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Quiénes son los buenos pastores
El cuarto domingo de Pascua se nos presentaba Jesús como el Buen Pastor, con mayúsculas. Hoy aparece el mismo tema, pero con minúsculas: quiénes son buenos pastores del pueblo, y quiénes malos.
Aquellas personas que han sido puestas de un modo u otro al cuidado de los demás, social o eclesialmente, deben tener unas cualidades. Si no las cumplen, puede pasar lo que constató Jesús -y antes el profeta Jeremías en su tiempo-, que, por descuidar esas personas su deber, la gente anda desorientada, como ovejas sin pastor. Como muchas veces constatamos en el mundo de hoy, no sólo en tiempos de Jesús.
Jeremías 23,1-6. Reuniré el resto de mis ovejas y les pondré pastores
Yahvé, por medio del profeta, se queja de los malos pastores de Israel. No se preocupan de las ovejas, como debería hacer un buen pastor, sino que las dispersan: «os tomaré cuentas».
Por su parte, Dios promete que para después del destierro, cuando vuelva su pueblo, él mismo se cuidará de ellos: «yo mismo reuniré el resto de mis ovejas, las volveré a traer a sus dehesas». Además, se preocupará de que
tengan buenos pastores: «les pondré pastores que las pastoreen, y ninguna se perderá». En concreto, promete un pastor especial: un «vástago legítimo de David, un rey prudente, que hará justicia y derecho en la tierra». Su nombre será precisamente este: «el Señor nuestra justicia».
El salmo no podía ser otro: «el Señor es mi pastor, nada me falta», con las hermosas perspectivas que ofrece: «me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas… aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo…».
Efesios 2, 13-18. El es nuestra paz, él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa
Para Pablo, las consecuencias de la fe en Cristo son la paz, la reconciliación y la unidad de todos los pueblos. Aquí habla de la división que había entre Israel y los pueblos paganos: «él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, derribando el muro que los separaba».
Cristo es nuestra paz, el que nos ha reconciliado a todos con Dios. Lo ha hecho «mediante la cruz, dando muerte, en él al odio». Ahora, ya reconciliados, «unos y otros podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu».
Marcos 6, 30-34. Andaban como ovejas sin pastor
Los doce, que, como leíamos el domingo pasado, habían sido enviados a una misión apostólica, vuelven satisfechos y cuentan a Jesús «todo lo que habían hecho y enseñado».
Jesús, viendo que están cansados y necesitan un poco de calma para revisar con él su experiencia, porque la multitud les acosa hasta el punto de que «no encontraban tiempo ni para comer», les propone retirarse «a un sitio tranquilo a descansar un poco». En efecto, embarcan para pasar al otro lado del lago.
Pero la gente intuye a dónde van y, corriendo por tierra, llegan antes que ellos. Cuando Jesús «vio la multitud, le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor». Y entonces «se puso a enseñarles con calma».
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También los pastores necesitan descanso y silencio
Es significativo el detalle humano de Jesús, que ofrece a los doce un descanso, solos con él, para revisar experiencias, a la vuelta de su primera misión apostólica.
Todos necesitamos momentos de reposo. Ante todo para poder confrontar con alguien nuestras experiencias apostólicas, sean éxitos o fracasos. Ojalá tengamos siempre a alguien con quien compartir lo vivido, que sepa escucharnos y con el que podamos revisar y remotivar lo que vamos haciendo.
Todos necesitamos un poco de paz en la vida, momentos de oración, de silencio, de retiro físico y espiritual, con el Maestro. Como cristianos comprometidos, debemos ser activos, generosos, pero no activistas ni víctimas del «estress», que no es bueno, ni siquiera cuando es espiritual. El ritmo frenético que llevamos en este mundo, también para las cosas del ministerio, no es bueno para nuestra propia salud mental y espiritual.
De los apóstoles se decía que no tenían tiempo ni para comer. De nosotros a lo mejor se podría decir que no tenemos tiempo ni para rezar. Sería muy triste. Es verdad que el «retiro» espiritual que les propuso Cristo no pudo realizarse en aquel momento, porque la gente no se lo permitió. Pero ahí queda su intención. Los «pastores» necesitan alimentar su acción. Él mismo, Jesús, buscaba momentos de soledad para orar con Dios.
No hace falta que todos huyamos al desierto o nos convirtamos en ermitaños. Pero sí que podamos gozar de una suficiente serenidad y de equilibrio mental y psíquico, que nos «defendamos» del excesivo trabajo y encontremos en nuestro horario tiempo para meditar, para leer, para rezar. El tiempo que dedicamos a la oración no es un tiempo que robamos a los destinatarios. Tal vez estemos más unidos a ellos cuando rezamos que cuando estamos en medio de ellos. Además, en la oración nos encontramos con nosotros mismos y con la armonía interior que todos necesitamos.
Eso es lo que pretenden los retiros mensuales, o los Ejercicios anuales, o la Liturgia de las Horas y la meditación diarias. Este saber conjugar, como nos enseñó Cristo, el trabajo y los momentos de oración, es lo que nos llevará al equilibrio que necesitamos como personas y como pastores.
Los malos y los buenos pastores
Leyendo a Jeremías y la queja de Dios contra los dirigentes, que están llevando al pueblo a la ruina, sabemos bien quiénes son los malos pastores: los que no se cuidan de las ovejas, sino que se buscan a sí mismos; los que en vez de unir y guiar, dispersan; los que no las defienden contra los posibles peligros. A veces es la gente la que se queja de los malos pastores. Esta vez es Dios mismo quien se queja de ellos.
Menos mal que Dios nunca dejará a su pueblo sin pastores. Porque en verdad, en tiempos de Jeremías y de Jesús -y ahora- muchas personas están desorientadas, como ovejas sin pastor, y necesitan quien les guíe. Dios, ante todo, promete que él mismo será el Pastor: «yo mismo reuniré el resto de mis ovejas». Además, «les pondré pastores que las pastoreen, y ninguna se perderá».
El que es Buen Pastor, con mayúsculas, que cumple esa promesa de Dios, es Cristo Jesús. Nos da un ejemplo muy hermoso en el pasaje de hoy: «vio la multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor». Sabe conjugar la oración y el retiro con la caridad. Aunque busca momentos de silencio y oración, aquí da preferencia a seguir atendiendo a la gente. Además, lo hace sin reprenderles su «persecución». No hace ver que le han estropeado su plan ni que tiene prisa: «se puso a enseñarles con calma».
Un buen pastor -el que tiene una responsabilidad en el ámbito familiar o educativo o eclesial- es el que sabe conducir a buenos «pastos» y «aguas limpias», el que defiende a las ovejas, el que sabe curarlas, el que se preocupa por ellas, el que les dedica su tiempo y su propia persona, el que tiene buen corazón y siente compasión de los más necesitados, el que no se busca a sí mismo, sino el bien de todos, el que encuentra tiempo para escuchar y cuidar de las personas a él encomendadas y las trata sin prisas, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Eso no va sólo para los pastores de la Iglesia. También para los padres de familia, que deben tener tiempo para dialogar con sus hijos, sobre todo en los momentos más difíciles. Para los educadores, que pueden influir más en los niños y jóvenes con su cercanía que con sus enseñanzas. Para los superiores de una comunidad parroquial o diocesana o religiosa, que deben dedicar sus mejores horas a las personas, y no a las estructuras.
Cristo ha unido a todos los pueblos
Una de las consecuencias que nos ha producido el haber sido salvados por Jesús es, según Pablo, que él ha hecho de todos un solo pueblo.
Hablando de los que provienen del paganismo y los que pertenecían al pueblo israelita, Pablo resalta que ahora todos estamos unidos por el mismo Jesús. Ya no son dos pueblos, sino uno solo. Se ha derribado el muro del odio que los separaba. El, entregándose en la cruz por todos, ha hecho las paces entre los judíos y los no judíos, «uniéndoles en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, al odio». La muerte
salvadora de Cristo nos ha reconciliado a todos con Dios. Por Jesús «unos y otros podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu».
Es una llamada siempre actual para nosotros. Debemos ser personas de paz y reconciliación. A nadie le podemos considerar como extraño en esta familia que se llama la Iglesia de Cristo. Por nuestra acogida fraterna, debemos hacer sentir a todos que son hijos de la misma familia.
Ahora no será tal vez la distinción entre paganos y judíos la que nos interpela. Pero hay otras actitudes parecidas: ¿nos creemos superiores a otros? ¿tenemos un corazón capaz de comprender y dialogar con los que piensan distinto, seguramente con la misma buena voluntad que nosotros? ¿practicamos el ecumenismo, no sólo con los cristianos de otras confesiones, sino en nuestra propia familia, en nuestra comunidad religiosa, en las relaciones entre jóvenes y mayores, entre laicos y
religiosos? ¿acogemos a los alejados, a los emigrantes, a los turistas, a los forasteros? ¿les facilitamos que se sientan como en su casa? ¡Qué hermosa la consigna de Pablo: «paz a vosotros, los de lejos, paz también a los de cerca»!
Si los malos pastores, en vez de unir, dispersan, como decía Jeremías, los buenos pastores -y responsables en cualquier grado- son los que unen y tienden puentes.
Igual que Cristo hizo caer el muro divisorio entre Israel y el resto de la humanidad; igual que en Berlín cayó felizmente el muro que separaba el Este del Oeste, tal vez tendrán que desaparecer más muros en nuestra vida personal o comunitaria, para que puedan cumplirse estas perspectivas tan optimistas de Pablo y lo que ya el salmo cantaba: «Dios anuncia la paz a su pueblo».
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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