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A los cincuenta días, el Espíritu
«Pentecostés», en griego, significa «día quincuagésimo». El 50 es un número que ya los judíos tenían asimilado desde hace siglos como símbolo de plenitud: una semana de semanas, siete por siete más uno. Es cuando celebran, después de la Pascua-Éxodo, la fiesta de la recolección agrícola y la Alianza que sellaron con Yahvé en el monte Sinaí, guiados por Moisés, a los cincuenta días de su salida de Egipto.
Los cristianos celebramos hoy, siete semanas después de la Pascua de Resurrección de Jesús, su donación del Espíritu a la comunidad apostólica. No como fiesta independiente, sino como culminación de la Pascua: la «Pascua granada», que completa la «Pascua florida».
Esta fiesta tiene textos propios para la Eucaristía que se celebra la tarde anterior. Eucaristía vespertina que se puede también prolongar a modo de Vigilia, similar a la de la Noche Pascual, con la comunidad reunida en oración como lo estuvo la primera con la Virgen y los Apóstoles. Además, esta fiesta posee también una hermosa Secuencia, «Veni, Sánete Spiritus», atribuida al arzobispo inglés Langton en el siglo XIII.
Si uno quiere meditar sobre el misterio de Pentecostés, puede leer los números que el Catecismo dedica al artículo del Credo «Creo en el Espíritu Santo»: CCE 687-747.
Una Vigilia rica en textos bíblicos
Las lecturas bíblicas de la Vigilia nos presentan una visión muy rica de la misión del Espíritu.
La primera se puede elegir de entre las cuatro del AT que ofrece el Leccionario, que preparan, a veces por contraste, lo que nos van a decir las lecturas del NT y el evangelio:
– Gn 11, 1-9 nos cuenta lo que sucedió en Babel, con la dispersión de las lenguas: mientras que el Espíritu, en Pentecostés, a partir de las muchas lenguas, obra la unidad;
– Ex 19, 3-8a.l6-20b: Dios se manifiesta a Moisés en el monte, en medio de truenos, sonido de trompetas y fuego: lenguaje que Lucas emplea en parte para describir la irrupción del Espíritu en la primera comunidad;
– Ez 37, 1-4: la visión de Ezequiel sobre los huesos secos que reciben el Espíritu de Dios y reviven: al Espíritu le llamamos en el Credo «Señor y dador de vida»;
– Jl 3, 1-6: Joel anuncia que el Espíritu será derramado y profetizarán mayores y jóvenes: esta es la explicación que da Pedro, en la mañana de Pentecostés, ante la evidencia de los carismas del Espíritu.
El salmo nos hace repetir la antífona: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra».
Ya en las lecturas del NT de esta misa vespertina, Pablo (Rm 8, 22-27) habla de «los dolores de parto» de la humanidad y el papel del Espíritu, quien intercede por nosotros con gemidos inefables. En el evangelio (Jn 7, 37-39) Jesús promete a los suyos que les enviará su Espíritu con la expresiva comparación de los «torrentes de agua viva» que brotarán dentro del creyente.
Es interesante la perspectiva de esta misa vigiliar. Pero nosotros aquí nos vamos a limitar a la reflexión y comentario de la misa del día.
Hechos 2, 1-11. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
La página de hoy es continuación de la que leíamos el domingo pasado, en la fiesta de la Ascensión, y nos narra el gran acontecimiento que supuso para la primera comunidad la venida del Espíritu.
El episodio de Pentecostés lo describe Lucas con el lenguaje de la teofanía del Sinaí: estando todos reunidos, bajó sobre ellos el Espíritu, con viento recio y ruido y lenguas de fuego. Aquí se confirmó y manifestó la nueva y definitiva Alianza que Jesús había sellado con su Sangre en la cruz.
El primer efecto del don del Espíritu es que empezaron a hablar en lenguas y cada uno de los oyentes, que en aquellos días eran muy numerosos en Jerusalén, y de pueblos distintos, les oía hablar en su propia lengua.
El salmo es de alabanza y entusiasmo: «bendice, alma mía, al Señor… Dios mío, qué grande eres… gloria a Dios para siempre». Como antífona se nos hace repetir una frase con clara visión del NT: «envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra». Este es el mismo salmo que cantamos en la Vigilia Pascual después de la lectura de la creación en el Génesis: el Espíritu, que ya aleteaba sobre las aguas primordiales, «renueva ahora la faz de la tierra» con la Pascua de Cristo.
1 Corintios 12, 3b-7.12-13. Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo
La segunda lectura de hoy es de la I carta a los Corintios, en el capítulo en que describe los dones y carismas tan variados que hay en una comunidad griega como la de Corinto, famosa por su sabiduría y riqueza creativa. Pablo atribuye todos estos dones al único Espíritu, que es quien tiene que mantener unida a la comunidad.
El razonamiento es sencillo: todos formamos un solo cuerpo en Cristo, hemos sido bautizados en el mismo Espíritu y, por tanto, la diversidad de dones no tiene que romper la unidad, sino edificar la única comunidad.
(o bien) Gálatas 5, 16-25. El fruto del Espíritu
Para este ciclo B está prevista también esta otra lectura como segunda, Pablo les describe a los cristianos de Galacia, actual Turquía, cuáles son las obras que demuestran que seguimos al Espíritu Santo en nuestra vida.
Lo hace con su clásico binomio «carne y Espíritu». Las obras de los que siguen la «carne», o sea, los criterios humanos de este mundo, las enumera con gran detalle, y termina diciendo «que los que así obran no heredarán el reino de Dios».
Totalmente antagónicas son las obras de los que actúan según el «Espíritu», o sea, según los criterios de Dios. Los que creemos en Cristo Jesús y vivimos por su Espíritu, hemos de vivir conforme a ese Espíritu
Juan 20, 19-23. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.
Antes del evangelio recitamos o cantamos la Secuencia de este día, «Veni, Sánete Spiritus», una antigua composición poética que es una hermosa oración dirigida al Espíritu Santo: «ven, Espíritu divino,… don en tus dones espléndido… dulce huésped del alma… riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo… danos tu gozo eterno».
El evangelio más adecuado para hoy es ciertamente el de la aparición de Jesús a sus discípulos la tarde del primer «domingo» cristiano, el mismo día de su resurrección. Para Juan, la donación del Espíritu no parece haber tenido lugar a los cincuenta días de la resurrección del Señor, sino el mismo día de la Pascua, poniendo de relieve, por tanto, la unidad de todo el misterio: la glorificación del Señor y el envío de su Espíritu.
Después del saludo, «paz a vosotros», que llena de alegría al grupo de discípulos, Jesús les envía como él había sido enviado por el Padre y, para que puedan cumplir esta misión, les da su mejor ayuda, exhalando sobre ellos su Espíritu, como hizo Dios al crear al primer hombre en el Génesis, diciendo: «recibid el Espíritu Santo». En concreto, esta misión va a ser ante todo la reconciliación: «a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados».
2
El don pascual del Resucitado: su Espíritu
El centro de nuestra celebración es el acontecimiento de Pentecostés. La primera comunidad recibe de su Señor, como se lo había prometido, el mejor Don, su Espíritu Santo, plenitud y complemento de la Pascua. Jesús sopló sobre sus discípulos, diciendo: «recibid el Espíritu Santo».
El mismo que resucitó a Jesús es el que ahora despierta y llena de vida a la comunidad y la hace capaz de una insospechada valentía para la misión que tiene encomendada. El libro de los Hechos nos cuenta el cambio radical que se dio en la primera comunidad cuando bajó sobre ella el Espíritu. De una comunidad muda la convirtió en evangelizadora. De una comunidad cobarde, en valiente. De una comunidad cerrada, a una comunidad con las ventanas abiertas. El Espíritu actúa así, llena por dentro y lanza hacia fuera: «se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar».
Es entusiasta el lenguaje del prefacio de hoy agradeciendo a Dios Padre esta donación de su Espíritu: a) El Espíritu es la plenitud de la Pascua: «para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos tuyos por su participación en Cristo», b) El Espíritu anima y da vida a la comunidad: «Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente», o como dice la oración colecta: «por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia extendida por todas las naciones», c) También es quien realiza, con una proyección misionera y universal, el proyecto de salvación: «el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos, que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas».
Nuestra generación ha tenido la suerte de «redescubrir» al Espíritu y su actuación. Se ha notado, sobre todo, a partir del Catecismo de 1992, en el que él aparece como protagonista de toda la vida de la Iglesia, y en particular de su celebración sacramental.
El Espíritu sigue actuando hoy
En la oración colecta le pedimos a Dios: «no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica».
En efecto, lo que ha hecho el Espíritu en la historia («in illo tempore») lo sigue haciendo hoy («hodie») en el mundo, en la Iglesia y en cada uno de nosotros:
– él sigue siendo el alma de la Iglesia, llenándola de sus dones y carismas, más todavía que en la comunidad de Corinto: el Concilio, el Jubileo y tantos otros acontecimientos eclesiales, universales o diocesanos, son en verdad señales de la activa presencia del Espíritu en su comunidad;
– es él quien suscita y hace florecer tantas comunidades cristianas llenas de fuerza, y anima en ellas movimientos muy vivos;
– el Espíritu de la verdad sigue influyendo para que se renueve en profundidad la teología, la comprensión del misterio de Cristo;
– él sigue guiando a la Iglesia a revitalizar la celebración litúrgica, la oración personal y un conocimiento más espiritual y profundo de la Palabra de Dios; porque como dice Pablo, «nadie puede decir Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu»;
– él, el Espíritu del amor, suscita y sostiene tantos ejemplos de amor, entrega y compromiso de los cristianos en el mundo, a veces hasta el martirio, en defensa de la justicia o de la vida o de la verdad;
– él, que en Pentecostés unió a los que «hablaban en lenguas diferentes», es el que promueve también hoy iniciativas de unidad ecuménica, en línea con la diversidad de dones y ministerios de que habla la carta a los Corintios.
También hoy, a principios del siglo XXI, tenemos motivos claros para renovar nuestra profesión de fe: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». Le seguimos necesitando.
Dejarnos transformar por el Espíritu del Resucitado
Debemos alegrarnos de este Don de Dios, plenitud de la Pascua. En nuestra oración, solemos pedir a Dios paz, justicia, salud, libertad, perdón de nuestras faltas, buenas cosechas, éxito en nuestras empresas. Y Dios nos da… su Espíritu, que es lo mejor, el que nos regala la verdadera paz y libertad y éxito.
Pero, a la vez, nos tenemos que dejar transformar por él y vivir según él. Le hemos pedido a Dios en el salmo responsorial que envíe su Espíritu y repueble la faz de la tierra. Pentecostés es una gracia renovada, cada año, por la que Dios quiere seguir transformando. El Espíritu es viento y aire, a veces suave como una brisa, y otras, impetuoso y purificador. El Espíritu es fuego, y el fuego calienta, ilumina y transforma en fuego todo lo que toca.
(si se opta por la segunda lectura alternativa de Gálatas) ¿En qué se tiene que notar esta transformación que el Espíritu quiere obrar en nosotros? Basta leer despacio la lista de obras «según la carne» y «según el Espíritu» para sentirnos concretamente interpelados.
La comunidad es enviada por el Resucitado a una misión: para que sea luz y levadura, y anuncie la Buena Noticia. A la vez le da la fuerza del Espíritu para que pueda cumplir esa misión. Aquel puñado de primeros discípulos -el día de Pentecostés eran ciento veinte- no parecían precisamente los más indicados para revolucionar el mundo. Pero lo consiguieron.
El mismo Espíritu que actuó en el seno de María de Nazaret y la hizo madre del Hijo de Dios, el mismo Espíritu que actuó en el sepulcro de Jesús y lo resucitó a una nueva existencia, el mismo Espíritu que bajó sobre la comunidad el día de Pentecostés y la llenó de vida, es el que ahora quiere actuar en nosotros y nos quiere transformar.
Sería bueno que leyéramos despacio, por nuestra cuenta, la secuencia de hoy, en la que pedimos al Espíritu que nos llene de su gracia, que encienda en nosotros el fuego del amor, que envíe sobre nosotros su luz, que riegue nuestras sequías…
Una comunidad orgánicamente unida y que habla lenguas
(sobre todo si se hace la primera de las dos lecturas de Pablo) Siguiendo la línea de pensamiento de Pablo, tendríamos que aprender y dejarnos transformar por el Espíritu para llegar a ser una comunidad unida, dentro de la pluralidad de sus ministerios, carismas y movimientos. Todos los dones que puede haber en la Iglesia en general, y en cada comunidad en particular, son dones del Espíritu, y son «para el bien común». Esta unidad, dentro de la diversidad, se debe a que «todos hemos bebido del mismo Espíritu».
Ya sería un buen fruto de las siete semanas de Pascua si de ellas saliéramos con la convicción de que todos somos hijos en la familia de Dios, y que nos sintiéramos más dispuestos a colaborar en la tarea eclesial común, con un espíritu más universal y acogedor, superando la diferencia de edad o de cultura, de situación social o eclesial. A Pablo le gustaba comparar una comunidad con el cuerpo humano, en el que los diversos miembros cumplen una misión diferente, pero para bien de todo el organismo.
Si en Babel, en la historia del AT, sucedió la gran confusión por la diversidad de lenguas, Pentecostés se nos presenta en el NT como el anti- Babel, porque los apóstoles hablan en lenguas, y los oyentes les entienden cada uno en su propia lengua. Así experimentan que la salvación de Jesús es universal, para todas las razas y naciones.
En Pentecostés debemos dejarnos llenar del Espíritu, de su novedad, de su creatividad, de su fuego, de su aire renovador, de sus ideas nuevas, de sus ventanas abiertas. Sin quedarnos anquilosados, instalados en costumbres viejas, encerrados en unos esquemas predeterminados. El Espíritu es siempre sorprendente. No hay ordenador que lo pueda contener.
Una Eucaristía siempre «pentecostal»
El Espíritu es quien actúa cada vez en los Sacramentos, como ha hecho ver de modo más claro el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. CCE 1091ss). En las lecturas de hoy se le nombra explícitamente en relación con el Bautismo (carta a los Corintios) y a la Penitencia (evangelio: «recibid al Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados»).
En la Eucaristía invocamos su venida dos veces: sobre los dones del pan y del vino, para que él los transforme en el Cuerpo y Sangre del Resucitado; y luego sobre la comunidad que va a participar de estos dones, para que también ella quede transformada en el Cuerpo único y sin división de Cristo Jesús. Esta segunda invocación es claramente «pentecostal»: lo que sucedió a aquella primera comunidad cuando bajó sobre ella la fuerza del Espíritu es lo que tendría que suceder a las nuestras cuando participan de la Eucaristía.
En la Eucaristía pedimos, como fruto específico de la comunión, que el Espíritu haga de nosotros «un solo cuerpo y un solo espíritu», sin divisiones. El primer día de Pentecostés dice Lucas que «todos quedaron llenos de Espíritu y empezaron a hablar». Nosotros, ciertamente, no debemos «apagar el Espíritu», sino dejarnos llenar de vida por él.
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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