Comentario – Domingo II de Pascua

Pascua es tiempo de paso, pero un paso que deja huella. En la Pascua cristiana, el que pasa es el Señor resucitado; y pasa «apareciéndose» a quienes determinó aparecerse, a quienes habían sido testigos de su muerte y lo serán también de su resurrección.

El evangelio de hoy se detiene en algunos aspectos de esta aparición. En primer lugar, en la situación física y emocional en que se encuentran los discípulos destinatarios de la aparición: encerrados en una casa y atemorizados. Era el miedo, como sucede tantas veces, el que les tenía en esa situación de encerramiento y paralización: miedo a sufrir la misma suerte que su maestro; miedo a la persecución, a la tortura y a la muerte. Tal es su situación anímica. Están atenazados por el miedo, un miedo que no les deja salir a la calle.

En esto entró Jesús, poniéndose en medio de ellos. Y les enseñó las manos y el costado. ¿Por qué las manos y el costado? Porque ahí, en las manos y el costado, estaban las señales identificativas de la crucifixión, las llagas de los clavos y de la lanza, las credenciales de su identidad: ni era un fantasma, ni era «otro», sino el mismo que antes habían visto morir en la cruz, el mismo, aunque en modo distinto, el mismo, aunque glorioso, resucitado, pero el mismo con sus cicatrices.

Esta entrada en escena de Jesús, vivo después de muerto, cambia totalmente la situación y el ánimo de aquellos discípulos atemorizados, que pasan casi al instante del temor a la alegría. Bastó una simple visión del que había sido objeto de sus expectativas de liberación antes de ser la causa de su decepción para que todo empezara a cambiar.

Con su visión del Resucitado, sus expectativas destrozadas pasaban a ser esperanzas rehechas desde la nueva vida que se les descubría de improviso en el cuerpo glorioso de su Señor. Y en la entraña de semejante descubrimiento empieza a germinar la planta de la misión. Había que anunciar al mundo la nueva vida que se dejaba ver en el Resucitado. Con él llega el Espíritu Santo y los poderes que le estaban asociados; sobre todo, el poder de perdonar pecados, un poder que no tiene otro objetivo que el de acabar con el imperio del mal.

Pero el grupo de los discípulos no estaba completo; faltaba uno de los Doce, Tomás el Mellizo, el que días antes había dado muestras de audacia y valentía, invitando a sus compañeros a compartir la suerte de su maestro, cuando éste había manifestado su intención de marchar a Jerusalén, la ciudad que mata a los profetas: Vamos también nosotros y muramos con él. Tomás no cree en el testimonio de los demás discípulos, aun siendo un testimonio unánime, colectivo y sin fisuras: Hemos visto al Señor –le dicen-.

Pero Tomás necesita mucho más que un simple testimonio para creer en un suceso como el que se le anuncia: la vuelta a la vida de un muerto. Tomás necesita ver por sí mismo, más aún, necesita tocar. Era la necesidad de acumular testigos sensoriales. El tacto vendría en auxilio de la vista, aportándole una firmeza mayor. Y es que la experiencia de la muerte es tan imponente que no parece dejar espacio al resurgir de la vida. Nosotros mismos manifestamos muchas veces nuestras dudas al respecto. La muerte se nos impone con tal fuerza que nos parece imposible poder escapar de ella una vez apresados.

Las resistencias de Tomás, por tanto, no nos son extrañas, ni ajenas; al contrario, nos parecen muy razonables y justificadas. Se le pide un acto de fe en algo que desafía a la experiencia de desintegración de todo organismo corporal; se le pide un acto de fe que va a condicionar enteramente su vida.

Y Jesús, que comprende la resistencia de Tomás –hombre orgulloso y consciente de su propia dignidad-, condesciende con sus exigencias, se doblega a sus condiciones (si no veo… si no meto) y le dice: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. La respuesta del incrédulo es significativa: Señor mío y Dios mío.

Ante la actitud de Jesús, Tomás ha quedado desarmado y sin recursos. No le queda sino arrodillarse y hacer una solemne profesión de fe: tan sincera como clamorosa, tan contundente como hermosa. Tomás confiesa al Aparecido que le muestra las señales de la crucifixión su Señor y su Dios, que es mucho más que reconocerle Resucitado, vivo, tras haber pasado por la muerte. Pero el que tiene poder sobre la muerte ha de ser necesariamente su Señor y su Dios, pues no hay nada más poderoso que la muerte en este mundo. Por tanto, el que es capaz de escapar definitivamente de la muerte tiene que ser más poderoso que ella; ha de ser su Señor.

Y no seas incrédulo, sino creyente. La recomendación de Jesús a Tomás vale para todos nosotros. Tomás creyó después de haber visto y tocado un cuerpo vivo que antes estuvo muerto y sepultado; creyó en la vida resucitada, porque la palpó allí donde antes sólo había muerte; creyó en el poder de Dios porque pudo ver sus efectos saludables en el cuerpo cadavérico de un difunto.

Pues bien, este incrédulo que había transitado hacia la fe por razón de lo que se le permitió ver y tocar, pudo oír de labios del Resucitado: Dichosos los que crean sin haber vistoDichosos, porque la fe es posesión (aunque en esperanza) y, por tanto, dicha; y dichosos porque no han necesitado pruebas como las exigidas por Tomás, que revelan siempre el sufrimiento o la tortura interior del desconfiado (porque no se fía del testimonio de otros), del decepcionado (de la vida, de la Iglesia, de la política, de la fe que tuvo y ya no tiene, etc.), del incrédulo. Y el incrédulo suele ser alguien que no cree, pero que desearía creer, que desearía creer que hay Dios, y que es providente, bueno y poderoso, más poderoso que todos esos poderes que amenazan al hombre; lo desearía, pero no encuentra razones suficientes para ello.

Jesús declara dichosos a los que sí han encontrado tales razones, o a los que no necesitan más pruebas, porque les basta con las que les han ofrecido; a los que no piden más signos, porque los signos que les han sido dados son suficientes. No es que tengamos que ser crédulos o ingenuos, aceptando cualquier testimonio llegado de fuera; hay que sopesar las razones; hay que valorar los motivos de credibilidad; pero, una vez hechas estas valoraciones, hemos de ser generosos y dar el salto de la fe, que es confianza en el testimonio revelado y abandono en Dios, sin garantías absolutas, sin exigencias desmedidas, sin pretensiones imposibles, con esa humildad que es simplemente conciencia de nuestra condición terrena y creatural, de nuestra pequeñez en la inmensidad del universo.

Sólo así, fundados en la fe, hallaremos la paz y la alegría; y eso nos permitirá vivir con una confianza radical en lo que nos rodea y nos funda, en la bondad de las cosas, en el amor que da origen a la vida, en la vida que vence a la muerte, en la presencia de aquel que encarna el amor y la vida, el Cristo encarnado y glorioso.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística