Comentario – Domingo II de Cuaresma

Seguimos haciendo nuestra particular travesía cuaresmal en dirección a la Pascua de Resurrección. Hoy, la liturgia de la palabra nos propone dos sucesos acaecidos en la cima de dos montañas: 1º un sacrificio humano que no llegó a consumarse, puesto que era sólo una prueba de obediencia y 2º una transfiguración: el sacrificio de Isaac (intencional), figura del sacrificio de Cristo (real), y la Transfiguración de Jesús, figura y anticipo de su Resurrección.

En ambos sacrificios –el no consumado y el consumado- hay obediencia a la voluntad del Padre y prontitud para su ejecución. Si Abrahán no se reservó a su hijo, a su único hijo, porque estaba dispuesto a degollarlo en el altar del sacrificio -tan dispuesto que todo estaba preparado para su ejecución-, como le había mandado el Señor, tampoco Dios, como nos recuerda san Pablo, se reservó al suyo, al Unigénito, sino que lo entregó a la muerte por nosotros.

Tanto en el caso de Abrahán como en el de Jesús, hay sacrificio, es decir, ofrenda de una vida, aunque en el caso de Abrahán la víctima (su hijo Isaac) no llega a inmolarse, porque lo exigido era sólo una prueba que servía únicamente para medir el grado de confianza, de obediencia y de desprendimiento de su siervo. A Dios le bastaba con evaluar la capacidad o el grado de implicación del oferente. No exigía sangre, sino obediencia.

Abrahán había dado muestras suficientes de estar dispuesto a renunciar a todo, incluida la vida de su hijo, su tesoro más preciado, si Dios se lo pedía. Cuando el patriarca se dispone a descargar el cuchillo sobre la víctima del sacrificio, ya había renunciado a su hijo querido, ya lo había entregado intencionalmente a la muerte; lo había hecho antes incluso, lo había hecho cuando se pone en camino para consumar en la cumbre del monte sacrificial el mandato de su Señor.

En semejante trance, Abrahán no puede sentirse asesino, puesto que se siente oferente: no alguien que mata, sino alguien que ofrece lo más querido, el fruto de sus entrañas. En este acto cultual no hacía otra cosa que devolverle a su Dueño y Señor lo que había recibido de él haciéndolo suyo, su ofrenda más preciosa, lo que más quería.

Pero la prueba por la que tiene que pasar este padre es realmente dura: una exigencia inhumana y cruel; más aún, arbitraria e irracional. ¿Qué sentido tenía que se le pidiese la inmolación de un hijo, un hijo que le había sido dado como fruto de una promesa cuando ya había dejado de esperarlo, puesto que su mujer era estéril y él de edad avanzada, un hijo tan único que sólo él podía sostener la promesa de una descendencia numerosa?

A lo inhumano de la exigencia se unía lo incomprensible de la misma, su falta de racionalidad. Pues a pesar de todas estas dificultades que a cualquiera le llevarían a desestimar la propuesta, a pesar del dolor de la pérdida, de la repugnancia del acto a ejecutar y de lo absurdo del mandato, Abrahán se dispone a obedecer y a cumplir lo mandado, porque la voluntad de Dios, el dueño de la vida, estaba por encima de cualquier otra consideración.

El patriarca superó la prueba con nota, esto es, con una serenidad y docilidad admirables, heroicas, propias de santos y de mártires. Pero, aunque no se reservó a su propio hijo, no tuvo que desprenderse de él, porque Dios no quería quitarle al hijo que le había dado, sino únicamente hacerle experimentar que no era de su propiedad, porque tenía dueño; que ese hijo le había sido donado como un regalo, y puesto que era don de Dios, éste podía exigir su devolución.

Pero si aquel sacrificio no se consumó, hubo otro que sí se saldó con derramamiento de sangre: el sacrificio de Cristo en el monte Calvario; también un acto de entrega (una ofrenda) de un padre, Dios, que se desprende de su propio Hijo para donarlo en bien de la humanidad, por nosotros. Este hijo, también único, tiene tal valor para el Padre que san Pablo se atreve a decir: ¿Cómo no nos dará todo con él? Porque con su Hijo, su único Hijo –no hay otro igual-, nos lo da todo. No puede darnos más de lo que nos da con él, a saber, su vida más íntima, su propia vida, la vida eterna o resucitada, y con ella la salvación. Luego si admirable e inaudito por su generosidad es el gesto de Abrahán, más admirable aún es el gesto de Dios Padre.

Se trata de su Hijo amado, el predilecto, ése a quien Dios muestra transfigurado en la montaña ante esos tres discípulos testigos desbordados por la luz y el intenso resplandor del momento, ése que permaneció obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Él es precisamente el que mejor puede enseñarnos obediencia. Por eso se nos invita a escucharle, no simplemente a estar con él dentro de una tienda o en la cima de una montaña o a contemplarle extasiados en la nube radiante que lo envuelve e ilumina. Y escuchándole con la atención que merece el que es la Palabra de Dios, aprenderemos a ser como él, aprenderemos a ser hijos obedientes a la voluntad de Dios en medio de las dificultades de este mundo. Porque la transfiguración no es todavía resurrección, aunque en la resurrección haya transfiguración.

El acontecimiento de la transfiguración de Jesús es transitorio y pasajero; no hace de nuestra tierra –y de la suya- cielo, lugar de dicha permanente. La tierra en la que se produce el fenómeno de la transfiguración seguirá siendo lugar de sufrimiento y de muerte, incluso para los que hayan sido interiormente transfigurados porque han pasado de la muerte a la vida transitando por las aguas bautismales o por la reconciliación penitencial. El mismo Cristo transfigurado hubo de pasar aún por el sufrimiento y por la muerte para alcanzar el estado glorioso obtenido en la resurrección.

Por tanto, la transfiguración tiene carácter de signo anticipado de una realidad superior y más estable que es la resurrección. Ella es la que dará paso al estado definitivo de bienaventuranza que se nos promete. Pero, en cuanto signo, la transfiguración no deja de ser para sus testigos una experiencia de gozo y de luz que pone en contacto directo con la divinidad manifestada en la carne, y un asidero para afrontar con serenidad y esperanza el sufrimiento y la muerte del que ese fenómeno no nos exime.

La voz que se reproduce en la transfiguración nos invita a escuchar al Hijo amado, a escuchar para obedecer. Pero la obediencia no tiene otro fin que el sacrificio o sometimiento efectivo de la propia voluntad a la voluntad de Dios. Luego si en la transfiguración resuena la llamada a la obediencia, ésta no tiene otro lugar de consumación que el sacrificio. Es ahí donde alcanzará su madurez y perfección. Y el sacrificio, es decir, la entrega de la propia vida, será el que nos dé acceso a la vida plena o vida de resucitados. La escucha consecuente de la Palabra que se deja oír y ver en la Transfiguración será, por tanto, la que nos abra al don pleno de la vida por el arduo camino de la obediencia.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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Hombres y mujeres olvidadizos

1.- Si intentamos nosotros imaginar la escena de la Transfiguración pues, como poco, nos comportaríamos como Pedro o, lo más probable, es que saliéramos corriendo muertos de estupor y de miedo. Pedro, obnubilado, tuvo el valor de querer perpetuar la escena y convertir la conversación entre Jesús, Moisés y Elías en algo permanente, eterno. Y es que este Dios nuestro –este que nos ha mostrado Jesús y a quien llamaba Abba: papaíto—respeta mucho nuestra condición humana y muy pocas veces y con muy poca gente produce esas maravillas y milagros que, tal vez, a nosotros nos gustaría ver. La vida, junto a Dios, discurre con normalidad. Es decir, sabemos de su presencia y su cercanía pero no hay maravillas a nuestro alrededor. ¡Y menos mal!

José Luis Martín Descalzo, un sacerdote y periodista español, ya fallecido hace años, escribió una monumental biografía de Jesús de Nazaret y con gran perspicacia, cuando narra los primeros momentos de la vida terrena del Niño Jesús pues dice, poco más o menos, que las maravillas escaseaban. Allá en Belén, en la Nochebuena, si hubo un gran jaleo de ángeles y pastores. Pero, luego nada. Después Maria y José y el Niño irían a la Presentación en el Templo. Y Simeón, profeta, justo y santo, reconoció al Niño y dijo cosas grandiosas. Ana también. Pero luego nada. Las horas y los días pasaban como los de cualquier familia. E, incluso, Jesús pasó 30 años de normalidad absoluta, según parece.

Pero eso no significa que Dios no esté presente y que no tenga que decir lo que quiera decir. Cuando Jesús se bautiza en el Jordán el Padre se manifiesta para hablar de su Hijo. En la Transfiguración, también. La llegada de los Magos también debió de ser extraordinaria. Produjeron una gran alarma en el Jerusalén oficial y oficioso de entonces. Pero las cosas se olvidan. A Pedro se le olvidó ese trozo de gloria que contempló y quería perpetuar y abandonó al Maestro. Juan, el Bautista, olvidó también la presencia Trinitaria a la orilla del Jordán y, un día, mando a preguntar a Jesús si era Él el Mesías. Del paso de los Magos poco quedó. Pero Dios estuvo presente en esas tres manifestaciones. Y fueron magníficas pero se olvidaron. Solo María, dotada de una gracia muy especial, guardaba estas cosas en su corazón.

2.- La Transfiguración quiso ser un “refuerzo” para que los Apóstoles aguantaran los momentos difíciles que les vendrían con la Pasión. Pero olvidaron, sufrieron de miedo y de desconcierto. Y tuvo que ser la Resurrección del Señor la que trajo, luego, esa maravilla de convertir a unos tontos olvidadizos en auténticos gigantes de la predicación y del apostolado. El Espíritu Santo los emborrachó de felicidad y sacudiría y llevaron la Palabra de Dios a los confines del mundo. Y la cosa sigue hoy con nosotros. ¿Sirvió, entonces, la Transfiguración para algo? Claro que si. Los apóstoles fueron reconstruyendo en clave divina muchas de las actuaciones del Señor Jesús. De hecho, nosotros, aquí y ahora, en este Siglo XXI, somos los grandes beneficiarios de la Transfiguración. Sabemos de la gloria de Jesús porque nos la han contando personas frágiles y olvidadizas como nosotros.

Y hemos de estar atentos porque a nuestro alrededor ocurren cosas muy singulares que muestran la presencia cercana del Señor. A veces, un amanecer se llena de brillos muy especiales. Otras la frese de un buen amigo nos llega a lo más hondo de nuestro ser. Y otras, claro está, nuestra angustia y nuestro dolor cambian de un día para otro, como si algo muy grande hubiera pasado cerca de nosotros. Claro que puede ocurrir lo contrario y que el mundo se entenebrezca hasta lo terrible. Jesús mostraba en la Transfiguración lo que iba a pasar poco tiempo después. Elías y Moisés hablaban de ello. El Mal, con mayúsculas, existe y trabaja. La Pasión y Muerte de Jesús es una muestra de ello. Hoy, todavía, aún habiendo escuchado esos sucedidos muchas veces, nos conmueven y nos llenan de profunda pena. Nos suenan a terrible injusticia, aunque también como a Pedro se nos olvida. Los hombres y mujeres somos olvidadizos. Dios, no. Resucitó a Jesús y toda la fuerza y la energía de Dios se concentró en el sepulcro. Y lo soldados que vigilaban saltaron por los aires. Aunque lo importante no fue –claro está—los concretos aspectos telúricos de la Resurrección. Sería la fuerza interior alojada en unos pocos hombres y mujeres que fueron capaces de cambiar el mundo. Y vaya si lo hicieron. El cristianismo acabó con el imperio romano.

Ángel Gómez Escorial

I Vísperas – Domingo II de Cuaresma

I VÍSPERAS

DOMINGO II DE CUARESMA

INVOCACIÓN INICIAL

V./ Dios mío, ven en mi auxilio
R./ Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

¿Para qué los timbres de sangre y nobleza?
Nunca los blasones
fueron lenitivo para la tristeza
de nuestras pasiones.
¡No me des coronas, Señor, de grandeza!

¿Altivez? ¿Honores? Torres ilusorias 
que el tiempo derrumba.
Es coronamiento de todas las glorias
un rincón de tumba.
¡No me des siquiera coronas mortuorias!

No pido el laurel que nimba el talento,
ni las voluptuosas
guirnaldas de lujo y alborozamiento.
¡Ni mirtos ni rosas!
¡No me des coronas que se lleva el viento!

Yo quiero la joya de penas divinas
que rasga las sienes.
Es para las almas que tú predestinas.
Sólo tú la tienes.
¡Si me das coronas, dámelas de espinas! Amén.

SALMO 118: HIMNO A LA LEY DIVINA

Ant. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una morada alta y se transfiguró delante de ellos.

Lámpara es tu palabra para mis pasos,
luz en mi sendero;
lo juro y lo cumpliré:
guardaré tus justos mandamientos;
¡estoy tan afligido!
Señor, dame vida según tu promesa.

Acepta, Señor, los votos que pronuncio,
enséñame tus mandatos;
mi vida está siempre en peligro,
pero no olvido tu voluntad;
los malvados me tendieron un lazo,
pero no me desvié de tus decretos.

Tus preceptos son mi herencia perpetua,
la alegría de mi corazón;
inclino mi corazón a cumplir tus leyes,
siempre y cabalmente.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una morada alta y se transfiguró delante de ellos.

SALMO 15: EL SEÑOR ES EL LOTE DE MI HEREDAD

Ant. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
yo digo al Señor: «Tú eres mi bien».
Los dioses y señores de la tierra
no me satisfacen.

Multiplican las estatuas
de dioses extraños;
no derramaré sus libaciones con mis manos,
ni tomaré sus nombres en mis labios.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano;
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.

Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. Moisés y Elías hablaban de su muerte, que iban a consumar en Jerusalén.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Moisés y Elías hablaban de su muerte, que iban a consumar en Jerusalén.

LECTURA: 2Co 6, 1-4a

Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios, porque él dice: «En tiempo favorable te escuché, en día de salvación vino en tu ayuda»; pues mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es tiempo de salvación. Para no poner en ridículo nuestro ministerio, nunca damos a nadie motivo de escándalo; al contrario, continuamente damos prueba de que somos ministros de Dios.

RESPONSORIO BREVE

R/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.
V/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.

R/ Cristo, oye los ruegos de los que te suplican.
V/ Porque hemos pecado contra ti.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escuchadlo.»

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escuchadlo.»

PRECES
Bendigamos a Dios, solícito y providente para con todos los hombres, e invoquémosle, diciendo:

Salva, Señor, a los que has redimido.

Oh Dios, fuente de todo bien y origen de toda verdad, llena con tus dones al Colegio de los obispos,
— y haz que aquellos que les han sido confiados se mantengan fieles a la doctrina de los apóstoles.

Infunde tu amor en aquellos que se nutren con el mismo pan de vida,
— para que todos sean uno en el cuerpo de tu Hijo.

Que nos despejemos de nuestra vieja condición humana y de sus obras,
— y nos renovemos a imagen de Cristo, tu Hijo.

Concede a tu pueblo que, por la penitencia, obtenga el Perdón de sus pecados
— y tenga parte en los méritos de Jesucristo.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Haz que nuestros hermanos difuntos puedan alabarte eternamente en el cielo,
— y que nosotros esperemos confiadamente unidos a ellos en tu reino.

Con la misma confianza que nos da nuestra fe, acudamos ahora al Padre, diciendo, como nos enseñó Cristo:
Padre nuestro…

ORACION

Señor, Padre santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; así, con mirada limpia, contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado I de Cuaresma

1.- Oración introductoria.

Señor, hoy te necesito más que nunca. Lo que me dices en el evangelio de hoy es para mí “un duro hueso de roer”.  Me pides no sólo que perdone a mis enemigos, sino que los ame y rece por ellos. ¿No es esto algo antinatural? Yo sé que, por mis propias fuerzas, no puedo cumplirlo. Te pido que me ayudes, que me des tu gracia, que me eches no una mano sino las dos. Sé que sin Ti no puedo hacer nada.

2.- Lectura reposada del Evangelio. Mateo 5, 43-48

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

Dentro del Sermón de la Montaña donde Jesús nos habla de unas exigencias terribles, humanamente imposibles de cumplir, el evangelio de hoy nos propone algo  “más difícil todavía” Se nos pide el amor a los enemigos. No hay entre las religiones del mundo ninguna que exija esto. ¿Por qué lo hace Jesús? En el evangelio de Mateo el discípulo siempre está delante de un Padre maravilloso que está al tanto de todo.  Este Padre bueno envía el sol “para buenos y malos”. No hace distinciones. El Padre ama a todos y no puede dejar de amarlos. El sol ilumina, calienta, embellece lo mismo las casas de los buenos como las de los malos.   Y manda la lluvia lo mismo sobre el campo del labrador que mientras siembra entona una jota a la Virgen del Pilar que sobre ese labrador que esparce su semilla entre blasfemias. A ese Padre hay que imitar. ¿Cuál es la recompensa? Ser hijos de tal Padre. Llevar marcadas las huellas del Padre en nuestros rostros, más aún, participar en lo íntimo de nuestro ser del mismo A.D.N que el Padre. Cuando yo llego a perdonar al enemigo, en lo profundo del corazón se ha obrado un verdadero milagro. Yo, por mí mismo, no puedo. Hay dentro de mí un Dios maravilloso que me ama y hace en mí verdaderos prodigios.  ¿Aún quiero mayor recompensa?

Palabra del Papa

“Jesús nos dice dos cosas: primero, mirar al Padre. Nuestro Padre es Dios: hace salir el sol sobre malos y buenos; hace llover sobre justos e injustos. Su amor es para todos. Y Jesús concluye con este consejo: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”. Por lo tanto, la indicación de Jesús consiste en imitar al Padre en la perfección del amor. Él perdona a sus enemigos. Hace todo por perdonarles. Pensemos en la ternura con la que Jesús recibe a Judas en el huerto de los Olivos, cuando entre los discípulos se pensaba en la venganza. Jesús nos pide amar a los enemigos. ¿Cómo se puede hacer? Jesús nos dice: rezad, rezad por vuestros enemigos. La oración hace milagros; y esto vale no sólo cuando tenemos enemigos; sino también cuando percibimos alguna antipatía, alguna pequeña enemistad. Es cierto: el amor a los enemigos nos empobrece, nos hace pobres, como Jesús, quien, cuando vino, se abajó hasta hacerse pobre. Tal vez no es un «buen negocio, o al menos no lo es según la lógica del mundo. Sin embargo es el camino que recorrió Dios, el camino que recorrió Jesús hasta conquistarnos la gracia que nos ha hecho ricos. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 21 de junio de 2013, en Santa Marta).

4.- Qué me dice este texto hoy a mí. (Guardo silencio)

5.- Propósito. Hoy llevaré a mi oración a aquellas personas con quienes me siento más distante.

6.- Dios me ha hablado hoy a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Yo hoy quiero darte gracias por tus exigencias. Ellas me llevan a descubrir mejor la anchura y profundidad de tu corazón. Ellas me llevan a descubrir en la oración una fuerza especial. Las exigencias cumplidas me hablan del “milagro del corazón”. Ese milagro consiste en poder amar a mis propios enemigos. Ese milagro me lleva a hacer visible al Invisible. Ese milagro me lleva a descubrir la profunda alegría de los santos. “Existe una sola tristeza en la vida: la de no ser santos” (León Bloy).

ORACIÓN EN TIEMPO DE LA PANDEMIA.

Señor Resucitado: Mora en cada uno de nuestros corazones, en cada enfermo del hospital, en todo el personal médico, en los sacerdotes, religiosos y religiosas dedicados a la pastoral de la salud,  en los gobernantes de las naciones y líderes cívicos, en la familia que está en casa, en nuestros abuelos, en la gente encarcelada, afligida, oprimida y maltratada, en personas que hoy no tienen un pan para comer, en aquellos que han perdido un ser querido a causa del coronavirus u otra enfermedad. Que Cristo Resucitado nos traiga esperanza, nos fortalezca la fe, nos llene de amor y unidad, y nos conceda su paz. Amén

El Dios revelado y revelador

1. Quizás el supremo don de la infancia sea la casi infinita capacidad de sorpresa. El niño cada día descubre nuevas cosas y se asombra por lo que ve, conoce y siente. Y aun cuando la novedad le traiga, a veces, porcentajes de incertidumbre, la satisfacción es superior. Nunca después gozamos tan intensamente como el ir experimentando esa sensación única de la primera vez, el estrenismo. Los años nos van arrancando el factor de lo nuevo y así envejecemos paulatinamente. es inevitable y triste.

Sin embargo, a pesar de todo, todavía quedan cosas que nos sorprenden e incluso nos desconciertan. Sobre todo cuando se sabe mantener en pleno vigor la curiosidad y el interés por lo nuevo, surgen en nuestro horizonte vital una serie de “ovnis” que nos hacen recordar esa vivencia infantil ante lo desconocido. Y no es necesario inventarse “novedades”, porque la vida es tan rica y plural, si la aceptamos sin prejuicios, que desborda nuestra capacidad de encajar toda oculta cara.

2. Pienso que tienen que existir en la fe cristiana esos elementos como sorpresivos y desconcertantes. Y sin necesidad de acudir a pirotecnias ni visiones celestiales. Si Dios no nos sorprendiera y no produjera en nosotros un enorme desconcierto, le habríamos despojado de un elemento esencial en toda la historia de la salvación. No estoy hablando del Dios “todo otro”, astral y enigmático, de religiones o filosofías extrañas a la clave cristiana; me refiero ––claro está–– al Dios revelado y revelador de la Sagrada Escritura, y más en concreto del Evangelio.

¿Como no imaginar el fenomenal embrollo de Abrahán al plantearse, por petición de Dios, la destrucción de su hijo, y precisamente del hijo que ha sido objeto de la promesa? ¿Cómo encajar esa contradicción tal clara y no aceptar la idea de un Dios caprichoso, versátil y enredador? Pero la fe incluye precisamente esa aceptación del primer desconcierto porque intuye las “razones” más hondas del ser y actuar de Dios. No le pidamos a la religión una lógica de andar por casa, ni nos empeñemos en racionalizar a Dios porque entonces nos quedaremos para siempre encerrados entre barrotes matemáticos, adoradores de los sucesivos idolillos que nos fabriquemos o nos vayan fabricando otros.

3.- Del mismo modo la pedagogía de Dios incluye también una sobriedad de manifestaciones y un ritmo lento. Si de los discípulos hubiera dependido, Cristo se hubiera pasado la vida envuelto en la nube de la transfiguración, ajeno al quehacer evangelizador. Y si nosotros tuviéramos que programar la presencia de Dios entre los hombres, se nos iría sin duda la mano en milagros, revelaciones, fenómenos extraordinarios e invasión de nuestra propia esfera de libertad que Dios respeta escrupulosamente.

Aceptemos ––seamos niños–– el desconcierto que Dios, a veces, nos produce. Sin entenderlo todo ––como ellos al fin y al cabo–– descubriremos el continente de la confianza.

Antonio Díaz Tortajada

Comentario – Sábado I de Cuaresma

(Mt 5, 43-48)

Jesús completa su profundización de la Ley de Dios con el precepto del amor a los enemigos. Si Dios hace salir su sol sobre todos, sin excepción, el cristiano no debería negar su amor a nadie. Amar sólo a un grupo selecto de amigos y de personas cercanas, y no amar a los que nos desagradan o nos hacen daño es reducir el estilo de vida cristiano a la “normalidad”, y quitarle lo que más debe distinguirlo: la capacidad de amar por encima de todo y más allá de todo, superando las normas de la conveniencia personal y mirando a todos con los ojos del Padre Dios.

El texto concluye con la invitación a ser perfectos como el Padre celestial, mostrando así que la perfección está sobre todo en el amor al otro. San Lucas lo expresa modificando la expresión y diciendo sencillamente “sean compasivos como el Padre celestial es compasivo” (Lc 6, 36).

No sería extraño encontrar personas capaces de ofrecer a Dios grandes sacrificios, soportando hambre, frío y todo tipo de renuncias y privaciones, pero al mismo tiempo llenas de rencor. Por algo decía san Pablo: “Si yo entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor no me sirve de nada” (1Cor 13, 3). Y luego explica que ese amor es paciente, no tiene en cuenta el mal recibido, todo lo disculpa (v. 4). Los sacrificios corporales quedan sólo a un nivel superficial, y sólo pueden ser la demostración de una gran fuerza de voluntad, que a Dios no le interesa demasiado. Pero el perdón es algo mucho más grande, mucho más profundo, que no se logra con el esfuerzo de la voluntad, sino con la gracia de Dios, con mucha oración, y con profundas y repetidas motivaciones que apuntan al corazón. Llegar a amar a un enemigo, superando los deseos de venganza, y aceptando que también él tiene derecho a ser feliz, es una obra que supera todo esfuerzo y toda capacidad humana. Ser perfectos como el Padre Dios también es imposible para una criatura, pero se trata del llamado del Señor a participar de su vida divina, a entrar en la profundidad de su misterio, a dejarse llevar siempre más allá de los pequeños límites del propio corazón.

Oración:

“Jesús, tú que eres modelo perfecto de amor que se entrega a todos y que perdona, dame la gracia de desear la perfección del amor para ser capaz de superar los rencores y los conflictos poniendo el amor sobre todo, respondiendo al mal con el bien”.

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Sacrosanctum Concilium – Documentos Vaticano II

Edición de libros de canto gregoriano

117. Complétese la edición típica de los libros de canto gregoriano; más aún: prepárese una edición más crítica de los libros ya editados después de la reforma de San Pío X.

También conviene que se prepare una edición que contenga modos más sencillos, para uso de las iglesias menores.

Porque nos quiere

La vida cristiana no es una línea continua. No es representada, ni mucho menos, por una melodía sin alternancias o intervalos. El seguimiento a Jesús conlleva sus contrastes:

-adhesiones y deserciones

-alegrías y sufrimientos

-fidelidades y pruebas

-ascensiones y descensos

-horas buenas y momentos amargos

Y, camino hacia la Semana Santa, una vez más –por ser significativos para el Señor- nos saca a un territorio aparte: la Parroquia, la eucaristía o la oración, son oasis y pequeños tabores a los cuales trepamos para contemplar la gloria de Dios y dejarnos seducir por El.

Lo hacemos movidos desde la fe. ¿Quién de los que estamos aquí no sentimos en lo más hondo de nuestras entrañas un deseo de cambiar a mejor? ¿Quién, de los que nos hemos apartado un poco de la coyuntura que nos agobia, no respiramos una atmósfera que nos invita a exclamar: ¡Es cierto, qué bien se está aquí!?

Y es que, nuestro crecimiento espiritual, comporta el meternos dentro de estas claves que nos aportan una dimensión distinta a la vida; que hace que resplandezca nuestro interior con más vigor, con más generosidad con más luminosidad.

El Tabor de nuestro hoy, es esa experiencia que nos toca, que nos hace sentir y afirmar que Jesús domina todo lo que somos, palpamos o sentimos.

El Tabor de nuestra fe, es ese esfuerzo y sacrificio que nos invita a coronar lo más alto de las cumbres, para ponernos en sintonía con Dios; a abrir nuestros oídos para escuchar su Palabra; a dejarnos empapar por su Espíritu para que nuestra vida coja otros derroteros y podamos vivir con alegría la Pascua.

Pero, el Tabor, nos exige también ser realistas. Quisiéramos que todo, de golpe y plumazo, se resolviera. Que la paz dejase de llenar las páginas de los periódicos para convertirse en un logro. Que el hombre volviese de caminos equivocados y fuese más prudente a la hora de tratar y de situar peligrosamente su propia dignidad. Pero, amigos, la fe exige hombres que sepan arriesgarse. Que estén dispuestos a coger la cruz que viene detrás de Jesús. Porque, claro, besar a un Cristo dulcificado y preciosamente suspendido en una cruz es fácil. Pero seguir a un Jesús que nos muestra la cruz como signo de contradicción, de coherencia, de prueba o de testimonio…, se nos hace más duro y hasta poco llevadero en los tiempos que vivimos.

Camino de la Pascua, el Señor, nos ha llevado a una zona retirada. Quiere que nos llenemos de Aquel por el que hará y lo dará todo: Dios.

¿Seremos capaces de responder a esta llamada? ¿Aprovechamos en toda su intensidad el silencio de una iglesia, el calor y el misterio que ofrece un sagrario, la fortaleza que irradia la cruz o la serenidad que infunde la oración?

¡Qué grandes tenemos que ser para Jesús, cuando nos lleva a un lugar apartado, con nombre y apellidos!

Anuncio de pasión, muerte y resurrección. No hay vida sin cruz.

EL TABOR DE HOY

Mi Tabor de hoy, es el silencio frente al ruido
La búsqueda frente al conformismo
Mi Tabor de hoy, es el ascender para ver
El descender para seguir creyendo

Mi Tabor de hoy, es la fortaleza ante la adversidad
La fe cuando asolan las dudas.

Mi Tabor de hoy, es la alegría de ser creyente
La seguridad de que, Jesús, ilumina el horizonte

Mi Tabor de hoy, es el ser fuerte cuando me siento débil
El no olvidar mí debilidad cuando me encuentro valiente

Mi Tabor de hoy, es estar en sintonía con Dios
Es escuchar su Palabra, llevándola a la práctica

Mi Tabor de hoy, es subir aún a riesgo de bajar
Es ganar mucho, aún a riesgo de perder algo

Mi Tabor de hoy, es mirar lo que soy
Es dejar a Dios que me haga como El quiera
Es vida cristiana en oración
Es oración con vida cristiana

Javier Leoz

Transfiguración

1.- “Y aconteció que después de esto quiso Dios probar a Abrahán, y le llamó…» (Gn 22, 1) Abrahán, Abrahán –llamó Dios con su voz de mil aguas–. Y el patriarca respondió: Heme aquí. Dios y el hombre en diálogo, lo trascendente con lo intrascendente. Y el mandato divino resonó terrible. Toma ahora a tu hijo, al que tú amas, a Isaac, y ve a la región de Moriáh, y allí lo ofrecerás en holocausto… A Isaac, al hijo deseado y esperado durante tanto tiempo, al que tenía en su mirada la luz expresiva de la esposa amada, la bella Sara. Hacer de él un holocausto, un sacrificio total. Matarlo y después quemarlo, lo mismo que hacían los cananeos ante el dios Moloc. Sacrificio doloroso e inapelable. Haberle dado un hijo cuando todas sus esperanzas estaban perdidas, y ahora pedírselo para un sacrificio tan brutal y tan cruel.

Sin embargo, el patriarca emprendió el largo camino hacia la cumbre, por una vereda tortuosa y empinada. El anciano siguió su ruta, apoyado por última vez en su hijo querido. Padre mío, dice el muchacho, dónde está la víctima. Abrahán, con el alma rota, responde: Dios proveerá… Dios mío, también hoy puedes pedir un sacrificio semejante, la entrega total e irrecuperable de un hijo, o de lo que vale tanto como un hijo. Hay que responder como Abrahán, “heme aquí”, y seguir los planes divinos con espíritu de fe. Y cuando toda parezca perdido, cuando no comprendamos nada y se nos cierre el horizonte, decir entonces: Dios proveerá.

«Y le dijo: Juro por mi mismo, palabra de Yahvé…» (Gn 22, 16) Dios no se deja ganar en generosidad. Sus palabras no están vacías como las de los grandes -qué pequeños siempre- de la tierra. Sus palabras están llenas, dicen y hacen, son palabras sustantivas, eficaces. Abrahán estuvo a punto de sacrificar a su hijo único. Por eso el Señor le repite la promesa, una descendencia numerosa como las estrellas de los cielos y como las arenas del mar, un sin fin de hijos a cambio de uno que no llegó a sacrificar.

Son las matemáticas de Dios. Por un poco que le demos (de lo mismo que él nos da), nos devuelve multiplicado por mil, y por más, ese poco que le entregamos… Pero no acabamos de creerlo. Y regateamos la entrega. A lo más prometemos dar algo, si antes recibimos eso que deseamos. «Do ut des», te doy para que me des. Así nos portamos con el Señor, como si fuera un charrán cualquiera.

Rompe, Señor, la exactitud de nuestras matemáticas raquíticas, pobres; estos teoremas y axiomas de los que no logramos desprendernos. Queremos no tener medida en el amor a ti, ni ser roñosos, ni seguir apegados una moral estricta, sin comprender que hemos de actuar no por el mero cumplimiento, sino por que amamos a Dios y no queremos ofenderle.

2.- “Caminaré en presencia del Señor…» (Sal 115, 9) Qué buen propósito es este que pone hoy, en nuestros labios y en nuestro corazón, el poeta sagrado: «Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida…. Sí, es sumamente importante vivir siempre en presencia de Dios, darnos cuenta de que estamos delante de él, actualizar nuestra fe en su omnipresencia a través de actos repetidos a lo largo del día. Podemos estar bien seguros: el Señor nos ve en cada momento, vayamos donde vayamos, nos ocultemos donde nos ocultemos. Ante la clarividente y amorosa mirada de Dios nuestro Padre, siempre estamos al descubierto.

La primera consecuencia que se desprende de esta realidad, es que siempre hemos de comportarnos dignamente, con mucha más corrección y delicadeza que delante del más grande personaje que podamos imaginar. Aunque nadie nos vea, Dios nos está viendo. No nos vale pensar: ahora que nadie se da cuenta, o estoy solo y aprovecharé la ocasión para hacer lo que no me atrevería a realizar, si alguien me viera. No, nunca estamos solos, nunca estamos escondidos, nunca podemos ampararnos en la sombra. Procuremos ser conscientes de que Dios nos ve. Vivir, pues, de tal modo, que nunca tengamos que avergonzarnos de nuestros actos.

«Cumpliré al Señor mis votos, en presencia de todo el pueblo…» (Sal 115, 18) Es lo más importante de nuestra vida aquí abajo: caminar siempre en presencia de Dios, vivir siempre preocupados por agradarle sólo a él, buscar sólo su aplauso y su beneplácito. Por eso hemos de acostumbrarnos a actualizar con frecuencia su presencia, su cercanía entrañable muy junto a nosotros, y decirle que le queremos, que nos perdone, que nos ayude, que muchas gracias, que nos ilumine, que nos haga generosos, serviciales para con todos; y de nuevo que muchas gracias… Vivir cara a Dios, eso ha de ser lo primero. Pero tengamos presente que eso no basta. Además, hay que tener en cuenta que los hombres, nuestros hermanos, también están presentes y nos ven, se fijan en nuestro proceder, se dejan quizás arrastrar por nuestro ejemplo. Por eso hay que ser bueno y parecerlo. Nos lo dijo Jesús: Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, que viendo vuestras obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos… Ojalá comprendamos todo esto y luchemos por vivir en presencia de Dios y de los hombres. Persuadidos, repito, de que jamás estamos solos, convencidos de que nuestros actos nunca quedan aislados, ya que siempre tienen una repercusión, para bien o para mal, en cuantos nos rodean.

3.- «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8, 31) Es como un desafío, un reto audaz que San Pablo lanza a la cara de sus enemigos. Un grito de guerra, un grito de victoria. «¿Quién nos separará del amor de Cristo? -se pregunta-. ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada…?».

Pablo es consciente de las dificultades que hay en su vida, de las persecuciones que sufre, de las calumnias que han propagado contra él, de la incomprensión de los que podían y debían haberle comprendido. Él sabe que hay muchos que desean su muerte, está seguro de que terminará sus días en la cárcel, condenado injustamente a muerte, a una muerte violenta, al martirio.

Y sin embargo, se siente seguro, tranquilo, sereno, decidido, audaz, contento, feliz. Él sabe que vive entregado a la muerte cada día, todo el día, como oveja de degüello. Pero él dice: «En todas estas cosas vencemos por aquél que nos amó. Porque persuadido estoy de que ni la muerte, ni la vida, ni poder alguno por grande que sea, podrá separarnos del amor que Dios nos tiene y que nos ha manifestado en Cristo Jesús».

«El que no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros…» (Rm 8, 32) Ahí está la clave de ese optimismo desaforado. Haber creído en clamor de Dios, este es el secreto de esa esperanza siempre viva, de esa audacia sin límites, de esa personalidad arrolladora. Dios nos amó hasta el extremo del amor. Lo dijo Jesús: «Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por el amado». Y Dios entregó su vida por los hombres. El Padre Eterno no escuchó la súplica del Hijo que pedía, con lágrimas y sudor de sangre, que pasara aquel terrible cáliz, aquella dolorosa pasión. Y el Hijo aceptó los planes del Padre y caminó decidido, sin resistencia alguna, hacia el tormento supremo del abandono y del dolor.

Ante estos hechos, ¿cómo podemos permanecer insensibles, cómo podemos caminar de espaldas a Dios, cómo podemos vivir una vida tan mediocre y aburguesada, cómo podemos olvidar a quien tanto nos ama? No hay respuesta adecuada. Sólo cabría decir que somos unos pobres miserables, indignos de tanto amor. Y si al menos dijéramos eso, si al menos sintiéramos un poco de dolor de amor, si al menos derramáramos alguna lágrima de arrepentimiento…

4.- «Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan…» (Mc 9, 1) Jesús se retira con los más íntimos a la montaña. Lo más probable es que se tratara del monte Tabor, alta colina que destaca en las planicies de Galilea, atalaya desde la que se divisa a lo lejos el reflejo azul del lago de Genesaret y el verde valle de Yiztreel. Las cumbres, esto lo saben bien los montañeros, invitan a la contemplación: Allí el espíritu se eleva y Dios parece estar más cerca. Es lugar propicio para la oración, para comunicarse con el Creador, esplendente en la altura, visible casi en la grandeza majestuosa de los hondos abismos y de las escarpadas rocas.

La grandiosidad de la cima del Tabor se llenó con la luz que Cristo irradiaba. Toda la gloria que se ocultaba tras los velos de la humanidad se dejó ver por unos instantes. Fue tanto el resplandor de aquella transformación que los apóstoles quedaron extasiados, como fuera de sí, sin saber con certeza lo que pasaba. Un gozo inefable les colmaba por dentro, y a Pedro sólo se le ocurre decir que allí se estaba muy bien, y que lo mejor era hacer tres tiendas. Y no moverse de aquel lugar. Estaban en la antesala del Cielo, recibían una primicia de la visión beatífica. El recuerdo de aquello es siempre un estímulo para los momentos oscuros, cuando la esperanza haya muerto y necesitemos que florezca de nuevo.

Moisés y Elías acompañaban a Jesús glorioso y hablaban acerca de su pasión, muerte y resurrección. Un juego de luces y sombras hacía entrever el duro combate que el Rey mesiánico había de librar, y también su gran victoria sobre la muerte y el dolor, su definitivo triunfo que alcanzaría a quienes siguieran sus pisadas de sangre y de luz… La voz del Padre resuena desde la nube: Este es mi Hijo amado, escuchadle. El Amado, el Unigénito, la impronta radiante del Padre Eterno. Con razón se admiraba San Juan del grande amor que Dios tiene al mundo, cuando por él entregó a su mismo Hijo, aún sabiendo que lo clavarían en la Cruz. Pero aquella fue la inmolación que nos trajo la salvación y remisión de nuestros pecados.

Cómo no escuchar la voz de quien tanto nos amó, atender las palabras de quien murió por salvarnos. Oír su doctrina luminosa, hacerla vida de nuestra vida. Subir a la montaña escarpada de nuestros deberes de cada día, grandes o pequeños; escalar con ilusión los riscos de cada hora, con la esperanza cierta de llegar a la cumbre y contemplar extasiados la gloria del Señor.

Antonio García Moreno

¡Escuchadlo!

1.- El segundo domingo de Cuaresma nos presenta la Transfiguración del Señor. Superada la prueba del desierto, Jesús asciende a lo alto de una montaña para orar. Es éste un lugar donde se produce el encuentro con la divinidad: «su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos». El rostro iluminado refleja la presencia de Dios. Algunos rostros dan a veces signos de esta iluminación, son un reflejo de Dios. Son personas llenas de espiritualidad, que llevan a Dios dentro de sí y lo reflejan a los demás.

2.- Jesús no subió al monte solo. Le acompañaban Pedro, Juan y Santiago, los mismos que están con él en el momento de la agonía de Getsemaní. Sólo aceptando la humillación de la cruz se puede llegar a la glorificación. En las dos ocasiones los apóstoles estaban «cargados de sueño». Este sueño simboliza nuestra pobre condición humana aferrada a las cosas terrenas, e incapaz de ver nuestra condición gloriosa: estamos ciegos ante la grandeza y la bondad de Dios, no nos damos cuenta de la inmensidad de su amor. Tenemos que despertar para poder ver la gloria de Dios, que es «nuestra luz y nuestra salvación» (Salmo Responsorial).

3- Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, representantes de la Ley y los Profetas. Jesús está en continuidad con ellos, pero superándolos, dándoles la plenitud que ellos mismos desconocen, pues El es el Hijo de Dios, el elegido. ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante esta manifestación de la divinidad de Jesús? La voz que sale de la nube nos lo dice: ¡Escuchadlo!

Abram escuchó la voz de Dios y creyó en su promesa: una descendencia como las estrellas del cielo y una tierra como posesión suya. Abram escuchó y aceptó la alianza con Dios. Era una costumbre sellar la alianza pasando entre las carnes sangrientas de los animales cortados en dos. Dios toma la iniciativa, pues sólo El, con el signo del fuego, pasa por entre las dos partes de los animales. Abram escucha y acepta el plan de Dios. Desde ese momento transforma su nombre. Ya no será Abram, sino Abraham -padre de muchedumbres-.

4.- Creer, aceptar y vivir lo que Dios nos propone. La gran tentación es quedarse quieto, porque en la montaña «se está muy bien». Hay que bajar al llano, a la vida diaria, de lo contrario la experiencia de Dios no es auténtica. No podemos refugiarnos en un mero espiritualismo que se desentiende de la vida concreta y de lo que pasa en nuestro mundo. Somos ciudadanos del cielo, pero ahora vivimos en la tierra, y es aquí donde debemos demostrar que Dios transforma nuestro cuerpo humilde y nos hace vivir como hombres nuevos y transformados.

José María Martín OSA