Comentario – Domingo IV de Cuaresma

Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Hora de glorificación y, sin embargo, hora que produce en él agitación (ahora mi alma está agitada) y de la que pide ser librado: Padre, líbrame de esta hora. Pero también, hora para la que ha venido (si para esto he venido, para esta hora).

Luego si es la hora para la que ha venido, ella misma constituye la razón de ser de su vida, el objetivo y la culminación de su misión. Y si es así, entonces ¿para qué rehuirla? Sólo cabe decir: Padre, glorifica tu nombre; algo que se hace realidad en el cumplimiento de su designio, que es una glorificación, pero una glorificación que pasa por la muerte: la mayor humillación (porque nos deja reducidos a humus) y la mayor destrucción de vida.

No obstante, aquí se sigue cumpliendo esa ley que rige para el grano de trigo enterrado: que si no cae en tierra (lo que acontece con la siembra) y muerequeda infecundopero si muere, da mucho fruto. El fructificar es el resucitar del grano enterrado y muerto que se transforma en esa espiga que es multiplicación del grano sembrado y, por ello, vida renacida y sobreabundante de lo enterrado. Aquí nos encontramos con la vida que se obtiene de la renuncia a la propia vida, esa vida naturalmente poseída, pero que nace herida de muerte.

De esta manera se cumple el adagio evangélico: El que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. La vida renacida de la muerte se presenta, por tanto, como un premio divino. Es la recompensa que el Padre concede al que sirve y sigue a su Hijo y que no es sino una participación en su destino glorioso, también renacido de la muerte. Incorporados a Cristo, en cuanto cristianos, podremos participar de su propio destino glorioso, pero sin saltos ilegítimos, tras haber compartido antes su destino sufriente.

Pero no debe perderse de vista esta apreciación. Compartir su destino sufriente no es peor que sufrir nuestro destino mortal sin él. En ambos casos, con él o sin él, estamos obligados a pasar por la muerte; sin embargo, no es lo mismo hacer esta travesía dolorosa con él que sin él. Compartir su destino sufriente es pasar por el sufrimiento mortal, pero en su compañía y sostenidos por la esperanza de la gloria que nos espera. Porque no hay glorificación propiamente dicha sin muerte, esto es, sin destrucción y transformación del cuerpo mortal, del mismo modo que no hay espiga sin grano enterrado en el surco. Y la muerte nos está invitando sin pausa a la aceptación constante y sumisa de nuestra condición mortal.

Quizá sea éste el mayor acto de humillación para el ser humano orgulloso de su vitalidad, pero también es el mayor acto de obediencia o sometimiento a la voluntad de su Dueño y Señor. Por aquí pasó también Cristo en su condición mortal, pues El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer, especialmente en esa hora de la humillación en la que se concentró todo el sufrimiento de su vida. Esa es la hora por excelencia del aprendizaje de la obediencia, entendida como aceptación de la voluntad del Padre manifestada en modo lacerante: no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. ¿Hay mejor expresión de obediencia que ésta?

También a nosotros se nos va a exigir este acto de obediencia en nuestra hora; pero conviene que vayamos aprendiendo mientras nos acercamos a ella. Y la mejor escuela para este aprendizaje será siempre el sufrimiento en cualquiera de sus formas. Sólo sufriendo aprendemos realmente a obedecer. El sufrimiento, es cierto, provoca resistencias –se resiste nuestra sensibilidad y nuestra voluntad-, pero cuando se prolonga acaba de ordinario por derribar toda resistencia. Caen hasta las murallas más fortificadas y resistentes. Éste es sin duda uno de los principales valores del sufrimiento: que nos enseña humildad y obediencia. Y Cristo –lo leemos en la Escritura sagrada- es autor de salvación eterna para todos los que le obedecen.

Luego la salvación nos llega por la obediencia y ésta por el sufrimiento aceptado. Por eso la glorificación, que es enaltecimiento del humillado, se convierte en premio para la obediencia meritoria, es decir, la que en el sufrimiento hace méritos para obtener el premio. La hora de la glorificación y la hora de la humillación se superponen.

La elevación de Jesús en la cruz fue el momento más humillante o kenótico, aquel en el que la ignominia alcanzaba su punto más alto; pero simultáneamente se convertía en un momento exaltante; porque así, crucificado, empezaba a atraer a todos hacia él con esa atracción propia del héroe que ejerce el mártir, el testigo del amor que moría sin renunciar a ninguna de sus convicciones, que moría amando, perdonando, dando testimonio de su Padre, Dios.

Pero éste era sólo un momento previo a su expresa glorificación, que se hacía realidad gloriosa con la resurrección y entronización a la derecha del Padre. Es la resurrección la que pone de manifiesto el triunfo de Cristo sobre sus enemigos y su señorío sobre la muerte. Es la resurrección la que nos le muestra como Señor exaltado, ante el cual se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el abismo: todo para gloria de Dios Padre. Por tanto, también la glorificación del Hijo será para gloria de Dios Padre.

Tal es el fin de todo: la gloria de Dios. Nuestra propia glorificación será para gloria de Dios Padre. No hay otro fin que éste. En nuestro camino hacia este fin tendremos siempre el ejemplo y el acompañamiento de Cristo glorificado y la fuerza de su Espíritu renovador e impulsor.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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El pecado y la penitencia

1 – Este quinto domingo de Cuaresma es el último. El próximo es ya Domingo de Ramos y se inicia la Pasión del Señor es un tiempo que llamamos Semana Santa. Hemos subido toda la cuaresma camino de la Pascua, de la Resurrección y Gloria del Señor Jesús. Y en este camino de penitencia llegamos al perdón que Dios nos otorga. El Salmo 50, que acabamos de leer, se ha considerado a lo largo de la historia como una pieza importante de la liturgia penitencial. La petición no puede ser más adecuada para este tiempo «Oh Dios, crea en mi un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu fuerte. Devuélveme la alegría de la salvación». Un corazón impuro es aquel que ve el mal por todas las partes y que no es capaz de contemplar la alegría de la salvación.

En los tiempos modernos el debate sobre el pecado ha sido muy importante. Ahora que terminamos con el Quinto Domingo de Cuaresma este ciclo para entrar después en la Semana Santa debemos saber si el tiempo fuerte de Cuaresma ha servido para la purificación del espíritu, el perdón de los pecados y el uso alegre del Sacramento de la Penitencia. Con la aparición de las técnicas de estudio sobre la mente y el espíritu apareció la doctrina del exculpamiento. Sigmund Freud, creador del psicoanálisis, analizó convenientemente el sentimiento de culpa y los traumas que dicho sentido de la culpabilidad ofrecía. Se quiso purificar la conciencia mediante la desdramatización posterior de ciertos efectos nocivos de las conciencias.

Pero se creó una nueva ley y, al igual, que San Pablo planteaba que la Ley mosaica mostraba el pecado y que sin el conocimiento de dicha ley no se sabría lo que era el pecado, el psicoanálisis y la psiquiatría comenzaron a dar una importancia inusitada al complejo de culpa manteniéndolo como zona indeleble y del espíritu y condicionador de las conciencias.

2 – La realidad natural es más sencilla. Los remordimientos por las malas acciones tienen una duración limitada porque el ser humano tiene tendencia al olvido y porque, asimismo, otras acciones buenas se sobreponen sobre las malas. Hay sucedidos que por su gravedad tienden a durar más sobre las conciencias pero tiene que existir una capacidad de somatización y olvido de lo coyuntural. Algunos tratadistas han comparado el Sacramento de la Penitencia con una especie de psicoanálisis por lo que ambos actos tienen de afloramiento de los males internos estancados. Eso, aunque es cierto, es quitarle importancia al acto de confesarse.

La Confesión pone a la persona frente a Dios, con la intermediación discreta del sacerdote. Nuestros males –y pecados– suponen en la mayoría de los casos un distanciamiento de la doctrina principal dada por Jesucristo. «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo» Y es que la mayoría de nuestros pecados son daños hechos a nuestros hermanos cuando nos olvidamos de Dios. Llama la atención que en relato evangélico del Juicio Final, Cristo pregunta –preguntará– por los actos buenos y malos realizados con y contra Él en los hermanos. Dar de comer, de beber, abrigo, visitas, etc. Es esa mala relación entre nosotros, Dios y los hermanos lo que produce el pecado. Ahí aparecen la violencia, la explotación, el culto al dinero, etc.

Parece, entonces, que queda en una esquina lejana otro tipo de pecados que son los relativos al sexo y suelen ser muy frecuentes. Hay, asimismo, una tendencia a disculparlos. Pero es un absurdo. En la prostitución, en la promiscuidad, en la pornografía hay fundamentalmente mucho de esos males violentos contra el prójimo y contra uno mismo. El sexo se desboca y hace mucho mal. Los adulterios rompen las familias y en muchos casos en el inicio de una crisis de esa naturaleza se ha iniciado por una aventura galante sin aparente importancia. El pecado es siempre igual. Es siempre lo mismo: la lejanía de Dios y el daño a los hermanos. Hay -claro- muchas formas de llevarlo a cabo. No debemos olvidar que hay pecado en nosotros. En estos días debemos volver a Dios. El premio inmediato es una paz que habla de Dios y ama. Y resulta necesario que en este umbral del próximo inicio de los sublimes misterios de la Semana Santa nuestras almas se purifiquen del pecado. Reflexionemos en estos días que nos quedan hasta el Domingo de Ramos sobre nuestras carencias y faltas.

3 – Nos vamos acercando a la Pascua y es un tiempo de explosión de gran alegría. Pero antes aparece la tristeza de la muerte de Jesús en un hecho aparentemente inexplicable y cruel. Jesús, en su condición humana, como nosotros, habla en el Evangelio de San Juan de que tiene el «alma agitada», pero tiene que cumplir con su misión. Insistimos en que resulta muy difícil la comprensión completa del sacrificio de Jesús. Sus mismos discípulos no entendían que quien había venido a liberar a Israel tuviera que morir, en un tremendo fracaso personal y humano. Por eso, luego, fue tan grande la huella de la Resurrección de Cristo. Todo el dificilísimo rompecabezas se recomponía con un dibujo aún más sublime que el esperado. Verdaderamente, Jesús, era el Señor. Aunque, sin embargo, en sus mentes, aún con la presencia de Jesús Resucitado, se esperaba el triunfo temporal, el éxito político. Habría que esperar un poco más: hasta el día de Pentecostés. Es, entonces, cuando el Espíritu Santo enseñó todo a los discípulos.

Ángel Gómez Escorial

I Vísperas – Domingo V de Cuaresma

I VÍSPERAS

DOMINGO V DE CUARESMA

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

HIMNO

¿Para qué los timbres de sangre y nobleza?
Nunca los blasones
fueron lenitivo para la tristeza
de nuestras pasiones.
¡No me des coronas, Señor, de grandeza!

¿Altivez? ¿Honores? Torres ilusorias 
que el tiempo derrumba.
Es coronamiento de todas las glorias
un rincón de tumba.
¡No me des siquiera coronas mortuorias!

No pido el laurel que nimba el talento,
ni las voluptuosas
guirnaldas de lujo y alborozamiento.
¡Ni mirtos ni rosas!
¡No me des coronas que se lleva el viento!

Yo quiero la joya de penas divinas
que rasga las sienes.
Es para las almas que tú predestinas.
Sólo tú la tienes.
¡Si me das coronas, dámelas de espinas! Amén.

SALMO 140: ORACIÓN ANTE EL PELIGRO

Ant. Meteré mi ley en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo

Señor, te estoy llamando, ve de prisa,
escucha mi voz cuando te llamo.
Suba mi oración como incienso en tu presencia,
el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.

Coloca, Señor, una guardia en mi boca,
Un centinela a la puerta de mis labios;
no dejes inclinarse mi corazón a la maldad,
a cometer crímenes y delitos
ni que con los hombres malvados
participe en banquetes.

Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda,
pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza;
yo seguiré rezando en sus desgracias.

Sus jefes cayeron despeñados,
aunque escucharon mis palabras amables;
como una piedra de molino, rota por tierra,
están esparcidos nuestros huesos a la boca de la tumba.

Señor, mis ojos están vueltos a ti,
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido,
de la trampa de los malhechores.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Meteré mi ley en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo

SALMO 141: TÚ ERES MI REFUGIO

Ant. Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.

A voz en grito clamo al Señor,
a voz en grito suplico al Señor;
desahogo ante él mis afanes,
expongo ante él mi angustia,
mientras me va faltando el aliento.

Pero tú conoces mis senderos,
y que en el camino por donde avanzo
me han escondido una trampa.

Mira a la derecha, fíjate:
nadie me hace caso;
no tengo adónde huir,
nadie mira por mi vida.

A ti grito, Señor;
te digo: «Tú eres mi refugio

y mi lote en el país de la vida.»

Atiende a mis clamores,
que estoy agotado;
líbrame de mis perseguidores,
que son más fuertes que yo.

Sácame de la prisión,
y daré gracias a tu nombre:
me rodearán los justos
cuando me devuelvas tu favor.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.

LECTURA: 1P 1, 18-21

Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos por vuestro bien. Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza.

RESPONSORIO BREVE

R/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.
V/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.

R/ Cristo, oye los ruegos de los que te suplican.
V/ Porque hemos pecado contra ti.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto.

PRECES
Glorifiquemos a Cristo, el Señor, que ha querido ser nuestro Maestro, nuestro ejemplo y nuestro hermano, y supliquémosle, diciendo:

Renueva, Señor, a tu pueblo

Cristo, hecho en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado, haz que nos alegremos con los que se alegran y sepamos llorar con los que están tristes,
— para que nuestro amor crezca y sea verdadero.

Concédenos saciar tu hambre en los hambrientos
— y tu sed en los sedientos.

Tú que resucitaste a Lázaro de la muerte,
— haz que, por la fe y la penitencia, los pecadores vuelvan a la vida cristiana.

Haz que todos, según el ejemplo de la Virgen María y de los santos,
— sigan con más diligencia y perfección tus enseñanzas.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Concédenos, Señor, que nuestros hermanos difuntos sean admitidos a la gloria de la resurrección,
— y gocen eternamente de tu amor.

Con la misma confianza que tienen los hijos con sus padres, acudamos nosotros a nuestro Dios, diciéndole:
Padre nuestro…

ORACION

Te rogamos, Señor Dios nuestro, que tu gracia nos ayude, para que vivamos siempre de aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado IV de Cuaresma

1.- Oración introductoria.

Señor, Tú no pasas por la vida de una manera indiferente. Unos te aman y otros te odian. Unos desean matarte y otros dan la vida por Ti. Yo tampoco quiero que seas indiferente para mí. Déjame que te diga una vez más aquello que ya sabes y te lo he dicho mil veces: Sabes que te quiero, que sin ti mi vida no tiene sentido, que eres todo para mí. Pero no sólo lo quiero decir con mis palabras sino también con mi vida. Por eso vengo a pedirte que me ayudes a ser un buen cristiano.

2.- Lectura reposada del evangelio. Juan 7, 40-53

En aquel tiempo la gente que oyó estos discursos de Jesús, unos decían: Este es verdaderamente el profeta. Otros decían: Este es el Cristo. Pero otros replicaban: ¿Acaso va a venir de Galilea el Cristo? ¿No dice la Escritura que el Cristo vendrá de la descendencia de David y de Belén, el pueblo de donde era David? Se originó, pues, una disensión entre la gente por causa de él. Algunos de ellos querían detenerle, pero nadie le echó mano. Los guardias volvieron donde los sumos sacerdotes y los fariseos. Estos les dijeron: ¿Por qué no le habéis traído? Respondieron los guardias: Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre. Los fariseos les respondieron: ¿Vosotros también os habéis dejado embaucar? ¿Acaso ha creído en él algún magistrado o algún fariseo? Pero esa gente que no conoce la Ley son unos malditos. Les dice Nicodemo, que era uno de ellos, el que había ido anteriormente donde Jesús: ¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace? Aquellos le respondieron: ¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta. Y se volvieron cada uno a su casa.

3.- Qué dice el texto.

Meditación, reflexión.

Me impresiona la terquedad de los dirigentes religiosos en tiempos de Jesús: -escribas, saduceos, fariseos- hombres que se han pasado la vida con las Escrituras en las manos.  Tienen una grave enfermedad. Podríamos llamar “cardio-esclerosis” (endurecimiento del corazón). Están viviendo a costa de la explicación de las Escrituras. Ellos se creen los maestros de Israel. Pero no aceptan a Jesús. Ni aceptaron las palabras de los mismos guardas enviados por ellos: “Jamás ha hablado un hombre como este hombre”. Les dicen que se han dejado “embaucar”. Me encanta este título que los mismos enemigos han dado de Jesús: “Embaucador”. Y es que Jesús cautiva, Jesús seduce, Jesús fascina, Jesús arrastra, Jesús embauca. Y nosotros los cristianos de todos los tiempos nos debemos dejar seducir y cautivar por Jesús.  Los que ponen la mano en el arado y miran atrás, no sirven para el reino. Después de haber visto a Cristo por delante, ¿qué pueden ya ver por detrás? Lo dijo muy bien Fray Luis de León: ¿Qué mirarán los ojos que vieron de tu rostro la hermosura, que no les sea enojos? quien oyó tu dulzura, ¿qué no tendrá por sordo y desventura?

Palabra del Papa

“Esta clase dirigente eran pecadores, como todos, pero estos eran más que pecadores: el corazón de esta gente, de este grupo, con el tiempo se había endurecido tanto, tanto que era imposible escuchar la voz del Señor. Y de pecadores, han resbalado, se han convertido en corruptos. Es tan difícil que un corrupto consiga volver atrás. El pecador sí, porque el Señor es misericordioso y nos acepta a todos. Pero el corrupto está obsesionado con sus cosas, y estos eran corruptos. Y por esto se justificaban porque Jesús, con su sencillez, pero con la fuerza de Dios, les molestaba. Y paso a paso, terminan por convencerse que debían matar a Jesús, y uno de ellos dijo: ‘Es mejor que un hombre muera por su pueblo’. Éstos han hecho resistencia a la salvación de amor del Señor y así ha resbalado de la fe, de una teología de fe a una teología del deber: ‘tenéis que hacer esto, esto, esto…’ Y en la dialéctica de la libertad está el Señor bueno, que nos ama, ¡nos ama mucho! Sin embargo, en la lógica de la necesidad no hay sitio para Dios: se debe hacer, se debe hacer, se debe hacer… Se han convertido en comportamentales. Hombres de buenas maneras, pero de malas costumbres. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 27 de marzo de 2014, en Santa Marta).

4.- Qué me dice hoy a mí esta palabra. (Guardo silencio)

5.-Propósito Hoy me dejaré cautivar por Jesús.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Gracias, Señor, por este rato tan agradable que he pasado contigo. Es para mí lo mejor del día. Te agradezco tu fuerza para conquistar los corazones. También un día a mí me cautivaste y sigo cautivado por Ti. No te cambiaría por nadie. Siempre que intento disfrutar de la vida sin contar contigo, siempre me queda un dejo de tristeza y soledad. En cambio, cuando yo disfruto contigo me siento más libre para disfrutar de todo. Gracias, Señor.

ORACIÓN EN TIEMPO DE LA PANDEMIA

Señor Resucitado: Mora en cada uno de nuestros corazones, en cada enfermo del hospital, en todo el personal médico, en los sacerdotes, religiosos y religiosas dedicados a la pastoral de la salud,  en los gobernantes de las naciones y líderes cívicos, en la familia que está en casa, en nuestros abuelos, en la gente encarcelada, afligida, oprimida y maltratada, en personas que hoy no tienen un pan para comer, en aquellos que han perdido un ser querido a causa del coronavirus u otra enfermedad. Que Cristo Resucitado nos traiga esperanza, nos fortalezca la fe, nos llene de amor y unidad, y nos conceda su paz. Amén

La hora de la gloria

1.- «He aquí que vienen días -dice Yahvé- en que yo concluiré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva » (Jr 31, 31) Israel y Judá. Los dos reinos, al norte y al sur, que constituían el pueblo elegido de Dios. Fueron figura y tipo del pueblo definitivo que con Cristo se constituiría, la Iglesia católica en donde tendrían cabida los verdaderos hijos de Abrahán, los nacidos no de la sangre ni de la voluntad de varón, sino de Dios, los regenerados por las aguas del Bautismo, fueran o no judíos.

Algunos judíos habían despreciado al Señor que le libertó. Había roto el pacto, la alianza santa. Dios había permanecido siempre fiel, siempre leal a lo convenido. Y ahora, cuando la alianza ha sido rota, Yahvé deseó restablecerla. Pero entonces fue de manera distinta, mucho más estable, eterna.

Y en cada uno de nosotros se repite la historia. Hay una alianza por la que Dios nos ama por propia iniciativa y se nos entrega generosamente, como nuestro protector y Padre. Sin embargo, una serie de infidelidades por nuestra parte van debilitando esos lazos de amistad con Dios, que a pesar de todo sigue amándonos… Es necesario tomar conciencia de esta situación y rectificar a fondo: Estamos en el tiempo propicio para convertir nuestro corazón hacia Dios. Corregir nuestros errores y restablecer de nuevo la alianza que nos une con Dios. El mejor modo es acercarnos al Sacramento de la Reconciliación y, una vez perdonados, participar con el corazón contrito y humillado, con el alma limpia y en el banquete sacrificial de la santa Misa, comer el Cuerpo de Cristo, beber su Sangre, la que restablece y sella continuamente el pacto perenne del amor de Dios.

«Pondré mi ley en su interior, en su corazón la escribiré, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo » (Jr 31, 33.) También Ezequiel se refiere a los tiempos de la nueva alianza, los tiempos de Cristo: «Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un nuevo espíritu, quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en vosotros, y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes».

Una ley escrita en el corazón, una ley amada de tal modo que el cumplirla sea una fuente indecible de gozo. Una ley que salga del corazón, de lo más íntimo del hombre. La nueva ley, la de Cristo, la del amor. Poder obrar siempre por amor, que es lo mismo que actuar siempre con libertad y con alegría. Movidos por el Espíritu de Dios, el Santo, el que nos hace clamar sin poder reprimirlo: «Abba», Padre. Así, con una gran paz y una gran confianza: Padre. Sin más. Y sin menos.

Si no somos buenos es porque no queremos, si no somos felices es porque no nos da la gana. Porque no ponemos el más mínimo esfuerzo para lograrlo. Es decir, cumplir gustoso el pequeño deber de cada momento, la generosidad en la entrega del sencillo detalle, del pequeño vencimiento. Las grandes tentaciones, las «irresistibles», nunca vienen de improviso. Están precedidas de pequeñas derrotas, de pequeñas concesiones… Amor, amor es lo que hay que poner en la vida. Porque si no hay amor, no hay detalles, no hay finura, verdadera correspondencia a ese amor encendido de Dios por nosotros. Porque, no lo olvidemos, al amor sólo se le responde de una forma: amando.

2.- «Misericordia, Dios mío, por tu bondad…» (Sal 50, 3) El canto interleccional de hoy es una de las páginas más bellas y emotivas que han brotado del corazón arrepentido del hombre. El rey David ha cometido un terrible pecado: Ha hecho matar a Urías, su fiel soldado, para apoderarse de su esposa, la hermosa Betsabé. Cegado por la pasión, no veía la maldad de su crimen Y cuando Natán el profeta quita la venda de sus ojos, el rey de Israel, que a pesar de todo era noble y bueno, comprende horrorizado el mal que ha cometido y exclama lacónico y compungido: He pecado contra Dios.

Luego compone este famoso salmo llamado «Miserere», con el que reconoce su pecado suplicando, humilde y profundamente apenado, el perdón divino: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu».

Es una oración para que también nosotros la recitemos desde lo más íntimo de nuestro corazón. Ojalá comprendamos, ahondemos, como David, en nuestra personal miseria. Ojalá digamos a Dios que se apiade de nosotros y nos perdone, que tenga compasión de esta nuestra mezquindad.

«Devuélveme la alegría de tu salvación…» (Sal 50, 14) Quien ha probado el gozo de la amistad divina, el que ha sentido su inefable cercanía, ése podrá comprender el desconsuelo del rey pecador. Cuando se ha tenido a Dios como fuerza y como apoyo, como luz y como salvación, el perderlo es lo más doloroso que puede ocurrir, lo más triste. El optimismo se cambia entonces en desesperación y desaliento, el gozo en llanto, la paz en terrible zozobra.

Te lo pedimos, Señor. Concédenos el sentir hondamente la desdicha de haberte ofendido, o al menos permítenos saberlo de tal forma que ese mero conocimiento nos aparte del pecado, nos haga volver hacia ti con el corazón partido, y te digamos con David esas palabras tan llenas de dolor de amor. «Devuélveme la alegría de tu salvación, afianzándome con espíritu generoso. Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti. Los sacrificios no te satisfacen. Si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias».

3.- «Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer» (Hb 5,8) Jesús era el Hijo de Dios. Él no tenía que someterse a esa ley que es ley de vida, la del sufrimiento. Él estaba libre de todo pecado que purgar. Él es la inocencia misma. Y sin embargo se somete al dolor y a la muerte. Acepta hasta las últimas consecuencias el hecho de haberse encarnado.

Años de trabajo constante y agotador, sumergido en el anonimato de un oficio sencillo y humilde, duro y fatigoso. Años de penas y de alegrías, en el monótono transcurso de una vida ordinaria. Y luego el ir y venir de tantas correrías por tierras de Palestina, predicando el difícil mensaje de la renuncia y el olvido de sí mismo, hablando de entrega generosa y desinteresada a los demás, la necesidad de amar a todos hasta el heroísmo. Y por fin la pasión, la traición del amigo, la ingratitud del pueblo amado, la negación del elegido como propio vicario, el abandono de sus hombres de confianza. La cruz y los clavos rajando sus manos y pies ante la mirada dolorida de su madre. Si Jesús, a pesar de ser el Hijo, pasa por todo eso, cómo nos extrañamos que también nosotros pasemos en nuestro caminar terreno por el sendero del Calvario.

«Y llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna» (Hb 5, 9) El sacrificio de Cristo se consumó. En su caso no ocurrió como en el de Isaac. Abrahán cuando está a punto de sacrificar a su hijo, es detenido por el ángel de Dios. Con Cristo no sucede lo mismo y sus verdugos no son detenidos en el momento de azotarle hasta dejarlo medio muerto, ni se les impide clavar el cuerpo desnudo y exhausto de Cristo en el árbol de la Cruz.

Un desenlace trágico para la más bella historia que un día comenzó en Belén. Pero aquello no era el fin, aunque muchos pensaron que sí lo era. En realidad no era más que el comienzo. Sí, es entonces cuando se restablece realmente la amistad entre Dios y los hombres, cuando se inicia la redención de la pobre Humanidad.

4.- «Entre los que habían venido a celebrar la fiesta…» (Jn 12, 20) El Evangelio de hoy nos acerca al momento crucial en el que Jesús subió al patíbulo de la Cruz, para vencer con su vida a la muerte, para dar vida a los que estábamos muertos para Dios. Como los griegos de esta página evangélica, digamos también nosotros: Queremos ver a Jesús. Pero, mejor que a los apóstoles, vayamos a Santa María para manifestarle nuestro deseo de conocer más y mejor a nuestro Redentor, acerquémonos además a la Iglesia, pues en ella quiso Jesús mostrarse a los hombres como signo de salvación.

Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre; es decir, ha llegado el momento crucial en el que el Hijo de Dios hecho hombre llegue al culmen de su gloria, a la suprema victoria sobre las fuerzas del mal. Pero antes era precisa su inmolación, la sumisión humilde y serena a los planes divinos. Antes de la floración de las granadas espigas era necesario que la siembra se realizara; era preciso que el grano de trigo cayera en tierra y se transformara lenta y ocultamente entre los surcos. Con estas imágenes Jesús nos traza todo un programa de vida; ocultarse y desaparecer, perder la vida para ganarla, quemarnos en silencio para ser luz y calor de este nuestro mundo tan oscuro y tan frío.

«El que quiera servirme que me siga y donde esté yo, allí estará también mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará». Jesús nos abre un camino, sus palabras indican con claridad y con fuerza un itinerario a seguir, si realmente queremos alcanzar el glorioso destino para el que hemos sido creados. Una senda escarpada en ocasiones, pero que nos conduce con seguridad a las más bellas cumbres que el hombre no puede ni soñar.

Ante el recuerdo de lo que le espera en la Pasión, el Señor manifiesta sus íntimos temores, se agita interiormente. Agitación que cuando se acerque aún más la hora de la inmolación se convertirá en angustias de muerte, en sudor de sangre. Su naturaleza humana se resiente, lo mismo que se resiente la nuestra bajo el peso de la aflicción y del dolor. Porque aceptar la Cruz no supone vernos libres del sufrimiento que ella comporta, aunque es cierto que esa aceptación conlleva la serenidad y la reciedumbre, necesarias para llegar hasta el sacrificio supremo.

Como un rey vencedor es elevado sobre su propio escudo, así subió Jesús a la cruz convirtiéndola en trono de gloria. Desde entonces, elevado sobre la tierra, clavado en el madero, es foco de atracción para todos los hombres. Los que queremos seguirle y levantarlo en alto, para mostrarlo como en un elevado ostensorio, ante todos los hombres del mundo, hemos de «cristificar» nuestras vidas para que donde quiera que estemos, con nuestra entrega callada y gozosa, Cristo sea claramente manifestado como poderoso faro de atracción salvadora.

Antonio García Moreno

Comentario – Sábado IV de Cuaresma

Los discursos pronunciados por Jesús en la explanada del Templo de Jerusalén provocaron una gran diversidad de opiniones sobre su persona. Unos decían: Éste es de verdad el profeta. Otros: Éste es el Mesías. Pero su supuesto origen galileo –Jesús era conocido como ‘el Nazareno’, aunque había nacido en Belén de Judá, de familia davídica-, generaba dificultades: ¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? ¿No dice la Escritura que vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David? Así era, en efecto; pero el criado y crecido en Galilea había nacido realmente en el lugar profetizado, en Belén de Judá. Tras el debate, vino la discordia. Algunos querían prenderlo –nos informa el evangelista-; de hecho, los sumos sacerdotes ya habían dado orden de arresto, pero esta orden no se ejecutó. Los guardias del templo habían acudido a sus jefes con las manos vacías. Y a la pregunta de sus superiores: ¿Por qué no lo habéis traído?, ellos responden: Jamás ha hablado nadie así. Se han sentido desarmados por sus palabras.

Los fariseos reaccionan ante la pasividad de los guardias y les acusan de haberse dejado embaucar por un discurso engañoso. Y tratan de desprestigiarle: ningún jefe o fariseo, es decir, ningún hombre de valía reconocida ha creído en él; sólo se ha ganado la confianza de esa gente ‘despreciable’ que no entienden de la ley y que, por lo mismo, merecen ser considerados unos «malditos». Pero esto no era del todo cierto; también había fariseos que se habían dejado tocar por el mensaje de Jesús. Era el caso de Nicodemo, el que había ido en otro tiempo a visitarlo de incógnito y que ahora habla en su defensa: ¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho? La ley no lo permitía, pero ellos, tan legalistas, están dispuestos a ignorar la ley cuando las circunstancias lo exijan. Por eso, a la propuesta de Nicodemo, reaccionan malhumorados con argumentos ad hominem¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas? Aunque con sus acciones y palabras Jesús pueda acreditarse como profeta, ellos nunca aceptarán esta posibilidad, porque sus numerosos prejuicios se lo impiden. La Galilea de los gentiles es una tierra que no puede dar profetas; y Jesús viene de esa región.

Siempre podremos encontrar motivos para no abrir nuestro corazón a Dios y a su profeta. Nuestra mente puede estar sembrada de prejuicios que lo impidan: prejuicios filosóficos, científicos, experienciales. Es verdad que para los que hemos nacido en el seno de una tradición creyente y cristiana, las creencias educacionales pueden ejercer de prejuicios favorables, si es que no hemos reaccionado a esa educación como una imposición intolerable contra la que luchamos denodadamente para librarnos de ella; pero también puede formar parte de nuestra educación esa filosofía de la sospecha que lo cuestiona todo o esa mentalidad cientifista que no admite otra vía de conocimiento que la proporcionada por el método empírico y que lleva a rechazar todo dato que no pase por este crisol. Las mismas experiencias decepcionantes de la vida pueden sumarse a este escepticismo que nos hace desconfiar de todo testimonio y de toda promesa u oferta de salvación. Sólo la apertura de la mente y del corazón hace posible el acercamiento a esta realidad cuyo fondo resulta inalcanzable para la ciencia y la razón humanas por mucho margen de progreso que se las reconozca.

Jesucristo nos pide el obsequio de nuestra fe. ¿Seremos capaces de dárselo? Él ha venido de parte del Padre como su enviado e Hijo, como su Hijo amado. Éste es su coherente testimonio, mantenido hasta el final de su corta existencia. ¿Creeremos en él? Todavía es tiempo de conversión. Todavía estamos a tiempo.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Comentario – Sábado IV de Cuaresma

(Jn 7, 40-53)

En este texto vemos hasta dónde pueden llegar los prejuicios sociales. Algunos no podían aceptar que Jesús fuera el Mesías, y otros ni siquiera lo aceptaban como un profeta sólo porque venía de Galilea.

Pero esto también nos muestra cómo Dios se identifica con los despreciados de la tierra, con los ignorados y excluidos.

Por otra parte, este texto nos hace ver que eran los sumos sacerdotes y los fariseos, las autoridades religiosas, los que rechazaban a Jesús. No era el pueblo el que despreciaba la enseñanza de Jesús, porque ese pueblo sencillo se quedaba admirado escuchándolo. Por eso las autoridades judías tratan a la gente sencilla de ignorantes y malditos, y hacen notar que ninguno de los notables creía en Jesús.

Esto nos invita también hoy a valorar la fe del pueblo sencillo, que está aferrado a pocas cosas de este mundo y por eso puede abrir el corazón espontáneamente a Dios y saber que necesita de su fuerza salvadora.

Más allá de su formación doctrinal, el pueblo simple confía más en Dios que en los poderes humanos, en los títulos, en los honores sociales, y en medio de sus angustias levanta los ojos en silencio.

Porque cuando alguien tiene dónde sostenerse, tiene algún poder humano que lo hace sentir seguro y apoyado, su relación con Dios tiende a ser sólo una parte secundaria de su vida, al corazón le cuesta apoyarse sinceramente en Dios y sólo en él, le cuesta más descubrir que lo necesita y que sin él no es nada. Pero el pueblo simple y pobre, con menos conocimientos, con un pobre lenguaje teológico, con muchas carencias, no necesita ser motivado para buscar a Dios, porque sabe profundamente que lo necesita. Más allá de su escasa participación en el culto dominical, toda su vida está marcada por una búsqueda de Dios que no es forzada ni superficial, sino que brota de un corazón abierto.

Oración:

“Señor, dame la gracia de ser parte de esos corazones sencillos que alegran tu corazón, porque el Padre oculta las cosas más profundas a los sabios y entendidos y las revela a los pequeños».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Gaudium et Spes – Documentos Vaticano II

Cambios psicológicos, morales y religiosos

7. El cambio de mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a discusión las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre jóvenes, cuya impaciencia e incluso a veces angustia, les lleva a rebelarse. Conscientes de su propia función en la vida social, desean participar rápidamente en ella. Por lo cual no rara vez los padres y los educadores experimentan dificultades cada día mayores en el cumplimiento de sus tareas.

Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y aun en las mismas normas reguladoras de éste.

Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino. Por otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos.

Opción por la realidad de este mundo

1. Para ser creyente en el Dios de la salvación es necesario asumir previamente la angustia y limitación de la existencia humana. El hombre satisfecho de si mismo, conformista con la realidad dada, limitado en sus aspiraciones, está como bloqueado psicológica y socialmente para abrirse al ofrecimiento de la salvación.

El ateísmo moderno ha visto con toda claridad el planteamiento de este problema y su primera proclama ha sido necesariamente una invitación a desalojar del proyecto humano todo lo que de una u otra manera pudiere entrañar una elevación del vuelo de las aspiraciones y vigorosas tendencias más allá de lo simplemente dado por la vida temporal del hombre y del mundo.

El “contentarse” con lo que se es o la pretendida “fidelidad” a la tierra son llamamientos inexorables para dar al ateísmo una cierta base. así las cosas, este “contentarse” con lo dado o con esta “fidelidad” a lo real de este mundo, podría traducirse de inmediato ––al menos como tentación–– en una angustia desesperanzada y en la afirmación de que la vida humana no sólo carece de sentido, sino que radicalmente es un contrasentido. Y no han faltado voces que de esta manera hayan definido nuestra realidad, aunque otras, tal vez menos profundas o menos clarividentes, hayan preferido lanzar al hombre hacia un futuro glorioso, que si en teoría podía salvar del desastre la historia de los hombres, en modo alguno justifica y explica la biografía limitada de cada cual antes del pretendido amanecer de ese futuro genérico y cronológicamente imprecisado.

2. El creyente en Jesús se reafirma en otra opción muy distinta, por un lado, y muy igual por otro. Es, ante todo, una opción por la realidad de este mundo y de su vida. Una opción que asume la tremenda contradicción que rompe en dos el hombre. se declara insatisfecho y angustioso, inquieto y lacerado. Asume la realidad tal cual es, con sus límites, con sus contradicciones, con sus fracasos, con su incomunicación; en definitiva, con su pecado y con su muerte.

Si algo no cabe decir del verdadero creyente es que se evada de la realidad de la vida. Es, antes que nada, un realista. Para ello se inspira en Jesús de Nazaret.

El evangelio de Juan, evocado en la tercera lectura de este domingo, preludio de la pasión, es elocuente a este respecto: Jesús no es un superhombre como se habían imaginado los griegos piadosos venidos al templo de Jerusalén. El grano tiene que morir en el surco, si no queda infecundo, Y ante esta muerte Jesús se turba y tiene miedo. La angustia de la oración en el huerto de los olivos le hace preguntarse si no debería pedir al Padre que le librase de semejante trance: “Mi alma esta agitada, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta hora”.

Ante el desenlace trágico de la muerte que ya le ronda en la intriga de sus enemigos, Jesús, como cualquiera de nosotros, experimenta la angustia realísima del perder la vida. Jesús sabe que la encarnación tendrá sentido si soporta la “hora”, si bebe “el cáliz”. La carta a los Hebreos, remacha en este clavo con unas expresiones impresionantes: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas presento oraciones y suplicas al que podía salvarle de la muerte…”

Cristo gritó a su Padre y el texto dice que fue “escuchado”. Y fue escuchado cuando llego el momento de la resurrección. Únicamente cuando el Hijo haya sido llevado a “la consumación” podrá brillare la luz del amor ya oculta en todo sufrimiento. Así es el creyente autentico. Fiel a la vida, realista ––que no evasionista–– ante sus problemas.

3. Pero se trata de una fidelidad total, integral, plena. No es la del creyente una fidelidad de “contentarse” con lo dado, sino de perseguir todo lo que le es ofrecido y, por ofrecido radicalmente, radicalmente postulado desde las profundidades más íntimas de su realidad humana. Su voluntad de realismo le lleva a sumir la insatisfacción de esta existencia y la aspiración a una existencia más cabal. Tiende hacia su futuro glorioso, pero no solo de la historia humana, sino de la biografía concreta de si mismo y de todos los demás compañeros de la jornada en el mundo.

El cristiano, por realista, cree y espera en el don de la glorificación. Igual que Cristo. “Ha llegado la hora de que sea glorificado el hijo del hombre”. Para el creyente, el problema no es “contentarse” con lo dado, sino superar lo tenido para abrirse a la salvación de Dios, en la que el hombre verá su realidad liberada de lo que ahora, en el tiempo, la mortifica y contradice. El creyente va tras esa liberación nueva, original, absoluta, que el profeta Jeremías anticipa como superior a la liberación que el pueblo de Israel experimentó al ser sacado de la esclavitud de los egipcios.

Antonio Díaz Tortajada

Dios no recuerda los pecados

1. – Anthony de Mello en uno de sus libros cuenta que un sacerdote estaba harto de una beata que día tras día venía a contarle las revelaciones que Dios personalmente le hacía. La buena señora entraba en comunicación directa con el cielo y recibía mensaje tras mensaje. El cura, queriendo descubrir lo que había de superstición en aquellas supuestas revelaciones, dijo a la mujer:

— Mira, la próxima vez que veas a Dios dile, para que yo esté seguro de que es El quien te habla, que te diga cuáles son mis pecados, esos que sólo yo conozco.

El cura pensó que así la mujer callaría para siempre. Pero a los pocos días apareció de nuevo la beata.

— ¿Hablaste con Dios?

— Sí.

— ¿Y te dijo mis pecados?

— Me dijo que no me los podía decir porque los había olvidado.

Al oír esta respuesta el sacerdote no pudo concluir si las apariciones eran verdaderas o eran falsas. Pero descubrió que la teología de aquella buena mujer era buena y profunda; porque la verdad es que Dios no sólo perdona los pecados de los hombres, sino que una vez perdonados los olvida, es decir los perdona del todo.

2.- Viene esto a cuento de la conclusión con la que termina la primera lectura del profeta Jeremías que dice que el Señor perdona los crímenes del pueblo y «no recuerda sus pecados». Dios oye las súplicas del pecador arrepentido que pide en el salmo 50 le conceda «un corazón nuevo». Hemos de confiar siempre en la misericordia y la bondad de Dios que es compasivo y borra nuestras culpas. Muchas personas cargan toda su vida con un fardo pesado, creyendo que hay que aplacar la ira de Dios por el pecado cometido. Recuerdo una escena de la película «La Misión» cuando el ex capitán Mendoza sube a lo más alto de la catarata con toda su armadura, hasta que viéndole extenuado el P. Gabriel le corta sus amarras. ¿Cuál es la muestra de arrepentimiento que Dios espera de nosotros? Que sepamos negarnos a nosotros mismo, es decir morir a nosotros mismos, a nuestro egoísmo, como el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar vida. Así se cumple aquello de que «el que pierde su vida por mí, la encontrará».

3. – Jesús, llegada su hora, demostró que aceptaba cumplir la voluntad de Dios. Hacer la voluntad de Dios significa «hacer lo que agrada a Dios, hacer lo que Dios desea» No se trata de obedecer una ley abstracta e impersonal, sino de vivir las consecuencias de una relación personal con Dios como la que tenía Jesús con el Padre. En efecto, cuando amamos a alguien buscamos espontáneamente hacer lo que le agrada, actuar en pos de su felicidad. Pero, al mismo tiempo, si Dios nos ama, su felicidad es que nosotros descubramos la vida en plenitud, que seamos felices, no una felicidad superficial, sino la que experimenta el ser humano que se convierte en el hombre que está llamado a ser. Respetando nuestra libertad, Dios nos invita a realizar plenamente el ser que somos, desarrollando todos los dones depositados en nosotros. Su designio no es una cadena que suprima nuestra libertad sino una llamada a utilizarla plenamente para ser cada vez más capaces, a imagen suya, de amar y servir. Jesús, el hombre más libre que podemos imaginarnos, hizo la voluntad de Padre, «aprendió sufriendo a obedecer» (Carta a los Hebreos). Hay personas que al rezar el Padrenuestro dicen con vacilación «hágase tu voluntad», como si se tratase de algo difícil de cumplir o algo malo que nos va a suceder. No han llegado a darse cuenta que todo es para nuestro bien, es un Dios que está a favor nuestro, cuya voluntad es nuestra felicidad, aunque tengamos que morir a nosotros mismos. La voluntad de Dios para nuestro mundo es que se haga realidad el Reino de Dios, un reino donde haya justicia, misericordia y perdón como condimentos para que estalle la paz. Todos somos corresponsables de que la voluntad de Dios para nuestro mundo comience aquí y ahora…

4. -Jesús nos propone negarnos a nosotros mismos, aborrecernos en este mundo para guardarnos para la vida eterna. Es decir, adquirir la libertad interior que nos permita servirle a El. ¿Qué es servir a Cristo? simplemente… seguirle. San Agustín, comentando este texto nos dice que sirven a Cristo los que no buscan sus propios intereses, sino los de Jesucristo. Quien dice que permanece en Cristo debe caminar como El caminó. Para servir a Cristo hay que hacer sus mismos servicios: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, hospedar al forastero, visitar al enfermo y al que está en la cárcel. Y ésta es una tarea que podemos realizar todos, no solo a los obispos o sacerdotes. Y a quien sirva a Cristo de este modo, concluye San Agustín, «el Padre le honrará con el extraordinario honor de estar con su Hijo y su felicidad será inagotable» (Comentarios al evangelio de San Juan 51, 9-13)

José María Martín, OSA