Lectio Divina – Viernes XI de Tiempo Ordinario

1.- Oración preparatoria.

Señor, en el evangelio de este día nos hablas de un tesoro. Y para mí, el único tesoro de mi vida eres Tú. Me pregunto: ¿Y qué pasaría de mí si Tú no estuvieras? Mi vida sería una vida malograda, una vida sin sentido. ¿Dónde dirigir mi mirada si no pudiera verte?  ¿Dónde inclinar mis oídos si no pudiera oírte?  ¿Hacia dónde elevar mis brazos si no fueras mi norte? ¿En quién inclinaría mi cabeza cansada si tu corazón estuviera ausente?  Sólo en Ti descansa mi alma.

2.- Lectura reposada de la Palabra Mateo 6, 19-23

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No acumulen ustedes tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho los destruyen, donde los ladrones perforan las paredes y se los roban. Más bien acumulen tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho los destruyen, ni hay ladrones que perforen las paredes y se los roben; porque donde está tu tesoro, ahí también está tu corazón. Tus ojos son la luz de tu cuerpo; de manera que, si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo tendrá luz. Pero si tus ojos están enfermos, todo tu cuerpo tendrá oscuridad. Y si lo que en ti debería ser luz, no es más que oscuridad, ¡qué negra no será tu propia oscuridad!».

3.- Qué dice este texto evangélico.

Meditación-Reflexión

Hay en este evangelio dos palabras muy unidas:  tesoro y corazón. Si preguntamos cuál fue el verdadero tesoro de Jesús, sin duda, el verdadero tesoro de Jesús fue su Padre. Nos dice San Juan que, desde toda la eternidad, el Verbo estaba volcado, inclinado, gravitando junto al Padre (Jn. 1,1). Y esta actitud la mantuvo también aquí en su vida mortal. El hacer la voluntad del Padre, el dar gusto al Padre ha sido el móvil de su vida, ha sido la razón de su existencia. Y, junto a este tesoro, Jesús ha tenido otro: guardar como un verdadero regalo a los que el Padre le ha entregado: “Eran tuyos y Tú me los diste”. (Jn.17,6). Nosotros somos un regalo del Padre para Jesús. Así nos ha visto, así nos ha amado. Entonces, ¿dónde ha puesto Jesús su corazón?  En el amor al padre y en el amor a nosotros que somos “regalos del Padre”. Siendo esto así ahora no nos extraña que Jesús insista en que debemos tener siempre el corazón libre para amar a Dios y amar a los hermanos. Las riquezas y honores de este mundo pueden ser un obstáculo para el amor y de tal modo pueden avasallar nuestro corazón que no le dejen cumplir la misión para la que fue creado: vivir para amar. Todo lo que no se puede reciclar en amor es poner obstáculos al corazón. 

Palabra del Papa.

“No acumulen, para ustedes, tesoros en la tierra. Este es un consejo de prudencia, porque los tesoros sobre la tierra no son seguros: se estropean, vienen los ladrones y se los llevan. Y, ¿en qué tesoros piensa Jesús? Principalmente en tres y siempre vuelve sobre el mismo argumento. El primer tesoro: el oro, el dinero, las riquezas… Dime, ¿un euro más te hace más feliz o no? Las riquezas, tesoro peligroso, peligroso…. El segundo tesoro: la vanidad. El tesoro de tener prestigio, de hacerse ver. Y esto siempre es condenado por Jesús. De esto modo, ha invitado a pensar lo que Jesús dice a los doctores de la ley, cuando ayunan, cuando dan limosna, cuando rezan para hacerse ver. Finalmente el tercer tesoro es el orgullo, el poder. ¡El poder termina! Cuántos grandes, orgullosos, hombres y mujeres de poder han terminado en el anonimato, en la miseria o en prisión. Es de ahí de donde viene la exhortación de no acumular dinero, vanidad, orgullo, poder. Estos tesoros no sirven. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 20 de junio de 2014, en Santa Marta).

4.- ¿Qué me dice hoy a mí este texto evangélico que acabo de contemplar? (Silencio)

5.- Propósito: Limpiar mi corazón de todo apego, de toda esclavitud, que le impidan amar como amó Jesús. 

6.- Diálogo con Cristo

Señor, que yo tenga luz necesaria para ver con claridad dónde está el secreto de mi vida, el secreto de mi alegría y de mi felicidad: vivir para amar: amar a Dios y a mis hermanos. No con un amor meramente humano sino como amaste Tú al Padre y a los hombres y mujeres de este mundo.

ORACIÓN EN TIEMPO DE LA PANDEMIA.

Señor Resucitado: Mora en cada uno de nuestros corazones, en cada enfermo del hospital, en todo el personal médico, en los sacerdotes, religiosos y religiosas dedicados a la pastoral de la salud, en los gobernantes de las naciones y líderes cívicos, en la familia que está en casa, en nuestros abuelos, en la gente encarcelada, afligida, oprimida y maltratada, en personas que hoy no tienen un pan para comer, en aquellos que han perdido un ser querido a causa del coronavirus u otra enfermedad. Que Cristo Resucitado nos traiga esperanza, nos fortalezca la fe, nos llene de amor y unidad, y nos conceda su paz. Amén

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Vísperas – Viernes XI de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS

VIERNES XI de TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

¿Quién es este que viene,
recién atardecido,
cubierto con su sangre
como varón que pisa los racimos?

Éste es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.

¿Quién es este que vuelve,
glorioso y malherido,
y, a precio de su muerte,
compra la paz y libra a los cautivos?

Éste es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.

Se durmió con los muertos,
y reina entre los vivos;
no le venció la fosa,
porque el Señor sostuvo a su Elegido.

Éste es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.

Anunciad a los pueblos
qué habéis visto y oído;
aclamad al que viene
como la paz, bajo un clamor de olivos. Amén.

SALMO 134: HIMNO A DIOS, REALIZADOR DE MARAVILLAS

Ant. El Señor es grande, nuestro dueño más que todos los dioses.

Alabad el nombre del Señor,
alabadlo, siervos del Señor,
que estáis en la casa del Señor,
en los atrios de la casa de nuestro Dios.

Alabad al Señor porque es bueno,
tañed para su nombre, que es amable.
Porque él se escogió a Jacob,
a Israel en posesión suya.

Yo sé que el Señor es grande,
nuestro dueño más que todos los dioses.
El Señor todo lo que quiere lo hace:
en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos.

Hace subir las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos desata la lluvia,
suelta a los vientos de sus silos.

Él hirió a los primogénitos de Egipto,
desde los hombres hasta los animales.
Envió signos y prodigios
—en medio de ti, Egipto—
contra el Faraón y sus ministros.

Hirió de muerte a pueblos numerosos,
mató a reyes poderosos:
a Sijón, rey de los amorreos,
a Hog, rey de Basán,
y a todos los reyes de Canaán.
Y dio su tierra en heredad,
en heredad a Israel, su pueblo.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El Señor es grande, nuestro dueño más que todos los dioses.

SALMO 134

Ant. Casa de Israel, bendecid al Señor; tañed para su nombre, que es amable.

Señor, tu nombre es eterno;
Señor, tu recuerdo de edad en edad.
Porque el Señor gobierna a su pueblo
y se compadece de sus siervos.

Los ídolos de los gentiles son oro y plata,
hechura de manos humanas;
tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven,

tienen orejas y no oyen,
no hay aliento en sus bocas.
Sean lo mismo los que los hacen,
cuantos confían en ellos.

Casa de Israel, bendice al Señor;
casa de Aarón, bendice al Señor;
casa de Leví, bendice al Señor.
fieles del Señor, bendecid al Señor.

Bendito en Sión el Señor,
que habita en Jerusalén.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Casa de Israel, bendecid al Señor; tañed para su nombre, que es amable.

CÁNTICO del APOCALIPSIS: HIMNO DE ADORACIÓN

Ant. Vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento, Señor.

Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor, Dios omnipotente,
justos y verdaderos tus caminos,
¡oh Rey de los siglos!

¿Quién no temerá, Señor,
y glorificará tu nombre?
Porque tú solo eres santo,
porque vendrán todas las naciones
y se postrarán en tu acatamiento,
porque tus juicios se hicieron manifiestos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento, Señor.

LECTURA: St 1, 2-4

Hermanos míos: Teneos por muy dichosos cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que, al ponerse a prueba vuestra fe, os dará constancia. Y si la constancia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros sin falta alguna.

RESPONSORIO BREVE

R/ Cristo nos amó y nos ha librado por su sangre.
V/ Cristo nos amó y nos ha librado por su sangre.

R/ Nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios.
V/ Por su sangre

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Cristo nos amó y nos ha librado por su sangre.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. El Señor nos auxilia a nosotros, sus siervos, acordándose de su misericordia.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Señor nos auxilia a nosotros, sus siervos, acordándose de su misericordia.

PRECES

Invoquemos al Señor Jesús, a quien el Padre entregó por nuestros pecados y lo resucitó para nuestra justificación, diciendo:

Señor, ten piedad de tu pueblo.

Escucha, Señor, nuestras súplicas, perdona los pecados de los que se confiesan culpables,
— y, en tu bondad, otórganos el perdón y la paz.

Tú que por el Apóstol nos has enseñado que, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia,
— perdona con largueza nuestros muchos pecados.

Hemos pecado mucho, Señor, pero confiamos en tu misericordia infinita;
— vuélvete a nosotros, para que podamos convertirnos a ti.

Salva a tu pueblo de los pecados, Señor,
— y sé benévolo con nosotros.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Tú que abriste las puertas del paraíso al ladrón arrepentido, que te reconoció como salvador,
— ábrelas también para nuestros difuntos.

Reconociendo que nuestra fuerza para no caer en la tentación se halla en Dios, digamos confiadamente:
Padre nuestro…

ORACION

Señor, Padre santo, que quisiste que Cristo, tu Hijo, fuese el precio de nuestro rescate, haz que vivamos de tal manera que, tomando parte en sus padecimientos, nos gocemos también en la revelación de su gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Comentario – Viernes XI de Tiempo Ordinario

Como en tantos pasajes del evangelio de Mateo, también en éste Jesús instruye a sus discípulos: No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen. Amontonad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roan, ni ladrones que abran boquetes y roben. Jesús nos aconseja poner la mirada en el «lugar» de las cosas que no se deterioran ni se corrompen, ni están sujetas al hurto o a la rapiña de los ladrones.

No merece la pena, viene a decir, empeñarse en amontonar tesoros aquí en la tierra. Esos tesoros están demasiado expuestos al deterioro de la polilla o la carcoma, a la substracción de los ladrones o a los vaivenes de la bolsa y, por tanto, a la pérdida de todo su valor. Lo que sí merece toda nuestra atención y dedicación es el cielo y los tesoros que allí podemos amontonar, pues en el cielo no hay polilla, ni carcoma ni ladrones, es decir, ninguno de esos factores que pudieran devaluar nuestros tesoros. En el lugar de las cosas imperecederas, los tesoros conservan todo su valor y no hay espacio para la corrosión, el extravío o el robo.

¿Qué tesoros son esos que, estando en la tierra, podemos acumular en el cielo? Sin duda, han de ser cosas muy valiosas y disfrutables en el cielo, cosas como la amistad, la fraternidad, la paz, la armonía, la veracidad, el respeto, el reconocimiento de la propia dignidad y libertad, el gozo que proporciona el encuentro con la verdad, la belleza y la bondad, el amor sin quiebra y sin detrimento.

Todos estos valores son cultivables en la tierra; pues bien, en esa misma medida serán acumulables en el cielo. Pero no se trata tanto de acumular méritos con los que poder presentarnos debidamente equipados en las moradas celestes, sino de acumular virtudes, es decir, esos hábitos necesarios para vivir en el cielo disfrutando de cosas tan valiosas como las anteriormente citadas.

Los tesoros de los que habla Jesús no pueden ser sino esos actos reiterados de amor con los que vamos amontonando el amor del que disfrutaremos sin deterioro y sin mengua en el cielo. Porque ¿dónde está nuestro tesoro, aquello que realmente apreciamos por encima de todo?

Donde está nuestro corazón, que es el que hace de ese objeto digno de aprecio su tesoro. Nuestros principales tesoros suelen llevar la marca de lo personal: un hijo, un hombre, una mujer, Dios Padre, Cristo eucaristía, la Virgen, una mascota, una creación literaria, quizá hasta una fórmula matemática. Son esas «cosas» que llevamos en el corazón por sernos muy apreciadas. Es el corazón el que pone precio a tales cosas, más allá de su valor objetivo o mercantil; porque nuestro mayor tesoro es aquello que más apreciamos, aquello de lo que no estaríamos dispuestos a desprendernos por nada del mundo.

Pues Jesús nos dice: poned vuestro corazón en lo que tiene valor imperecedero, en lo que no puede depreciarse ni devaluarse, en lo que siempre mantendrá su valor. Tal es el valor de las «cosas» del cielo. San Pablo pone este valor imperecedero en el amor, lo único que no pasará; porque la fe y la esperanza cesarán, pero el amor no. El amor es ese tesoro acumulable (ya en la tierra) del que habla Jesús. Pero, para apreciar lo valioso del amor hay que dejarse iluminar.

La lámpara del cuerpo es el ojo. El ojo es ese órgano corporal que nos permite ver lo que nos muestra la luz y hasta la misma luz. El ojo es esa lámpara que nos permite desenvolvernos en el espacio sin chocar o tropezar con los objetos que encontramos en nuestro camino. Pero, para cumplir su función es preciso que el ojo esté sano. Si está impedido o enfermo no podrá mostrarnos lo que está a la vista por estar en la luz. Y si esto sucede, el cuerpo entero quedará a oscuras y desorientado, sin saber qué dirección tomar o hacia dónde dirigir sus pasos.

La imagen empleada por Jesús es sumamente ilustrativa. Para mantenernos orientados necesitamos de la luz, y para percibir el espacio iluminado necesitamos órganos visuales (ojos) capaces de mantener su función (sanos). De nada serviría que el espacio estuviera perfectamente iluminado si no podemos ver, porque nuestros ojos están impedidos. La luz sólo nos será realmente útil si conservamos nuestra capacidad visual o capacidad para ver lo que nos muestra la misma naturaleza: su movilidad, su dependencia y creaturalidad, su indigencia, su carácter perecedero, su orden, su inteligencia, su fino ajuste, su diseño…

Y por este camino de captación progresiva se irá haciendo la luz en nuestras vidas y las cosas irán encontrando su lugar y su sentido, aquello para lo que fueron diseñadas. Entre estas cosas nos encontramos también nosotros, los hombres, con un sentido y un fin aún más claro y manifiesto. No hallar el sentido y el fin de nuestra existencia es permanecer sumidos en la oscuridad por muy grande que sea la envoltura luminosa en la que nos movamos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Comentario – Viernes XI de Tiempo Ordinario

(Mt 6, 19-23)

Este trozo del evangelio nos invita a vivir el presente sin preocuparnos tanto por acumular para el futuro. La preocupación debe ser más bien acumular otros tesoros, formados por bienes celestiales. Por esos tesoros vale la pena luchar.

Si leemos 1 Cor 13 veremos que el tesoro que no se acaba es el amor que damos a los demás. Cada acto de paciencia, de generosidad, de servicio, es un tesoro celestial que vale la pena acumular.

Entregándose sobre todo al amor, y no tanto a la acumulación de bienes materiales, el discípulo confía en la providencia amorosa del Padre, que no le dejará faltar lo indispensable para sobrevivir.

Recordemos que en 1 Tim 6, 17 no se prohíbe la posesión de riquezas ni el gozo de los bienes terrenos, sino que se ponga la seguridad en ellos. En otros términos, el dinero no puede ser objeto de amor, y mucho menos del primer amor. Cuando es así se convierte en «la raíz de todos los males» (1 Tim 6, 10).

Sólo Dios y el prójimo pueden ser objeto de amor, pero no los bienes materiales, que simplemente deben ser «usados» para el bien.

Cuando los versículos 22-23 hablan del ojo enfermo y del ojo sano se refieren a la persona tacaña y a la persona generosa. Así lo confirmamos si leemos Deut 15, 9; Prov 22, 9; Eclo 14, 3.10; 31, 13.23-24; 37, 11. Esto nos indica entonces que el egoísmo y la avaricia arrojan a la persona en la oscuridad total. Por el contrario, la Palabra de Dios promete muchas bendiciones a la persona generosa (Mt 25, 31-46; Lc 6, 38, etc.).

Si todos tuvieran una mirada generosa, nadie tendría necesidad de angustiarse por la falta de pan.

Oración:

«Libérame Señor de la preocupación por acumular dinero y cosas de este mundo. Dame el gozo de ganarme el pan sin angustia para poder compartirlo con generosidad. Regálame esa mirada generosa que todo lo ilumina».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Misa del domingo

«¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!»

Al calmar la tempestad que azota la pequeña barca el Señor manifiesta quién es Él, su identidad: Aquel que como hombre se rindió al sueño, se muestra ahora ante ellos como Dios. ¿Y quién tiene el dominio sobre el mar, sino quien ha creado el mar? Dios es quien controla su ímpetu, quien manda a las aguas marinas: «Hasta aquí llegarás y no pasarás; ¡aquí se romperá la arrogancia de tus olas!» (1ª lectura) Dios es quien apacigua la tormenta en suave brisa, y enmudece las olas del mar. (Salmo)

Así, pues, la pregunta que surge entre los discípulos parece ser solamente retórica: sólo a su Creador pueden obedecer las fuerzas de la naturaleza, el viento impetuoso o el mar embravecido, sólo Dios puede decirle a la tempestad: “¡Silencio! ¡Cállate!” y ser inmediatamente obedecido. (Evangelio)

Y si parece admirable lo que el Señor hace al manifestar su dominio frente a las fuerzas de la naturaleza, más admirable aún es lo que Él ha hecho por su criatura humana: Él, por rescatar y reconciliar a su criatura humana, encarnándose de María por obra del Espíritu Santo, se hizo uno como nosotros. Más aún, en la plenitud de su amor, murió por todos dejando que toda la furia del mal como una tempestad violenta se desatase sobre la frágil barca de su cuerpo. Pero al morir en la Cruz mandó callar la furia del mal que se abatía contra la humanidad entera, y con su Resurrección estableció su dominio sobre aquello que el mar, en la mentalidad semita, significaba: el dominio de la muerte, que el hombre al pecar introdujo en el mundo.

Ante Cristo cada ser humano debe poder preguntarse: ¿Quién es éste, que hasta a la muerte vence? ¿Quién es este que resucitando de entre los muertos destruyó el pecado, trajo la paz y reconciliación a los corazones, ha devuelto la dignidad de hijos de Dios a los hombres, ha restaurado la comunión de los hombres con Dios? La Iglesia responde: ¡Es el Señor, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que por la reconciliación del ser humano se ha hecho hombre! Por su Resurrección de entre los muertos el Señor Jesús “ha despertado del sueño profundo”, trayendo la vida nueva a quien cree en Él, de modo que «el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado» (2ª lectura).

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

¿Cuántas veces le reclamo al Señor que “Él duerme mientras yo me hundo” en el dolor, en la tristeza o sufrimiento, por alguna situación difícil que estoy pasando? ¿Cuántas veces le reclamo su silencio mientras me golpea el mal, una grave injusticia, una desgracia? ¿Cuántas veces rezo y rezo, le pido e imploro al Señor que me quite de encima una pesada cruz que me deja sin respiración y no pasa nada? Y le digo entonces: “¿Es que no te importa mi sufrimiento? ¿Por qué duermes, mientras la frágil barca de mi vida parece hundirse en medio de estas aguas turbulentas? ¿Dónde estás?”

Y cuántos, resentidos con Dios porque piensan que no los escucha y que los ha abandonado a su suerte, sienten que su fe desfallece: “¡he perdido mi fe!”, dicen. Pero, ¿es que alguna vez la tuvieron? ¿O acaso sólo creían que la tenían? ¿No se muestra la fe justamente en esos momentos de prueba intensa, cuando Dios parece dormir, cuando su silencio nos hiere profundamente?

Para comprender esto, miremos a María al pie de la Cruz. ¿No experimentó Ella una espada atravesar su Corazón al ver morir a su Hijo en la Cruz? ¡Qué impotencia la suya al no poder hacer nada por Aquel a quien amaba con todo su ser! ¿Y Dios dónde estaba cuando ella cargaba con todo ese dolor y sufrimiento? ¿Por qué no actuaba? ¿Por qué no despertaba de “su sueño”? Sin embargo, Ella nos da una tremenda lección: permanece de pie, firme, sostenida por la esperanza en las promesas de su Hijo. Ella no desespera, no desfallece en su fe, porque sabe y confía en que a pesar de tanto dolor y sufrimiento, a pesar de tanta injusticia, a pesar de la muerte misma de su Hijo amado, el triunfo será de Dios, y que Él no la abandonará.

Ante nuestros reclamos en semejantes situaciones el Señor nos dice también a ti y a mí: “¿Por qué eres tan cobarde? ¿Aún no tienes fe? ¿No te das cuenta que Yo estoy contigo?” No, Dios no está lejos, tampoco se desinteresa de nuestros problemas o sufrimientos; al contrario, Él se ha acercado a nosotros de una manera inaudita, se ha hecho hombre para acompañarnos en la frágil barca de nuestra existencia, para estar a nuestro lado y quedarse con nosotros todos los días.

Y si te parece que duerme o está ausente, a decir de San Agustín, es que Cristo está dormido en ti, es que tu fe está dormida. Por ello, ¡hay que despertar a Cristo en nosotros! ¡Hay que avivar nuestra fe día a día, nutrirla mediante el estudio, hacerla madurar al calor de la oración perseverante, permitir que fructifique poniéndola en práctica!

Tempestades de la vida

Tú, Señor, acompañas nuestro vivir
cuando las aguas están calmadas
y todo va sucediendo en armonía,
sin que suceda nada fuera de lo normal.

Tú, Señor, estás aún más cerca de nosotros
cuando de pronto surge una enfermedad,
un problema de trabajo, un conflicto de relación,
un desencanto, una muerte o cualquier dificultad.

Tú estás cuando los huracanes de la vida
nos hacen sentir miedo, porque se mueve la barca,
creemos que no vamos a poder superar ese momento
y entonces dudamos de tu presencia y de tu amor.

Tú, que conoces nuestras tempestades vitales,
nos tienes siempre envueltos en tu amor,
estás esperando que nos pongamos confiados en tus brazos
para desarrollar todos nuestros recursos y capacidades.

Tú, que crees en nosotros mucho más que nosotros mismos,
que nos has regalado a cada uno un potencial infinito
de equilibrio, salud mental, amnesia del dolor y alegría,
nos haces salir airosos de todas las dificultades.

Tú sólo esperas que tengamos fe en ti,
que creamos, de verdad, que acompañas siempre nuestra vida,
y que en ti nuestro valor aumenta y nos llenas de fuerza,
para poder con todo lo que la vida nos depare,
siempre que sepamos que vives dentro de nosotros,
que somos personas habitadas, impulsadas desde dentro a ser.

Mari Patxi Ayerra, La Palabra del Domingo y fiestas. Ciclo B

Comentario al evangelio – Viernes XI de Tiempo Ordinario

Para entender la primera lectura de hoy hay que ponerse en la piel del apóstol Pablo que desde un principio ha acompañado a la comunidad de Corinto.

Pero poco después han aparecido otras personas que quieren desacreditarlo como enviado de nuestro Señor Jesús. Sí, era verdad, anteriormente  en Jerusalén había perseguido a los cristianos hasta meterlos en la cárcel. A éstos que le desacreditan,  Pablo los llama “Superapóstoles” que quieren echar por tierra lo que Pablo con tanto sacrificio ha ido sembrando en la comunidad.

Entramos aquí en un tema muy real que puede destruir la fe y la vida de los cristianos y de las comunidades: las envidias  entre quienes quieren servir y guiar a la comunidad cristiana.

Es un peligro muy cierto que puede echar a perder años de trabajo de los animadores o responsables de la comunidad sembrando la calumnia y el desprestigio.

Un apóstol que se estime –parecen decir Pablo a sus rivales– se hace pagar dignamente sus servicios, como hacían los que servían en el Templo de Jerusalén. Pablo, en cambio, es un pobretón que no se aprovecha de  sus oyentes ni de su autoridad.

Y a continuación, enumera una paradójica lista, no precisamente de éxitos, no de comunidades fundadas o viajes realizados, conversiones y bautismos, de los que podría presumir. Recuerda su largo camino misionero, recorrido a la sombra de la cruz de Cristo: sufrimientos, privaciones, fatigas, persecuciones y castigos, peligros de muerte…

Sólo la «cruz de Cristo» que lleva a cuestas todo  apóstol confirma su legitimidad y el poder de su palabra. Ésta es la lección fundamental que nos da aquí Pablo. Termina poniendo a Dios por testigo de que todo lo dicho es verdad y que si de algo tiene que presumir, es de sus debilidades.

En el texto evangélico de hoy san Mateo  nos recuerda las palabras que  dijo Jesús a sus discípulos: «No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo,… porque donde está tu tesoro allí está tu corazón”.

En una conversación con amigos, alguien dijo una frase que se me quedó grabada: “El árbol no come sus frutos”. Me pareció una manera muy plástica de decir que todos los seres, incluyendo los humanos, existimos para darnos, no para encerrarnos en nosotros mismos.

San Pablo recordó estas palabras: “Hay más dicha en dar que en recibir” Este proverbio de Jesús  parece que Pablo lo aprendió de otros cristianos. Y es que los seres humanos hemos sido hechos para dar y para darnos. Nuestra vida cambiaría si pudiéramos comprender que − como el árbol – no estamos hechos para comernos nuestros propios frutos, sino para donarlos como alimento a otros. Igual que los frutos se pudren si nadie los recoge, de igual modo nuestros dones resultan infecundos si no los ponemos al servicio de los demás.

La capacidad de compartir no está ligada a la abundancia de recursos, sino a la generosidad del corazón. La persona generosa, aun cuando atraviese períodos de escasez, encuentra en su interior la fuente del gozo porque − como nos reveló Jesús – “hay más alegría en dar que en recibir”.

La raíz de la tristeza y la soledad que viven muchas personas está en su incapacidad dar, de compartir.

Carlos Latorre

Meditación – Viernes XI de Tiempo Ordinario

Hoy es viernes XI de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Mateo (Mt 6, 19-23):

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón.

»La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!».

Hoy, el Señor nos dice que «la lámpara del cuerpo es el ojo» (Mt 6,22). Santo Tomás de Aquino entiende que con esto —al hablar del ojo— Jesús se refiere a la intención del hombre. Cuando la intención es recta, lúcida, encaminada a Dios, todas nuestras acciones son brillantes, resplandecientes; pero cuando la intención no es recta, ¡que grande es la oscuridad! (cf. Mt 6, 23).

Nuestra intención puede ser poco recta por malicia, por maldad, pero más frecuentemente lo es por falta de sensatez. Vivimos como si hubiésemos venido al mundo para amontonar riquezas y no tenemos en la cabeza ningún otro pensamiento. Ganar dinero, comprar, disponer, tener. Queremos despertar la admiración de los otros o tal vez la envidia. Nos engañamos, sufrimos, nos cargamos de preocupaciones y de disgustos y no encontramos la felicidad que deseamos. Jesús nos hace otra propuesta: «Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben» (Mt 6,20). El cielo es el granero de las buenas acciones, esto sí que es un tesoro para siempre.

Seamos sinceros con nosotros mismos, ¿en qué empleamos nuestros esfuerzos, cuáles son nuestros afanes? Ciertamente, es propio del buen cristiano estudiar y trabajar honradamente para abrirse paso en el mundo, para sacar adelante la familia, asegurar el futuro de los suyos y la tranquilidad de la vejez, trabajar también por el deseo de ayudar a los otros… Sí, todo esto es propio de un buen cristiano. Pero si aquello que tú buscas es tener más y más, poniendo el corazón en estas riquezas, olvidándote de las buenas acciones, olvidándote de que en este mundo estamos de paso, que nuestra vida es una sombra que pasa, ¿no es cierto que —entonces— tenemos el ojo oscurecido? Y si el sentido común se enturbia, «¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6,23).

Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés