Sólo los humildes

1.- «En aquellos días, Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquén…» (Jos 24, 1) Josué ha sido el sucesor de Moisés que, con brazo seguro y pie firme, ha entrado en la Tierra Prometida. Consciente de la misión que Yahvé, el Dios vivo, le ha encomendado, reúne a todo el pueblo de Israel: a los ancianos, a los jefes, a los jueces, a los magistrados. Y allí, invocando al Señor, les propone algo decisivo para la historia del pueblo: su entrega incondicional y su consagración a Dios.

Josué propone a los suyos: «Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quien servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados al este del Eúfrates, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis». Son libres de volver a los ídolos que adoraron antes de conocer a Yahvé, o de postrarse ante los dioses de los amorreos.

Estos hombres tienen ante ellos al Señor de los cielos y tierra, al Señor que los ha librado de la esclavitud y los ha guiado por un duro desierto, interminable. A ese Dios que tiene derecho a la entrega sin condiciones del pueblo israelita que tanto, todo cuanto es y tiene, le debe. Pero el Señor quiere una decisión nacida del amor, una decisión libérrima. Por eso plantea la cuestión en tales términos.

Al contemplar este modo tan atrayente de querernos, de pedirnos por amor lo que te debemos por justicia, te decimos que somos totalmente tuyos, que sólo a ti te vamos a servir, que sólo a ti te vamos a amar, en ti vamos a creer y a esperar.

«El pueblo respondió: ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios…» (Jos 24, 16) El pueblo ha visto muchas cosas, ha presenciado en mil ocasiones cómo el Señor les demostraba su desvelo, su empeño de cuidarles con el esmero y la ternura de una buena madre, con la previsión de un padre sabio y fuerte. Movidos por esa experiencia, exclaman: «El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud; él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos entre los pueblos por donde cruzamos. Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios».

Cada uno podría contarnos cómo el Señor le ha mostrado su presencia. Todos, estoy seguro, hemos notado que Dios estaba interviniendo en nuestro favor. Es un detalle, es una coincidencia, es una «casualidad», algo que no podemos explicar más que refiriéndolo al Señor, ese Dios que no se ve con los ojos de la cara, pero sí con los del alma.

Al recordar tanto amor, tanta providencia, tanto desvelo, queremos reconocerte como Señor y dueño de nuestra existencia. Y lograr que todo nuestro quehacer sea un vivir para ti, felices al saber que aceptas y miras complacido nuestras pequeñas y sencillas acciones, esas que constituyen el entramado de nuestra vida. Esos gestos ordinarios y corrientes que tratamos de que sean grandes, extraordinarios por el amor y esmero que en ellos ponemos. Sí y siempre sí: «Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.

2.- «Los, ojos del Señor miran a los justos» (Sal 33, 16) A veces se puede creer que Jesucristo, Señor Nuestro, en su afán por salvar a los pecadores se olvidaba de los justos. La parábola de las noventa y nueve ovejas, que se dejan por ir a buscar a una que se perdió, puede inducirnos a pensar que el Señor se olvida de los que han permanecido fieles para buscar al extraviado. También se puede interpretar equivocadamente aquello de que hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia.

En realidad lo que el Señor quiere inculcar con esas frases es su deseo vivo de perdonar a los pecadores y manifestar su afán para que retorne el hijo pródigo, seguro del perdón divino. Ante esto podemos afirmar que si a los que le ofendieron así los acoge, qué hará con los que nunca le traicionaron… El Señor acoge a María Magdalena con una gran comprensión y benevolencia, pero como Madre escoge, no a una pecadora, sino a una Virgen sin mancha. Y José, el hombre elegido como padre adoptivo, es definido como «vir justus», un varón justo.

«…pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria» (Sal 33, 17) Es cierto que Jesús no despreciaba a los pecadores como hacían los escribas y los fariseos; no se apartaba de ellos como si fueran leprosos. Aceptaba sus invitaciones ante el escándalo de los «justos», intentando así atraerlos al buen camino, con inmensa paciencia y sublime cariño. Pero también es verdad que a veces se enfrentó con los pecadores, de forma violenta incluso. Así cuando tiró por tierra las mesas de los cambistas y enarboló el látigo contra aquella caterva de ladrones.

Tampoco escatimó palabras terriblemente duras cuando fustigó a los fariseos sus pecados ocultos, su hipocresía. Ni dejó de hablar con claridad de un castigo de fuego eterno para quienes violaron la ley de Dios. Si tu ojo te escandaliza -afirmaba con energía-, arráncatelo, porque más te vale entrar tuerto en el Cielo, que con los dos ojos ser arrojado al infierno. Y en el juicio final habrá una selección. Los justos irán a poseer el Reino eterno del Padre, mientras que los malvados serán arrojados a las tinieblas donde no cesará el llanto y el crujir de dientes.

3.- «Las mujeres que se sometan a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer; así como Cristo es cabeza de la Iglesia» (Ef 5, 22) A veces las palabras de San Pablo dan la impresión de que era un tanto antifeminista, como si estuviera en contra de la igualdad del hombre y de la mujer. Pero hay que reconocer que sólo es una impresión, sacada además de unas frases sueltas. El mismo apóstol dirá en otro lugar que ante Cristo no hay griego ni judío, ni hombre ni mujer, sino que todos son iguales ante el Señor. Palabras que sin duda resultaban atrevidas en el tiempo en que se dijeron, cuando la misma sociedad consideraba a la mujer como un ser inferior en todo al hombre.

Y, en realidad, esa misión de la mujer sobre la que habla aquí el Apóstol no supone un menoscabo hacia ella, como si fuese una especie de esclava de su marido, o de criada gratuita, sin voz ni voto, con la única ventaja de trabajar y de dar hijos al marido. Lo que Pablo quiere decir es que la mujer ha de estar dispuesta a ser esposa y madre, con todo lo que eso lleva consigo de honor y de responsabilidad. Desligarse de esas dos facetas de su vida familiar, como mujer casada, es destruirse a sí misma y hacer del hogar un infierno en donde no se puede vivir.

«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia» (Ef 5, 25) San Pablo pasa luego al reverso de la medalla. Se enfrenta con el hombre y le recuerda la gravedad de la misión que, al casarse, ha puesto Dios sobre sus hombros. Ante todo ha de amar a su esposa como Cristo amó a su Iglesia, nada menos. Y sigue diciendo: «Él se entregó a sí mismo por ella para consagrarla, purificándola con el baño del agua y de la palabra, y para colocarla ante si gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino casta e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son».

«Amar a su mujer es amarse a sí mismo, añade San Pablo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne…» Ojalá, tanto la mujer como el marido, se percaten de lo que significan estas palabras y se esfuercen por vivirlas. Sólo así se salvará la familia y con ella toda la sociedad.

4.- «Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60) Este modo de hablar es inadmisible, dijeron muchos de los que escucharon las palabras del Maestro divino. Hoy también hay quienes repiten lo mismo, quienes se echan atrás a la hora de ser consecuentes con las exigencias, a veces duras, que comporta la fe. Son los que ven las cosas con criterios humanos, juzgan los hechos con medidas terrenas; olvidan que sólo con la fe y la esperanza, con un grande y profundo amor, podremos entender y aceptar la revelación de Dios.

Jesús les explica de alguna manera el sentido de sus palabras sobre la Eucaristía. Les hace comprender que lo que ha dicho tiene un sentido más profundo, del que parece a simple vista. Su carne y su sangre son ciertamente comida y bebida, pero no en un sentido meramente físico, como si se tratase de una forma de canibalismo. Se trata de algo muy distinto que, en definitiva, sólo por medio de la fe se puede aceptar y, en cierto modo, hasta entender.

Lo que sí hay que destacar es que Jesús no se desdice de lo que ha dicho acerca de su presencia real en la Eucaristía, y sobre la inmolación de su cuerpo y su sangre en sacrificio redentor por todos los hombres. Por otra parte, es preciso subrayar que en ocasiones seguir a Cristo supone negarse a sí mismo, dejar el propio criterio y abandonarse en la palabra y en las manos de Dios.

Para eso hay que ser muy humildes y sinceros con nosotros mismos. En el fondo, humildad y sinceridad se identifican. Se trata, en una palabra, de reconocer la propia limitación de entendimiento y comprensión, aceptar que uno es muy poca cosa para captar bien lo referente a Dios. Fiarse del más sabio y del más fuerte, saberse pequeño y torpe, escuchar con sencillez al Señor.

Entonces sí «comprenderemos», entonces sí aceptaremos. Dios que siente debilidad por los humildes, nos iluminará la mente y nos encenderá el corazón, para que la dicha y la paz inunden nuestro espíritu, en ese acercamiento supremo entre Dios y el hombre, que se realiza en la Sagrada Eucaristía.

Antonio García Moreno

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