1.- «Cuando tenga uno en su carne alguna mancha…» (Lv 13, 2) El Levítico da una serie de normas para aquellos que, de una u otra forma, contraigan una impureza legal. Aquí se refiere a las enfermedades de la piel, y en especial a la lepra. El que contrajera alguna de esas dolencias, en su mayoría contagiosas, tenía que presentarse al sacerdote para que viese si realmente existía aquella enfermedad y, en su caso, tomar una serie de medidas de tipo terapéutico y preventivo. De ese modo se evitaba, dentro de lo posible, que la enfermedad se extendiera.
Pero al mismo tiempo se consideraba al enfermo como castigado por Dios, culpable de un pecado, quizá oculto, que en definitiva era la causa de aquel mal. Así, el pobre leproso no sólo tenía que sufrir su dolencia física, sino que además tenía que padecer la humillación y la vergüenza de ser considerado un hombre empecatado.
Con el tiempo esa concepción se fue suavizando, pero siempre quedó en pie la idea de que quien padecía alguna enfermedad, sobre todo de la piel, era una persona impura cuyo contacto manchaba y transmitía su propia impureza. De ahí que siguiera siendo obligatorio acudir al sacerdote, para que incluyera al enfermo en la lista de los impuros. Luego, cuando la enfermedad se curase, debía volver otra vez al sacerdote, para que lo reconociera y lo borrara de la fatídica lista.
«El impuro habitará solo…» (Lv 13, 46) El leproso tenía que llevar los vestidos rotos, rapada la cabeza y cubierta la barba. Además debía gritar cuando alguien se acercaba diciendo «tamé, tamé», es decir, «impuro, impuro». Tenía su morada fuera de la ciudad. Unas veces en cuevas y otras en chozas. Eran poblados miserables en los que aquella pobre gente se pudría poco a poco, sumidos en la soledad y el desamparo, cuando no en la desesperación.
Desde siempre, esa triste situación se ha considerado como un símbolo del alma en pecado, que es en realidad la lepra del alma, el mal terrible que corroe y mancha al hombre. Una lepra mucho más dañina, pues sus consecuencias no terminan con la muerte, sino que con ella empiezan para no terminar jamás. Consecuencias indescriptibles que superan infinitamente el sufrimiento y las penas de aquellos tiempos.
Hemos de reaccionar, hemos de luchar con alma y vida para evitar el pecado, para salir de él si lo hemos cometido. Vayamos al sacerdote como aquellos pobrecitos leprosos para que nos cure, para que perdone nuestros pecados y nos ayude a huir de nuestra soledad y tristeza, devolviéndonos la salud y la paz.
2.- «Tú eres mi refugio…»(Sal 31, 1) Sí, Señor, tú eres mi refugio, abrigado y seguro. En medio de la tempestad, tan terrible a veces, sólo en ti encuentro la paz y la serenidad… La pena es que en ocasiones lo olvidamos y buscamos amparo en otra parte. Búsqueda que es entonces inútil, siempre frustrada ya que los otros refugios, que nos dan alguna esperanza, acaban siempre desguarnecidos, abiertos a todos los vientos y a todas las aguas, a los fríos del invierno, o al sofocante bochorno del verano.
Sólo tú, Señor, eres mi refugio cierto en los momentos difíciles y duros de esta vida nuestra, tantas veces agitada. El alma es como barquichuela abatida por las olas, elevada o hundida casi, desvencijada. Sí, también nosotros como el poeta, podemos decir con tristeza y temor: pobre barquilla mía, entre peñascos rota.
Y en medio de los avatares de la vida y la muerte, en medio de este torbellino que con frecuencia nos arrastra y envuelve, volvamos la mirada y las manos hacia el Señor, digámosle como los apóstoles cuando se hundían: Señor, sálvanos, que perecemos. Gritemos desde lo más hondo de nuestro ser, despertemos con nuestro clamor a Jesús pues parece que se nos ha dormido. Repitamos con el salmista: Dios mío, tú eres mi refugio.
«Dichoso el que está absuelto de su culpa…» (Sal 31, 5) El cantor sagrado pasa a otro tema. En apariencia desconectado con el anterior. Y así nos habla de la dicha de quien está absuelto de su culpa, ese al que Dios ha perdonado. En realidad, sí que hay una relación entre el tener a Dios como refugio y la de ser dichoso al ser perdonado de nuestro pecado: quien está en pecado se encuentra de espaldas a Dios, imposibilitado para mirarle a los ojos, incapacitado para solicitar su ayuda y su clemencia con la confianza de un buen hijo. Es un desdichado.
No obstante, si somos humildes, sí que podemos recurrir a Dios, a pesar de nuestra culpa. Para eso es preciso reconocer primero nuestro pecado. Es lo que hace el salmista: «Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: confesaré al Señor mi culpa, y tú me perdonaste mi culpa y mi pecado…». Entonces, una vez perdonados, sí que podemos recurrir al Señor con toda confianza, seguros de que nos ayudará, de que será nuestro más seguro refugio.
Por todo esto, alegraos en el Señor, aclamadlo los de corazón sincero. Estad contentos, llenos de esperanza, optimistas en medio de las más arduas dificultades, serenos siempre: porque tenemos a quien recurrir, con la certeza de ser debidamente atendidos.
3.- «Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios…» (1 Co 10, 31) El Apóstol da una serie de normas a los fieles de Corinto para que sepan cómo han de comportarse en su vida, y así agradar a Dios. De ordinario uno piensa que para honrar al Señor lo que hay que hacer es rezar mucho, hacer muchas promesas o mortificarse de modo extraordinario. Eso es lo que nos han destacado con frecuencia en la vida de los santos. Sólo viviendo así uno, según esa hagiografía, podría ser realmente santo y hasta hacer grandes milagros.
Concebir así la santidad es una aberración que hace más daño que provecho. En ese caso, la santidad sería algo casi inalcanzable, algo reservado a unos pocos, muy pocos ciertamente. Entonces habría que pensar que Dios, al decir que hemos de ser santos, nos está pidiendo demasiado, algo inalcanzable de ordinario, algo que de hecho sólo un reducido porcentaje llega a alcanzar.
Pero la santidad no es eso que a veces nos han dicho, o nos han insinuado. Aquí San Pablo nos dice que hasta el comer o el beber, cualquier cosa que hagamos, puede dar gloria a Dios, resultar algo que nos haga agradables a sus ojos. Y esto es precisamente la santidad: vivir de tal forma que Dios esté contento de nosotros, o dicho de otra forma, hacer siempre la voluntad divina.
«…como procuro yo agradar a todos en todo, no buscando mi conveniencia, sino la de todos para que todos se salven» (1 Co 10, 33) Hemos dicho que lo importante es agradar a Dios. Sin embargo, el texto sagrado nos dice a continuación que hemos de «agradar a todos en todo». Parece una incongruencia, pero no lo es. Al buscar agradar a los demás lo estamos haciendo para que se salven, para que encuentren a Dios y no se separen ya nunca de Él. Esto, en definitiva, es buscar también la gloria del Señor, olvidándonos de la nuestra.
El ser santo es, por tanto, vivir siempre con el corazón metido en Dios, tratando de querer lo que él quiere, poniendo cada día más amor en cuanto hacemos, hasta en lo más sencillo y sin importancia. Amor que se ha de traslucir en nuestro espíritu de servicio a todos, también a los que no nos caen bien, o los que sabemos con certeza que nos van a pagar con una mala razón, o no van a interpretar bien nuestro afán de servicio.
Decíamos que Dios no nos pedía imposibles, pero hay que reconocer que incluso eso que hemos dicho nos resulta muy difícil, por no decir dificilísimo. La solución está en acudir con humildad, constancia y confianza al Señor, seguros de que él nos ayudará para que alcancemos lo que nosotros solos no podemos. Por eso, además de poner nuestro esfuerzo, hemos de rezar, pedir a Dios su ayuda.
4.- «Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas…» (Mc 1, 40) Otro leproso aparece de nuevo en las páginas bíblicas, donde se recoge la vida misma, tan llena a menudo de dolor y de calamidades. Un leproso que acude confiado y audaz al joven Rabí de Nazaret, que tanto poder tiene y tanta compasión muestra ante las penas del hombre. Y el Señor atiende su petición y le cura. Nosotros contemplamos hoy este pasaje y tratamos de aprender algo de lo mucho que un relato evangélico siempre contiene.
Por lo pronto nos sentimos identificados con el pobrecito leproso. También nuestra carne está enferma y podrida. Muchas veces notamos su dentellada en nuestra vida, sentimos que nos tira hacia abajo a pesar de querer volar hacia arriba. El corazón se inclina con frecuencia al orgullo y a la vanidad, al egoísmo y la soberbia, a la pereza y la sensualidad. Sí, también nosotros, como le ocurría a San Pablo, llevamos metida en la carne una espina y experimentamos la bofetada del demonio en nuestro rostro.
Aquel leproso del Evangelio viene hasta Jesús, se acerca a él. Esto es lo primero que hemos de hacer, si queremos ser curados de la lepra de nuestra alma, acercarnos a Cristo, llegar hasta donde está él, oculto, pero presente en el Sagrario. Venir también hasta el sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados con humildad, para que él nos perdone y nos dé fuerzas para no ofenderle nunca más.
El leproso se pone de rodillas y adopta una actitud suplicante. Con una gran fe y humildad, lleno de confianza, exclama: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Ante esa manera de rogarle, ante esa sencillez, el corazón de Cristo se enternece con una compasión profunda y contesta: «Quiero: queda limpio». Y al instante desapareció la lepra y quedó limpio. Jesús no se hizo rogar, fue suficiente la humillación y la confianza del leproso para que actuara en su favor enseguida.
Seguimos contemplando y nos llenamos de alegría y de esperanza. Contemplamos en silencio a Jesús y esperamos que nos mire y se compadezca también de nosotros, tan sucios y podridos quizás. Desde lo más hondo de nuestro ser repetimos la sencilla plegaria del leproso: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Así una y otra vez. Podemos estar seguros de que Jesús volverá a enternecerse y nos dirá: «Quiero: queda limpio».
Antonio García Moreno