión sobre la figura de san José hemos visto lo que es un hombre justo: un hombre que vive en y de la Palabra de Dios, vive en la voluntad de Dios, tal como está descrita en la Torá. Simeón es piadoso, vive en una íntima apertura personal hacia Dios. Está interiormente cerca del templo, vive en el encuentro con Dios y espera la consolación de Israel. Vive orientado hacia lo que redime, hacia quien ha de venir.
En la palabra consolación (paráklesis) resuena la palabra de Juan sobre el Espíritu Santo. Él es el Paráclito, el Dios consolador. Simeón es uno que espera y aguarda, y justamente así se posa ya ahora en él el Espíritu Santo. Podríamos decir que es un hombre espiritual y, por tanto, sensible a las llamadas de Dios, a su presencia. Por eso habla ahora también como profeta. En un primer momento toma al Niño Jesús en sus brazos y bendice a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz (Lc 2,29).
En este himno se hacen dos afirmaciones cristológicas. Jesús es luz para alumbrar a las naciones, y existe para la gloria de tu pueblo, Israel (Lc 2,32). Ambas expresiones están tomadas del profeta Isaías; la de luz para iluminar a las naciones proviene del primer y del 2º canto del Siervo del Señor (Is 42,6; 49,6). Jesús es identificado así como el siervo de Dios, que en el profeta aparece como una figura misteriosa que remite al futuro. La esencia de su misión conlleva la universalidad, la revelación a las naciones, a las que el siervo lleva la luz de Dios.
Simeón, con el niño en brazos, tras haber alabado a Dios, se dirige con una palabra profética a María, a la que, después de las muestras de alegría por el niño, anuncia una especie de profecía de la cruz (Lc 2,34s). Jesús está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción. Al final le dirige a la madre una predicción muy personal: Y a ti, una espada te traspasará el alma. La teología de la gloria está indisolublemente unida a la teología de la cruz. Al siervo de Dios le corresponde la gran misión de ser el portador de la luz de Dios para el mundo. Pero esta misión se cumple precisamente en la oscuridad de la cruz.
Como trasfondo de la palabra sobre los muchos que caen y se levantan está la alusión a una profecía tomada de Is 8,14, en la cual se indica a Dios mismo como una piedra en la que se tropieza y se cae. Así, justamente en el oráculo sobre la Pasión, aparece la profunda relación de Jesús con Dios mismo. Dios y su Palabra -Jesús, la palabra viva de Dios- son signos e incitan a la decisión. La oposición del hombre contra Dios recorre toda la historia. Jesús se revela como el verdadero signo de Dios, precisamente tomando sobre sí, atrayendo hacia sí la oposición contra Dios hasta la oposición de la cruz.
Aquí no se habla del pasado. Todos nosotros sabemos hasta qué punto Cristo es hoy signo de una contradicción que, en último análisis, apunta a Dios mismo. Dios es considerado una y otra vez como el límite de nuestra libertad, un límite que se ha de abatir para que el hombre pueda ser totalmente él mismo. Dios, con su verdad, se opone a la multiforme mentira del hombre, a su egoísmo y a su soberbia.
Dios es amor. Pero también se puede odiar el amor cuando éste exige salir de uno mismo para ir más allá. El amor no es una romántica sensación de bienestar. Redención no es wellness, un baño en la autocomplacencia, sino una liberación del estar oprimidos en el propio yo. Esta liberación tiene el precio del sufrimiento de la cruz. La profecía de la luz y la palabra acerca de la cruz van juntas.
Como hemos visto, este oráculo sobre el sufrimiento se hace finalmente muy concreto; una palabra dirigida directamente a María: Y a ti, una espada te traspasará el alma (Lc 2,35). La oposición contra el Hijo afecta también a la Madre e incide en su corazón. La cruz de la contradicción, que se ha hecho radical, se convierte en ella en una espada que le traspasa el alma. De María podemos aprender la verdadera compasión, libre de sentimentalismo alguno, acogiendo el dolor ajeno como sufrimiento propio.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística