Comentario – La Ascensión del Señor

Con la ascensión a los cielos concluye Jesús su etapa terrena, su presencia visible en el tiempo. A partir de entonces serán otros los que asuman su protagonismo en la acción histórica: el Espíritu Santo y los bautizados por el Espíritu Santo; el Espíritu Santo y los apóstoles. Luego la Ascensión marca la frontera entre una etapa que se cierra (la de Jesús en el mundo) y otra que se abre (la de sus discípulos). Con ella se inicia el momento histórico de la Iglesia, el momento de los apóstoles del Resucitado, nuestro momento como testigos.

Por eso, aparecen tan ligados el tiempo de la ascensión y el del envío: la ausencia histórica y visible de Cristo coincide con la presencia efectiva de sus enviados, esos que salen por el mundo para anunciar el evangelio. Hablo de ausencia histórica y visible del Señor, porque su ascensión o vuelta al Padre no significa ausencia en todos los sentidos. Cristo sigue presente. Él mismo nos lo hace saber: Yo mismo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Sin embargo, ya no estará entre nosotros como un personaje de nuestro mundo, sino de otra manera, quizá más íntima y menos limitada, pero también más misteriosa, mediada por sus sacramentos y sus representantes. Precisamente por no estar sujeto a límites de espacio y tiempo, podrá estar no sólo entre nosotros, sino también dentro de nosotros, que es un estar más misterioso, pero a la vez más hondo y efectivo; y además con el poder pleno que le da su condición de ascendido al lugar que le corresponde en cuanto Hijo, la derecha del Padrepor encima de todo principado, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, teniéndolo todo bajo sus pies. Este mismo poder es el que concederá a sus apóstoles para que hagan lo que les corresponde hacer en cuanto enviados, para que hagan cristianos.

Hacer cristianos es la tarea que se encomienda a sus enviados, tanto al Espíritu Santo, que actúa desde dentro y por dentro, como a los apóstoles, que actúan desde fuera con dos acciones fundamentales: bautizando y enseñando, enseñando y bautizando. Tal es su modo de hacer cristianos y, por tanto, Iglesia. Tanto bautizar como enseñar requiere de testigos que actúen con la fuerza del Espíritu: Espíritu y ungidos del Espíritu. En esta conjunción de fuerzas se lleva a cabo esta tarea que consiste en completar lo que inició Jesús, su misión salvífica.

Luego la ascensión de Jesús nos está diciendo que ha llegado nuestra hora, la hora del relevo, la hora de tomar el testigo que él deposita en nuestras manos para continuar su labor con la fuerza de su Espíritu hasta el final. Se trata de la encomienda de Jesús resucitado a sus apóstoles. A ellos es a quienes da esta consigna: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.

En este imperativo se encuentra resumida la misión de la Iglesia, conformada en este momento histórico por los Once. Jesús, que había salido para proclamar el evangelio del Reino y que ahora ha pasado a otra dimensión, les pide a sus discípulos más directos que prolonguen su misión en el mundo, que es esencialmente la de seguir anunciando la llegada del Reino, pero al mismo tiempo amplía los límites de esta misión extendiéndola al mundo entero. Si esto es así, no podrán darla por finalizada hasta alcanzar estos límites.

Jesucristo manifiesta, pues, su voluntad de llevar este mensaje a todos los hombres sin distinción, al mundo entero. Para que esto se haga realidad, aquellos mensajeros tendrán que ponerse en camino, pero como no les bastará para llevar a cabo esta tarea con una vida, tendrán que establecer sucesores que continúen su labor en la historia. Esto explica la existencia de los obispos como sucesores de los apóstoles y la obra inmensa protagonizada por algunos misioneros como san Pablo.

Y si el empeño de Jesús es que este anuncio llegue a todos los hombres, será porque concede mucha importancia a este conocimiento como vía de salvación. Ello confiere una gran relevancia a las palabras que siguen: El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. La salvación se hace depender de la fe, y la fe va ligada a un acto de adhesión y compromiso que es el bautismo. Bautizarse es recibir el agua bautismal que significa la vida naciente y la limpieza proporcionadas por el Espíritu; pero semejante recepción debe ir precedida de un profundo acto de fe, que es al mismo tiempo acto de adhesión y compromiso. Se trata, pues, de una fe comprometida, que quiere ser coherente con un determinado estilo de vida.

Todo ello permite afirmar: el que crea el mensaje que se le anuncia (el evangelio del Reino) y asuma y mantenga los compromisos bautismales hasta el final de sus días, se salvará. Pero esta sentencia tiene también su reverso: el que se resista a creer, será condenado. La condena no recae sin más en los que no creen, sino en los que se resisten a creer. Tiene que haber resistencia, obstinación, contumacia, culpables. Porque si tal resistencia se debiese a otros factores ambientales o educacionales que pudieran eximir de culpa a la persona en cuestión, habría que dejar abierta la puerta de la salvación para ella, aun pareciendo cerrada la puerta de su fe. ¿Cómo no admitir esta posibilidad teniendo por juez al que, colgado en la cruz, pidió el perdón para sus enemigos: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen?

Les excusa en razón de su parcial ignorancia. Es verdad que Jesús no incorpora estas disquisiciones propias de teólogos y moralistas; al menos no han quedado reflejadas en el evangelio. Pero de lo que sí tenemos constancia es de sus actuaciones, inspiradas en la misericordia, y de su enseñanza lineal. No sabemos qué grado de resistencia merecerá; pero tendrá que ser un tipo de resistencia que rechace con desprecio la salvación que se le ofrece, consciente de la gravedad del acto. Jesús se encontró de hecho con la incredulidad real de los fariseos y con la pública condena de los miembros del Sanedrín.

Hoy nos encontramos con la incredulidad difusa y resistente propia de una mentalidad positivista muy difundida en nuestra sociedad. ¿Será suficiente esta resistencia generalizada para merecer la condena o será preciso una resistencia más personalizada y endurecida por el odio? ¿Es posible mantener esta resistencia hasta el final si no media una cierta ignorancia o la convicción de estar solos ante la muerte sin la posibilidad de recurrir a Dios dado que se le cree inexistente? Pero ¿puede mantenerse esta convicción sin dudas?

Muchas preguntas para pocas respuestas. Sin embargo, la frase de Jesús sigue resonando en el aire como una advertencia: la advertencia de aquel que ha dado la vida para proporcionarnos el acceso a la salvación. La condena es sólo privación de salvación o de Dios. Y hay quienes de facto desean vivir sin Dios, aunque quizá sin un Dios que, por los motivos que sea, se les hace odioso o poco amable, siendo así que el Dios verdadero es objetivamente el supremamente amable, puesto que es el Bien sumo.

Nuestro destino –aquel al que estamos llamados-, como el de nuestro ejemplar glorioso, es una ascensión. Por eso, dado que nuestra meta está en la cumbre, nuestro camino tiene que ser también un continuo ascender. Y para lograrlo tenemos que poner todas nuestras energías al servicio de este objetivo. Se requiere, pues, concentración y esfuerzo. Y cuanto más cerca nos veamos del final más estimulados y esperanzados hemos de sentirnos por llegar.

Ascender es algo que nos es connatural. Nosotros mismos somos el último eslabón de una cadena evolutiva. Es muy posible que nuestro deseo de ascender esconda ambición terrena; pero tras esta ambición puede ocultarse un profundo anhelo de ser más, de ser lo que estamos llamados a ser, de ser semejantes a ese Dios a cuya imagen hemos sido creados. Y nuestro Ejemplar –como nos recuerda san Ireneo- no es otro que el Hijo de Dios encarnado y glorioso.

Dios nos ha creado y redimido para alcanzar esa altura sobrehumana, la misma a la que ha sido elevado el Ascendido y Entronizado a la derecha del Padre. Pero para ascender hay que crecer más allá incluso de nuestra propia estatura natural, a la medida de Cristo en su plenitud. Y para ello disponemos no sólo de nuestras fuerzas, sino del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos y nos fue dado en Pentecostés.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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I Vísperas – La Ascensión del Señor

I VÍSPERAS

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

INVOCACIÓN INICIAL

V./ Dios mío, ven en mi auxilio
R./ Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
en soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?

Los antes bienhadados
y los ahora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de ti desposeídos,
¿a dónde volverán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura
que no les sea enojos?
Quién gustó tu dulzura.
¿Qué no tendrá por llanto y amargura?

Y a este mar turbado
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al fiero viento, airado,
estando tú encubierto?
¿Qué norte guiará la nave al puerto?

Ay, nube envidiosa
aún de este breve gozo, ¿qué te quejas?
¿Dónde vas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas! Amén.

SALMO 112: ALABADO SEA EL NOMBRE DEL SEÑOR

Ant. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre. Aleluya.

Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre:
de la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.

El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?

Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa,
como madre feliz de hijos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre. Aleluya.

SALMO 116

Ant. El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Aleluya.

Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos.

Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Aleluya.

CÁNTICO del APOCALIPSIS: HIMNO DE ADORACIÓN

Ant. Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Aleluya.

Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor, Dios omnipotente,
justos y verdaderos tus caminos,
¡oh Rey de los siglos!

¿Quién no temerá, Señor,
y glorificará tu nombre?
Porque tú solo eres santo,
porque vendrán todas las naciones
y se postrarán en tu acatamiento,
porque tus juicios se hicieron manifiestos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Aleluya.

LECTURA: Ef 2, 4-6

Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo —por pura gracia estáis salvados—, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él.

RESPONSORIO BREVE

R/ Dios asciende entre aclamaciones. Aleluya, aleluya.
V/ Dios asciende entre aclamaciones. Aleluya, aleluya.

R/ El Señor, al son de trompetas.
V/ Aleluya, aleluya.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Dios asciende entre aclamaciones. Aleluya, aleluya.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Padre, he manifestado tu nombre a los hombres que me diste; ahora te ruego por ellos, no por el mundo, porque yo voy a ti. Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Padre, he manifestado tu nombre a los hombres que me diste; ahora te ruego por ellos, no por el mundo, porque yo voy a ti. Aleluya.

PRECES

Aclamemos, alegres, a Jesucristo, que se ha sentado hoy a la derecha del Padre, y digámosle:

Tú eres el Rey de la gloria, Cristo

Oh Rey de la gloria, que has querido glorificar por en tu cuerpo la pequeñez de nuestra carne, elevándola hasta las alturas del cielo,
— purifícanos de toda mancha y devuélvenos nuestra antigua dignidad.

Tú que por el camino del amor descendiste hasta nosotros,
— haz que nosotros, por el mismo camino, ascendemos hasta ti.

Tú que prometiste atraer a todos hacia ti,
— no permitas que ninguno de nosotros viva alejado de tu cuerpo.

Que con nuestro corazón y nuestro deseo vivamos ya en el cielo,
— donde ha sido glorificada tu humanidad, semejante a la nuestra.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Ya que te esperamos como Dios, Juez de todos los hombres,
— haz que un día podamos contemplarte misericordioso en tu majestad, junto con nuestros hermanos difuntos.

Con la misma confianza que tienen los hijos con sus padres, acudamos nosotros a nuestro Dios, diciéndole:
Padre nuestro…

ORACION

Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado VI de Pascua

1.-Oración Introductoria.

Señor, hoy vengo a la oración a pedirte una cosa sencilla: que debo pedir con fe, y que esta fe   no la debo dar nunca por descontada. Porque puedo disminuirla, achicarla e incluso perderla. Y la mejor manera de aumentar esta fe es pedirla “en tu nombre”. Y esto significa identificar mis gustos, mis preocupaciones, mis deseos, mis inquietudes, y también mis sueños con los de Jesús. Así mi oración siempre será eficaz. Por eso, esta mañana te digo: Señor, aumenta mi fe.

2.- Lectura reposada del texto bíblico. Juan 16, 23-28

En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado. Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre.

3.- Qué dice el texto bíblico.

Meditación-reflexión

Jesús quiere que todo lo pidamos “en su nombre”. ¿Por qué? Porque quiere recordarnos que “sin Él no podemos hacer nada”. El mundo de la gracia no es otra cosa que el mundo del don, de la donación.       Es Dios el que quiere que nos veamos como puro regalo suyo. Esto debe provocar en nosotros una incesante oración de “acción de gracias” a Dios y un constante deseo de ser “un don para los demás”. Y el mayor don que Dios me puede dar es el que nos anuncia Jesús en este evangelio: “El mismo Padre os quiere”. Todo puede cambiar en mi vida si me siento querido por Dios, mi Padre, desde que me levanto hasta que me acuesto.  Son los brazos de mi Padre los que me mecen y me acunan; son sus manos, las que me acarician; son sus ojos los que me miran con ternura; es su propio corazón de Padre el que está cerca del mío. Y esto no es un sueño, una ingenuidad, un vano deseo. Todo esto es verdad. Me lo acaba de decir Jesús: EL MISMO PADRE OS AMA.

Palabra del Papa

“Después del gran descubrimiento de Jesucristo -nuestra vida, camino y verdad- entrando en el terreno de la fe, en «la tierra de la Fe», encontramos a menudo una vida oscura, dura difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo, al final, nos da una gran cosecha. Debemos aprender esto también en las noches oscuras; no olvidar que la luz está, que Dios ya está en medio de nuestras vidas y que podemos sembrar con la gran confianza de que el «sí» de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda de que Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da la confianza, es la luz porque los dolores de la siembra son el inicio de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios”, Benedicto XVI, 13 de octubre de 2011.

4.- Qué me dice hoy a mí este texto ya meditado. (Silencio)

5.-Propósito: Hoy voy a bajar de la cabeza al corazón esta gran verdad: Dios me ama. Me lo acaba de decir Jesús. 

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su palabra. Ahora yo le respondo con mi oración.

Gracias, Dios mío, por haber enviado a tu Hijo Jesús a decirme al oído esta hermosa verdad: Dios te ama. En realidad, ya no necesito más. Nadie es nada si no es amado por alguien. Pero yo lo tengo todo al ser amado por el mismo Dios. ¡Gracias, Señor!

ORACIÓN EN TIEMPO DE LA PANDEMIA

Señor Resucitado: Mora en cada uno de nuestros corazones, en cada enfermo del hospital, en todo el personal médico, en los sacerdotes, religiosos y religiosas dedicados a la pastoral de la salud, en los gobernantes de las naciones y líderes cívicos, en la familia que está en casa, en nuestros abuelos, en la gente encarcelada, afligida, oprimida y maltratada, en personas que hoy no tienen un pan para comer, en aquellos que han perdido un ser querido a causa del coronavirus u otra enfermedad. Que Cristo Resucitado nos traiga esperanza, nos fortalezca la fe, nos llene de amor y unidad, y nos conceda su paz. Amén

«Cumplimos lo que nos mandaste…»

1.- «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Es el último mensaje de Jesús en el día de la Ascensión. La Buena Noticia que el discípulo tiene que anunciar irá acompañada de estos signos: echarán demonios, hablarán lenguas nuevas, las serpientes no les harán daño, curarán enfermos. ¿Cómo se traduce esto hoy día? Me atrevo a sugerir pistas para que esta Buena Noticia se haga realidad: el mal o demonio de hoy es el egoísmo que nos atenaza, el materialismo que nos rebaja, el pasotismo que nos hace insolidarios y el indiferentismo religioso por el que nos alejamos de Dios. Las lenguas nuevas son las que sirven para el diálogo, las que nos ayudan a entendernos y a comprendernos. Las serpientes venenosas son las mentiras y trampas que nos tiende la sociedad hedonista y que sólo con la presencia de Jesucristo en nuestra vida podemos vencer. La enfermedad de nuestro tiempo es el desamor, las prisas y el pragmatismo exacerbado. Necesitamos renovar el Bautismo, reorientar nuestra vida cristiana, sentirnos de nuevo enviados por Cristo.

2.- Para poder ascender hay que descender primero. Para llegar a Dios hay que acoger al hermano. Así lo hizo Jesucristo, que se abajó para subir al Padre. El camino del cristiano tiene que ser igual que el suyo. Primero hay que estar al lado del hermano que sufre, que pasa dificultades, que está solo y abandonado. Sólo así podremos ascender. Estos días he vivido la experiencia personal de la limitación que supone no poder andar tras sufrir una fisura de tobillo en un «accidente laboral». Es curioso, me voy recuperando, pero me cuesta más bajar las escaleras que subirlas. Esto mismo puede pasarnos en la vida. Subir al monte nos ilusiona, el esfuerzo que ponemos parece que nos compensa. Es más difícil caminar por el llano. Por eso dos hombres vestidos de blanco dicen a los discípulos: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Nos está diciendo también a nosotros, discípulos del siglo XXI, que no nos quedemos contemplando, que hay que pasar a la acción, que tenemos que ser sus testigos por todo el mundo. Mira a la cruz: ves en ella un brazo vertical que se eleva hacia el cielo, pero también tiene un brazo horizontal que mira a la tierra. Si quieres seguir el ejemplo de Jesús asume la cruz, pero con los dos brazos, mirando al hermano y teniendo siempre la presencia de Dios en tu vida.

3.- San Agustín nos recuerda que la necesidad de obrar seguirá en la tierra, pero el deseo de la ascensión ha de estar en el cielo: «aquí la esperanza, allí la realidad». Hemos de poner atención a los mismos asuntos humanos. Con frecuencia se ha acusado a los cristianos de desentenderse de los asuntos de este mundo, mirando sólo hacia el cielo. No podemos vivir una fe desencarnada de la vida. La Iglesia somos todos los cristianos, luego todos debemos implicarnos más en la defensa de la vida, de la dignidad del ser humano, de la justicia y de la paz. ¿Cómo vivo yo el encargo que Jesús me hace de anunciar su Evangelio?, ¿qué estoy haciendo para que mi fe me lleve a la transformación de este mundo?, ¿cómo asumo el compromiso de la Eucaristía y la misión que cada domingo se me encomienda en la mesa del compartir? No es fácil la tarea que nos asigna el Señor. Soplan vientos contrarios a todo aquello que esté relacionado con el Evangelio. La cultura de hoy ridiculiza la fe, confunde a las personas sencillas y desorienta mediante la ceremonia de la confusión y la burla. Ahí tenemos el ejemplo del «Código da Vinci» y de otras manifestaciones «culturales de nuestro tiempo». Parece como si el cristiano hoy no pudiera hablar ni manifestarse. Sin embargo, Jesús nos pide que seamos sus testigos. No hay que temer a nada ni a nadie. Contamos con el apoyo de la gracia de Dios. Caminemos confiados hacia la esperanza del cielo porque es veraz quien ha hecho la promesa; pero vivamos de tal manera que podamos decirle con la frente bien alta: «Cumplimos lo que nos mandaste, danos lo que nos prometiste» (San Agustín, Sermón 395).

José María Martín OSA

Comentario – Sábado VI de Pascua

(Jn 16, 23-28)

Los discípulos podrán descubrir una vez más el poder y el amor de Dios cuando pidan en el nombre de Jesús y reciban lo que necesitan. En­tonces, la alegría colmará totalmente su corazón, porque reconocerán que Jesús está vivo actuando en sus vidas: «Pidan y recibirán, para que la ale­gría de ustedes sea colmada» (v. 24).

Pero Jesús quiere despertar mejor la conciencia del amor del Padre diciéndoles que no es necesario que él interceda por ellos ante el Padre. Por el sólo hecho de creer en Cristo y amarlo, los discípulos son especial­ mente amados por el Padre y el Padre está delicadamente atento a sus súplicas. El solo hecho de presentarle al Padre el nombre de Cristo, su Hijo amado, hace que el Padre no pueda resistirse a nuestras súplicas: «No digo que yo pediré por ustedes, porque el Padre mismo los ama, ya que ustedes me han amado y han creído» (v. 27).

Este texto nos muestra la relación de amor que hay entre el Padre y el Hijo, y que cuando nosotros nos dejamos amar por Dios y lo amamos, es como si nos insertáramos en esa mirada amorosa que hay del Padre al Hijo y del Hijo al Padre.

La vida espiritual es entrar en ese movimiento de amor que hay en la Trinidad, donde el Espíritu Santo es el lazo de amor. Ese mismo Espíritu de amor se derrama en nosotros y nos une a la intimidad que hay entre Jesús y el Padre Dios: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). Porque el Espíritu Santo es el que recibe del Padre y del Hijo y hace entrar en nosotros esa preciosa vida divina (Jn 16, 14-15).

Oración:

«Te doy gracias Padre por tu inmenso amor; porque entregaste a tu propio Hijo para darnos la vida. Quiero confiar en la salva­ción que me trae Jesús, dejarme tomar por su vida, y permitirle que ilumine todo mi ser y toda mi existencia para liberarla de la oscuridad y de la muerte con el poder del Espíritu Santo».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Gaudium et Spes – Documentos Vaticano II

CAPÍTULO III

LA VIDA ECONÓMICO-SOCIAL

Algunos aspectos de la vida económica

63. También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico- social.

La economía moderna, como los restantes sectores de la vida social, se caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las relaciones sociales y por la interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y pueblos, así como también por la cada vez más frecuente intervención del poder público. Por otra parte, el progreso en las técnicas de la producción y en la organización del comercio y de los servicios han convertido a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades acrecentada de la familia humana.

Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo en regiones económicamente desarrolladas, parecen garza por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu economista tanto en las naciones de economía colectivizada como en las otras. En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.

Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto entre los sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por un parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo país. Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en peligro la misma paz mundial.

Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas en la vida económico-social y un cambio de mentalidad y de costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes sobre todo a las exigencias del desarrollo económico.

En la esfera de la eternidad

1. ¿Que le dice y qué puede decirle hoy la ascensión al hombre de hoy? Para el teólogo tiene poca razón y menor sentido la pregunta. La Ascensión remata y culmina el hecho de la resurrección de Cristo. La nueva vida del Señor entra “a la diestra del Padre”. La Resurrección inaugura la nueva vida del señor Jesús; en la Ascensión, aquélla es arrebatada a las categorías del tiempo para adentrarse y situarse en la esfera de la eternidad.

La Resurrección de Jesús significó que su persona posee posibilidades de presencia entre los suyos inauditas: Se muestra a las mujeres, a los apóstoles, a los discípulos de Emaús… Por la glorificación de su cuerpo, está con nosotros y en otro ámbito, el del Padre de los cielos. Hablamos, por ello, de su Ascensión a los cielos a los cuarenta días, después de su Resurrección. Misterio éste grande, porque nos dice que el Hijo volvió al seno de la Trinidad llevando consigo su cuerpo de hombre glorificado. Pero, ¿qué puede decirle al hombre moderno esta sucesión de acontecimientos de una crónica que cada vez le parece más lejana?

2. – Por de pronto, el creyente tendrá que recuperar un dato fundamental: No se trata de meros capítulos de una crónica vieja de dos mil años. Los hechos pertenecen al misterio de dios, para el que no hay proximidad y lejanía temporales, y pertenecen a la historia de la salvación que compromete a todo hombre. La eficacia o energía de lo acontecido en el Señor Jesús se traspasa a los hombres y el mundo vive hoy en condición de Resurrección y de Ascensión.

Pero subido a los cielos, ¿ya no podemos encontrarnos con Jesús, como lo hicieron sus contemporáneos?

Sí podemos, y de mejor modo. De hecho, la Resurrección y la Ascensión significan que Jesús ya no está en un lugar concreto, como sucedía cuando su cuerpo no había sido aún glorificado.

La Ascensión tiene unas consecuencias hermosísimas: lo que era visible en el Salvador, en los años de su vida terrena, ha pasado a los sacramentos de la Iglesia.

Ser cristiano, en efecto, significa participar de la vida de Jesucristo. ¿Cómo lo haremos, si no podemos encontrarnos con Él, tras su subida a los cielos?

3. – La Ascensión del Señor expresa el destino final de la biografía humana. Se trata de un destino en el que, rescatada de sus caducidades, la vida nueva del hombre ––en seguimiento de la del Señor–– se afirma para un siempre jamás por el poder superador de Dios. Los limites no son los confines de la existencia; son, simplemente, la frontera del tiempo y de caduco más allá de los cuales la nueva vida de los resucitados en Cristo encuentran la plenitud de su vivir sin que la existencia se vea ya sometida al peligro de su desaparición.

De ahí que en la oración colecta lauda a su entrada en los cielos como una victoria y se le pida a Dios que nosotros podamos llegar donde ya está nuestra Cabeza. De hecho está conseguida esta posibilidad para nosotros de estar sentados con Jesús a la derecha del Padre. Así que es importante que Jesús subiera al cielo. Allí intercede por nosotros; desde allí nos envía el Espíritu Santo, que es su presencia entre nosotros, después de que Él subiera a los cielos.

4. Esta situación de la nueva vida del Señor más allá de toda caducidad aparece en los Evangelios y en los Hechos como una subida, como un alzamiento hacia las alturas, como una ascensión. Este sentido escatológico y misionero lo explicitan los ángeles, afirmando la realidad de la vuelta del señor, pero dejando en suspenso el día para dar paso a la misión en este mundo. De ahí que la ascensión no quede como espectáculo que despierte admiraciones, sino como una incitación que provoque dinamismos de superación. El “¿qué hacéis ahí parados mirando al cielo?” es recriminación a unos seguidores de Jesús que desearían entender su compromiso con Cristo como mero aplauso. La esperanza de la futura resurrección-ascensión tiene que traducirse en el presente de realización de la Pascua: esfuerzo para ir día a día destruyendo en el mundo de cada cual y en el mundo de las relaciones humanas cuanto hay de división y de enfrentamiento y quehacer apasionado para remodelar la existencia según el designio de dios según el “hombre nuevo”, renacido en la fuerza del Espíritu Santo

5. – ¡Oh bondad, caridad y admirable magnanimidad!, podemos cantar los cristianos. Donde esté el Señor, allí estará su servidor, su discípulo. Él ha asumido precisamente nuestra carne, glorificándola con el don de la Santa Resurrección y de la inmortalidad; la ha trasladado más arriba y la ha colocado a su derecha. Ahí está toda nuestra esperanza: En el hombre Cristo hay, en efecto, una parte de cada uno de nosotros, está nuestra carne y nuestra sangre.

Y es que el Señor no carece de ternura hasta el punto de olvidar al hombre y a la mujer y no acordarse de lo que lleva en Él mismo: Lo que asumió de nuestra humanidad. Precisamente en Él, en Jesucristo, Dios y Señor nuestro, infinitamente dulce, infinitamente clemente, es en quien ya hemos resucitado, en quien ya vivimos la vida nueva, ya hemos ascendido a los cielos y estamos sentados en las moradas celestes.

Antonio Díaz Tortajada

Exaltación suprema de Cristo

1.- «En mi primer libro, querido Teófilo, escribí todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando…» (Hch 1, 1) San Lucas quiso dejar constancia por escrito no sólo de la vida de Jesucristo, sino también de la de su Santa Iglesia. Al fin y al cabo ella es su prolongación, su Cuerpo místico, el Cristo total. Gracias a sus relatos conocemos la vida de los primeros cristianos, los inicios fundacionales, las líneas maestras que habían de caracterizar para siempre el estilo de todos los cristianos de la Historia. En esos primeros tiempos, bajo una especial asistencia del Espíritu Santo, se marca para siempre la dirección por la que luego la Iglesia habría de caminar. De ahí que haya un empeño permanente en volver a los principios para adecuar a ellos el presente.

Y esto que ocurre a escala universal, ha de ocurrir también a nivel personal. Cada uno ha de releer estas páginas inspiradas del libro de los Hechos de los Apóstoles, para ver hasta qué punto nuestra vida de cristianos es como la de aquellos primeros. Fueron tiempos difíciles y heroicos que han quedado para siempre como un modelo que imitar, un ideal de vida que intentar. Es cierto que las circunstancias son muy diversas, pero también es cierto que el espíritu que les animaba pervive y que, dejando a un lado lo accidental, es posible reproducir en nosotros las virtudes que ellos vivían.

«Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo…» (Hch 1, 3) Era necesario que aquellos primeros se convencieran plenamente de que la Resurrección era un hecho incontrovertible. Ellos habían de ser los testigos cualificados, los primeros, de que Jesús seguía vivo, presente en la Historia de los hombres. Por eso el Señor insiste y se les aparece una y otra vez. San Pablo recogerá este dato, hablando de que hasta unas quinientas personas llegaron a ver a Jesús resucitado. Después de todo aquello se persuadirán de la Resurrección de Cristo, y de tal forma que nada ni nadie les hará callar. Por todos los rincones del mundo y de los tiempos resonará el mensaje de los primeros, la buena noticia de que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, después de morir crucificado para redimir a los hombres, ha resucitado y ha subido a los Cielos.

Pero esa noticia maravillosa era algo más que una mera noticia. Ese mensaje llevaba, y lleva, consigo unas exigencias y también unas promesas. Jesucristo con su muerte y resurrección, lo mismo que con su vida entera, nos traza un camino a seguir, un itinerario a recorrer día a día. También nosotros, si creemos en él, hemos de vivir y morir como él vivió y murió. Sólo así podremos luego resucitar con él y subir a los Cielos como él subió. Ojalá que la esperanza de una gloria eterna nos estimule, de continuo, a vivir nuestra existencia terrena como Jesús la vivió.

2.- “Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo» (Sal 46, 2) El libro de los salmos constituía para Israel, y constituye para nosotros, una colección de cantos y oraciones, inspirados por Dios, para ayudar al hombre a manifestar adecuadamente sus más íntimos sentimientos de adoración o de súplica, de gratitud o de reparación. Para todas las ocasiones de la vida había una plegaria ferviente. Los israelitas piadosos se sabían, y se saben, de memoria muchos de esos salmos y los recitaban con frecuencia. De forma particular los salmos que se recitaban, o se cantaban, en la liturgia del Templo.

El salmo de hoy era cantado en un ambiente de alborozo y de júbilo con ocasión de la proclamación del Rey de Israel. Era un día de alegría para todo el pueblo. Por eso este salmo comienza exhortando a que resuenen las aclamaciones y las trompetas para celebrar la exaltación del Rey. Su entrada en el Templo era la señal para que comenzasen los cantos. En medio de una gran solemnidad el Rey avanzaba hasta subir al trono. Todo aquello era la prefiguración de otra entronización y otro triunfo más excelso. Aquellas palabras de regocijo anunciaban y adelantaban la exaltación suprema del verdadero Rey de Israel y de todo el mundo. Jesucristo, en efecto, asciende a la gloria eterna, entra en el verdadero Templo y morada de Dios para sentarse a la diestra del Padre, encumbrado para siempre como Hijo de Dios.

«Porque Dios es el rey del mundo, tocad con maestría» (Sal 46, 8) Si entonces era sólo Israel el que anunciaba al rey, ahora es todo el Universo el que se pone en pie para celebrar el triunfo de Cristo. Todos los pueblos, todas las naciones, todas las gentes han de recibir con júbilo al Rey que llega vencedor de la muerte y del pecado. Su triunfo es el más grandioso que jamás se pudiera haber soñado. El bien que supone para todos su victoria, es motivo más que suficiente para que nos sintamos transidos de alegría y de esperanza.

De modo especial ese gozo ha de brotar de quienes hemos sido elegidos por el Señor para formar su pueblo santo, los que ya hemos participado de su triunfo sobre el pecado mediante el Bautismo y la Penitencia. Nosotros los cristianos hemos entrado con él en ese Reino de gloria, aunque todavía nos queda un trecho de camino para llegar del todo.

Él sí ha entrado del todo, él ya está allí gozando en plenitud la dicha sin término de los vencedores. Pero su entrada en la gloria, su ascensión hasta la diestra del Padre, no es un hecho aislado que sólo atañe a Cristo. Su triunfo, porque Dios así lo quiere, nos alcanza a todos los que creemos en Jesucristo y le amamos. De la misma forma que nuestra vida es un morir con Cristo, así nuestra muerte será un triunfar para siempre con él.

3.- «Que el Dios del Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo» (Ef 1, 1) El Apóstol sigue a continuación deseando a los fieles de Éfeso que, además del conocimiento de Dios, les conceda también el comprender la esperanza a la que están llamados, así como la gloria de su herencia y la grandeza de su poder en favor de los creyentes. Son dones tan altos que sólo con las luces del Cielo se pueden entender, bienes tan por encima de nuestra capacidad intelectiva que sólo con la iluminación del Espíritu Santo se pueden desear. De ahí que acudamos al Señor para suplicarle humildemente que nos asista en esa búsqueda afanosa por encontrarle, conocerle y amarle.

Si conseguimos ese don habremos conseguido la dicha suprema, la de conocer y amar el Bien mismo. Con ese conocimiento brotará en nosotros la esperanza de alcanzar, en posesión definitiva y plena, ese Bien sumo que es Dios. Entonces nada ni nadie podrá interrumpir nuestro camino. Llegaremos a entender de tal forma el bien que supone alcanzar la herencia de Dios, que seremos capaces de sacrificar cuanto sea necesario con tal de llegar a la meta suprema de la vida humana, poseer para siempre la vida divina. Hemos de tener en cuenta que este afán está apoyado y animado por la gracia de Dios, mantenido por su poder infinito.

«Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos» (Ef 1, 23) El poder divino se manifiesta claramente en Jesucristo. Poder para perdonar, manifestado con la crucifixión y muerte del Unigénito. Poder para glorificar, comprobado en la resurrección y ascensión de Cristo, en el triunfo imperecedero de quien está sentado a la derecha del Padre, por encima de todo principado y potestad, de cuanto existe en la tierra y en el Cielo. Con todo esto San Pablo nos quiere animar a la lucha y la abnegación por amor a Dios, nos quiere decir que la vida, muerte y resurrección de Jesús es el camino que nosotros hemos de recorrer. Nos recuerda que la glorificación del Señor es la primicia de la nuestra. Nosotros como él, después de vivir y morir de amor, como él, seremos resucitados y enaltecidos en la cumbre altísima de su gloria.

Es cierto que se trata de una tarea ardua, penosa a veces. Pero también es verdad que la ayuda de Cristo no nos falta. Él sigue a nuestro lado, más cerca de lo que pensamos, por medio de la Iglesia, que es su Cuerpo. Sus manos para bendecir y perdonar, su voz para consolarnos y animarnos, sus ojos para mirarnos. La Iglesia nos reparte el Pan que da la vida eterna, nos limpia el polvo del camino, nos unge y nos perfuma, nos prepara para que podamos entrar en la casa del Padre.

4.- «Jesús se apareció a los Once, y les dijo: Id al mundo entero…» (Mc 16, 15) Este domingo, dentro de la nueva distribución litúrgica, celebramos la Ascensión del Señor. La Iglesia, como buena Madre que es, se acopla dentro de lo posible a las exigencias de los tiempos y de la sociedad. Lo importante es rememorar en nuestra mente y en nuestro corazón el momento en que Cristo, Señor nuestro, subió a los cielos para sentarse a la derecha de Dios Padre. Es decir, Jesús culmina su vida en la tierra elevándose al Cielo, para recibir toda la gloria que como a Hijo de Dios le corresponde.

El se anonadó y tomó la forma de siervo, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. Él bajó hasta lo más hondo de la miseria humana. Él se hizo maldito, nos viene a decir San Pablo, dejándose colgar de un madero, patíbulo de malhechores. Por eso precisamente, Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre, de modo que ante él doble la rodilla cuanto hay en los cielos y en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.

Pero antes de marchar para recibir la corona de Rey de reyes, Jesús confía a sus apóstoles la misión de proclamar el Evangelio a toda la Creación, de predicar a todos los hombres que sólo quien crea en Cristo se salvará. Les prometió, además, que aunque se marchaba no les dejaría solos y que en su nombre harían prodigios, vencerían al maligno.

Ellos fueron fieles al mandato de Jesús y caminaron por todo el mundo, levantando muy alta la luz de Cristo. Después, cuando ellos pasaron de la tierra al Cielo, entregaron el fuego sagrado a quienes les sucedían, y éstos a su vez a quienes vinieron luego. Así, el fuego que el Hijo de Dios trajo a la tierra, fue encendiendo todas las páginas de la Historia. Ahora ese fuego está en nuestras manos y nos toca a nosotros reavivarlo y propagarlo por entre los hombres de nuestra época. Ojalá que seamos responsables de la misión que Jesús nos encomienda y consigamos que el fuego de la fe no se apague. Antes al contrario, convirtamos el mundo en una bendita hoguera que ilumine, alegre y mejore más y más la conducta de los hombres.

Antonio García Moreno

¡Nuestra hora!

1.- El tiempo de Jesús, con muerte y resurrección, acabó en la tierra. Ha llegado el momento en el que, después de cumplir en todo la voluntad de Dios, llega donde Dios mismo habita, reina y es visible.

Mientras tanto, el Jesús que nos dijo que era Camino, Verdad y Vida, nos deja la senda indicada para no perdernos en el camino; la Eucaristía, para fortalecer nuestra existencia y para no renunciar del intento de vivir y de seguir en lo que fue grande en El. ¿Lo conseguiremos? ¿Es posible una vida cristiana sin la presencia real y protectora de Jesús? ¿No hubiera sido mejor un final definitivo donde, con la Ascensión del Señor, también el hombre hubiera ascendido definitivamente al encuentro con Dios?

2.- En el día de la Ascensión se entrecruzan sentimientos de emoción y de triunfo:

–El que habló y defendió la causa de Dios es, por fin, elevado a la derecha del Padre

–El que estuvo cerca de los agobios y de las cruces de los hombres, es puesto a la derecha de Dios para que siga orientando a los suyos al encuentro de Dios

–El que, con palabras de fe nos animó, deja un hueco inmenso que, la iglesia, los cristianos de a pie (sacerdotes incluidos) intentamos llenar desde nuestras deficiencias, dones y carismas.

La Solemnidad de la Ascensión es una despedida. Se nos va Aquel que ha compartido nuestra condición humana. Se marcha después de decirnos que, permanezcamos –pase lo que pase- unidos a El.

2.- Hoy, en el día de la Ascensión del Señor, pidamos a Dios que esté junto a nosotros –tal como nos lo prometió- hasta el final de los tiempos. Que vivamos la Eucaristía sabiendo que, el Señor, nos llena con su poderoso alimento y que nos alimenta para ser fuertes en la fe hasta el momento en que, para cada uno de nosotros y con cada uno de nosotros, se vaya cumpliendo el plan de Dios.

¡Es nuestra hora!

Hay que ser testigos de la verdad y del amor de Dios. ¿Que lo tenemos difícil? ¡Muy difícil y cuesta arriba! Pero nos debe de animar la promesa del Señor: “yo estaré con vosotros todos los días” “permaneced en mi amor” “seréis mis testigos” “no temáis”.

Hoy, mientras la sociedad nos empuja a subirnos en el podium del poder, del dinero, del triunfo a costa de lo que sea, Jesús, nos invita a mirar hacia el cielo. Entra, primero El, para –que nunca olvidemos- que después de El, por el mismo agujero, entraremos nosotros si somos capaces de enseñar lo que El enseñó; de vivir como el vivió; de predicar lo que El predicó.

La Solemnidad de la Ascensión tiene también su interpelación; ¿qué haremos sin Ti, Señor? ¿Seremos capaces de transmitir el evangelio tal y cual es? ¿Lo desvirtuaremos? ¿Lo despedazaremos sin darnos cuenta? ¿Hablaremos más por inspiración humana que por inspiración divina?

Miremos hacia el cielo, no con nostalgia ni con pena, y sí con el firme convencimiento de creer en la gran obra que Jesús dejó, y que el Espíritu, nos va descifrando en el día a día.

Un gran regalo, como a Jesús mismo, nos espera a todos: el cielo. La Ascensión del Señor es, por lo tanto, la hora de todos nosotros. La hora de la iglesia. De los hombres y mujeres que, conociendo a Jesús, quieren vivir de acuerdo con la voluntad de Dios.

¡Gracias, Señor!

Por marcharte y, poco a poco, ir preparándonos a cada uno de nosotros una habitación en el cielo. Una cita ante Dios. Una felicidad que nada, ni nadie, nos podrá quitar.

3.- Y…NO NOS DEJES, SEÑOR

Tú has cumplido, pero nosotros no, Señor
Tú has hablado, pero a nosotros nos queda cumplirlo, Señor
Tú has subido a la cruz, a nosotros nos asusta, Señor
Tú estás cerca de Dios, nosotros sentimos que –a veces- nos alejamos
¡No nos dejes, Señor!

Porque cumplir tus Palabras, es imposible si Tú no estás a nuestro lado
Porque vivir según tu Reino, es utopía si no nos enseñas el camino
Porque amar, como tú exiges, es insostenible si Tú no apoyas
¡No nos dejes, Señor!

Y, porque ahora nos toca a nosotros, empújanos
Y, porque tal vez estamos huérfanos, danos tu Espíritu
Y, porque el miedo nos atenaza, infúndenos valentía
¡No nos dejes, Señor!

Y, si Tú te vas,
Deja un sendero luminoso tras tu Ascensión
Para que, hoy y aquí,
El hombre no olvide que, la tierra, no sólo es tierra
Que la humanidad, no sólo es humanidad,
Que la muerte, no se queda en la misma muerte.
¡No nos dejes, Señor!

Y, si te vas, porque ha llegado tu hora
Ayúdanos, desde el cielo,
A cumplir la nuestra
A llevar proyectos e ilusiones hasta el final
A reír aunque por dentro estemos llorando
A sembrar, aunque tengamos sensación de no recoger
A predicar, aún a riesgo de no ser escuchados
¡No nos dejes, Señor!

Y, aunque te vayas,
Quédate en tantos gestos y palabras
Sacramentos y momentos
Que dejaste a tu paso entre nosotros.
Amén.

Javier Leoz

Confiar en el Evangelio

La Iglesia tiene ya veinte siglos. Atrás quedan dos mil años de fidelidad y también de no pocas infidelidades. El futuro parece sombrío. Se habla de signos de decadencia en su seno: cansancio, envejecimiento, falta de audacia, resignación. Crece el deseo de algo nuevo y diferente, pero también la impotencia para generar una verdadera renovación.

El evangelista Mateo culmina su escrito poniendo en labios de Jesús una promesa destinada a alimentar para siempre la fe de sus seguidores: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Jesús seguirá vivo en medio del mundo. Su movimiento no se extinguirá. Siempre habrá creyentes que actualicen su vida y su mensaje. Marcos nos dice que, después de la Ascensión de Jesús, los apóstoles «proclamaban el evangelio por todas partes y el Señor actuaba con ellos».

Esta fe nos lleva a confiar también hoy en la Iglesia: con retrasos y resistencias tal vez, con errores y debilidades, siempre seguirá buscando ser fiel al evangelio. Nos lleva también a confiar en el mundo y en el ser humano: por caminos no siempre claros ni fáciles el reino de Dios seguirá creciendo.

Hoy hay más hambre y violencia en el mundo, pero hay también más conciencia para hacerlo más humano. Hay muchos que no creen en religión alguna, pero creen en una vida más justa y digna para todos, que es, en definitiva, el gran deseo de Dios.

Esta confianza puede darle un tono diferente a nuestra manera de mirar el mundo y el futuro de la Iglesia. Nos puede ayudar a vivir con paciencia y paz, sin caer en el fatalismo y sin desesperar del evangelio.

Hemos de sanear nuestras vidas eliminando aquello que nos vacía de esperanza. Cuando nos dejamos dominar por el desencanto, el pesimismo o la resignación, nos incapacitamos para transformar la vida y renovar la Iglesia. El filósofo norteamericano Herbert Marcuse decía que «la esperanza solo se la merecen los que caminan». Yo diría que la esperanza cristiana solo la conocen los que caminan tras los pasos de Jesús. Son ellos quienes pueden «proclamar el evangelio a toda la creación».

José Antonio Pagola