Comentario – Visitación de la Virgen María

Lucas refiere los días que siguen a la Anunciación. María, debidamente informada del admirable embarazo de su pariente Isabel, se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá. Allí vivían Zacarías e Isabel. El evangelista subraya las prisas de María por llegar a casa de su prima-tía ya embarazada de seis meses.

Pero ¿por qué tanta prisa? ¿Eran las prisas provocadas por lo avanzado del embarazo de su pariente, las prisas urgidas por la dificultosa situación de una embarazada de edad avanzada? ¿O era la imperiosa necesidad de comunicar su reciente y misteriosa experiencia con una persona que sintonizaba religiosa y afectivamente con ella; por tanto, con la que podía compartir sentimientos tan íntimos, la que le puso con tanta celeridad en camino?

Necesidad de compartir, necesidad de comunicar, impulsos de la caridad, exigencias de la amistad. Todo eso podía tener cabida en el corazón de María, cuando tomó la decisión de ponerse en camino en dirección a un pueblo de Judá que distaba un centenar de kilómetros de Nazaret.

Llegada a la localidad, María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Nada más oír el saludo de María, nos dice el evangelista, notó Isabel un sobresalto en su vientre, se llenó del Espíritu Santo y dijo en voz alta: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Así es recibida María por Isabel, como la bendita entre las mujeres; ¿y por qué bendita?: por el bendito fruto que lleva en su vientre.

Lo que hace de ella una mujer bendita, entre todas las demás, es el hecho de portar en sus entrañas un fruto bendito. Pero lleva este fruto porque ha sido elegida por Dios para llevarlo, porque ha sido elegida para ser madre del Hijo del Altísimo, refrendando esta elección con su propio fiat o voluntario consentimiento. Luego es bendita porque Dios se ha fijado en ella, su humilde sierva, dotándola con esa plenitud de gracia que le permite responder con un fiat tan indefectible. La ben-dición de Dios no es nunca una pura y buena dicción; es también y siempre un bene-ficio, una buena acción.

Isabel declara a María bendita entre todas las mujeres. Pero no sólo por haber quedado embarazada (como ella), sino por haber recibido el regalo divino de ese hijo que es también un fruto bendito por proceder del mismo Dios. Las palabras de Isabel son palabras inspiradas o pronunciadas bajo la inspiración del Espíritu Santo que ha empezado a actuar en ella como en una profetisa.

Y continua, también con palabras proféticas: ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo ha te ha dicho el Señor se cumplirá. Isabel se sabe ante la madre de su Señor.

No necesita información ni explicaciones. Es el Espíritu Santo el que le hace partícipe de este secreto como a impulsos de una inspiración que tiene repercusiones en su propio vientre. Isabel siente como un sobresalto de alegría que proviene de la criatura que lleva en su vientre y que parece percibir la presencia del Señor que es todavía apenas un embrión en el seno de su madre. Y con esa misma alegría que le brota de dentro, la proclama «dichosa», dichosa porque ha creído.

La fe que ha dado a las palabras del mensajero de Dios es la causa de su dicha. Pero la dicha se completará con el cumplimiento de lo dicho. Hay una dicha que va asociada a la fe. Es la dicha que brota de la seguridad que aporta la fe, o mejor, el Dios en el que se cree y confía. El cumplimiento de lo dicho por el Señor es refrendo o confirmación de esa fe. La fe no descansa en el cumplimiento, sino en Dios; pero el cumplimiento refuerza la fe para seguir creyendo en el que cumple sus promesas.

Y ese reforzamiento de la fe acrecienta la dicha que le está asociada. Porque el cumplimiento da una cierta verificación a la fe, que ve cómo se hace realidad aquello en lo que se creía. Esta realización es un modo de posesión que nos permite seguir esperando la plena posesión. Por eso acrecienta la dicha del creyente que ya es tal por el sólo hecho de creer o vivir confiado en Dios y en sus promesas.

Y tras la declaración de Isabel, que proclama dichosa a María, la de María, que proclama la grandeza del Señor, porque esto es el Magnificat, una proclamación de la grandeza de su Dios en boca de su criatura. Si de Dios se puede decir algo con justicia es que es grande, pues si grande es su obra –para tomar conciencia de ello basta con observar la inmensidad del universo-, la creación, más grande habrá de ser su Artífice, el Creador. Pero lo que a nosotros importa no es simplemente que Dios sea grande, sino que sea nuestro Salvador.

El espíritu de María, tan sensible a la grandeza del Señor, no deja de asombrarse ante semejante magnitud, pero lo que realmente le alegra es lo que de Él llega a nosotros, su salvación. Y para salvarnos ha tenido que fijarse en nuestra pequeñez y en nuestra miseria; primero en nuestra pequeñez, porque a sus ojos no deberíamos ser sino algo insignificante, apenas un puntito perdido en la inmensidad de este universo en expansión –a cierta escala planetaria éste es el tamaño de la tierra en que habitamos-; algo, por tanto, insignificante, casi invisible.

Pero, a pesar de esta pequeñez, el Dios grande ha puesto su mirada en nosotros sacándonos de nuestra insignificancia, como si a la mirada de Dios aumentase nuestro tamaño; y a esta pequeñez natural en la que María se ve reconocida pertenece también la humildad de su esclava. Este reconocimiento no le impide ver, sin embargo, las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella y por ella, y que hacen de ella una persona digna de recibir las felicitaciones de todas generaciones por venir.

De este mismo Dios, poderoso y salvador, procede como un torrente en crecida la misericordia, que se derrama sin cesar sobre sus fieles en todo tiempo; porque el Poderoso es también el Misericordioso. Precisamente por ser poderoso y por donarse a los colmados de miserias, su acción es misericordiosa o su amor se transforma en misericordia, es decir, en compasión por los miserables de este mundo, a quienes suministra el remedio para su miseria: la salud para los enfermos; el perdón para los pecadores.

En el Dios del Magnificat se combinan, pues, a la perfección el poder y la misericordia, una misericordia tan universal que llega a todos, a los hambrientos, a quienes colma de bienes, y a los ricos, a quienes despide vacíos; a los humildes, a quienes enaltece, y a los soberbios de corazón, a quienes dispersa, y a los poderosos, a quienes derriba de sus tronos; porque tan miserables y dignos de compasión son los hambrientos como los ricos, los humildes como los soberbios y poderosos, aunque requieran un tratamiento distinto para sus miserias.

Lo que necesitan los hambrientos es que les den de comer; lo que reclaman los ricos, en cambio, es que les despidan vacíos o que les liberen de las ataduras de sus riquezas. Los humildes (y humillados) están necesitados de enaltecimiento y de estima; los soberbios y poderosos, en cambio, de una cura de humildad mediante pérdida de poder y de prestigio o como efecto de un rebajamiento en sus desorbitadas pretensiones. Tanto unos como otros están necesitados, por tanto, de la misericordia divina, que a cada uno le llega de diferente manera y en conformidad con su propia miseria, que es siempre una carencia, porque hasta nadando en la abundancia se dejan sentir las carencias.

El Señor misericordioso es el que viene en nuestro auxilio y se da prisa en socorrernos. Todo auxilio divino es memoria y expresión de misericordia. Precisamente porque Dios, que es eterno, tiene siempre presente su misericordia, acude constante y oportunamente en auxilio del miserable; y ¿quién no lo es viviendo en un mundo de miserias?

Es verdad que hay personas en peor situación que otras, pero también lo es que las miserias son de diferente signo: unas, materiales (o más materiales), y otras espirituales, aunque todas humanas. En realidad, todos somos dignos de compasión, porque todos cargamos miserias, y no sólo en un determinado momento de nuestra vida, sino en el entero transcurso temporal de la misma.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en 
Teología Patrística

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