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Después de las parábolas, los milagros
Si el domingo pasado leíamos algunas de las parábolas de Jesús que incluye Marcos en su evangelio, hoy empezamos con algunos de sus milagros. Hay cuatro seguidos en Marcos: la tempestad calmada, el endemoniado de Gerasa (que no leeremos), la curación de la mujer con flujo de sangre y la resurrección de la hija de Jairo.
Después de la doctrina vienen las obras de Jesús, sobre todo las obras milagrosas. Así, con palabras y obras va revelando que el Reino de Dios, la fuerza salvadora de Dios, ya está presente y que está actuando en este mundo. Lo demuestra un Cristo Jesús que domina las fuerzas cósmicas, que cura las enfermedades, que libera de la posesión diabólica y que incluso resucita a los muertos.
Job 38, 1.8-11. Aquí se romperá la arrogancia
El de Job es un libro sapiencial del siglo V antes de Cristo. Job, ayudado – o mareado- por sus contertulios, se queja ante Dios por el problema del mal que existe en el mundo y que a él le ha afectado en su propia carne.
Después de un largo silencio, Dios contesta finalmente a Job. Hoy leemos un breve pasaje de esta respuesta: ¿cómo se atreve a quejarse Job a un Dios que es todopoderoso? ¿tendrá Job tal vez la respuesta, por ejemplo, al interrogante de cómo se formó el mar? De una manera llena de poesía, Dios describe este aspecto de su obra creadora: «¿quién cerró el mar con una puerta? ¿quién le puso las nubes como mantillas y las nieblas por pañales?, ¿quién es capaz de romper la arrogancia de las olas contra las rocas?».
La página de Job nos prepara para escuchar el pasaje del evangelio en que Jesús calma la tempestad y las olas encrespadas.
El salmo sigue también con el tema del mar, siempre objeto de admiración: «contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano», pero también amenazador por el viento y las olas. Prevalece la confianza en el poder y la bondad de Dios: «apaciguó la tormenta en suave brisa y enmudecieron las olas del mar», «dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia».
2 Corintios 5, 14-17. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado Pablo reflexiona sobre el cambio que para él ha supuesto la fe en Cristo, y el que debería representar para todos los cristianos.
Si antes juzgaba a Cristo «según la carne», o sea, con ojos meramente humanos, «ahora, ya no». La muerte y resurrección de Cristo es algo que tiene consecuencias, para que todos vivan «no para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos».
Para Pablo la fe en Cristo nos lleva a una novedad radical: «el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado».
Marcos 4, 35-40. ¿Quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!
El primero de los milagros que nos narra Marcos es el de la tempestad calmada.
El relato es breve pero muy vivo: las olas encrespadas por el viento contrario -cosa que en el lago de Tiberíades suele suceder con frecuencia e inesperadamente-, el susto pintado en el rostro de los apóstoles, Jesús dormido tranquilamente en popa, recostado en un almohadón, la queja de los discípulos que parecen increparle el que duerma y se despreocupe de su suerte, el mandato lacónico de Jesús a la tempestad (una especie de exorcismo cósmico), la calma repentina, pero también -y es lo que a Marcos le interesa más, para que saquen las consecuencias sus lectores- la queja, esta vez de Jesús hacia sus apóstoles: ¿por qué tenéis miedo? ¿por qué tenéis tan poca fe?
Nada extraño que los apóstoles queden aún más asustados ante esta demostración de poder de Jesús, incluso sobre las fuerzas cósmicas: «¿quién es este? Hasta el viento y las aguas le obedecen».
2
Tempestades y miedos
El mar ha sido siempre, en particular en el mundo bíblico, una fuerza natural digna de admiración, pero también llena de amenazas, sinónimo de peligro y del lugar donde habita el maligno. Eso no sólo para las embarcaciones que navegan por él -como aquellos discípulos que eran pescadores experimentados, pero aquel día temieron lo peor- como para los habitantes de sus cercanías: que se lo pregunten a las víctimas del último «tsunami» o maremoto de Asia.
Una tempestad es también un buen símbolo de las crisis humanas, personales y sociales. Todos experimentamos alguna vez en nuestra vida borrascas pequeñas o no tan pequeñas, y nos sentimos zarandeados y mareados por la fuerza de las olas. Tanto en la vida personal como en la social y en la eclesial, a veces nos toca remar contra corrientes y vientos contrarios, y da la impresión de que la barca -por ejemplo la barca de la Iglesia, que navega por el mar de este mundo y no precisamente en un crucero de placer- se va a hundir.
Nuestro corazón está a veces agitado y nos entra el miedo y el cansancio, o nos asaltan dudas y mareos. Puede haber en nuestra vida turbulencias ideológicas e interrogantes muy serios sobre la existencia del mal en el mundo, o sobre la Iglesia misma, o la actualidad de su doctrina moral, o el mal ejemplo de algunos de sus pastores o la escasez de vocaciones. Otras veces nos zarandean dudas incluso de fe y crisis personales de fidelidad.
Hombres de poca fe
A los cristianos no se nos ha prometido una travesía pacífica del mar de esta vida, aunque llevemos a Cristo en la barca. Nuestra historia es a veces una historia de tempestades. Cuando Marcos escribe su evangelio, la comunidad cristiana sabe ya mucho de persecuciones y de dificultades.
Además, muchas veces parece que Dios calla y se muestra indiferente a nuestros males y Cristo está pacíficamente dormido mientras los demás luchan por su vida. Seguro que alguna vez también a nosotros nos ha venido espontánea una oración de protesta, quejándonos de esta aparente lejanía de Dios y con deseos de gritarle como Job a Yahvé, o como los apóstoles a Jesús: ¿por qué duermes? ¿no te importa que nos hundamos? Haríamos nuestras con gusto las preguntas que los salmistas se atreven a dirigir a Dios: «Señor, no te quedes callado, despiértate, levántate y defiéndeme», «despierta ya, ¿por qué duermes, Señor? ¿por qué ocultas tu rostro?», «¿hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?»…
Tal vez merecemos también nosotros, en estas circunstancias, un reproche del Dios todopoderoso y misericordioso, al que se nos ocurre pedir cuentas de por qué permite el mal, o de Cristo, que nos tiene que echar en cara nuestra poca fe, aun después de haber presenciado que domina no sólo las enfermedades y la muerte, sino también las fuerzas de la naturaleza: ¿por qué sois tan cobardes? ¿por qué tenéis tan poca fe?
Nos hace falta más fe, una fe que nos ayude a remar contra viento y marea. El Dios que es creador omnipotente es a la vez Padre. El que creó el mar es a la vez el Dios salvador y cercano. ¿Cómo podemos pensar que no busca nuestro bien? Ese Jesús que está en nuestra barca, aunque le veamos dormido, ¿cómo podemos sospechar que no le importa nuestro destino, o que permanece indiferente ante la posibilidad de que cada uno de nosotros se hunda o no? También la muerte injusta de Jesús en la cruz podía suscitar interrogantes dramáticos, pero Dios sacó bien de esa muerte para toda la humanidad.
Lo que pasa es que Dios a veces parece callar o dormir. En vez de responder racionalmente a nuestras preguntas, nos plantea él a nosotros otras, como Yahvé a Job, y como Cristo a sus apóstoles. Puede ser que a él no le preocupen tanto los interrogantes que nos acucian a nosotros, sino otros que nosotros no nos planteamos y según él son más importantes. ¿No será que a Dios le preocupa más la calma chicha de nuestra embarcación que las turbulencias de su travesía? ¿nuestra pereza que nuestros miedos? ¿nuestro conformismo y autosatisfacción que nuestras dudas?
Nos quedaremos tal vez sin saber la respuesta racional de nuestros interrogantes, pero los tenemos que vivir con confianza en el Dios que salva, y que sabrá cómo conseguir en todo nuestro bien. Dios nos está presente y no duerme, aunque lo parezca.
Haremos bien en rezar, con la oración que en la misa sigue al Padrenuestro: «líbranos de todo mal… protegidos de toda perturbación»…
Cristo, razón de ser y novedad radical
La presencia de Cristo en nuestra barca la podemos ver desde otro punto de vista, tal como la ve Pablo en su carta.
Es admirable la figura de Pablo: ¿de dónde saca tanta fuerza y tantos ánimos para realizar su ministerio con esa energía y esa perseverancia, en medio de tantas dificultades? La respuesta aparece clara en sus escritos: la respuesta es Cristo Jesús. La fe que él ha puesto en el Resucitado explica toda su vida: «nos apremia el amor de Cristo». Y llegará a decir: «yo vivo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20).
Ese Cristo que ha muerto por todos y que ha resucitado es quien motiva la vida de un cristiano: «Cristo murió por todos». También a cada uno de nosotros «nos apremia el amor de Cristo». O como decía san Benito en su Regla, «nada se anteponga al amor de Cristo». Lo que dice Pablo -que tenemos que vivir para Cristo-, lo repetimos en la Plegaria Eucarística IV del Misal, que toma la cita de este pasaje: «para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él que por nosotros murió y resucitó».
Además, para Pablo el acontecimiento Cristo debe suponer para nosotros un cambio radical. Cristo es la novedad total: «el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado». Así como la resurrección de Cristo transformó la vida de los primeros discípulos, debe transformar también la nuestra.
Las preguntas son obligatorias. Ante todo, ¿de veras Cristo Jesús es el centro de nuestra vida, y la razón de ser de nuestra fe y de nuestro modo de actuar? ¿es él el motor de nuestra existencia? Después de comulgar con Cristo, en la Eucaristía, ¿se nos nota que le hemos recibido? ¿nos dejamos «apremiar» por su amor a lo largo de la jornada o de la semana?
Segunda pregunta: ¿de veras estamos dispuestos a aceptar su novedad, o nos sigue gustando lo viejo, lo conocido, lo habitual? Cristo rompió moldes de mentalidad y de estilo de vida. El Concilio Vaticano ha impulsado a la Iglesia entera a abrir nuevas fronteras, sacudiendo un posible inmovilismo. Lo nuevo siempre resulta incómodo. En la escena evangélica de hoy los apóstoles se ponen en marcha al oír la palabra de Jesús: «vamos a la otra orilla». Si se hubieran quedado en la que estaban, no hubieran pasado lo que pasaron. La presencia de Cristo compensó ese peligro. No tendríamos que merecer su reproche: ¡hombres de poca fe!
José Aldazábal
Domingos Ciclo B