Homilía – Domingo IV de Cuaresma

1

Dios es fiel a la Alianza: nosotros, no

La Alianza entre Dios y la humanidad, que hemos ido meditando en los domingos pasados (con Noé, Abrahán y Moisés como protagonistas), es cosa de dos. Por parte de Dios no hay duda que él es fiel. Lo ha demostrado a lo largo de la historia, sobre todo en el éxodo y en la peregrinación por el desierto y la entrada en la tierra prometida.

Pero no así el pueblo de Israel, pueblo de dura cerviz, y que continuamente va oscilando entre la fidelidad y la idolatría, o sea, violando el primer mandamiento que habían «pactado» con Yahvé al pie del Sinaí.

Estamos prácticamente a mitad de la Cuaresma. Es bueno que también nosotros, tan débiles y volubles tal vez como los israelitas, nos espejemos en su historia para decidirnos a una seria conversión en la cercanía de la Pascua.

 

2Crónicas 36, 14-16.19-23. La ira y la misericordia del Señor se manifestaron en el exilio y en la liberación del pueblo

El autor del libro de las Crónicas interpreta el gran desastre de la cautividad del pueblo en Babilonia como castigo de sus pecados. Empezando por las clases dirigentes, los israelitas «multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles». Aunque Dios «tenía compasión de su pueblo» y les envió profetas que les avisaran, no les hicieron caso.

La dramática destrucción de Jerusalén y de su Templo y el destierro fueron la corrección que Dios aplicó al pueblo por su infidelidad a la Alianza. Pero Dios nunca cierra todas las puertas: una vez cumplido el tiempo debido, suscitó a un pagano, Ciro, rey de Persia, que permitió que volvieran a Jerusalén los que quisieran.

El salmo 136 expresa muy bien los sentimientos que debieron tener, en tierra extranjera, los que todavía se «acordaban de Jerusalén» y de la Ley de Dios, de la Alianza. Ahora, «junto a los canales de Babilonia», echan de menos los cantos de Sión y piden a Dios que termine con sus enemigos. Como, en efecto, sucedió, porque Ciro acabó con el poder de los asirios que habían llevado a cabo al destierro a los israelitas.

 

Efesios 2, 4-10. Estando muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo

Pablo, consciente del pecado al que todos somos propensos, destaca la fuerza del amor de Dios que supera nuestro pecado y nos salva: «por el gran amor con que nos amó», «nos ha hecho vivir con Cristo».

Para expresar lo que nos sucede a los que nos incorporamos a Cristo, Pablo tiene que inventar neologismos: «con-vivir, con-resucitar, con-sentarse a la derecha de Dios» junto con Cristo.

Todo es don gratuito de Dios, que espera de nosotros fe y buenas obras. Así, la lectura de Pablo nos prepara para escuchar el evangelio, que también insiste en este amor gratuito de Dios para con nosotros pecadores.

 

Juan 3, 14-21. Dios mandó a su Hijo para que el mundo se salve por él Del diálogo de Jesús con Nicodemo, leemos hoy la segunda parte, que ya no es tanto diálogo, sino monólogo teológico en labios de Jesús.

Después de haber hecho las afirmaciones que apuntan a la «iniciación» en el Reino y la fe en Cristo Jesús, que nos hace nacer de nuevo «por el agua y el Espíritu», Jesús recuerda la imagen de la serpiente que Moisés levantó en el desierto y que, para los que la miraban con fe, producía la curación.

Se centra todo el discurso —la catequesis— del Maestro en el amor que Dios tiene a la humanidad, y que se ha mostrado sobre todo al enviarles a su propio Hijo, para que se salven todos los que creen en él.

2

Somos pecadores

La descripción que hace el libro de las Crónicas de la historia de Israel puede ser también un poco reflejo de la nuestra. A pesar de la elección y de los dones de Dios, y de los profetas que sigue enviando para enseñanza nuestra, y, sobre todo, a pesar de habernos dado como Maestro y Salvador a su propio Hijo, seguimos claramente en déficit respecto a la Nueva Alianza que él nos ha ofrecido.

De nosotros también se puede decir, en alguna medida, que hemos «preferido las tinieblas a la luz», porque no acabamos de admitir en nuestra vida toda la luz de Cristo. Como Israel en el AT fue continuamente tentado de dejarse contaminar por las costumbres morales y la idolatría de los pueblos paganos vecinos, también nosotros podemos ser cobardes a la hora de resistir al atractivo que el mundo de hoy, con su mentalidad, ejerce sobre nosotros.

Cuaresma es tiempo de examen, de chequeo espiritual, de autocrítica sincera, de conversión. A la luz de ese Cristo que camina hacia su entrega total en la cruz, sus seguidores nos tenemos que plantear si nuestra vida va respondiendo a ese amor de Dios manifestado en Cristo Jesús o hemos caído en una rutina y una pereza espiritual que hace peligrar que la Pascua de este año sea una Pascua provechosa para nuestro crecimiento en la fe.

Sólo podremos prepararnos a la Pascua, y celebrarla en profundidad, si reconocemos nuestra situación de pecado, y decidimos convertirnos a nuestra opción radical cristiana de fidelidad a la Alianza.

 

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único

Esta frase de Jesús, que se puede considerar como centro y resumen no sólo del evangelio de Juan, sino de todo el mensaje del NT, nos da la clave para superar nuestra conciencia de pecado: «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna».

El amor que Dios nos tiene es previo a todos nuestros méritos y superior a todos nuestros deméritos. Ya en el AT se manifestó este amor, incluso si tuvo que castigar y corregir a su pueblo, cuando le sacó de la esclavitud de Egipto y más tarde le hizo volver de la cautividad. En la primera lectura hemos escuchado cómo Dios movió el corazón del rey Ciro, que permitió a los israelitas volver a Jerusalén para reedificar su nación y su Templo. Dios superaba, una vez más, con su amor y su perdón, la realidad del pecado.

Pero, sobre todo es en el NT cuando experimentamos este amor de una manera más profunda. Pablo nos dice que «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo».

Este amor de Dios es totalmente gratuito, no lo habíamos merecido: «por pura gracia estáis salvados», «así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús», «no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios».

 

Mirar a Cristo en la cruz

No sabemos bien qué sentido pudo tener el misterioso episodio de la serpiente de bronce que Moisés fabricó y levantó como un estandarte en el desierto, por indicación de Dios, y que sirvió precisamente para curar las picaduras de las serpientes venenosas que les atacaron en el desierto. En el libro de la Sabiduría se nos da la clave para entenderlo mejor. No valora la serpiente en sí misma, como si fuera un objeto mágico, sino como recordatorio de la bondad de Dios, cuando el pueblo le mira: «el que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos» (Sb 16,6-7).

Pero lo que sí sabemos, porque es el mismo Jesús quien lo explica a Nicodemo, es que él, Jesús, «elevado» como la serpiente en el estandarte de la cruz, será el punto de referencia para todos los que se quieran salvar. Más adelante, en el mismo evangelio de Juan, Jesús les dice a sus oyentes: «cuando levantéis al Hijo del Hombre, sabréis que yo soy» (8, 28).

El que cree en él «no será juzgado» y se salvará: tendrá vida. Mientras que el que no quiera creer, él mismo se juzga y se aleja de la salvación. Ese es el sentido de la Pascua: «para que todo el que cree en él tenga vida eterna».

Es lo que los cristianos nos disponemos a celebrar en los próximos días: «miraremos» a Cristo en la cruz con creciente intensidad y emoción, con fe, y aprenderemos la gran lección que nos da desde la paradójica «cátedra» de la cruz.

En Cuaresma somos invitados a confiar en la misericordia de Dios y a reconciliarnos con él. Como a Israel, se nos presenta el camino para volver del pecado a la Alianza y reedificar los valores que habíamos perdido. Cada uno sabrá qué tiene que reedificar en su vida, de qué pecados tiene que convertirse, qué valores tiene que recuperar.

 

Dejarnos iluminar por la luz pascual

Los temas de las lecturas de hoy nos conectan espontáneamente, por una parte, con el sacramento de la Reconciliación, por nuestra condición de pecadores y nuestra voluntad de conversión al amor de Dios. Por otra, con la Eucaristía, el sacramento en que participamos de esa Nueva Alianza que Jesús selló en la cruz.

Pero también apuntamos ya a la celebración de la Vigilia Pascual, con su expresivo simbolismo de la luz, que se puede decir que es preparado por el evangelio de hoy: «el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios», mientras que los que no creen «prefieren las tinieblas a la luz». Cristo es la Luz y el que le sigue no anda en tinieblas.

La progresiva iluminación de la Vigilia Pascual a partir del Cirio y la presencia de estos símbolos a lo largo de toda la Cincuentena, es un modo muy expresivo de significar la nueva vida de Cristo, comunicada esa noche a los cristianos.

Eso nos invitará a ser en verdad «hijos de la luz» en nuestra vida. Un cristiano es el que no sólo está bautizado (y ya en la celebración del Bautismo juega un papel importante el simbolismo de la luz), sino que intenta vivir conforme al Resucitado, obrando las obras de la luz: el amor, la fraternidad, la verdad, la lucha contra la injusticia. Porque, como nos dice Pablo, «Dios nos ha creado en Cristo Jesús para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos».

José Aldazábal
Domingos Ciclo B