Lectio Divina – La Transfiguración del Señor

«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»

INTRODUCCIÓN

Ha escrito Jean Sulivan, “Jesús es lo que acontece cuando Dios habla sin obstáculos en un hombre”; por eso, podemos decir que es un hombre transfigurado. La transfiguración no fue un hecho puntual en la vida del Maestro de Nazaret, sino el estado de su ser.  ¿Qué hacía de Jesús un hombre transfigurado? Y ¿en qué se notaba? Según los datos que nos aportan las narraciones evangélicas, lo que mostraba a Jesús como un hombre transfigurado era su bondad, su compasión, su autenticidad, su integridad y coherencia, su libertad, su vivencia de Dios…

EVANGELIO

San Mateo 17,1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»  Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

CONTEXTO:

Para un lector familiarizado con la Biblia, evocar la subida a un monte, mencionando a Moisés y la presencia de una nube, todo eso nos remite al episodio de Moisés en el Sinaí. (Ex.24). Cuando Moisés bajó del Sinaí tenía la cara radiante. Todo eso expresa la revelación de Dios.  Jesús es el Nuevo Moisés.

1.– Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó a una montaña alta.  La montaña es el lugar de las teofanías o manifestaciones de Dios. Si encima era “alta” significa una manifestación profunda, muy especial. Jesús manifiesta lo que es: “El Hijo amado del Padre” Ya no hay que escuchar ni a Moisés (La Ley) ni a Elías (los profetas).  Jesús sube a la montaña con tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan.  ¿Por qué esos tres? ¿Por ser sus predilectos? No. Porque lo necesitan. Pedro ha pretendido apartar a Jesús de la Cruz. Y Jesús le ha reprendido fuertemente. Santiago y Juan, en el mismo camino hacia Jerusalén, cuando Jesús hablaba de lo que tenía que padecer el Hijo del Hombre,  ellos hablan de los “primeros puestos” de “quién será el más importante”. Y estos mismos discípulos, al no ser bien recibido Jesús por los samaritanos, le han pedido que “lloviera sobre ellos fuego del cielo”. Jesús les regañó” (Lc. 9,54-55).  Jesús se los sube a la montaña para cambiarles, para transformarles.

2.– Señor, ¡qué bien se está aquí!  Si quieres haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Y aquí vienen dos errores graves de Pedro:

  1. El querer permanecer siempre en la montaña. Jesús sube a la montaña, pero para bajar. En la montaña, cerca del cielo, se puede estar muy bien; pero el mundo, la gente, los problemas, las preocupaciones, están abajo. Ciertamente que hay que mirar más al cielo, pero para pisar mejor la tierra. ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? (Hech. 1,11). 
  2. El segundo error está en pretender hacer “tres tiendas iguales”. Es decir, Pedro pone a Jesús al mismo nivel que Elías y Moisés. Es como un personaje importante del A.T. ¿Todavía no se ha enterado Pedro de quien es Jesús? El evangelista Marcos, en su lugar paralelo, dice: “Pedro no sabía qué decía” (Mc. 9,6). Y nosotros, que llevamos tanto tiempo siguiendo a Jesús, estamos muy equivocados cuando, en la práctica, damos más importancia al dinero, al ocupar un cargo importante, al ser más que los demás, al pasarlo bien, que a Jesús. Y debemos tener muy claro que Jesús no es “uno más”. Jesús es Dios, es el Absoluto, el Definitivo, el Señor a quien debemos entregar las riendas de nuestra vida.

3.- “Al alzar los ojos no vieron más que a Jesús solo.” Y, según el evangelista, este debe ser el resultado de este encuentro.  A la montaña, hemos podido subir con una mirada corta y miope al estilo de los discípulos. Pero de la montaña no se puede bajar como se ha subido. Un verdadero encuentro con Dios nos cambia, nos purifica, nos transforma, nos hace ver la vida de otra manera. Y qué bonita sería la vida si todo lo viéramos con los ojos de Jesús. Qué mirada tan honda, tan misteriosa, tan escalofriante tendríamos hacia nuestro Padre Dios. Y qué  mirada tan bondadosa, tan comprensiva, tan misericordiosa hacia nuestros hermanos.  Podríamos decir lo mismo que Jacob con relación a su hermano Esaú ya arrepentido: «He visto a Dios en el rostro benévolo de mi hermano”.

PREGUNTAS

1.- ¿Me gusta subir a la montaña de Dios? ¿Rezo con frecuencia? ¿Subo al monte con idea de bajar a la llanura?

2.- ¿Qué importancia tiene Jesús en mi vida? ¿Acudo a Él solamente cuando lo necesito? ¿Sería lo mismo mi vida sin Él?

3.-  Una vez que he  puesto mi mano en el arado y he dicho sí a Jesús, ¿Me gusta mirar atrás?  ¿Puede haber algo mejor que Jesús?

Comentario – Viernes XVIII de Tiempo Ordinario

(Mt 16, 24-28)

Después que Jesús ha mostrado claramente que él debe pasar por la pasión, indica a los discípulos que también ellos deben aceptar su parte de pasión, también ellos deben cargar la cruz.

Pretendiendo una vida sin problemas en realidad se pierde la vida, pero aceptando perder la vida en realidad se la está salvando. Para poder vivir esto es necesario aceptar que son los valores más profundos los que le dan sentido a nuestra vida, valores que a veces hay que defender con sangre y lágrimas. Sin esos valores ya no hay vida que valga realmente la pena.

No se trata de cargar la cruz por amor al dolor o como si el sufrimiento fuera lo más importante. Se trata de cargar con la cruz que nos toca, la propia cruz, la que ya tenemos, pero para seguir a Cristo.

Porque alguien que vive renegando de los problemas, de las dificultades y de las exigencias de la vida no puede seguir a Cristo, ya que gasta todas sus energías rechazando y despreciando la cruz que le toca llevar.

En 16, 28 Jesús anuncia una inminente venida del Reino. Es lo que presenciaron y vivieron los discípulos a partir de la resurrección de Jesús. Pero digamos también que los primeros discípulos habían interpretado este anuncio como la llegada inminente de la Parusía, porque Jesús hablaba también del premio que recibiría cada uno por sus obras al fin de los tiempos (v. 27). Luego, con el paso de los años, esa espera del fin de los tiempos, como si fuera algo inminente se fue atenuando, y se convirtió en el empeño por vivir a pleno cada día como si fuera el último.

Oración:

«Tomo mi cruz Señor; esa molestia que nunca falta, esas cosas que me cuesta aceptar en mis seres queridos, ese cansancio en medio del trabajo cotidiano, esa burla que recibo por ser tu discípulo. Acepto esa cruz Señor, te la ofrezco y la llevo contigo».  

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

La misa del domingo

Como la semana pasada, la primera lectura de este Domingo habla de una situación en extremo desesperada. Esta vez se trata de Elías, el más importante profeta de Israel, quien huyendo de sus perseguidores da a parar al desierto. Es allí donde, física y psicológicamente extenuado, con hambre y sin alimento alguno a la mano, solo, en medio de la terrible sequedad y del calor sofocante del desierto, experimenta su total impotencia para hacer frente a una situación que parece no tener salida. Es esta profunda experiencia de debilidad, de desolación y angustia la que le impulsa a elevar a Dios una súplica pavorosa: «¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo!» (1Re 19, 4)

Dios no escucha semejante súplica porque no quiere la muerte de sus elegidos: «¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere» (Ez 18, 31-32). En cambio, la respuesta que el Señor da a la súplica dramática de su siervo es ésta: «¡Levántate, come!» (1Re 19, 5). Dios no libera a Elías del sufrimiento y de las circunstancias difíciles que afronta por su fidelidad a Dios, antes bien, lo insta a sobreponerse, a levantarse de su tristeza y postración, a comer del pan que Él le ofrece y a ponerse en marcha. El alimento que Dios le da es un alimento en apariencia normal y sencillo, pero esconde en sí una singular virtualidad. Al ser comido por él le comunica una fuerza sobrenatural por la que resistirá cuarenta días y noches de caminata por el desierto hasta llegar al Horeb, la montaña de Dios. Por este alimento es Dios mismo quien sustenta y sostiene a Elías en su caminar.

En el Evangelio el Señor se revela a sí mismo como «el Pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera». En Él se cumple en plenitud lo que prefiguraba aquel otro pan enviado por Dios a Elías.

Frente al pan que comieron sus padres en el desierto y murieron, Él les ofrece un Pan que les comunicará la vida eterna. El Señor asegura de este modo la resurrección futura a quien coma de este Pan. “Eterna” es la vida que el Señor promete y da, porque es participación plena de la vida del “Eterno”.

Este “Pan de Vida”, Pan que contiene en sí mismo la Vida (ver Jn 1, 4) y la comunica al ser humano, es el mismo Cristo que por la encarnación “bajó del Cielo”.

Al decir que el pan que Él dará «es mi carne para la vida del mundo» expresa la relación de ese misterioso pan con su futuro sacrificio en el Altar de la Cruz. Esta “carne” (en griego sarx y en hebreo basar) que Él entregará para ser comida es la carne en cuanto entregada en la Cruz para dar la vida a los hombres.

Para entender mejor el significado de esta afirmación del Señor hay que tomar en cuenta que tanto en el ambiente cultual greco-romano como en el judío era usual ofrecer sacrificios de animales, en un caso a los dioses paganos, en Israel al Dios único. Normalmente la carne de aquellos holocaustos se comía posteriormente, y se pensaba que al comer aquella carne uno se hacía partícipe del sacrificio ofrecido. Teniendo esto en cuenta podemos pensar que la carne que ofrece el Señor es aquella que procederá de su propio sacrificio reconciliador. Su «carne (entregada) para la vida del mundo» es Él mismo, el Cordero de Dios que mediante su sacrificio quitará el pecado del mundo y por su resurrección comunicará su Vida a quienes al comerlo entrarán en comunión con Él, haciéndose partícipes de su mismo sacrificio reconciliador.

En el uso semita carne (así como también la expresión carne y sangre) designa al hombre en su totalidad, y no solamente la parte muscular de su cuerpo. Por tanto, comer su carne es más que masticar un pedazo de músculo, es entrar en comunión con la totalidad de Cristo, muerto y resucitado.

Este misterioso pan que el Señor dará no es otro que la Eucaristía, pan que al ser consagrado se convierte en la Carne de Cristo y vino que se convierte en su Sangre, de modo que llegan a ser para nosotros Cristo mismo, muerto y resucitado.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El camino de la vida cristiana excede absolutamente a nuestras solas fuerzas y posibilidades. Y es que para ser cristiano «no se trata solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (S.S. Juan Pablo II, Veritatis splendor, 19). Y como «seguir a Cristo no es una imitación exterior», sino que «afecta al hombre en su interioridad más profunda» (Veritatis splendor, 21), nadie jamás sería capaz de “seguirlo” del modo dicho si este “poder” no le fuese dado de lo Alto, por el Espíritu Santo que lo transforma radicalmente y hace de él o ella una nueva criatura a imagen de Jesucristo, el Señor.

Quien olvida que el camino de la plena conformación con el Señor Jesús es muy superior a sus solas fuerzas no tardará en experimentar la rebeldía, el desaliento y la desesperanza en el momento de la dura prueba. Para quien no aprende a buscar su fuerza en el Señor, el peso de la cruz se hace demasiado grande y el camino demasiado cuesta arriba o “imposible”. El Señor en determinadas circunstancias permitirá que experimentemos nuestra radical fragilidad hasta el extremo para que aprendamos aquello de que su fuerza «se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Cor 12, 9). En esas ocasiones el Señor no nos liberará del peso de la cruz y nos invitará más bien a buscar en Él nuestra fuerza para poder abrazarnos a ella con decisión y cargarla con paciencia.

Pero si bien es cierto que por nuestras solas fuerzas y sin el Señor nada podemos (ver Jn 15, 5), es igualmente cierto que no debemos esperarlo todo de Él sin hacer nada nosotros. Nuestra cooperación es indispensable e insustituible, debiéndose dar siempre al máximo de las propias capacidades y posibilidades. En este sentido, todo don de Dios, todo talento que Él nos ha dado, es al mismo tiempo una tarea que exige de nuestra activa cooperación para su multiplicación. También a Elías Dios le invita a levantarse de su postración, a ponerse en pie y a comer del pan que Él le ofrece, para que fortalecido y sostenido por ese singular alimento, camine decidido hacia la montaña de Dios. La fuerza de Dios que se le ofrece por medio de este pan no sustituye la voluntad del elegido ni prescinde de sus propios esfuerzos, sino que los requiere. Del mismo modo, a decir de San Francisco de Sales, «Él nos despierta cuando dormimos… pero en nuestra mano está el levantarnos o no levantarnos, y si bien nos ha despertado sin nosotros, no quiere levantarnos sin nosotros».

Como en el caso de Elías, también nosotros hemos de estar preparados para recorrer el camino que excede absolutamente nuestras limitadas fuerzas y capacidades humanas. Nuestro camino, a través de la paulatina conformación con el Señor Jesús, lleva al encuentro pleno con Dios, en la participación de su misma comunión divina de Amor en la vida eterna. Por ello, para no desfallecer en medio de las pruebas y sucumbir por nuestra debilidad e insuficiencia, el Señor nos ha dado un sencillo pero muy singular alimento: la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de su propio Hijo, que aparecen ante nuestros ojos como cualquier trozo de pan y un poco de vino común, pero que sin embargo es este Pan del Cielo que nos sostiene y fortalece con la fuerza divina, es Cristo mismo quien se nos entrega para ser nuestro Alimento.

Conscientes de la fuerza que recibimos en este singular Alimento también nosotros podemos afirmar que «todo lo que en nosotros es fuerte, robusto y sólido, gozoso y alegre para cumplir los mandatos de Dios, soportar el sufrimiento, practicar la obediencia, defender la justicia, todo esto es fruto de la fuerza de este Pan y de la alegría de este Vino» (Balduino de Ford). Cristo es verdaderamente el Pan de la Vida que nos asegura la fuerza de Dios mismo, y para quien lo recibe en la fe es garantía de vida eterna.

Recordemos que cada vez que en la Eucaristía se nos ofrece este Alimento ya no es un ángel el que a nosotros nos dice: «¡Levántate, come!», sino que es el mismo Hijo de Dios, Jesucristo el Señor, quien nos dice: «¡Toma y come! (…) ¡Toma y bebe!», «éste es mi cuerpo… ésta es mi sangre» (Mt 26, 26.28). ¿Comprendemos este don enorme, por el que Él mismo se nos da como Alimento, indispensable para poder realizar nuestras “jornadas por el desierto” hasta el encuentro definitivo con Dios en su “monte santo”, es decir, en la gloria y plena comunión con Él?

Todos tenemos hambre

Porque todos, Señor tenemos hambre de ti,
no nos dejes pasar por la vida
sin regalar nuestra risa, las caricias, los detalles,
que son los gestos que te hacen presente.

Porque tenemos hambre de ti, Señor,
hemos de llenar la tierra de confidencias,
de nuestro ser amigos, de crear buen clima de vecinos,
de generar ambiente cálido entre los compañeros,
de saber agradecer todo lo que la vida nos regala,
de intentar comprender a todo el mundo,
que es la forma de vivir a tu manera.

Porque Tú sacias nuestra hambre infinita,
ayúdanos a compartir con los demás
la alegría del comienzo del nuevo día,
la ternura de vivir en compañía,
la ilusión de disfrutar cada momento,
la emoción de poner amor en todos,
la sorpresa de lo nuevo de cada persona,
la salud del enfermo acompañado,
el compromiso con el mundo injusto y frío,
que Tú potencias en cada uno en los adentros.
Porque el mundo tiene hambre de Dios,
impúlsanos a hablar de ti con sencillez,
a contar lo que vas haciendo en cada uno,
a recordar que Tú liberas de toda atadura,
a acompañar vidas, haciéndote presente,
a ser chispa alegre y cotidiana,
a cambiar la rutina por tu vida en abundancia,
a entusiasmar con la revolución del Evangelio,
y a ser buena noticia en donde estemos,
pues Tú estás en nosotros para hacernos como Tú.                                                                                                                                                                                                                       

Mari Patxi Ayerra

Comentario al evangelio – La Transfiguración del Señor

Moisés y Elías conversaban con Él

La liturgia presenta dos veces el acontecimiento de la Transfiguración: el segundo domingo de Cuaresma, y en esta fiesta, que tiene su origen en la dedicación de la basílica del monte Tabor, y de la que tenemos testimonios procedentes del siglo V, aunque en Occidente se extendió más tarde, desde el siglo IX. En el contexto de la Cuaresma este acontecimiento de la vida de Jesús encuentra su marco más propio, como parte del camino hacia Jerusalén, a los acontecimientos pascuales de la muerte y resurrección de Cristo. La luz de la transfiguración, que se muestra a los testigos escogidos, Pedro, Santiago y Juan, fortalece la fe para los momentos de la prueba y la dificultad, y mira, sobre todo, a esa dificultad humanamente insuperable que es el escándalo de la Cruz.

La luz de la transfiguración de Cristo no es una luz meramente material: es la luz de la Palabra que es el mismo Cristo. La encarnación, que ha hecho esta Palabra cercana y accesible, puede, sin embargo, velarla, hacerla opaca: podemos entenderla como una mera enseñanza moral, o como un conjunto de historias edificantes, y no como lo que es en realidad: una palabra viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos, que penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón (cf. Hb 4, 12). Es la luz de la transfiguración la que nos revela el carácter divino y salvador de esta Palabra que es Cristo. Precisamente por eso, en el resplandor de la Palabra, se aparecen Moisés y Elías: la ley y los profetas, que conversan con Él (el evangelista Lucas nos informa incluso de qué hablaban: de lo que había de cumplirse próximamente en Jerusalén). El Antiguo Testamento habla con Jesús y, en el fondo, habla sólo de Él. Para poder leer el Antiguo Testamento a la luz de la fe, es preciso entender que todo lo que ahí se dice debe ser puesto en relación con Cristo, pues ese es su único tema. Cristo es la verdadera clave de lectura de toda la revelación bíblica, en el que toda ella adquiere su pleno sentido.

La luz de la Palabra es alimento para el camino. Por eso no es legítimo “construir tiendas”, quedarse en la contemplación (que, sin embargo, es tan necesaria, como momento obediencial de escucha), sino que la misma Palabra que es Cristo nos manda ponernos en pie y continuar caminando: al encuentro de los demás, en dirección a Jerusalén.

¿Por qué esta experiencia se reserva sólo a unos pocos testigos escogidos? No podemos pedirle cuentas a Dios por sus designios. Pero sí que podemos entender que las gracias (a veces especiales y extraordinarias) que reciben algunos (santos, místicos, doctores…) no las reciben para su exclusivo disfrute, sino para el bien y a favor de todos. Lo dice con claridad el mismo Cristo, dirigiéndose a uno de los privilegiados del monte Tabor: “y tú, cuando hayas vuelto, fortalece a tus hermanos” (Lc 22, 32). Los grandes santos nos enriquecen a todos. Pero eso vale para cada uno de nosotros. Todos los creyentes hemos recibido por la fe una porción de esa luz. Es una gracia que nos sirve para que, cuando sentimos la oscuridad de la cruz, nos mantengamos fieles a esos momentos de luz; pero también genera una responsabilidad: la de ponernos en camino para testimoniar esa luz en nuestra vida, compartirla y fortalecer a los que flaquean.

Ciudad Redonda

Meditación – La Transfiguración del Señor

Hoy celebramos la Transfiguración del Señor.

La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 9, 2-10):

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: «Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» —pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados—.

Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle». Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de «resucitar de entre los muertos».

Hoy celebramos la solemnidad de la Transfiguración del Señor. La montaña del Tabor, como la del Sinaí, es el lugar de la proximidad con Dios. Es el espacio elevado, respecto a la existencia diaria donde se respira el aire puro de la Creación. Es el lugar de la oración donde se está en la presencia del Señor, como Moisés y Elías que aparecen con Jesús transfigurado hablando con Él acerca del Éxodo que le esperaba en Jerusalén (es decir, su Pascua).

«Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (Mc 9,3). Este hecho simboliza la purificación de la Iglesia. Y Pedro dijo a Jesús: «Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mc 9,5). San Agustín comenta bellamente que Pedro buscaba tres tiendas porque todavía no conocía la unidad entre la Ley, la Profecía y el Evangelio.

«Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: ‘Éste es mi Hijo amado, escuchadle’» (Mc 9,7). La Transfiguración no es un cambio en Jesús, sino la Revelación de su Divinidad. Pedro, Santiago y Juan, contemplando la Divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la Cruz. ¡La Transfiguración es un anticipo de la Resurrección!

«Rabbí, bueno es estarnos aquí» (Mc 9,5). La Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que Él nos da en la peregrinación terrena para que “Jesús sólo” sea nuestra Ley, y su Palabra sea el criterio, el gozo y la bienaventuranza de nuestra existencia.

Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que lo podamos seguir cada día con alegría, y nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la Cruz con vista a participar también de su Gloria.

Rev. D. Ignasi NAVARRI i Benet

Liturgia – La Transfiguración del Señor

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR, fiesta

Misa de la fiesta (blanco).

Misal: Antífonas y oraciones propias. Gloria. Prefacio propio. No se puede decir la Plegaria Eucarístíca IV.

Leccionario: Vol. IV

  • Dan 7, 9-10. 13-14. Su vestido era blanco como nieve. O bien: 2Pe 1, 16-19. Esta voz del cielo es la que oímos.
  • Sal 96. El Señor reina, Altísimo sobre toda la tierra.
  • Mc 9, 2-10. Este es mi Hijo, el amado.

Antífona de entrada          Cf. Mt 17, 5
Se manifestó el Espíritu Santo en una nube luminosa y se oyó la voz del Padre que dijo: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».

Monición de entrada y acto penitencial
Celebramos hoy la fiesta de la Transfiguración del Señor, en la que Jesucristo manifestó su gloria ante los discípulos Pedro, Santiago y Juan, con el testimonio de la Ley y los Profetas, para evitar que se sintieran escandalizados por que él iba a ser crucificado. También nosotros hemos sido convocados aquí para ser testigos de Cristo, de su gloria.

Comencemos pidiendo perdón al Señor por nuestros fallos:

  • Por tu pasión y tu gloria. Señor, ten piedad.
  • Por tu muerte y resurrección. Cristo, ten piedad.
  • Por tu descenso al lugar de los muertos y tu exaltación a la derecha del Padre.. Señor, ten piedad.

Se dice Gloria.

Oración colecta
OH, Dios,
que en la gloriosa Transfiguración de tu Unigénito
confirmaste los misterios de la fe
con el testimonio de los que lo precedieron
y prefiguraste maravillosamente
la perfecta adopción de los hijos,
concede a tus siervos que,
escuchando la voz de tu Hijo amado,
merezcamos ser sus coherederos.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración de los fieles
Oremos a Dios Padre, que, en Jesucristo, su Hijo, nos ha revelado su amor y benevolencia con nosotros.

1.- Por la Iglesia, para que sea en medio del mundo como una lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que despunte el gran día de Jesucristo. Roguemos al Señor.

2.- Por los que buscan el rostro de Dios, para que puedan encontrarlo en el rostro del hombre. Roguemos al Señor.

3.- Por los que intentan transformar este mundo, para que sus esfuerzos alumbren el mundo nuevo, que Cristo nos presagia en su transfiguración. Roguemos al Señor.

4.- Por nosotros, para que, prestando atención a su palabra, sepamos irradiarla a los demás. Roguemos al Señor.

Dios, Padre nuestro, tu Hijo muy amado ha recibido de ti la honra y la gloria que a todos nos prometes; concédenos también a nosotros los bienes que de ti esperamos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
TE rogamos, Señor, que santifiques
la ofrenda que te presentamos
en la gloriosa Transfiguración de tu Unigénito
y que, con los resplandores de su luz,
nos limpies de las manchas de los pecados.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Prefacio

EL MISTERIO DE LA TRANSFIGURACIÓN

V/.   El Señor esté con vosotros. R/.

V/.   Levantemos el corazón. R/.

V/.   Demos gracias al Señor, nuestro Dios. R/.

EN verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro.

El cual manifestó su gloria
delante de unos testigos predilectos,
y revistió con gran esplendor
la figura de su cuerpo semejante al nuestro,
para arrancar del corazón de los discípulos
el escándalo de la cruz
y manifestar que,
en el cuerpo de la Iglesia entera,
se cumplirá lo que, de modo maravilloso,
se realizó en su Cabeza.

Por eso,
con las virtudes del cielo
te aclamamos continuamente en la tierra
alabando tu gloria sin cesar:

Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo.
Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.
Hosanna en el cielo.
Bendito el que vienen en nombre del Señor.
Hosanna en el cielo.

Antífona de comunión          Cf. 1 Jn 3, 2
Cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Oración después de la comunión
QUE el alimento celestial que hemos recibido, Señor,
nos transforme en imagen de tu Hijo,
cuya claridad has querido manifestarnos
en su gloriosa Transfiguración.
Por Jesucristo, nuestro Señor.