Comentario – Lunes III de Cuaresma

(Lc 4, 24-30)

Jesús recrimina la falta de fe de los habitantes de Nazaret, la ciudad donde creció, y muestra cómo nuestros ojos a veces se vuelven ciegos cuando tenemos la salvación entre nosotros, cómo nos cuesta descubrir la presencia de Dios que se esconde en la sencillez de las personas que tenemos cerca, en la vida cotidiana, en el lugar donde nos toca vivir. Por eso a veces se hace necesario que nos preguntemos para qué estamos viviendo, cómo estamos viviendo, pero también es importante preguntarnos dónde estamos viviendo. Porque a veces gastamos nuestra vida en un mundo irreal, o en un futuro que nunca llega, o en la nostalgia de un pasado dorado, o en la imaginación de un lugar especial. Pero el lugar donde Dios nos ha puesto también necesita alguien que ame, que se entregue, que crea, que busque la paz. Este lugar donde estoy es también una ocasión para crear algo nuevo, para descubrir la presencia de Dios, para recibir su luz y su poder. Y en este lugar hay personas concretas a través de las cuales Dios quiere decirme algo. Difícilmente Dios enviará un ángel para expresarme lo que él espera de mí; normalmente usará a las personas que me rodean para hacerme descubrir lo que él quiere pedirme.

Por no aceptar que Dios podía hablarles a través de uno más, uno de ellos, los habitantes de Nazaret no quisieron escuchar a Jesús, no lo valoraron, y así no pudieron aceptar la maravillosa novedad que Dios les ofrecía.

Y para mostrar esa insensatez Jesús compara la incredulidad de su ciudad con otras situaciones de la historia bíblica. Elías, por ejemplo, fue bien recibido por una viuda extranjera, y Elíseo pudo curar a un leproso sirio que demostró más fe que los judíos.

Oyendo estos ejemplos, los oyentes se enfurecieron, ya que Jesús les estaba diciendo que los paganos podían tener el corazón más abierto que ellos, y tal fue la indignación que quisieron matarlo, pero no pudieron con Jesús, que fácilmente se liberó de ellos. No era todavía su hora.

Oración:

Señor, muchas veces el orgullo me impide descubrirte en mi propia vida, no me deja reconocer los signos de tu presencia y de tu amor, y espero pruebas extraordinarias de tu poder para abrirte mi interior Toca mis ojos Señor, para que te descubra, para que mi vida cotidiana se inunde de tu luz y se llene de tu misterio».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

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