Lectio Divina – Viernes XII de Tiempo Ordinario

1.- Introducción

Señor, me llama la atención esta bajada del monte de la Bienaventuranzas. Qué distinta de aquella  bajada de Moisés del monte Sinaí entre truenos, relámpagos, miedos y castigos. Jesús, bajas de la montaña de Dios, pero un Dios Padre, lleno de compasión y de ternura. No bajas para castigar sino para salvar; no bajas para meter miedo, sino para dar confianza; no bajas porque no te lo pases bien en el monte, sino porque los hombres y mujeres que están en el valle te necesitan. Que yo sepa bajar de la contemplación a la acción.

2.- Lectura reposada del evangelio Mateo 8, 1-4

Cuando bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre. En esto, un leproso se acercó y se postró ante él, diciendo: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra. Y Jesús le dice: «Mira, no se los digas a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

Jesús sube al monte. Jesús baja del monte.

Jesús sube no atraído por el aire sano de la montaña ni por el intenso olor de las flores en primavera, sino por el inmenso e infinito amor del Padre. Algo grande, inefable, misterioso ocurre siempre que Jesús se interna en el silencio de la noche y abre su corazón a la ternura infinita del Padre. Para Jesús esta oración es una fuerte atracción, una imperiosa necesidad, una íntima y gozosa experiencia.  Pero Jesús baja al valle donde están los problemas de la gente. Y, en este caso, se encuentra con un problema terrible, el de la enfermedad de la lepra. En realidad son tres enfermedades en una: a) la física, dolorosa y difícil de curar; b) la social, que le apartaba de la sociedad para no contagiar. c) la religiosa, creyendo que eso sucedía como un castigo de Dios. Y aquí está Jesús para sanarlo  todo. Le cura la lepra y deja ya de sufrir físicamente. Lo manda al sacerdote para que certifique que está curado y así pueda ya insertarse en la sociedad. Y, sobre todo, le cura de la enfermedad más terrible, la de creer que Dios está lejos de él.  Y Jesús le dice que Dios está tan cerca de él que le toca. Ese gesto por parte de Jesús es para expresarle con un apretón de manos, lo equivocado que estaba cuando se creía lejos de Dios.  Dios no se contagia al tocar de cerca nuestras miserias y  nuestras enfermedades.

Palabra del Papa

“El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves etapas: la invocación del enfermo, la respuesta de Jesús, las consecuencias de la curación prodigiosa. El leproso le suplica a Jesús, ‘de rodillas’ y le dice: ‘Si quieres puedes purificarme’. A esta oración humilde y llena de confianza, Jesús responde con una actitud profunda de su ánimo: la compasión. La compasión es una palabra muy profunda que significa ‘sufrir con el otro’. El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este particular es muy importante. Jesús ‘tiende la mano, lo toca… y en seguida la lepra desaparece y Él lo purifica”. La misericordia de Dios supera cada barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no pone una distancia de seguridad y no actúa delegando, sino que se expone directamente al contagio por nuestro mal. Y así justamente nuestro mal se vuelve el lugar del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros la humanidad enferma y nosotros de Él su humanidad sana y que cura. Esto sucede cada vez que recibimos con fe un sacramento: el Señor Jesús nos ‘toca’ y nos da su gracia. En este caso pensamos especialmente al sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra y del pecado. (S.S. Francisco, Ángelus del 15 de febrero de 2015).

4.- Qué me dice hoy a mí este texto ya reflexionado. (Silencio)

5.- Propósito. Yo no puedo curar enfermedades físicas. Sí puedo visitar hoy a un enfermo y curarle de la enfermedad de la soledad y tal vez del prejuicio de creer  que Dios no le quiere.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, tu amor siempre me sorprende y me desborda. No te limitas a hacer el bien sino que lo quieres hacer bien. No te gusta emplear el bisturí para curar; te basta con el ungüento de tu dulzura, con la unción de tu bondad, con la caricia de tu mano, con la sonrisa de tus labios, con la ternura de tu corazón. ¡Qué bisturí tan bonito el de Dios!

ORACIÓN EN TIEMPO DE LA PANDEMIA.

Señor Resucitado: Mora en cada uno de nuestros corazones, en cada enfermo del hospital, en todo el personal médico, en los sacerdotes, religiosos y religiosas dedicados a la pastoral de la salud,  en los gobernantes de las naciones y líderes cívicos, en la familia que está en casa, en nuestros abuelos, en la gente encarcelada, afligida, oprimida y maltratada, en personas que hoy no tienen un pan para comer, en aquellos que han perdido un ser querido a causa del coronavirus u otra enfermedad. Que Cristo Resucitado nos traiga esperanza, nos fortalezca la fe, nos llene de amor y unidad, y nos conceda su paz. Amén

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Comentario – Viernes XII de Tiempo Ordinario

(Mt 8, 1-13)

La misión de Jesús, que parecía reservada a los judíos, se abre a los paganos. De hecho, el centurión es sólo un símbolo del mundo pagano en general, porque en el v. 11 dice que «muchos vendrán de oriente y occidente» a sentarse al banquete del Reino.

Pero en este texto se destaca la actitud del centurión romano, que no es sólo de humildad, sino también de confianza: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Basta que digas una palabra».

Jesús se admiró de la fe del centurión. Un pagano, que no tenía ninguna formación religiosa, que no conocía las Santas Escrituras, es capaz de suplicarle a Cristo con una inmensa confianza, con una profunda y sincera humildad. Y Jesús, con su exquisita sensibilidad, se admira por la docilidad de ese corazón, como también se admiraba de la generosidad de la viuda pobre (Mc 12, 41-44) o de la atención que le prestaba su amiga María, cuando se sentaba a sus pies a escucharlo (Lc 10, 38-42).

¡Qué bueno es tener un Señor que ama a la gente, que mira con ternura esos pequeños gestos llenos de confianza de su pueblo simple, que valora hasta un vaso de agua que demos a otro!

¡Qué bueno saber que él ve en lo secreto y que no se le escapa ni el más pequeño gesto de bondad y de fe que pueda haber en nuestro corazón! Él, que es el Santo, se admira de nosotros.

Oración:

«Quiero darte gracias Señor mío, por tu mirada buena; nadie sabe mirarme así. Porque ante tu mirada sólo puedo encontrar un estímulo para ser mejor. Gracias porque todo lo que se escapa a la mirada del mundo está claro ante tus ojos compasivos, ante ésos ojos que pueden descubrir una flor en medio de mis miserias. Mírame Señor con esos ojos».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

La misa del domingo

«Dios creó al hombre para la inmortalidad, le hizo imagen de su propio ser», es lo que afirma el autor divinamente inspirado del libro de la Sabiduría (1ª lectura). Pero, si esto es así, si tal era el designio y deseo de Dios al crear a la humanidad, ¿de dónde procede la muerte? ¿Por qué existen la enfermedad, la injusticia, el mal en el mundo?

La respuesta la escuchamos del mismo autor sagrado: «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo». Es decir, el mal y la muerte en el mundo tienen su origen no en Dios, sino en el hombre mismo que desde su libertad eligió desobedecer a Dios, y obedecer en cambio a quien es enemigo de Dios y de su creación, el diablo. Por el pecado del hombre «el mal moral entró en el mundo» (Catecismo, 311).

¿Qué hizo Dios ante tal elección de su criatura humana? No la rechazó, tampoco se desentendió de su destino ni la abandonó al poder del pecado y de la muerte, fruto de su pecado (ver Gén 2, 17). Dios, en cambio, fue fiel a quien por sobreabundancia de amor había creado a su imagen y semejanza, para participar de su inmortalidad en la Comunión divina de Amor. La reacción de Dios no es destruir lo que ha creado, sino buscar rescatar a su criatura humana, reconciliarla, elevarla nuevamente a su verdadera grandeza y dignidad, hacerla nuevamente partícipe de su vida y comunión divina. Es por ello que llegada la plenitud de los tiempos (ver Gál 4, 4), y para llevar a su pleno cumplimiento los designios reconciliadores del Padre, el Hijo, siendo de condición divina, se despojó de sí mismo y se hizo hombre como nosotros «obedeciendo hasta la muerte y muerte de Cruz» (Flp 2, 8). Luego de reconciliarnos en el Altar de la Cruz, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio expiatorio por nuestros pecados, «Dios le exaltó» (Flp 2, 9) resucitándolo de entre los muertos y glorificándolo a su derecha (ver Jn 17, 5). Es así como Cristo, el Hijo de Santa María, «siendo rico, se hizo pobre por ustedes para que ustedes se hicieran ricos con su pobreza» (2ª lectura). Él se abajó para elevar consigo nuevamente a su criatura humana de su miseria humana, para hacerla partícipe nuevamente de la naturaleza divina (ver 2Pe 1, 4). He allí la respuesta de Dios ante el pecado de su criatura humana.

El Señor Jesús, el Hijo del Padre, se conmueve profundamente ante el sufrimiento humano. Por ello se hizo servidor de todos (ver Mc 10, 45) y «pasó [por el mundo] haciendo el bien» (Hech 10, 31). No sólo tocó y se dejó tocar por los enfermos que en Él buscaban la salud y el perdón de Dios, sino que Él mismo «tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17), siendo inocente se hizo pecado por nosotros a fin de curar nuestras heridas, perdonar nuestros pecados y reconciliarnos con el Padre (ver 2Cor 5, 21). En efecto, «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53, 5).

En el Evangelio vemos al Señor Jesús obrar con poder, liberando al ser humano de las consecuencias del pecado, curando a una mujer que sufría flujos de sangre por doce años sin poder ser curada, devolviendo la vida a una niña muerta. ¿Quién podía realizar semejantes signos? Sólo quien venía de Dios. También los profetas enviados por Dios a su pueblo, Israel, habían realizado en nombre de Dios y con su poder señales impresionantes. Sin embargo, entre Jesús y cualquier otro profeta, existe una diferencia fundamental. Para obrar curaciones los profetas debían invocar el Nombre de Dios (ver 2Re 5, 11), en cambio, el Señor Jesús cura y devuelve la vida con autoridad propia: «Contigo hablo, niña, levántate». Si Él tiene este poder en sí mismo, quiere decir que Él es Dios.

Es importante notar que si bien el Señor en cuanto que es Dios tiene esa fuerza y poder de sanar y de vivificar, requiere por parte del hombre una acogida, una adhesión a su persona, una confianza. El Señor hace saber a la mujer que, si bien es cierto que de Él había brotado la fuerza sanante, es por su fe que ha obtenido de Él la salud que con tanta desesperación había buscado durante doce años. En el caso de Jairo, ante la noticia trágica de la muerte de su hija y el consejo de no molestar más al Maestro, el Señor lo invita a no desistir con estas alentadoras palabras: «No temas; basta que tengas fe». La fe en Él es indispensable para liberar al ser humano de las terribles consecuencias de su pecado, del mal, de la enfermedad y de la muerte.

Los signos o milagros realizados por el Señor Jesús a lo largo de su paso por el mundo son el anuncio de «una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el “pecado del mundo” (Jn 1, 29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1505).

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El ser humano sabe que el sufrimiento humano no es un bien, sino un mal. ¿Quién, en su sano juicio, quiere el sufrimiento para sí? El masoquismo, deleitarse en el propio sufrimiento tomándolo como un placer, es propio de un espíritu enfermo. Nuestra sensibilidad trata de evadir el sufrimiento. Tampoco lo queremos para nuestros seres queridos: nos duele verlos sufrir, nos duele su dolor. El amor genera una solidaridad en el dolor.

En el esfuerzo por paliar el dolor, por calmarlo o eliminarlo, se ha inventado la anestesia, los sedantes, los calmantes. La droga, el alcohol, la búsqueda de placer, etc., se han convertido también en modos fáciles de olvidar el dolor y evadir el sufrimiento sicológico, aunque sea por un instante, aún cuando luego vuelva con peor insidia. Hay quien ante un dolor insostenible y una situación desesperada piensa incluso en acabar su sufrimiento poniendo fin a su propia vida, o a la de aquellos a quienes ve sufrir tanto y no puede ayudar. ¿Quién no ha escuchado la terrible historia de alguna madre que, desesperada y agobiada por su situación de pobreza, de hambre y abandono total, tomó la decisión de envenenar a sus hijos y suicidarse luego ella misma?

Cuando todos los medios elaborados por el ser humano fracasan en su intento de aliviar o eliminar el dolor, cuando nos descubrimos impotentes para liberarnos del sufrimiento que causa una enfermedad incurable, una situación familiar que parece insuperable, un daño recibido que deja en el alma una profunda herida que no cierra, la pérdida de ser querido que muere trágica e inesperadamente, entonces recurrimos al Único en quien en medio de nuestra desesperación esperamos encontrar un consuelo o, de preferencia, un milagro: “Dios, ¡líbrame de esta hora! ¡Líbrame de este sufrimiento! ¡Líbrame de esta pesadilla! ¡Quítame este dolor y devuelve la paz a mi corazón!”

Es natural que le pidamos a Dios que aparte de nosotros el cáliz del sufrimiento, que nos libre de la cruz, del dolor que puede llevar a extremos a veces insoportables. ¡El mismo Hijo de Dios también rezó así al Padre: «aparta de mí este cáliz» (Lc 22, 42)! Pero, también el Señor Jesús nos enseña que al mismo tiempo hemos de añadir a nuestra intensa súplica un acto de total confianza en Dios y adhesión a sus designios: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Si a pesar de nuestra intensa súplica la cruz permanece allí, haciéndonos sufrir lo indecible; si no somos liberados de nuestro sufrimiento en ese instante, hemos de confiar plenamente en que Dios sacará mucho más fruto del grano que al caer en tierra sufre y muere (ver Jn 12, 24). Esa esperanza nos alienta a buscar en el Señor la fortaleza interior y a abrazarnos a la cruz con fe, con paciencia y con la profunda confianza de que de ese sufrimiento que experimento Dios sabrá sacar muchos bienes que yo, por ahora, no puedo vislumbrar.

Pidámosle al Señor con fe que nos libre de la carga de la enfermedad y del mal que se hace presente en nuestras vidas. Acudamos a Él con fe en momentos de sufrimiento y desesperación, tal y como lo hicieron Jairo, la hemorroisa o tantos otros. Pero pidámosle también que, si tiene a bien permitir que pasemos por el crisol del dolor, nos haga fuertes y valientes para cargar con el peso de la cruz sin desesperar, sin desalentarnos, sin rebelarnos caprichosamente contra Dios como si Él fuese el culpable de todos nuestros males o un sádico que le gusta vernos sufrir. No es así. Dios verdaderamente nos ama, y nos pide confiar en Él, en sus promesas, en el amor que nos tiene, en su preocupación por nosotros, por nuestro destino, presente y eterno. También nosotros, como San Pablo, hemos de confiar en las promesas de Dios y estar convencidos de que «la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas» (2Cor 4, 17-18).

Creo, Señor, pero aumenta mi fe

Sabes, Señor, que soy uno de los tuyos,
que creo en ti y formas parte de mi vida,
pero muchas veces vivo como si no existieras,
porque no termino de fiarme en ti del todo.

Quiero tener la fe de la mujer que tocó tu manto,
convencida de que Tú podías sanarle.

Me invitas a levantarme,
a no sestear en la mediocridad,
a vivir una vida apasionante,
a trabajar con la misma hermandad que Tú
y a confiar en ti mientras transcurre mi historia.

Tú me impulsas a levantar todo lo que está en mí dormido.
Tú me enseñas que puedo llegar a mucho más.
Tú me haces creer en el ser humano,
con todo lo que tiene de grandeza y fragilidad.

La fe en ti, Señor, me aparta de fatalismos y desesperanzas,
porque me haces confiar en las personas.
Hay mucho dolor en nuestro mundo,
a algunos les ha tocado una vida muy dura…
Hoy le pido que susurres al oído de cada hermano:
«Tu fe te ha salvado, vete en paz».

Mari Patxi Ayerra, La Palabra del Domingo y fiestas. Ciclo B

Comentario al evangelio – Viernes XII de Tiempo Ordinario

El evangelio de hoy nos cuenta que al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente.

Se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme.»

Extendió la mano y lo tocó, diciendo: «quiero, queda limpio.» Y en seguida quedó limpio de la lepra. ¿Pero Jesús quedó contaminado? Así era la opinión de la gente de aquella época: la lepra se contagiaba por contacto. Es decir, el que tocaba a un leproso inmediatamente se contagiaba de su enfermedad. Quedaba impuro.

Yo me acuerdo de haber vivido encuentros con leprosos cuarenta años atrás en los bosques de Paraguay. Y el miedo que experimentaba cuando alguno de ellos con el muñón de la mano envuelto en trapos, te la alargaba para saludarte. Negar la mano es un desprecio. Y eso yo no quería hacerlo de ninguna manera. Por eso luego yo instintivamente, cuando el leproso no me veía,  me restregaba la mano sobre el pantalón para evitar el posible contagio. Jesús en cambio, nos dice el evangelio de hoy, que “extendió la mano y lo tocó”. Este “tocar” no es un vulgar y corriente saludo dándose la mano. Es ponerse al nivel del enfermo ante las personas que lo estaban viendo. ¡Jesús se identificaba con el enfermo, pero  la gente reaccionaba haciendo el vacío alrededor de él!

En la época de Jesús el juicio sobre la lepra (¡y sobre los leprosos!) no podía ser más negativo: a la repugnancia física y peligro de contagio, se sumaba la exclusión. Por eso  el enfermo no podía convivir con las demás  personas, pues  el  leproso era considerado como un maldito de Dios. ¡Era una desgracia sobre otra! ¡La peor de las enfermedades!

Jesús dice que él ha venido a buscar y salvar lo que otros dan por perdido. Hoy sabemos que la lepra no tiene ningún origen sobrenatural, sino que es una enfermedad más. Pero lo que Jesús sabe muy bien es que los leprosos de su época  son víctimas de una doble desgracia: a su dolor físico se añade el injusto rechazo social y religioso; y ambas cosas quiere Jesús que queden superadas. Por eso su acción no es una mera curación física: al leproso curado lo envía al sacerdote para que levante acta de su curación y quede reintegrado en la comunidad de los que rezan en el templo y de los que caminan por calles y plazas. Jesús derriba muros y crea vida en fraternidad.

Según el cuarto evangelio, la misión de Jesús tiene por objeto “que tengamos vida y la tengamos abundante”. Por tanto, el auténtico seguidor de Jesús tiene que ser un creador y distribuidor de vida, destructor de barreras y aliviador de dolores, activo inconformista con todo tipo de sufrimiento y de división.

¿Brota con frecuencia de nuestro interior la acción de gracias por tantos bienes  recibidos?  ¿O sólo nos lamentamos ante Jesús de lo que nos falta? ¿Agradecemos la luz del sol que gratuitamente nos regala Dios cada día? ¿Damos gracias por la salud, por las maravillas de la amistad y la ternura que no se pagan con dinero?

Carlos Latorre

Meditación – Viernes XII de Tiempo Ordinario

Hoy es viernes XII de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Mateo (Mt 8, 1-4):

En aquel tiempo, cuando Jesús bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre. En esto, un leproso se acercó y se postró ante Él, diciendo: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra. Y Jesús le dice: «Mira, no se lo digas a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio».

Hoy, ¿qué significa creer? Es necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que sobre todo nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarle, de confiar en Él, de forma que toda la vida esté involucrada en ello.

Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?

—La fe es un confiado entregarse a un “Tú” que es Dios, quien me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia.

REDACCIÓN evangeli.net

Liturgia – Viernes XII de Tiempo Ordinario

VIERNES DE LA XII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO, feria

Misa de la feria (verde)

Misal: Cualquier formulario permitido. Prefacio común.

Leccionario: Vol. III-impar.

  • Gén 17, 1. 9-10. 15-22. Sea circuncidado todo varón como señal de la alianza. Sara te va a dar un hijo.
  • Sal 127. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor.
  • Mt 8, 1-4. Si quieres, puedes limpiarme.

Antífona de entrada          Sal 26, 1-2
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Ellos, mis enemigos y adversarios, tropiezan y caen.

Acto penitencial
Acudamos nosotros hoy, para que nuestro mundo encuentre aquellos bienes espirituales y humanos que ha perdido; pongamos ante Dios nuestra vida, y pidamos perdón por nuestros pecados.

  • Tú, que has venido a llamar a los pecadores. Señor, ten piedad.
  • Tú, que has sido enviado a sanar los corazones afligidos. Cristo, ten piedad.
  • Tú, que nos das tu amor y tu bondad. Señor, ten piedad.

Oración colecta
OH, Dios, fuente de todo bien,
escucha a los que te invocamos,
para que, inspirados por ti,
consideremos lo que es justo
y lo cumplamos según tu voluntad.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración de los fieles
Presentemos nuestras intenciones a Dios Padre, que nos llama a todos a vivir la castidad, sea cual sea el estado de vida en que nos encontremos. 

1.- Por la Iglesia; para que proclame incansablemente el Evangelio de la paz y acoja en su seno a todos los discípulos de Jesús. Roguemos al Señor.

2.- Por las vocaciones sacerdotales; para que Dios suscite en la iglesia predicadores del Evangelio que atraigan con fuerza a los fieles. Roguemos al Señor.

3.- Por los pueblos de la tierra; para que superen todo lo que les desune y promuevan todo cuanto les acerca. Roguemos al Señor.

4.- Por los que viven angustiados por distintas necesidades; para que encuentren ayuda en Dios. Roguemos al Señor.

5.- Por los que estamos aquí reunidos; para que vivamos en amor fraterno y formemos una comunidad de fe, esperanza y caridad. Roguemos al Señor.

Señor y Dios nuestro, que en tu Hijo nos has mostrado la plenitud de la Revelación; escucha nuestras peticiones y danos tu fuerza para que, cumpliendo tus mandamientos, enseñemos a los hombres a vivir según tu voluntad. Por Jesucristo nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
MIRA complacido, Señor,
nuestro humilde servicio,
para que esta ofrenda sea grata a tus ojos
y nos haga crecer en el amor.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión          Sal 17, 3
Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras.

Oración después de la comunión
QUE tu acción medicinal, Señor,
nos libere, misericordiosamente, de nuestra maldad
y nos conduzca hacia lo que es justo.
Por Jesucristo, nuestro Señor.