Comentario – Domingo IV de Cuaresma

El que realiza la verdad se acerca a la luz. Entre la verdad y la luz hay una íntima conexión. La luz pone al descubierto la verdad que esconden las tinieblas; y el hombre, de una manera instintiva, busca la verdad como busca la luz, porque en la luz encuentra la vida. Pero a veces se le hace duro y costoso admitir la verdad, y entonces acaba refugiándose en las tinieblas. Éstas, sin embargo, son un refugio engañoso. El que vive en la oscuridad vive en lo encubierto, vive en la mentira. La causa de la condenación está aquí: en la preferencia –contra toda lógica vital- por las tinieblas de los que no aceptan la luz porque no quieren que sus malas obras sean puestas al descubierto, salgan a la luz.

Pero unas cosas son consecuencia de las otras. Puestas las causas surgen los efectos. El que cree en aquel que Dios envió al mundo para salvarlo, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha aceptado la mano salvadora del enviado por Dios para salvarlo, la mano del Hijo: la mano, o la luz o el socorro… que llegan con él. La fe es la puerta que nos da acceso a estos medios de salvación y de vida.

El libro de las Crónicas refiere el destierro de Babilonia como la consecuencia inevitable (porque ya no hubo remedio) de una conducta personal y colectiva: una suma de infidelidades, costumbres abominables, olvido de Dios, desprecio de sus mensajeros, indiferencia o insensibilidad ante las necesidades del prójimo. Tales son las causas de efectos tan nefastos, porque el destierro o exilio forzoso representa un cúmulo de desgracias que no es necesario describir. La más notable es la cautividad: De ser un pueblo libre, aquellos israelitas pasan a vivir una vida de esclavos, con todo lo que eso comporta: pérdidas, humillaciones, vejaciones, destrucción de la propia dignidad, etc.

Pero el Dios que permite o propicia el destierro es alguien que les ha advertido previamente del desastre inminente. Sin embargo, ellos no hicieron caso, y su sordera culpable les llevó a la ruina. Pero el mismo Dios que propició el destierro será también el que, una vez cumplido el tiempo de la purificación, lleve a cabo la obra de la liberación; porque las penas de este mundo son siempre temporales, es decir, tienen una duración limitada. Y para que este objetivo salvífico se haga realidad, Dios se sirve también de mediaciones humanas. Aquí es Ciro, el rey de Persia (lugar de la deportación), el que concederá la libertad a este pueblo esclavizado, permitiendo la vuelta a su patria de todos los israelitas que quisieran volver a esa tierra de la que se habían visto obligados a salir.

Durante el tiempo del destierro Dios había despertado en el pueblo judío la nostalgia de lo perdido: la propia patria (Sión), los propios cantos, la propia lengua, la propia ciudad con su templo y su culto (que se me pegue la lengua al paladar –decían- si no me acuerdo de ti). Esa nostalgia mantuvo vivo en el pueblo el deseo del retorno y del reencuentro con su Dios en su tierra (la tierra santa).

San Pablo también habla de un exilio, pero más íntimo que el anterior. Es el exilio en el que se encuentra el hombre, todo hombre, en su condición de desterrado (en este sentido, ya la tierra, en cualquier lugar del mundo, es destierro), esto es, de hombre muerto por el pecado: vivo, pero bajo los efectos del pecado: la contradicción, la falta de armonía, la sublevación de lo inferior a lo superior, la mortalidad como condición; vivo, pero mortal.

Aquí la esclavitud alcanza a lo más íntimo del hombre, a sus pensamientos, voliciones y sentimientos. Pues, estando así, en esta situación de muerte, Dios, rico en misericordia, por su gran amor, nos ha hecho vivir con Cristo. Esta vida con él nos permite recuperar libertad y vida. Es la salvación que nos llega con él por pura gracia (=don), por el gran amor con que nos ama. Pero para beneficiarnos de este don es necesaria la fe. Ella es la puerta que nos da acceso a estos bienes.

Esto es lo que declara con solemnidad san Juan en el evangelio: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. El Hijo tiene que ser elevado (en el árbol de la cruz) para ser visto y para ser creído como el Hijo de Dios entregado por amor. Es esta fe en el amor de Dios, manifestado en su Hijo, la que nos abre la puerta de la salvación.

Lo que en realidad salva es el amor, que es de Dios, porque Dios es amor. Pero el amor sólo se hace efectivo si se cree en él y se le acoge como la verdadera fuente de la vida. No creer en el amor es cerrarse a Dios y a los demás en una soledad infernal. Pero Dios –nos hace saber san Juan- no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

La condena, por tanto, no viene de Dios; pero es verdad que el que no se salva por él, se condena, ya que no hay término medio entre la salvación y la condenación. El que no cree en el amor de Dios en su Hijo se está excluyendo de la vida que nos viene de Dios por ese Hijo, se está cerrando a la salvación. Al rechazar (o menospreciar) al Hijo (con su vida y su enseñanza), está rechazando el don de esa vida que nos llega con él, esa vida que es experiencia del amor tal como se ha expresado en él; pues la vida eterna es una vida en el conocimiento (amoroso) de Dios y de su Hijo.

Se trata de una experiencia luminosa. La salvación es vida en la luz (algo que exige salir de las tinieblas, del ocultamiento y de la mentira), y vida en libertad (algo que exige salid de la esclavitud), y vida en la vida (algo que implica dejar atrás la muerte), y vida en el amor (algo que conlleva romper las cadenas de nuestro egoísmo o superar inclinaciones individualistas).

El problema es que a nosotros, esclavos del pecado, nos resulta imposible romper ciertas cadenas. Necesitamos del auxilio de ese Dios de quien viene la salvación que, para que sea eficaz, debe ser acogida. No somos nosotros los que nos salvamos (carecemos de capacidad para ello), pero la salvación (de Dios) requiere nuestra acogida, y ésta comienza con la fe, que es adhesión al Salvador, apertura a la luz. Y en la medida en que nos abrimos a la luz, desaparecen las tinieblas encubridoras de la verdad y de la maldad que hay en nosotros; y absorbemos la vida y florece un nuevo modo de vivir (o de obrar).

El buen obrar no es la causa, sino el efecto de la salvación, el fruto de esa absorción de luz y de amor (vida). Obramos bien porque somos iluminados y liberados para obrar bien. El fruto maduro de esa salvación es finalmente la vida eterna, vida en el amor imperecedero. Que Dios nos mantenga abiertos a este don inestimable.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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I Vísperas – Domingo IV de Cuaresma

I VÍSPERAS

DOMINGO IV CUARESMA

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

HIMNO

¿Para qué los timbres de sangre y nobleza?
Nunca los blasones
fueron lenitivo para la tristeza
de nuestras pasiones.
¡No me des coronas, Señor, de grandeza!

¿Altivez? ¿Honores? Torres ilusorias 
que el tiempo derrumba.
Es coronamiento de todas las glorias
un rincón de tumba.
¡No me des siquiera coronas mortuorias!

No pido el laurel que nimba el talento,
ni las voluptuosas
guirnaldas de lujo y alborozamiento.
¡Ni mirtos ni rosas!
¡No me des coronas que se lleva el viento!

Yo quiero la joya de penas divinas
que rasga las sienes.
Es para las almas que tú predestinas.
Sólo tú la tienes.
¡Si me das coronas, dámelas de espinas! Amén.

SALMO 121: LA CIUDAD SANTA DE JERUSALÉN

Ant. Vamos alegres a la casa del Señor.

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.

Jerusalén está fundad
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor,

según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.

Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios.»

Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo.»
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Vamos alegres a la casa del Señor.

SALMO 129: DESDE LO HONDO A TI GRITO, SEÑOR

Ant. Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz.

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela a la aurora.

Aguarde Israel al Señor,
como el centinela a la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. Dios, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dios, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo.

LECTURA: 2Co 6, 1-4a

Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios, porque él dice: «En tiempo favorable te escuché, en día de salvación vino en tu ayuda»; pues mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es tiempo de salvación. Para no poner en ridículo nuestro ministerio, nunca damos a nadie motivo de escándalo; al contrario, continuamente damos prueba de que somos ministros de Dios.

RESPONSORIO BREVE

R/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.
V/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.

R/ Cristo, oye los ruegos de los que te suplican.
V/ Porque hemos pecado contra ti.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.

PRECES
Bendigamos a Dios, solícito y providente para con todos los hombres, e invoquémosle, diciendo:

Salva, Señor, a los que has redimido.

Oh Dios, fuente de todo bien y origen de toda verdad, llena con tus dones al Colegio de los obispos,
— y haz que aquellos que les han sido confiados se mantengan fieles a la doctrin de los apóstoles.

Infunde tu amor en aquellos que se nutren con el mismo pan de vida,
— para que todos sean uno en el cuerpo de tu Hijo.

Que nos despejemos de nuestra vieja condición humana y de sus obras,
— y nos renovemos a imagen de Cristo, tu Hijo.

Concede a tu pueblo que, por la penitencia, obtenga el Perdón de sus pecados
— y tenga parte en los méritos de Jesucristo.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Haz que nuestros hermanos difuntos puedan alabarte eternamente en el cielo,
— y que nosotros esperemos confiadamente unirnos a ellos en tu reino.

Con la misma confianza que nos da nuestra fe, acudamos ahora al Padre, diciendo, como nos enseñó Cristo:
Padre nuestro…

ORACION

Oh, Dios, que, por tu Verbo, realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado III de Cuaresma

1.- Oración preparatoria.

Señor, te lo confieso, al leer la oración del fariseo me he indignado por dentro porque me parece la oración más estúpida de toda la Biblia. “Gracias porque yo no soy como los demás”. ¿Habrá cosa más bonita que ser como los demás? Pasar por la vida sin complejos de superioridad “nadie es más que nadie”, ni tampoco de “inferioridad”, nadie es menos que nadie. Eso era lo que Tú, Señor, querías: un mundo de iguales, un mundo de hermanos.

2- Lectura sosegada del evangelio: Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.» En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

Hay dos maneras de ir a Dios: por las buenas o por las malas. Ir a Dios por las malas, es ir como el fariseo en plan de “exigencia”.  Son aquellos que quieren comprar a Dios “por sus méritos”. Se creen “justos” y, por eso, no necesitan que Dios los justifique. Para ellos Jesús es un lujo, no hacía falta que hubiera venido a este mundo. Ellos, con sus obras, eran “merecedores del cielo”. Lo peor de éstos no es que ellos se consideren “buenos” sino que “desprecian a los que no son como ellos”. “No soy como ese publicano”. Pero también se puede ir a Dios por las buenas, como el “publicano” de la parábola. No fue en plan de “exigencia” sino “de indigencia”. Él se sentía pobre, pequeño, pecador. No se atrevía ni a levantar los ojos al cielo. Si el fariseo se presentaba ante Dios “con los puños cerrados” exigiéndole todo lo que le debía, el publicano se situaba ante Dios “con las manos abiertas” dispuesto a recibir de Dios su perdón. ¿Y qué nos dice el evangelio? Que el publicano salió del templo “justificado”, es decir, “justo, santo”. Él no se lo merecía, pero no se trataba de méritos, sino de gracia. Dios lo había hecho todo “gratuitamente”. Y ¿qué pasó con el fariseo? Que salió del templo con todos los pecados que tenía más uno más: el de soberbia.

Palabra del Papa

“La incapacidad de reconocerse pecadores nos aleja de la verdadera confesión de Jesucristo. Es fácil decir que Jesús es el Señor, difícil en cambio reconocerse pecadores. Es la diferencia entre la humildad del publicano que se reconoce pecador y la soberbia del fariseo que habla bien de sí mismo: Esta capacidad de decir que somos pecadores nos abre al estupor que nos lleva a encontrar verdaderamente a Jesucristo. También en nuestras parroquias, en la sociedad, entre las personas consagradas: ¿Cuántas son las personas capaces de decir que Jesús es el Señor?, muchas. Pero es difícil decir: Soy un pecador, soy una pecadora. Es más fácil decirlo de los otros, cuando se dicen los chismes… Todos somos doctores en esto, ¿verdad?”  (Cf Homilía de S.S. Francisco, 3 de septiembre de 2015, en Santa Marta).

4.- ¿Qué me dice hoy a mí esta palabra que acabo de meditar? (Silencio).

5.- Propósito. Pasaré todo el día “disfrutando” con la gente. Ni son más ni menos que yo. Son mis hermanos.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Yo, Señor, te quiero dar gracias por tus parábolas. Son verdaderas perlas. Nada se ha producido en la literatura universal que se les parezca. De una manera sencilla, popular, con ejemplos de todos conocidos, nos hablas tan bonitamente de Dios. Con la parábola de hoy, desenmascaras la falsedad de los fariseos y pones al descubierto el interés de Dios por los pequeños, los humildes, los despreciados de los demás.  Cuidando a los pequeños, ¡Qué grande te manifiestas!

ORACIÓN EN TIEMPO DE LA PANDEMIA

Señor Resucitado: Mora en cada uno de nuestros corazones, en cada enfermo del hospital, en todo el personal médico, en los sacerdotes, religiosos y religiosas dedicados a la pastoral de la salud,  en los gobernantes de las naciones y líderes cívicos, en la familia que está en casa, en nuestros abuelos, en la gente encarcelada, afligida, oprimida y maltratada, en personas que hoy no tienen un pan para comer, en aquellos que han perdido un ser querido a causa del coronavirus u otra enfermedad. Que Cristo Resucitado nos traiga esperanza, nos fortalezca la fe, nos llene de amor y unidad, y nos conceda su paz. Amén

El precio del amor de Dios

1.-Nos acercamos a los umbrales de la Pascua. Es memorial de lo que Dios hizo por la humanidad. En algunos habrá perdido vigencia (oportunidad para vacaciones), en algunos más consistencia (ya no saben ni por qué se celebra) y en otros profundidad (se queda en una escenografía de religiosidad popular).

Pero, la Cuaresma, un domingo más, nos incita a ser conscientes del amor que Dios nos tiene. Vino en Belén para alegrarnos la vida y subirá al calvario para darnos otra, sin fecha de caducidad. ¿Se puede esperar más del amor de Dios?

En nuestras comunidades (parroquias incluidas) tendría que surgir un grito espontáneo que sacudiera las conciencias adormecidas (de los que son cristianos pero viven al margen de su fe) y también las de aquellas otras que, poco o nada, han oído hablar de un tal Jesús de Nazaret: ¡Esto lo hizo Dios por ti y por mí! ¡Por nosotros!

Porque, Jesús de Nazaret, no es alguien que se encaramó a un madero permaneciendo definitivamente colgado. No es una reliquia que muchos llevan suspendida en el pecho (en forma de cruz) o en cualquier otra parte de su cuerpo. Jesús de Nazaret es la señal visible, el amor de Dios en forma de carne. Es el amor de Dios para que el hombre encuentre un horizonte de alegría, de paz y seguridad en su vida.

2.- Quien mira, frente a frente a Jesús, se topa con el amor de Dios. Uno siente el vértigo de la eternidad, pero vértigo en positivo, cuando piensa, medita y se asombra ante una persona que es estandarte y altavoz de la bondad de Dios.

¿Qué dificultades existen para creer y aceptar todo esto? Que la realidad sensual del mundo es incapaz de considerar, gustar y definirse por una amistad tan limpia y tan original como la del Señor: se nos excita en conquistas de amores a coste barato. Se confunde amor con placer. Gratuidad con interés. Y así nos va. La felicidad del hombre hace tiempo que está pendiente de un peligroso hilo: el sálvese quien pueda.

Es historia que se repite y, por lo tanto, Dios en la próxima Pascua pretende salvarnos a todos. Y lo hace en la dirección contraria a las soluciones falseadas o maquilladas que nos ofrecen los ilusorios salvadores de nuestra patria: el amor es la fuente de la felicidad y no el indagar caminos cortos que, entre otras cosas, producen ansiedad y no serenidad.

3.- Preguntaron a un hombre. ¿Es Vd. feliz? Contestó: tremendamente feliz ¿Y cómo puede ser Vd. tan feliz con la que nos esta cayendo encima? Sentenció el entrevistado “El secreto está en Dios” ¿Cómo? ¿Acaso me está Vd. diciendo que es feliz porque no tiene ningún problema? Y, el hombre de Dios le respondió; ¡no; en absoluto! ¡Problemas los tengo a miles, me sobran! Pero, Dios, sé que me quiere y puede más la pasión que siente por mí, que los inconvenientes y pesares que salen a mi encuentro”

Por nuestra salvación, Dios, es capaz de cualquier cosa. Nosotros, en ese sentido, solemos valorar riesgos antes de ofrecer nuestra opinión, aportación, colaboración o silencio ante una situación injusta que origina preocupación. Dios, por el contrario, va a por todas. Lo hizo en la Anunciación fiándose una humilde nazarena, sorprendió al mundo en la pobreza de un pesebre y sobresaltará a los creyentes –y no creyentes también- cuando se dilapide lo más querido, Jesús, en el árbol de la cruz.

Esa es la matemática de Dios: por el hombre todo. Incluso a costa de restar amor de su propio amor clavado en la cruz. Porque, al fin y al cabo, esa resta es suma de redención y de salvación.

Dicen que para saber lo que vale el amor de una persona, hay que saber cuánto ha sufrido por mantenerlo vivo.

4.- Contemplemos el alma de Dios y, conociendo el sufrimiento de Cristo, nos daremos cuenta que el amor al hombre es –entre otras cosas- locura, pasión y obcecación por el ser humano.

Vemos nuestro interior y, comparando la balanza de nuestras prioridades, probablemente sellemos que nuestro amor es suministrado a pequeños sorbos, interesado, limitado, reducido a lo/los que queremos y con las cotas que instalamos a según quién y a nuestra manera.

Cuaresma. Es el amor de Dios que se multiplica, que se desborda y se hace realmente escalofriante en ese Jesús que hace de la cruz un auténtico surtidor de amor.

Cuaresma. Es la preparación para la reconciliación, personal y comunitaria con Dios, para que cuando nos ofrezca su amor, nos localice sensibles, permeables y receptivos a semejante ráfaga de su amor sin farsa, universal, divino y con un fin: llamados a la resurrección por Cristo.

¿PARA QUÉ TANTO, SEÑOR?

¿Por qué tanto empeño en salvarme, cuando a veces pienso que no estoy perdido?
¿Para qué tanta sangre, si –tal vez– no le doy valor?
¿Por qué una cruz, si seguimos sin mirar al cielo?
¿Por qué un corazón tan blando, cuando el nuestro es tan severo?
¿Para qué un estandarte de amor en Jesús, si nos vamos por lo placentero?
¿Por qué tanta generosidad, si encuentras cerrazón?
¿Para qué tu pan, si no lo saboreamos con fe?
¿Por qué tu vino, si frecuentemente no le damos valía?
¿Para que una pasión, si vivimos sin compasión?
¿Por qué un calvario, cuando preferimos la vida fácil?
¿Para qué subir a Jerusalén, si preferimos los felices valles?
¿Por qué Cristo en la cruz, si es mejor vida de luces y no de cruces?
¿Para qué alzar la mirada, cuando nos seduce la simple bondad de la tierra?
¿Por qué, Tu, oh Dios, te desprendes de lo que más quieres, si somos insensibles?
Muchas preguntas, Señor, para una única respuesta: por el gigantesco y descomunal amor con el que tú nos amas, Señor. ¿Hay mayor felicidad que esa?

Javier Leoz

Comentario – Sábado III de Cuaresma

(Lc 18, 9-14)

El evangelio no solamente habla de amor, sino que nos muestra las formas muy concretas como se expresa el amor para que podamos discernir si nuestro corazón está realmente en Dios.

En este texto se reprocha «a los que confían en su propia perfección y desprecian a los demás», de manera que contradicen el amor a Dios, que se expresa confiando más en él que en uno mismo. Cometían el tremendo error de creer que puede comprarse la amistad con Dios; habían perdido la conciencia de la infinita grandeza de Dios, la trascendencia de su amor. Y también contradicen el amor al prójimo, que se expresa teniendo compasión y mirándolo con buenos ojos (desprecian a los demás).

El publicano, que reconocía su miseria humildemente ante Dios, volvió a su casa en paz con Dios a pesar de sus pecados, porque en realidad se había acercado al templo sabiendo que Dios ama y es capaz de perdonar. Lo que él miraba con los ojos del corazón es la misericordia de Dios. Por eso podemos decir que el centro de su plegaria no era tanto él mismo y su pecado, sino la súplica sincera de misericordia: «Ten piedad de mí».

Esta oración del publicano se distingue del mero remordimiento que inmoviliza, porque el remordimiento es sólo una agresión contra uno mismo por no haber sido perfecto; es sólo una mirada a uno mismo. En cambio, esta oración sentida del pecador implica más bien el arrepentimiento, que es el dolor por no haber sido fiel al amor de Dios, y el deseo profundo de responderle mejor. Este arrepentimiento impulsa al cambio.

Pero el fariseo, que contemplaba su propia perfección y miraba con desprecio al pecador, no volvió a su casa en paz con Dios, aunque no hubiera cometido pecados externos, aunque ayunara y pagara el diezmo. Es lo que expresó San Pablo en el maravilloso himno al amor: «aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor de nada me sirve (1 Cor 13, 3).

Oración:

Libérame Señor de esa tonta vanidad que me lleva a poner mi seguridad en las obras externas y a despreciar a los demás por sus imperfecciones. Ayúdame a reconocer mi propia miseria y la grosera fealdad del orgullo».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Sacrosanctum Concilium – Documentos Vaticano II

A P É N D I C E 

Declaración del sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II
sobre la revisión del calendario

El sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II, reconociendo la importancia de los deseos de muchos con respecto a la fijación de la fiesta de Pascua en un domingo determinado y a la estabilización del calendario, después de examinar cuidadosamente las consecuencias que podrían seguirse de la introducción del nuevo calendario, declara lo siguiente:

1. El sacrosanto Concilio no se opone a que la fiesta de Pascua se fije en un domingo determinado dentro del Calendario Gregoriano, con tal que den su asentimiento todos los que estén interesados, especialmente los hermanos separados de la comunión con la Sede Apostólica.

2. Además, el sacrosanto Concilio declara que no se opone a las gestiones ordenadas a introducir un calendario perpetuo de la sociedad civil.

La Iglesia no se opone a los diversos proyectos que se están elaborando para establecer el calendario perpetuo e introducirlo en la sociedad civil, con tal que conserven y garanticen la semana de siete días con el domingo, sin añadir ningún día que quede al margen de la semana, de modo que la sucesión de las semanas se mantenga intacta, a no ser que se presenten razones gravísimas, de las que juzgará la Sede Apostólica.

En nombre de la Santísima e individua Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Constitución han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, 4 de diciembre de 1963.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica 

Y prefirieron la tiniebla

1. En términos físicos no hay confusión posible: O existe la luz o hay tinieblas. Las licencias poéticas, el lenguaje coloquial, van por otros derroteros; pero cuando se trata de aquilatar las cosas, la luz existe o no. Por muy débil que sea su resplandor, por muy mortecino que nos parezca su foco de irradiación, la luz, cuando alumbra, es inconfundible y transformadora.

2. De alguna forma parecida, entre las características de la existencia humana se da también esta irreversibilidad de los datos fundamentales de cada persona. No somos, desde luego, un infalible programa de IBM donde los datos suministrados condicionaban, absolutamente, los resultados. Sin embargo, creo que a cada uno de nosotros nos definen dos o tres rasgos fundamentales, y éstos son muy difíciles de alterar. No es un determinismo psicológico, porque desde luego, esas constantes no se fraguan en un día, sino al decantarse, durante muchos años, muchas alternativas.

3. En un plan diverso, porque interviene Dios salvando, la fe me parece una de esas cosas radicales que o se tienen o no, pero que condicionan, de arriba abajo, toda una existencia personal, sin posibilidad de engaño o subterfugio. La fe es compatible, por supuesto, con mil debilidades humanas, con ese zig-zag característico de casi todas las peripecias personales. Pero la fe exige y lleva consigo una exigencia determinante de todo ser humano.

4. Cuando se confina la fe al terreno de las puras ideas –reduciendo la experiencia religiosa a formulaciones más o menos racionales– entonces es posible una cierta esquizofrenia personal. Pero la fe no habita sólo en la inteligencia del hombre, sino que la invade totalmente en todas las dimensiones de su personalidad. Y es ahí donde podemos decir que el hombre cree o no cree, pero tiene que aceptar la fe como una opción básica de su vida.

5. Resulta terrible escuchar hoy en el Evangelio: “La luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla”. Resulta terrible, insisto, porque ese es un dato que un cristiano actual no debe descuidar ni minusvalorar. Existen hombres que han dicho no a la luz, y que no son, precisamente, los señalados por el dedo de los intransigentes. Pero también existen hombres en tiniebla. De ellos nos sentiremos siempre, con tristeza, separados.

Y cada uno de nosotros, afortunadamente rebelados con la luz, tenemos que sentir la responsabilidad de conservarla y propagarla. Porque otra característica básica de la luz es que perfora, inevitablemente, la tiniebla que la rodea.

Antonio Díaz Tortajada

La mayor prueba del amor

1.- «Yahvé, Dios de sus padres, les envió continuos mensajeros, porque quería salvar a su pueblo y a su templo » (2 Cro 36, 15) Yahvé había estado siempre al lado de su pueblo, defendiéndolo, conservándolo, multiplicándolo. Era el Dios de los antepasados, el que los padres habían mostrado a sus hijos, el que las madres hebreas habían puesto en el corazón y en los labios de sus pequeños… El Dios de nuestros padres, ese que en nuestra tierra se ha reverenciado durante siglos, ese que nos ha dado a su Hijo como hermano y a María, la más agraciada mujer, como Madre.

A lo largo de toda su historia fueron llegando los pregoneros de Dios. Venían cargados con palabras bellas, encendidas palabras que animaban y llenaban el espíritu de paz, con deseos de ser mejores. Dios quería salvar a su pueblo. El peligro acechaba a la vuelta de cualquier esquina. Los enemigos se habían conjurado, tenían planes de aniquilación, ansias de reducir el gran templo en un montón de escombros. Hoy también el enemigo está detrás de la puerta. Hoy también el fuego, más vivo que nunca, está en trance de llover sobre nuestros campos. Y por la ruta de los mares, por los azules caminos del cielo, cruzan armas terribles con destino a los pueblos en estado de guerra, con presagios siempre vivos de una hecatombe mundial… Y hoy también llegan hasta nuestras calles los pregoneros de Dios, los que predican la paz, los que llaman a la conversión, los que claman por la justicia, los que cantan la belleza del amor. Hoy también, el Dios de nuestros padres quiere salvar a su pueblo.

«Pero ellos hacían escarnio de los enviados de Dios, despreciaban sus palabras, se burlaban de sus profetas, hasta el punto que la cólera de Yahvé contra su pueblo se hizo irremediable» (2 Cro 36, 16) Despreciaban sus palabras, se burlaban de ellos. Y los perseguían, los encarcelaban, los mataban. Hablaban con desdén de los profetas de Dios. Sus palabras fueron ridiculizadas ante la risa de todos, se convirtieron en objeto de chistes y de cuentos burdos. Y el mensaje de Dios quedó obscurecido, apagado, reducido a un montón de palabras descoloridas. Y la ira de Dios, hasta entonces dormida, despertó bruscamente. Y las palabras de los mensajeros se volvieron cáusticas, hirientes, duras, salvajes: «Ruge Yahvé desde lo alto, desde su santa morada lanza su voz, ruge con fuerza contra el lugar de su pacto… Llega el estruendo hasta el extremo de la tierra, porque Yahvé abre el proceso contra las naciones, entra en juicio contra todo mortal; a los impíos los entrega a la espada».

Y el profeta sigue: «He aquí la desgracia que pasa de nación en nación y una enorme tempestad se desencadena desde los confines de la tierra. Y habrá aquel día víctimas de Yahvé de un extremo a otro de la tierra; no serán lloradas, ni recogidas, ni sepultadas; quedarán sobre la haz de la tierra como estiércol».

¡Oh, Señor, Dios todopoderoso, pronto a la misericordia y al perdón, detén tu ira! No permitas que la muerte cubra la tierra. Queremos oír a tus enviados, queremos escucharles, atenderles, hacerles caso antes de que sea demasiado tarde. Haz tú que el recuerdo triste de lo que pasó, y de lo que puede pasar, nos despierte de nuestra apatía y negligencia, encienda esta fe muerta que nos hace vivir adormilados, en un sopor peligroso.

2.- «Junto a los canales de Babilonia…» (Sal 136, 1) Una vez más en la Historia sufre el pueblo judío la opresión de sus enemigos, una vez más gime bajo la mano dura de su vencedor. Lejos de su tierra, vive sumido en la tristeza y el dolor de un destierro obligado. El invasor se apoderó de sus tierras y lo condujo entre cadenas hasta el amargo exilio. Deportados viven del recuerdo doliente y siempre vivo del hogar que abandonaron. De nada sirven los verdes sauces que crecen junto a los canales babilónicos. A la orilla del agua, colgadas las cítaras, lloran con nostalgia pensando en Sión.

«Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores a divertirlos: Cantadnos un cantar de Sión. ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha…». La liturgia cristiana recoge estos salmos llenos de tristes acentos, estas lamentaciones del pueblo desterrado, para suscitar en nuestros corazones sentimientos de contrición, para que tomemos conciencia de nuestro destierro y no nos olvidemos de nuestra verdadera y definitiva patria.

«Que se me pegue la lengua al paladar si no me de acuerdo ti…” Sal 136, 6. Los mil avatares de la vida nos pueden hacer olvidar la Vida. Las incesantes preocupaciones temporales nos pueden llevar a una despreocupación por lo eterno. Vivimos tan inmersos en las pequeñas incidencias de cada día que corremos el peligro, y muchas veces caemos en él, de olvidarnos hacia dónde vamos, o de por qué luchamos en definitiva, por qué nos afanamos.

Todo nuestro trabajo, todo nuestro esfuerzo, todo cuanto soñamos o anhelamos, todo ha de estar dirigido hacia el fin definitivo de nuestra existencia, todo ha de ser polarizado por el supremo destino para el que hemos nacido. De lo contrario, hemos perdido el tiempo, nos hemos olvidado de nuestra patria, nos hemos conformado con nuestro destierro, nos hemos acostumbrado a él, hemos recortado nuestras alas impidiendo así nuestro más alto vuelo. Para que eso no ocurra, cantemos hoy el cántico sacro de los desterrados: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías».

3.- «Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó…» (Ef 2, 4) Inmensamente rico en misericordia. Esa es la gran riqueza de Dios, su infinito amor. Nosotros, los hombres, medimos las riquezas con otra medida, estimamos los bienes con una jerarquía de valores muy peculiar. Ordinariamente ponemos por encima de todo al dinero. Y hacemos una realidad el «tanto tienes, tanto vales». Otras veces es la estima, el prestigio ante los demás, el buen nombre, el aplauso, la fama lo que nos motiva e impulsa. Y luchamos, a costa de lo que sea por conquistar la gloria de la aprobación humana. Pero Dios tiene una medida diversa. Él mide según el amor. Ese es el gran bien que nunca pasa. Sólo el amor queda. Por eso Dios nunca pasa, es eterno, porque Dios es amor. Y todo el que vive y muere por amor, participa de la divinidad, es verdaderamente rico, realmente dichoso… Haz, Señor, que entendamos esta realidad. Haz, sobre todo, que la vivamos. Concédenos la verdadera riqueza, el auténtico bienestar, la gracia indescriptible de vivir y morir de amor.

«Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras» (Ef 2, 10) Por la muerte de Cristo, Dios nos ha concedido el don inefable del amor. Después de su marcha a los cielos nos envió al Espíritu Santo, que llega a nuestros corazones por el Bautismo y la Confirmación, dándonos el poder de llamar confiados a Dios con el nombre entrañable de Padre, comunicándonos la dicha de mirar a los demás hombres como hermanos nuestros.

Pero ese amor que late en nuestro interior, infundido por Dios, ha de ser actualizado, ha de ser ejercitado, ha de concretarse en obras. ¿De qué nos sirve que nos ame Dios si nosotros nos empeñamos en no corresponderle? Si no acudimos a su llamada, de poco nos sirve que Dios nos llame.

Precisamente por ser una cuestión de amor, el Señor no se nos impone, ni nos arrastra a la fuerza hasta su corazón. Él nos atrae suavemente, nos cubre con su cariño… ¿Cómo podemos, Dios mío, resistirnos a tanta bondad y tanto amor, cómo no acabamos de enamorarnos perdidamente de ti?

4.- «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente…» (Jn 3, 14) En el silencio de la noche, oculto en la oscuridad de las altas horas, Nicodemo se entrevista con Jesús, el joven Rabino de Nazaret cuya fama se va extendiendo rápidamente. Este hombre desciende desde la cima de su posición social -formaba parte del Sanedrín-, pregunta y escucha las palabras de aquel aldeano, el hijo de José el carpintero. Esta es la primera enseñanza que tendríamos que aprender de este pasaje evangélico: descender del pedestal en que a veces nos encaramamos, para escuchar con sencillez y humildad la palabra que nos viene de Dios a través, quizá, de otro hombre de menos categoría intelectual o social que nosotros.

Ante sus ojos se abre un panorama insospechado y grandioso, una doctrina nueva y vieja que comporta frutos de eternidad. Jesús le habla de un hecho que simboliza lo que ocurriría en el Calvario: lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Y así es en efecto. La Cruz se levanta como insignia de victoria, lábaro de salvación, bandera de paz y de perdón que manifiesta a los cuatro vientos la mayor prueba del amor de Dios.

«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Jesús también dirá que nadie tiene amor más grande que aquel que entrega su vida por el amigo. La crucifixión fue, sin duda, el gesto definitivo del amor de Dios que sufre en su carne el castigo de nuestro pecado.

Qué más podía hacer el Señor para mostrarnos su infinito amor, sus profundos y sinceros deseos de ayudarnos, de librarnos de las cadenas que realmente aprisionan al hombre, las del pecado. Miremos con fe ese signo de salvación, sepamos descubrir tras las llagas de Cristo crucificado la grandeza de su poder y los fulgores de su divinidad. Imitemos al buen ladrón que, contemplando a Jesús traspasado y vencido, supo descubrir al Rey del Universo y le rogó, quizá entre las burlas de los demás, que se acordara de él cuando llegara a su Reino. La respuesta de Jesús fue inmediata: En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.

Antonio García Moreno

Un test al amor de Dios

1.- A las personas que queremos, las queremos con el corazón. No necesitamos razones para querer. Ni la madre quiere al hijo por razones, ni los novios se quieren por razones, ni marido y mujer se quieren por razones. Y si se quisiera hacer una lista de razones lógicas de ese amor, al fin la última razón verdadera de ese amor quedaría en el misterio. Y cuando para mantener un amor es necesario andar hurgando para buscar razones, ese amor está empezando a morir bajo las cenizas.

El amor es ilógico, supera todo raciocinio, abarca a toda la persona y embarca en la aventura de amar a toda esa persona.

2.- Hoy a mitad de camino hacia la Semana Santa se hace un test a nuestro amor a Dios. Enfrentándonos con el amor ilógico del Señor a nosotros, ¿no necesitamos nosotros demasiadas razones para amar al Señor? ¿Toma su amor todo nuestro ser? ¿Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser?

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” Envía lo que mas quiere para que vaya a nuestra búsqueda, para que traiga del país extranjero al hijo pródigo, para que salve entre espinos y barrancos a la oveja perdida, aún a sabiendas de que ese Hijo único va a perder su vida en la búsqueda, pero que nos a va encontrar a cada de uno de nosotros.

¿Hay amor más ciego? ¿Más cerrado a razones lógicas? Como nos decía san Pablo el domingo pasado: esta es la grandiosa necedad o estupidez de nuestro Dios. Esa necedad que supera todo saber y todo entender humanos. Que el Señor nos ha amado a nosotros más que a Si mismo. “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos.

Cuando éramos pecadores, es decir, cuando éramos enemigos de Dios, Dios nos da lo que constituye su propia vida, que es su mismo Hijo, a sabiendas de que lo va a perder. Si viéramos este proceder en una persona amiga nuestra, diríamos que es un loco, un estúpido… Y esa es la grandiosa e ininteligible estupidez de nuestro Dios, que no cabe en cabeza humana. “Tanto amó Dios al mundo…”

3.- Ya en el Antiguo Testamento hay frases maravillosas que muestra ese amor de Dios a nosotros. Como aquella: “¿Es que puede la madre olvidarse del hijo de sus entrañas?, pues aunque ella lo hiciera yo nunca me olvidaré de ti” O este párrafo del Profeta Oseas que hablando de su pueblo dice. “Yo le enseñé a caminar sujetándole por debajo de los brazos. Yo le levantaba en alto y apretaba su mejilla contra la mía. Yo me agachaba junto a él para darle de comer” como padre cariñoso hace con su hijo pequeño.

4.- Pero no pongamos este amor loco de Dios en plural. San pablo en su carta a los Efesios dice “nos amó y se entregó por nosotros. En Gálatas dice se corrige y dice “me amó y se entregó por mi”… murió por mi.

Para el Señor no somos multitud. No somos rebaño. Él conoce a cada una de sus ovejas y las llama por su nombre. No somos un número de Documento Nacional de Identidad. Somos TÚ y YO.

Cuando los andamios eran de tablones, dos hombres resbalan de un tablón mal asentado y al caer se aferran a un travesaño, que con el peso de los dos comienza a ceder. El más joven mira al mayor, que sabe casado y con hijos, y sin palabras se deja caer buscando otro apoyo que no encuentra y muere. “Murió por mí”, diría aquel hombre. Con la misma realidad, el Señor murió por mí.

5.- Nos enfrentamos con un Viernes Santo en que ese grito “murió por mí” lo llena todo. ¡Qué ese grito no nos suene a grito litúrgico! ¡Que no se escurra en nuestros oídos como un acorde resabido! Que nos traiga la enorme novedad de sabernos por primera vez queridos por Dios hasta dar su propia vida por mí, aunque seamos pecadores. El amor llama al amor y nos hace amar a los demás.

José María Maruri, SJ

Dios ama el mundo

No es una frase más. Palabras que se podrían eliminar del evangelio sin que nada importante cambiara. Es la afirmación que recoge el núcleo esencial de la fe cristiana. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». Este amor de Dios es el origen y el fundamento de nuestra esperanza.

«Dios ama el mundo». Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor. Este mundo no recorre su camino solo, perdido y desamparado. Dios lo envuelve con su amor por los cuatro costados. Esto tiene consecuencias de la máxima importancia.

Primero. Jesús es, antes que nada, el «regalo» que Dios ha hecho al mundo, no solo a los cristianos. Los investigadores pueden discutir sin fin sobre muchos aspectos de su figura histórica. Los teólogos pueden seguir desarrollando sus teorías más ingeniosas. Solo quien se acerca a Jesús como el gran regalo de Dios puede ir descubriendo en él, con emoción y gozo, la cercanía de Dios a todo ser humano.

Segundo. La razón de ser de la Iglesia, lo único que justifica su presencia en el mundo, es recordar el amor de Dios. Lo ha subrayado muchas veces el Vaticano II: la Iglesia «es enviada por Cristo a manifestar y comunicar el amor de Dios a todos los hombres». Nada hay más importante. Lo primero es comunicar ese amor de Dios a todo ser humano.

Tercero. Según el evangelista, Dios hace al mundo ese gran regalo que es Jesús, «no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Es peligroso hacer de la denuncia y la condena del mundo moderno todo un programa pastoral. Solo con el corazón lleno de amor a todos podemos llamarnos unos a otros a la conversión. Si las personas se sienten condenadas por Dios, no les estamos transmitiendo el mensaje de Jesús, sino otra cosa: tal vez nuestro resentimiento y enojo.

Cuarto. En estos momentos en que todo parece confuso, incierto y desalentador, nada nos impide a cada uno introducir un poco de amor en el mundo. Es lo que hizo Jesús. No hay que esperar a nada. ¿Por qué no va a haber en estos momentos hombres y mujeres buenos que introducen en el mundo amor, amistad, compasión, justicia, sensibilidad y ayuda a los que sufren…? Estos construyen la Iglesia de Jesús, la Iglesia del amor.

José Antonio Pagola