Comentario – Domingo XXI de Tiempo Ordinario

En la vida de todo hombre hay momentos que podemos llamar intrascendentes y momentos decisivos que adquieren un relieve especial, momentos en los que uno se ve obligado a optar y que marcan el futuro de una persona. Las opciones tienen mucho que ver con las llamadas o con la elección de uno de esos caminos que se ofrecen a nuestro libre albedrío. Ya a los israelitas, como nos recuerda el libro de Josué, se les presentaron diversos caminos en relación con su fe religiosa. Es el mismo conductor de este pueblo, Josué, el que les presenta esta alternativa: o servir al Señor, el Dios de Abrahán, el Dios de Moiséso servir a otros dioses (los de los amorreos).

Josué ya había hecho su elección y se lo hace saber: Yo y mi casa serviremos al Señor. La respuesta de los israelitas no fue distinta: ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! Consideran que cambiar de Dios y de religión sería una traición imperdonable, además de la pérdida de una seña de identidad. El Señor –dicen- es nuestro Dios: para nosotros no hay otro Dios que el Señor. ¿Por qué? Estas son sus razones: porque nos libró de la esclavitud (de Egipto); porque nos protegió en el camino que recorrimos; porque hizo a nuestra vista grandes signos. Esos signos de liberación y de protección fueron los que les convencieron de que el Señor era su Dios.

Pues bien, tales signos siguen siendo todavía hoy nuestras razones para creer. No podemos creer en un Dios que no haya dado signos de su poder para salvar y para proteger. Pero hoy, igual que entonces, tenemos que seguir optando entre servir a Dios, el Dios de Jesucristo, o servir a dioses extranjeros: dioses de otras religiones, dioses extraños a nuestra educación cristiana, dioses sin religión, cosas y personas de este mundo a las que hemos convertido en dioses. Es el fenómeno de la idolatría, que no deja de ser una creación humana, y por eso mismo motivo de frustración; porque tener por Dios a algo o a alguien que no lo es no puede acarrear a la larga sino desengaño y decepción. Los dioses falsos, puesto que no son Dios, no pueden darnos la salvación que esperamos de Dios. Y si no pueden proporcionarnos esto, ¿para qué los queremos?

Los seguidores de Jesús también tuvieron que optar, sobre todo en esos momentos críticos en los que su modo de hablar (y de actuar) les parecía inaceptable. Sus obras milagrosas y liberadoras y sus prometeicas palabras les habían fascinado, provocando su admiración y su seguimiento. Pero ahora se encontraban con un modo de hablar desconcertante y de difícil asimilación, que generaba en ellos un hondo desasosiego. Por eso decían: Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?

Calificar de «duro» su lenguaje era destacar lo difícil de digerir que les resultaba; tanto que se hacía ‘inaceptable’. Luego el discurso en el que Jesús se proponía como pan de vida y, por tanto, en el que se mostraba más dispuesto a la inmolación y al sacrificio, resultó ser el más escandaloso: esa piedra de tropiezo que apartó de su lado a muchos de sus seguidores. Pero él, advirtiendo esto, les llega a decir: ¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? Y continua: El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.

Jesús parece asombrarse de que palabras tan cargadas de espíritu y vida, como las suyas, provoquen desconcierto entre sus seguidores. Porque lo que realmente vale, según él, es el espíritu, pues sólo el espíritu tiene el valor de lo perenne o de lo perdurable; la carne es demasiado frágil y perecedera como para darle importancia. Si esto es así, cuando Jesús habla de su carne como comida que da vida eterna no puede estar aludiendo a una carne corruptible, sino a una carne espiritual o carne portadora de ese Espíritu que da vida, al modo de esas palabras suyas que son espíritu y vida.

Pero si ante palabras tan espirituales y vivificantes hay todavía quienes no creen es porque para creer se requiere además la atracción o la moción interna del Padre: Nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede. Ya lo había dicho con anterioridad, y lo vuelve a repetir: es imposible adherirse a Cristo mediante la fe si el Padre no lo concede, esto es, si no da la humildad y la docilidad para creer en aquello que escapa a nuestro control racional. Aquí ofrece Jesús una misteriosa explicación a la existencia de la incredulidad humana. Sin embargo, ¿no tendría que querer Dios la fe de todos en su enviado, porque para eso le ha enviado, para que tengan fe en él? ¿Por qué no les concede a algunos esta adhesión de fe? ¿Por qué no hace añicos su resistencia?

He aquí el misterio de la libertad humana braceando en el océano de la potencia divina. Porque bastaría una mínima atracción por parte de Dios para encaminar la voluntad de cualquiera en la dirección pretendida; y sin embargo en muchos casos no parece producirse esta atracción. Si se produjera, el hombre no tendría capacidad alguna para resistir esta fuerza; pues, por muy ligera que fuese, no dejaría de ser divina, y la resistencia que el hombre pudiera oponer sería sólo humana. Pero ¿qué puede lo humano frente a lo divino?

El evangelista subraya la desbandada provocada por las palabras de Jesús entre sus discípulos: Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. El hecho es tan notorio que a Jesús no le queda prácticamente otra compañía que la de los Doce. A ellos se dirige con un cierto pesar: ¿También vosotros queréis marcharos?

Los Doce son sus elegidos; de ellos espera la máxima lealtad, aunque conoce también sus debilidades. También ellos estaban desconcertados. También ellos consideraban que su lenguaje era «duro». También ellos palpaban, desasosegados, el desánimo reinante. También ellos sentían la tentación de dejarlo. Pero había algo que les retenía a su lado y que no se explican muy bien lo que era. Pedro lo pone al descubierto cuando, a la pregunta de Jesús, responde: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.

La realidad es que no encuentran a nadie mejor a quien acudir, a nadie que les merezca más confianza y crédito, a nadie que les haya mostrado mayor autoridad. Pedro concede a sus palabras la carga de espíritu y vida que los demás no ven. Por eso –él habla en plural, como en nombre de todos los que han permanecido a su lado- nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de DiosLa fe incorpora un elemento de certeza tal que se convierte en un saber, verificado constantemente en la misma experiencia de fe.

Nosotros creemos, y porque creemos sabemos, es decir, estamos ciertos de que tú eres el Santo de Dios. ¿En qué bando nos situamos nosotros? ¿En el de aquellos que, por considerar que su lenguaje es duro, lo abandonan y dejan de ir con él, o en el de quienes entienden, como Pedro, que no hay persona más autorizada a quien acudir, porque sólo él tiene palabras de vida eterna, aun cuando tales palabras resulten incomprensibles a nuestras exiguas mentes humanas?

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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I Vísperas – Domingo XXI de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS

DOMINGO XXI DE TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Como una ofrenda de la tarde,
elevamos nuestra oración;
con el alzar de nuestras manos,
levantamos el corazón.

Al declinar la luz del día,
que recibimos como don,
con las alas de la plegaria,
levantamos el corazón.

Haz que la senda de la vida
la recorramos con amor
y, a cada paso del camino,
levantemos el corazón.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo Salvador,
gloria al Espíritu divino:
tres Personas y un solo Dios. Amén.

SALMO 140: ORACIÓN ANTE EL PELIGRO

Ant. Suba mi oración, Señor, como incienso en tu presencia.

Señor, te estoy llamando, ve de prisa,
escucha mi voz cuando te llamo.
Suba mi oración como incienso en tu presencia,
el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.

Coloca, Señor, una guardia en mi boca,
Un centinela a la puerta de mis labios;
no dejes inclinarse mi corazón a la maldad,
a cometer crímenes y delitos
ni que con los hombres malvados
participe en banquetes.

Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda,
pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza;
yo seguiré rezando en sus desgracias.

Sus jefes cayeron despeñados,
aunque escucharon mis palabras amables;
como una piedra de molino, rota por tierra,
están esparcidos nuestros huesos a la boca de la tumba.

Señor, mis ojos están vueltos a ti,
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido,
de la trampa de los malhechores.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Suba mi oración, Señor, como incienso en tu presencia.

SALMO 141: TÚ ERES MI REFUGIO

Ant. Tú eres mi refugio y mi lote, Señor, en el país de la vida.

A voz en grito clamo al Señor,
a voz en grito suplico al Señor;
desahogo ante él mis afanes,
expongo ante él mi angustia,
mientras me va faltando el aliento.

Pero tú conoces mis senderos,
y que en el camino por donde avanzo
me han escondido una trampa.

Mira a la derecha, fíjate:
nadie me hace caso;
no tengo adónde huir,
nadie mira por mi vida.

A ti grito, Señor;
te digo: «Tú eres mi refugio
y mi lote en el país de la vida.»

Atiende a mis clamores,
que estoy agotado;
líbrame de mis perseguidores,
que son más fuertes que yo.

Sácame de la prisión,
y daré gracias a tu nombre:
me rodearán los justos
cuando me devuelvas tu favor.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Tú eres mi refugio y mi lote, Señor, en el país de la vida.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. El Señor Jesús se rebajó, y por eso Dios lo levantó por los siglos de los siglos.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El Señor Jesús se rebajó, y por eso Dios lo levantó por los siglos de los siglos.

LECTURA: Rom 11, 33-36

¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero para que Él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo. A Él la gloria por los siglos. Amén.

RESPONSORIO BREVE

R/ Cuántas son tus obras, Señor.
V/ Cuántas son tus obras, Señor.

R/ Y todas las hiciste con sabiduría.
V/ Tus obras, Señor.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Cuántas son tus obras, Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. El Hijo del hombre ha subido al cielo, de donde había bajado; pan que da la vida al mundo.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Hijo del hombre ha subido al cielo, de donde había bajado; pan que da la vida al mundo.

PRECES
Glorifiquemos a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y supliquémosle, diciendo:

Escucha a tu pueblo, Señor.

Padre todopoderoso, haz que florezca en la tierra la justicia
— y que tu pueblo se alegre en la paz.

Que todos los pueblos entren a formar parte en tu reino,
— y obtengan así la salvación.

Que los esposos cumplan tu voluntad, vivan en concordia
— y sean siempre fieles a su mutuo amor.

Recompensa, Señor, a nuestros bienhechores
— y concédeles la vida eterna.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Acoge con amor a los que han muerto víctimas del odio, de la violencia o de la guerra
— y dales el descanso eterno.

Movidos por el Espíritu Santo, dirijamos al Padre la oración que nos enseñó el Señor:
Padre nuestro…

ORACION

Oh Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, inspira a tu pueblo el amor a tus preceptos y la esperanza en tus promesas, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado XX de Tiempo Ordinario

1.- Introducción.

Señor, hoy en mi oración sólo te pido una cosa: que llegue a comprender tu mensaje, el proyecto del Padre sobre la humanidad, que llegue a descubrir aquello que más le agrada al Padre: el vernos unidos; y también lo que más le duele: el que rompamos esa unidad.

2.- Lectura reposada del evangelio, Mateo 23, 1-12

Entonces Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: 3haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabí. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión.

Estas palabras duras de este capítulo de Mateo obedecen a una situación histórica concreta: la Iglesia cristiana ha roto definitivamente con la sinagoga judía. Los seguidores de Jesús deben ser fieles a Jesús y no a los jefes de las sinagogas a quienes les gustan los halagos de la gente, los primeros puestos en los banquetes, que la gente les salude como “maestros” por las calles… Y, lo peor de todo es que sean incoherentes: “dicen pero no hacen”; “ponen cargas pesadas a la gente y ellos ni levantan un dedo para moverlas. La Iglesia de Jesús debe tener otro estilo, otro talante, otra manera de ver las cosas. A Jesús no le gusta que a cualquiera de los humanos le llamemos “padre”. Hay peligro de confundirlo con el único y verdadero Padre que es Dios; padre cariñoso y lleno de ternura y misericordia. Tampoco quiere que llamemos a nadie “maestro”. Entre cristianos el único Maestro es Jesús, un maestro de vida. Todos los demás, incluidos los apóstoles, somos “discípulos”, es decir, personas que siempre estamos aprendiendo de Jesús. Y menos quiere Jesús que se le dé a nadie el título de “señor” porque uno sólo es el Señor, el que ha muerto y ha resucitado por nosotros. Está claro el pensamiento de Jesús: “todos vosotros sois hermanos”. Ahora bien, las diferencias, los títulos, los honores, las preferencias, son un obstáculo para la auténtica fraternidad.

Palabra del Papa

“En el pasaje de hoy, Jesús amonesta a los escribas y fariseos, que en la comunidad desempeñaban el papel de maestros, porque su conducta estaba abiertamente en contraste con la enseñanza que proponían a los demás con rigor. Jesús subraya que ellos «dicen, pero no hacen» (Mt 23, 3); más aún, «lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar» (Mt 23, 4). Es necesario acoger la buena doctrina, pero se corre el riesgo de desmentirla con una conducta incoherente. Por esto Jesús dice: «Haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen» (Mt 23, 3). La actitud de Jesús es exactamente la opuesta: él es el primero en practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos, y puede decir que es un peso ligero y suave precisamente porque nos ayuda a llevarlo juntamente con él (cf. Mt 11, 29-30). (Benedicto XVI, Ángelus, Plaza de San Pedro, 30 de octubre de 2011).

4.- Qué me dice hoy a mí este texto ya reflexionado. (Guardo silencio).

5.-Propósito. Hoy haré un esfuerzo por descubrir que cada hombre con quien me encuentre es mi hermano y cada mujer es mi hermana.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, sé muy bien que una cosa es saber cosas bonitas de la amistad y otra muy distinta es tener un buen amigo. Y también sé que una cosa es llamarse hermano y otra muy distinta el serlo. Dame, Señor, la gracia de vivir en una comunidad de hermanos, de saber superar las diferencias y, sobre todo, de poder experimentar “lo bueno y hermoso que es vivir los hermanos unidos”.

Abandono y discrepancia

1. – Muchos de los que seguían a Jesús consideraron muy radicales las palabras de comer y beber su cuerpo y su sangre. Y que los dos eran verdadera comida y bebida, tal como leíamos en el Evangelio del pasado domingo. Él mantiene esa posición y se produce la deserción de un buen número de discípulos. Y esa marcha debió ser tan numerosa que el Señor se vuelve a sus Doce y les pregunta lo mismo. La respuesta de Pedro: «Señor, ¿a quien vamos a acudir?»

Y así es: algunas veces nos ocurre a muchos de nosotros, a los seguidores de este tiempo. Surge un «Señor, a quien vamos a acudir» dicho con la mayor humildad. Lo mejor ante el desconcierto es preguntar al Señor cual es el camino y sin duda nos ayudará en la línea a que se refiere el Salmo 33 que hemos terminado de leer este domingo, Este salmo habla de nuestras angustias y de nuestros gritos al Señor y como nos escucha. Hay mucha angustia en la vida de nuestros días. La relación cotidiana – el trabajo, la convivencia social o familiar, la violencia, el odio generalizado– con nuestros hermanos y el mundo produce esa angustia que puede ser amplificada por nuestra propia equivocación interior, por sospechar que los males que nos aquejan son peores de lo que en realidad son. Para esos tiempos de angustia y de miedo es ideal la lectura reposada y repetida del Salmo 33.

2. – Jesús como hombre debió sentir una cierta angustia por el abandono de sus discípulos. Ya lo hemos repetido algunas veces, pero merece la pena citar de nuevo la tesis que mantiene Romano Guardini y su obra «El Señor». Decía Guardini que la posibilidad de que la Redención se completara pacíficamente y en los tiempos de Cristo en la tierra fue malográndose a lo largo del periodo de la predicación pública del Señor. Y que, sin duda, esa redención se hubiera completado si el pueblo elegido hubiera reconocido la Misión y la Divinidad del Enviado. No fue así. Y entonces hubo que comenzar el largo periodo de Redención en la que nosotros participamos. Y que ella no estará exenta de graves dificultades, como lo estuvo, en definitiva, el tiempo de Jesús. Ahí en ese pasaje del Evangelio de San Juan se adivina pues el cambio, la ruptura. No sólo estaban en contra los estamentos oficiales y jerárquicos de la religión del pueblo elegido, sino también muchos de los que en un principio había seguido a Jesús.

3. – La atomizada división de los cristianos -iglesias, confesiones, etc.- produce un efecto terrible, parece como si, junto a nosotros, no hubiera una fuerza superior que nos mantuviera unidos. La discrepancia permanente de los católicos trae muchos males y, también, es un fermento de desunión. Betania se ha planteado desde el principio no alimentar, ni de lejos, dichas discrepancias y, por supuesto, no entrar en los frentes de discusión que las producen. Otra cosa, no obstante, es el derecho a opinar y las posiciones diferentes respecto a un mismo asunto. De la discusión sale la luz y muchas veces cuando cualquiera de nosotros, a solas, medita durante mucho tiempo la solución a una duda, sin encontrar solución; resulta que, un día, en una charla con otra persona encuentra dicha solución sin ningún esfuerzo. Significa entonces que los foros de opinión, la discusión llena de caridad, la posición de criterios con la soberbia bien alejada de nosotros son fundamentales y de una utilidad manifiesta. La gran «revolución» católica de estos tiempos fue el Concilio Vaticano II y sus contenidos se elaboraron mediante la discusión y el encuentro de opiniones de varios cientos de padres conciliares en sesiones que duraron varios años.

4. – No se puede prescindir tampoco del apoyo trascendente al camino interpretativo de los católicos y de la Iglesia. Ahí aparece la asistencia del Espíritu Santo. Para dar paso a su presencia es necesario cerrar los corazones a la soberbia, a la excesiva valoración de nuestras opiniones y a los continuos y sutiles engaños del Maligno. Hay una dimensión del terreno espiritual que no podemos olvidar por muy sabios, honestos o trabajadores que seamos. Lo más negativo es dar la imagen de cristianos que no aman. Pero, por otro lado, la realidad marca que al no sentir la cercanía de Dios en la existencia de todos nosotros, se entran en luchas tan duras y amargas que solo es posible pensar que están inspiradas por alguien que no desea que el Reino de Dios continúe. Es posible que llegado a este punto, algunos expresen su desacuerdo con suave ironía. Sin embargo, es difícil dejar de atribuir la división profunda, el odio entre hermanos, la ruptura y la violencia mutua a la implantación del Mal dentro de nuestros corazones.

Ángel Gómez Escorial

Comentario – Sábado XX de Tiempo Ordinario

(Mt 23, 1-12)

La búsqueda de la apariencia, del reconocimiento social, el deseo del aplauso, de la alabanza. Jesús en este texto toca una de las debilidades más groseras del ser humano, un vicio muy presente en algunos fariseos.

Y en quienes no pueden lograr tener un reconocimiento social, esta tendencia puede convertirse en resentimiento, en aislamiento y egoísmo.

La actitud contraria es el servicio motivado por el deseo de responder al amor de Dios, o al menos por el anhelo de que la propia vida sea fecunda, útil, beneficiosa para los demás.

Esta actitud del que hace las cosas sólo por amor es lo que llamamos «gratuidad»; es la actitud del que es capaz de entregarse «gratis», porque no puede hacerlo de otra manera, porque simplemente necesita hacer el bien, porque ama espontáneamente el bien y lo desea.

Pero para lograrlo es necesario que nos sane y nos libere la «gracia» de Dios, el amor gratuito de Dios. Para que podamos obrar gratis, su fuerte ternura se derrama en nosotros sin necesitar nada de nosotros, porque él es plenitud de vida, de gozo y de felicidad. Solamente saciados por el amor de Dios podemos hacer el bien sin esperar recompensas, reconocimientos, aplausos o agradecimientos.

Esta experiencia de no necesitar una aprobación permanente de los demás, esta vida puesta en las manos de Dios y no en la fuerza efímera de los elogios, brinda una sensación de profunda libertad.

En cambio, la vida del que hace las cosas sólo «para ser bien visto» o para recibir reconocimientos, produce una sensación de tremenda esclavitud que es una verdadera humillación interior.

Oración:

«Señor, libérame con la libertad de tu amor, para que sólo dependa de tu mirada que me comprende, me alienta y me estimula, y no viva pendiente de la mirada de los demás, del aplauso o de la aprobación».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Comentario – Sábado XX de Tiempo Ordinario

Jesús se dirige a la gente y a sus discípulos, pero les habla de terceras personas, alertándoles frente al proceder de quienes se han constituido a sí mismos en guías espirituales del pueblo: En la cátedra de Moisés –les dice- se han sentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.

La cátedra de Moisés es la sede magisterial más importante del pueblo de Israel. Moisés es el dirigente por excelencia del pueblo judío, el que lideró la liberación de la esclavitud de Egipto, dando a estos esclavos semitas rango de pueblo independiente y libre. La cátedra de Moisés es el máximo exponente de la dirección espiritual del pueblo. Pues bien, en esa cátedra se han sentado los letrados, o especialistas en las Escrituras sagradas, y los fariseos o ‘piadosos’ cumplidores de la Ley mosaica. Ellos eran los que habían asumido la dirección espiritual del pueblo judío. Ante tales dirigentes Jesús adopta una actitud muy crítica: haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen.

La crítica sigue teniendo actualidad y alcanza a cuantos ocupan alguna cátedra o puesto de dirección (obispos, sacerdotes, etc.) en medio del pueblo. Por eso no podemos eximirnos de ella como si no fuera con nosotros. Jesús no censura su doctrina o magisterio, aunque en otras ocasiones lo haga, sino su falta de coherencia entre lo que dicen (o predican) y lo que hacen (o practican). Haréis bien en cumplir lo que os digan, viene a decirles, pero no en hacer lo que ellos hacen. Atended, pues, a sus directrices, porque son válidas y buenas, pero no a su conducta, porque dista mucho de lo que enseñan que debe hacerse. No obstante… ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.

 “Liar fardos pesados e insoportables” para cargarlos sobre los hombros de la gente es una actividad que forma parte de la enseñanza y de la dirección moral. Luego la crítica alcanza al magisterio práctico de los dirigentes judíos. Imponen una legislación moral opresiva e insoportable, y la cargan sobre los hombros de la gente, que tienen que soportarla hasta límites inhumanos; pero ellos no ayudan a llevar la carga, no mueven un solo dedo para empujar. Por tanto, ni aligeran la carga, ni ayudan a llevarla. Jesús pone de relieve la opresión sentida por el pueblo de la moral farisaica.

Mientras tanto, ellos se dedican a alargar las filacterias y a ensanchar las franjas del manto, acrecentando así la apariencia de piedad, a ocupar primeros asientos en los banquetes públicos o privados y los asientos de honor en las sinagogas. La crítica subraya que disfrutan con este trato de honor, porque se les ha pegado la vanidad hasta no poder desprenderse de ella. Lo que buscan en los banquetes y en las sinagogas lo trasladan incluso a la calle; porque también en la calle gustan de las reverencias y de los reconocimientosque la gente los llame «maestros». Los rasgos con que Jesús describe el comportamiento de los fariseos resultan tan familiares que no dejan de provocar estremecimiento al que mantiene despierta su sensibilidad. Porque hoy seguimos tan interesados y ocupados en franjas del manto (o en indumentarias), en asientos de honor y en reconocimientos como entonces. Ante determinados espectáculos eclesiales podemos tener la impresión de lo difícil –casi imposible- que nos resulta prescindir de ciertas apariencias y vanidades; porque siempre encontraremos razones (de dignidad, de culto, de sacralidad, de distinción) para justificarlas, y ello aun manteniendo el empeño por substraer semejante comportamiento de ese virus de la vanidad a cuyo influjo es tan raro escapar. Pero los fariseos, como nosotros, también tenían sus razones.

Y porque este proceder es tan universal, Jesús se dirige ahora a sus discípulos proponiéndoles un cambio de actitud o de modelo. Ellos acabarán siendo también guías y dirigentes del pueblo cristiano. Por eso les conviene tener en cuenta estas recomendaciones: Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, CristoEl primero entre vosotros será vuestro servidor. ¿No es, sin embargo, la pretensión de Jesús una utopía imposible de realizar? ¿Cómo no dejarse llamar “maestro” ejerciendo una función magisterial? ¿O “padre”, ejerciendo un oficio paternal?

La solución a este dilema la ofrece el mismo Jesús al señalar que hay un maestro del que brota todo el magisterio eclesial, lo mismo que un padre del que nace toda paternidad. En relación con este Maestro, todos somos discípulos y hermanos, hasta los que ejercen el magisterio en la Iglesia. Pero no siempre se mantiene esta perspectiva y asumimos posturas que pierden de vista la humilde sumisión al magisterio supremo de Cristo. Cuántas veces los que ocupamos ciertas cátedras o púlpitos nos hemos constituido en maestros de todo, incluso de esas materias que no eran de nuestra competencia, como si dispusiéramos de un saber infalible. Sucede también que por el hecho de considerarnos “representantes” de Cristo, podemos exigir de los demás un tratamiento (o un respeto reverencial) que no se lo concedemos a ningún otro.

Pero tendríamos que tener muy presente estas sentencias evangélicas: uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos –algo que incluye a todos los cristianos; también a la jerarquía-; uno solo es vuestro Padre, el del cielo; uno solo es vuestro Señor, Cristo. ¡Cómo tendríamos que grabar a fuego en nuestra alma cristiana esta frase: el primero entre vosotros será vuestro servidor! Y para ser esto hay que evitar esos vicios de la conducta farisaica que tan de manifiesto puso Jesús en su crítica y que siguen afectando en mayor o menor medida a cuantos hoy ocupamos sedes, cátedras o púlpitos en su Iglesia. Sólo sintiéndonos ‘indignos’ servidores podremos escapar a ese círculo de fuego hecho de apariencias, vanas aspiraciones, reconocimientos fatuos, glorias efímeras.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

¿A qué Dios servimos?

1. Este capítulo del libro de Josué, que tiene como tema central la asamblea de Siquem y las tradiciones, nos pregunta ¿a qué Dios servimos? Y es interesante que nosotros actualicemos el cuestionamiento que ya Josué, hace más de tres mil años, hacía a todas las tribus de Israel. ¿A qué Dios servimos? ¿Al Dios aéreo, milagrero, creador de crisis emocionales, al que tan dado es nuestro pueblo sencillo, o al Dios que se nos revela en Jesucristo?, ¿un Dios encarnado, que se ha hecho una sola carne con nuestro prójimo y que nos compromete a hacer por nuestro vecino cuanto quisiéramos hacer por Dios? El único Dios que libera, nos lo recuerda Josué, es el Dios que se nos revela en Jesucristo.

El Dios que adoramos es el Dios que libera, nos dice esa primera lectura. “El nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto…él hizo a nuestra vista… él nos protegió en el camino… En consecuencia: Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios”. Nuestro Dios es un Dios que nos libera de la esclavitud política, social, moral, psicológica y económica, porque así era la esclavitud de Egipto de la que Dios libera al pueblo de Israel. Sí, Dios es político y parcial, pero no es miembro de ningún partido y, menos aún, posesión exclusiva o monopolio de ningún partido o grupo ideológico.

2. Cristo ama a su cuerpo, la Iglesia, la comunidad, como un marido a su mujer, y como un marido que, por amor, se hace una sola carne, una sola cosa, con su esposa. El matrimonio es, o debe ser, sacramento, signo sensible, símbolo que hace realmente presente lo que significa, si de verdad hace visible ese amor incondicional que es Dios; si de verdad hace visible esa encarnación, esa unión indisoluble, entre Dios y su pueblo, entre la humanidad y la divinidad.

Cuando el marido golpea a la mujer, dice Pablo, ya han dejado de ser una sola carne, porque nadie trata así a su propia carne. ¿Lo tenemos claro? Los vínculos entre marido y mujer, cuando hay amor, son más importantes que los vínculos entre un hijo y su madre; así de importante es la relación que debe crearse entre los esposos. ¿Dónde están esos matrimonios así dentro de nuestra comunidad? ¿No tenemos, más bien, muchas más bodas que matrimonios?

El amor humano se convierte en misterio, expresión adecuada del amor de Cristo a su Iglesia. Lo propio debiera ser el compromiso a mantener vivo el amor, eso es lo difícil, eso es lo que vale la pena; lo otro se hace hasta por mero convencionalismo social.

3. El evangelio de Juan, nos recuerda algo bien actual: El modo de hablar de Jesús era inaceptable. Lo era en su tiempo de predicación y lo es ahora igualmente. Si el modo de hablar de Jesús nos resulta cómodo o bonito o conveniente, es que ya no es el de Jesús. Jesús no resultaba cómodo ni para sus amigos más íntimos. Lo último que Jesús buscaba era quedar bien. Jesús no dijo: Yo soy la diplomacia, o yo soy la tradición, sino: Yo soy la verdad. Quien nos dice la verdad, no es cómodo ni agradable, pero nos dice lo que tenemos que oír.

La frase de Juan, puesta en boca de Jesús, es terrible: “La carne mata, es el espíritu el que da vida”. La letra mata, es el Espíritu el que da vida, dice en otro lugar en frase perfectamente paralela y con la misma dureza. La ley mata, es el amor el que da vida. Nos agarramos a los ritos, a la tradición, a los catecismos, a las prácticas conocidas. Todo eso mata. Tenemos religión, pero no tenemos fe. La fe es obra del Espíritu, y sólo el Espíritu es creador de vida, dador de vida. Sólo la fe es vida, el rito sólo sirve si expresa y compromete a la vida; el rito mata cuando sustituye a la vida.

En la tercera frase importante para nosotros en el evangelio de este domingo, Jesús dice: “Nadie puede venir a mí si mi Padre no se lo concede”. Dios tiene, pues, toda la iniciativa. El es el dueño, y es El quien escoge a quien le da la gana, el Reino es Reino de Dios. Pero Dios, que tiene siempre la iniciativa, Dios que quiere que le sigamos, cuenta con nuestra libre decisión. El que nos redimió sin preguntarnos nada, no nos tendrá con él contra nuestra voluntad. Nos ha hecho libres y cuenta siempre con nuestra libertad y la respeta de verdad.

Antonio Díaz Tortajada

Sólo los humildes

1.- «En aquellos días, Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquén…» (Jos 24, 1) Josué ha sido el sucesor de Moisés que, con brazo seguro y pie firme, ha entrado en la Tierra Prometida. Consciente de la misión que Yahvé, el Dios vivo, le ha encomendado, reúne a todo el pueblo de Israel: a los ancianos, a los jefes, a los jueces, a los magistrados. Y allí, invocando al Señor, les propone algo decisivo para la historia del pueblo: su entrega incondicional y su consagración a Dios.

Josué propone a los suyos: «Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quien servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados al este del Eúfrates, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis». Son libres de volver a los ídolos que adoraron antes de conocer a Yahvé, o de postrarse ante los dioses de los amorreos.

Estos hombres tienen ante ellos al Señor de los cielos y tierra, al Señor que los ha librado de la esclavitud y los ha guiado por un duro desierto, interminable. A ese Dios que tiene derecho a la entrega sin condiciones del pueblo israelita que tanto, todo cuanto es y tiene, le debe. Pero el Señor quiere una decisión nacida del amor, una decisión libérrima. Por eso plantea la cuestión en tales términos.

Al contemplar este modo tan atrayente de querernos, de pedirnos por amor lo que te debemos por justicia, te decimos que somos totalmente tuyos, que sólo a ti te vamos a servir, que sólo a ti te vamos a amar, en ti vamos a creer y a esperar.

«El pueblo respondió: ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios…» (Jos 24, 16) El pueblo ha visto muchas cosas, ha presenciado en mil ocasiones cómo el Señor les demostraba su desvelo, su empeño de cuidarles con el esmero y la ternura de una buena madre, con la previsión de un padre sabio y fuerte. Movidos por esa experiencia, exclaman: «El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud; él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos entre los pueblos por donde cruzamos. Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios».

Cada uno podría contarnos cómo el Señor le ha mostrado su presencia. Todos, estoy seguro, hemos notado que Dios estaba interviniendo en nuestro favor. Es un detalle, es una coincidencia, es una «casualidad», algo que no podemos explicar más que refiriéndolo al Señor, ese Dios que no se ve con los ojos de la cara, pero sí con los del alma.

Al recordar tanto amor, tanta providencia, tanto desvelo, queremos reconocerte como Señor y dueño de nuestra existencia. Y lograr que todo nuestro quehacer sea un vivir para ti, felices al saber que aceptas y miras complacido nuestras pequeñas y sencillas acciones, esas que constituyen el entramado de nuestra vida. Esos gestos ordinarios y corrientes que tratamos de que sean grandes, extraordinarios por el amor y esmero que en ellos ponemos. Sí y siempre sí: «Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.

2.- «Los, ojos del Señor miran a los justos» (Sal 33, 16) A veces se puede creer que Jesucristo, Señor Nuestro, en su afán por salvar a los pecadores se olvidaba de los justos. La parábola de las noventa y nueve ovejas, que se dejan por ir a buscar a una que se perdió, puede inducirnos a pensar que el Señor se olvida de los que han permanecido fieles para buscar al extraviado. También se puede interpretar equivocadamente aquello de que hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia.

En realidad lo que el Señor quiere inculcar con esas frases es su deseo vivo de perdonar a los pecadores y manifestar su afán para que retorne el hijo pródigo, seguro del perdón divino. Ante esto podemos afirmar que si a los que le ofendieron así los acoge, qué hará con los que nunca le traicionaron… El Señor acoge a María Magdalena con una gran comprensión y benevolencia, pero como Madre escoge, no a una pecadora, sino a una Virgen sin mancha. Y José, el hombre elegido como padre adoptivo, es definido como «vir justus», un varón justo.

«…pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria» (Sal 33, 17) Es cierto que Jesús no despreciaba a los pecadores como hacían los escribas y los fariseos; no se apartaba de ellos como si fueran leprosos. Aceptaba sus invitaciones ante el escándalo de los «justos», intentando así atraerlos al buen camino, con inmensa paciencia y sublime cariño. Pero también es verdad que a veces se enfrentó con los pecadores, de forma violenta incluso. Así cuando tiró por tierra las mesas de los cambistas y enarboló el látigo contra aquella caterva de ladrones.

Tampoco escatimó palabras terriblemente duras cuando fustigó a los fariseos sus pecados ocultos, su hipocresía. Ni dejó de hablar con claridad de un castigo de fuego eterno para quienes violaron la ley de Dios. Si tu ojo te escandaliza -afirmaba con energía-, arráncatelo, porque más te vale entrar tuerto en el Cielo, que con los dos ojos ser arrojado al infierno. Y en el juicio final habrá una selección. Los justos irán a poseer el Reino eterno del Padre, mientras que los malvados serán arrojados a las tinieblas donde no cesará el llanto y el crujir de dientes.

3.- «Las mujeres que se sometan a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer; así como Cristo es cabeza de la Iglesia» (Ef 5, 22) A veces las palabras de San Pablo dan la impresión de que era un tanto antifeminista, como si estuviera en contra de la igualdad del hombre y de la mujer. Pero hay que reconocer que sólo es una impresión, sacada además de unas frases sueltas. El mismo apóstol dirá en otro lugar que ante Cristo no hay griego ni judío, ni hombre ni mujer, sino que todos son iguales ante el Señor. Palabras que sin duda resultaban atrevidas en el tiempo en que se dijeron, cuando la misma sociedad consideraba a la mujer como un ser inferior en todo al hombre.

Y, en realidad, esa misión de la mujer sobre la que habla aquí el Apóstol no supone un menoscabo hacia ella, como si fuese una especie de esclava de su marido, o de criada gratuita, sin voz ni voto, con la única ventaja de trabajar y de dar hijos al marido. Lo que Pablo quiere decir es que la mujer ha de estar dispuesta a ser esposa y madre, con todo lo que eso lleva consigo de honor y de responsabilidad. Desligarse de esas dos facetas de su vida familiar, como mujer casada, es destruirse a sí misma y hacer del hogar un infierno en donde no se puede vivir.

«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia» (Ef 5, 25) San Pablo pasa luego al reverso de la medalla. Se enfrenta con el hombre y le recuerda la gravedad de la misión que, al casarse, ha puesto Dios sobre sus hombros. Ante todo ha de amar a su esposa como Cristo amó a su Iglesia, nada menos. Y sigue diciendo: «Él se entregó a sí mismo por ella para consagrarla, purificándola con el baño del agua y de la palabra, y para colocarla ante si gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino casta e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son».

«Amar a su mujer es amarse a sí mismo, añade San Pablo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne…» Ojalá, tanto la mujer como el marido, se percaten de lo que significan estas palabras y se esfuercen por vivirlas. Sólo así se salvará la familia y con ella toda la sociedad.

4.- «Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60) Este modo de hablar es inadmisible, dijeron muchos de los que escucharon las palabras del Maestro divino. Hoy también hay quienes repiten lo mismo, quienes se echan atrás a la hora de ser consecuentes con las exigencias, a veces duras, que comporta la fe. Son los que ven las cosas con criterios humanos, juzgan los hechos con medidas terrenas; olvidan que sólo con la fe y la esperanza, con un grande y profundo amor, podremos entender y aceptar la revelación de Dios.

Jesús les explica de alguna manera el sentido de sus palabras sobre la Eucaristía. Les hace comprender que lo que ha dicho tiene un sentido más profundo, del que parece a simple vista. Su carne y su sangre son ciertamente comida y bebida, pero no en un sentido meramente físico, como si se tratase de una forma de canibalismo. Se trata de algo muy distinto que, en definitiva, sólo por medio de la fe se puede aceptar y, en cierto modo, hasta entender.

Lo que sí hay que destacar es que Jesús no se desdice de lo que ha dicho acerca de su presencia real en la Eucaristía, y sobre la inmolación de su cuerpo y su sangre en sacrificio redentor por todos los hombres. Por otra parte, es preciso subrayar que en ocasiones seguir a Cristo supone negarse a sí mismo, dejar el propio criterio y abandonarse en la palabra y en las manos de Dios.

Para eso hay que ser muy humildes y sinceros con nosotros mismos. En el fondo, humildad y sinceridad se identifican. Se trata, en una palabra, de reconocer la propia limitación de entendimiento y comprensión, aceptar que uno es muy poca cosa para captar bien lo referente a Dios. Fiarse del más sabio y del más fuerte, saberse pequeño y torpe, escuchar con sencillez al Señor.

Entonces sí «comprenderemos», entonces sí aceptaremos. Dios que siente debilidad por los humildes, nos iluminará la mente y nos encenderá el corazón, para que la dicha y la paz inunden nuestro espíritu, en ese acercamiento supremo entre Dios y el hombre, que se realiza en la Sagrada Eucaristía.

Antonio García Moreno

¿También vosotros me vais a dejar?

1.- Hay momentos en la vida en que hay que cambiar de dirección y conducir el coche en dirección totalmente opuesta a la que se llevaba o dar un golpe de timón y regresar a puerto, o no queda más remedio que saltar del avión y confiarse a un frágil paracaídas.

Lo que no se puede es hacer las cosas a medias, poner la mano al arado y seguir mirando atrás, o tratar de servir a Dios y el dinero o pretender ser cristiano viviendo más paganamente que los vecinos. Hay que tomar una decisión drástica.

Josué se lo dice al pueblo de Israel con toda serenidad, pensadlo bien vuestros padres tuvieron dioses patrios y los habitantes de esta tierra en que vivís tienen los suyos, tenéis tres caminos que elegir, volver a los dioses patrios, vivir con los dioses de vuestros vecino o seguir al único y verdadero Dios. Así de sencillo, Dios, el verdadero, no quiere que le sigan a la fuerza.

Tampoco el Señor Jesús quiere que le sigan a la fuerza, cuando su doctrina se hace difícil y se queda sin discípulos, les pregunta a los doce apóstoles ¿También vosotros me vais a dejar?

2.- Y esta es una tremenda pregunta a cada uno de nosotros “también tú me vas a dejar” debe ser en muchas ocasiones como una llamada de aviso, como un grito de guerra.

Cuando dos novios quieren llevar una relación limpia y se sienten ridiculizados por aquello de las relaciones prematrimoniales “¿también vosotros me vais a dejar”?

Cuando se duda en emplear un veraneo o como todos en playas o discotecas o en campamentos con niños necesitados o levantando casa en tierra asoladas por la guerra, ante la duda oigamos a Cristo “¿también tú me vas a dejar?

Cuando una mordida apetecible es rechazada con honradez ante la mirada de lástima de los que están de vuelta no nos olvidemos “También tú me vas a dejar”.

3.- En este ambiente inmoral, corrompido, antirreligioso en que vivimos, cada uno debe preguntarse si estamos aquí, si me siento luz y sal de la tierra o no nos distinguimos en nada de los peces muertos que se dejan llevar por la corriente.

Si no ha llegado el momento de girar en redondo y tomar un camino a contra corriente o serviremos a dioses tan democráticos como antiguos en la humanidad del sexo, de la corrupción, del dinero fácil.

Si no ha llegado el momento de confiarnos a ojos cerrados al frágil paracaídas de la fe en Dios que nos llevará a buen término.

“¿También tú me vas a dejar?” es un reto y al tiempo un grito de guerra.

Cuando una joven casada o un joven casado empiezan a sentir las redes de un compañero de trabajo trotacatres o una secretaria facilota y sin moral sirva de revulsivo el grito de Cristo “¿También tu me vas a dejar?”

José Maria Maruri, SJ

¿A quién acudiremos?

Quien se acerca a Jesús, con frecuencia tiene la impresión de encontrarse con alguien extrañamente actual y más presente a nuestros problemas de hoy que muchos de nuestros contemporáneos.

Hay gestos y palabras de Jesús que nos impactan todavía hoy porque tocan el nervio de nuestros problemas y preocupaciones más vitales. Son gestos y palabras que se resisten al paso de los tiempos y al cambio de ideologías. Los siglos transcurridos no han amortiguado la fuerza y la vida que encierran, a poco que estemos atentos y abramos sinceramente nuestro corazón.

Sin embargo, a lo largo de veinte siglos es mucho el polvo que inevitablemente se ha ido acumulando sobre su persona, su actuación y su mensaje. Un cristianismo lleno de buenas intenciones y fervores venerables ha impedido a veces a muchos cristianos sencillos encontrarse con la frescura llena de vida de aquel que perdonaba a las prostitutas, abrazaba a los niños, lloraba con los amigos, contagiaba esperanza e invitaba a la gente a vivir con libertad el amor de los hijos de Dios.

Cuántos hombres y mujeres han tenido que escuchar las disquisiciones de moralistas bienintencionados y las exposiciones de predicadores ilustrados sin lograr encontrarse con él.

No nos ha de extrañar la interpelación del escritor francés Jean Onimus: «¿Por qué vas a ser tú propiedad privada de predicadores, doctores y de algunos eruditos, tú que has dicho cosas tan sencillas, tan directas, palabras que siguen siendo palabras de vida para todos los hombres?».

Si muchos cristianos que se han ido alejando estos años de la Iglesia conocieran directamente los evangelios, sentirían de nuevo aquello expresado un día por Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos».

José Antonio Pagola