En la vida de todo hombre hay momentos que podemos llamar intrascendentes y momentos decisivos que adquieren un relieve especial, momentos en los que uno se ve obligado a optar y que marcan el futuro de una persona. Las opciones tienen mucho que ver con las llamadas o con la elección de uno de esos caminos que se ofrecen a nuestro libre albedrío. Ya a los israelitas, como nos recuerda el libro de Josué, se les presentaron diversos caminos en relación con su fe religiosa. Es el mismo conductor de este pueblo, Josué, el que les presenta esta alternativa: o servir al Señor, el Dios de Abrahán, el Dios de Moisés, o servir a otros dioses (los de los amorreos).
Josué ya había hecho su elección y se lo hace saber: Yo y mi casa serviremos al Señor. La respuesta de los israelitas no fue distinta: ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! Consideran que cambiar de Dios y de religión sería una traición imperdonable, además de la pérdida de una seña de identidad. El Señor –dicen- es nuestro Dios: para nosotros no hay otro Dios que el Señor. ¿Por qué? Estas son sus razones: porque nos libró de la esclavitud (de Egipto); porque nos protegió en el camino que recorrimos; porque hizo a nuestra vista grandes signos. Esos signos de liberación y de protección fueron los que les convencieron de que el Señor era su Dios.
Pues bien, tales signos siguen siendo todavía hoy nuestras razones para creer. No podemos creer en un Dios que no haya dado signos de su poder para salvar y para proteger. Pero hoy, igual que entonces, tenemos que seguir optando entre servir a Dios, el Dios de Jesucristo, o servir a dioses extranjeros: dioses de otras religiones, dioses extraños a nuestra educación cristiana, dioses sin religión, cosas y personas de este mundo a las que hemos convertido en dioses. Es el fenómeno de la idolatría, que no deja de ser una creación humana, y por eso mismo motivo de frustración; porque tener por Dios a algo o a alguien que no lo es no puede acarrear a la larga sino desengaño y decepción. Los dioses falsos, puesto que no son Dios, no pueden darnos la salvación que esperamos de Dios. Y si no pueden proporcionarnos esto, ¿para qué los queremos?
Los seguidores de Jesús también tuvieron que optar, sobre todo en esos momentos críticos en los que su modo de hablar (y de actuar) les parecía inaceptable. Sus obras milagrosas y liberadoras y sus prometeicas palabras les habían fascinado, provocando su admiración y su seguimiento. Pero ahora se encontraban con un modo de hablar desconcertante y de difícil asimilación, que generaba en ellos un hondo desasosiego. Por eso decían: Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?
Calificar de «duro» su lenguaje era destacar lo difícil de digerir que les resultaba; tanto que se hacía ‘inaceptable’. Luego el discurso en el que Jesús se proponía como pan de vida y, por tanto, en el que se mostraba más dispuesto a la inmolación y al sacrificio, resultó ser el más escandaloso: esa piedra de tropiezo que apartó de su lado a muchos de sus seguidores. Pero él, advirtiendo esto, les llega a decir: ¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? Y continua: El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.
Jesús parece asombrarse de que palabras tan cargadas de espíritu y vida, como las suyas, provoquen desconcierto entre sus seguidores. Porque lo que realmente vale, según él, es el espíritu, pues sólo el espíritu tiene el valor de lo perenne o de lo perdurable; la carne es demasiado frágil y perecedera como para darle importancia. Si esto es así, cuando Jesús habla de su carne como comida que da vida eterna no puede estar aludiendo a una carne corruptible, sino a una carne espiritual o carne portadora de ese Espíritu que da vida, al modo de esas palabras suyas que son espíritu y vida.
Pero si ante palabras tan espirituales y vivificantes hay todavía quienes no creen es porque para creer se requiere además la atracción o la moción interna del Padre: Nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede. Ya lo había dicho con anterioridad, y lo vuelve a repetir: es imposible adherirse a Cristo mediante la fe si el Padre no lo concede, esto es, si no da la humildad y la docilidad para creer en aquello que escapa a nuestro control racional. Aquí ofrece Jesús una misteriosa explicación a la existencia de la incredulidad humana. Sin embargo, ¿no tendría que querer Dios la fe de todos en su enviado, porque para eso le ha enviado, para que tengan fe en él? ¿Por qué no les concede a algunos esta adhesión de fe? ¿Por qué no hace añicos su resistencia?
He aquí el misterio de la libertad humana braceando en el océano de la potencia divina. Porque bastaría una mínima atracción por parte de Dios para encaminar la voluntad de cualquiera en la dirección pretendida; y sin embargo en muchos casos no parece producirse esta atracción. Si se produjera, el hombre no tendría capacidad alguna para resistir esta fuerza; pues, por muy ligera que fuese, no dejaría de ser divina, y la resistencia que el hombre pudiera oponer sería sólo humana. Pero ¿qué puede lo humano frente a lo divino?
El evangelista subraya la desbandada provocada por las palabras de Jesús entre sus discípulos: Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. El hecho es tan notorio que a Jesús no le queda prácticamente otra compañía que la de los Doce. A ellos se dirige con un cierto pesar: ¿También vosotros queréis marcharos?
Los Doce son sus elegidos; de ellos espera la máxima lealtad, aunque conoce también sus debilidades. También ellos estaban desconcertados. También ellos consideraban que su lenguaje era «duro». También ellos palpaban, desasosegados, el desánimo reinante. También ellos sentían la tentación de dejarlo. Pero había algo que les retenía a su lado y que no se explican muy bien lo que era. Pedro lo pone al descubierto cuando, a la pregunta de Jesús, responde: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.
La realidad es que no encuentran a nadie mejor a quien acudir, a nadie que les merezca más confianza y crédito, a nadie que les haya mostrado mayor autoridad. Pedro concede a sus palabras la carga de espíritu y vida que los demás no ven. Por eso –él habla en plural, como en nombre de todos los que han permanecido a su lado- nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios. La fe incorpora un elemento de certeza tal que se convierte en un saber, verificado constantemente en la misma experiencia de fe.
Nosotros creemos, y porque creemos sabemos, es decir, estamos ciertos de que tú eres el Santo de Dios. ¿En qué bando nos situamos nosotros? ¿En el de aquellos que, por considerar que su lenguaje es duro, lo abandonan y dejan de ir con él, o en el de quienes entienden, como Pedro, que no hay persona más autorizada a quien acudir, porque sólo él tiene palabras de vida eterna, aun cuando tales palabras resulten incomprensibles a nuestras exiguas mentes humanas?
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística