1
Vuelve Marcos
Después del paréntesis que hemos hecho los últimos cinco domingos, leyendo el capítulo de Juan sobre el Pan de la Vida, volvemos a partir de hoy a leer al evangelista del año, san Marcos.
Además hoy damos comienzo a la carta de Santiago, que nos acompañará durante cinco domingos. Es una carta de un conocedor y amante de la espiritualidad judía, basada en citas del AT y dirigida a los cristianos convertidos del judaísmo y que ahora están esparcidos: «las doce tribus dispersas». Más que una carta es una exhortación homilética sobre el estilo de vida que deberían llevar los seguidores de Jesús.
En ella escucharemos consignas concretas que sacuden el conformismo y tienen gran actualidad, como la relatividad de las riquezas, la fortaleza ante las pruebas y la no acepción de personas. Empezará hoy por avisarnos que no basta con escuchar la Palabra de Dios, sino que hay que llevarla a la práctica en la vida.
Deuteronomio 4,1-2.6-8. No añadáis nada a lo que os mando…, así cumpliréis los preceptos del Señor
Moisés recomienda a su pueblo, antes de concluir la peregrinación por el desierto y entrar a la Tierra Prometida, que recuerden la Alianza que sellaron con Yahvé al salir de Egipto y cumplan sus mandamientos.
Los mandatos del Señor «son vuestra sabiduría» y todos los que os vean dirán: «esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente». Moisés dice que deberían estar orgullosos de estos mandamientos que les ha dado Dios: «¿hay alguna nación que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros?».
El salmo 14 es un canto al justo, que no se dedica a cosas extraordinarias, sino a «proceder honradamente y practicar la justicia», que «tiene intenciones leales, no calumnia, no hace mal a su prójimo, ni difama a su vecino». Nombra también otros detalles muy concretos: «no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente». Esa es la verdadera sabiduría: «el que así obra nunca fallará».
Santiago 1,17-18.21b-22.27. Llevad a la práctica la palabra
Empezamos hoy la lectura de esta carta, que se conoce con el nombre de Santiago, el pariente de Jesús y primer responsable de la comunidad de Jerusalén. No es segura esta atribución, porque era común en autores antiguos ampararse bajo el nombre de alguien conocido y aceptado.
Hoy recomienda Santiago que acojamos la Palabra de Dios en nuestra vida, porque es la única capaz de salvarnos, pero lo importante no es escucharla, sino llevarla a la práctica: «no os limitéis a escucharla». A continuación da dos consignas para que acertemos con la verdadera sabiduría y la religión que agrada a Dios: «la religión pura e intachable es esta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo».
Marcos 7, 1-8.14-15.21-23. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres
El evangelio de Marcos, después del episodio de la multiplicación de los panes -que nuestra lectura dominical ha sustituido con el capítulo «eucarístico» de Juan- sigue con las confrontaciones que se van sucediendo entre Jesús y los fariseos, apoyados por unos escribas que vienen de Jerusalén.
Su crítica esta vez es porque los discípulos de Jesús comen sin hacer las abluciones de manos según «la tradición de los mayores». Jesús les acusa de hipócritas, citándoles a Isaías: «este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí». Los fariseos no buscan tanto «el mandamiento de Dios», sino que se aferran a «la tradición de los hombres», a la interpretación que ellos se han inventado de esa ley de Dios.
En concreto, sobre lo de la purificación de las manos a la hora de comer, Jesús le quita importancia y aprovecha la ocasión para expresar cuál es la pureza que él pretende. Lo que «entra de fuera», o sea, lo que se come, no importa mucho. Es lo que «sale del corazón» lo que puede «hacer impuro». Y a continuación hace lista de esas cosas que salen de dentro y son malas.
2
La ley de Dios es nuestra sabiduría
No suele gustar al hombre de hoy el hablar de la ley, o de la norma objetiva de nuestro obrar. Sin embargo, las lecturas de hoy nos presentan la ley como un camino de sabiduría y de auténtica libertad.
Moisés inculca a los suyos que sigan amando la ley, que para ellos son los cinco libros del Pentateuco, con las normas que Dios les dio en la salida de Egipto y que sellaron con la Alianza del Sinaí: «escucha los mandos y decretos que yo os mando cumplir, y así viviréis».
Seguir la ley de Dios es orientar nuestra vida hacia él y disponerse a cumplir su voluntad, no nuestro gusto. Eso es lo que nos dará la verdadera felicidad y la vida. Podría pensarse que obedecer a la ley nos priva de libertad o que cohíbe nuestra personalidad. Pero en verdad seguir la ley de Dios es el camino que conduce al amor y a la libertad, y nos asegura que vamos por el recto camino.
Para Moisés, en cumplir esa ley está la auténtica sabiduría: «ponedlos por obra, que ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia». De modo que los pueblos vecinos, al ver cómo actúa el pueblo elegido de Dios, tendrán que decir: «esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente».
Aunque nos pueda gustar, en principio, que la clave de nuestra conducta sea nuestro criterio subjetivo, nos resulta muy conveniente que Dios nos haya dado criterios objetivos, conforme a su voluntad, que orientan nuestra vida y fortalecen nuestra debilidad. A veces lo hace por la ley natural, otras por su intervención del AT, en la Alianza del Sinaí. Basta mirar los «mandamientos» que se firmaron en la primera Alianza sobre el comportamiento de justicia social con los parientes y con los forasteros y con los pobres, para darnos cuenta que Dios nos orienta en terrenos en que nosotros tal vez buscaríamos una norma de conducta más benigna y permisiva. La verdadera sabiduría no está en nuestros instintos o en las modas o estadísticas de este mundo, sino en conocer y seguir la voluntad de Dios.
Pero, sobre todo, Dios nos ha mostrado su voluntad en la enseñanza de su Hijo, Jesús. Deberíamos estar orgullosos de que nuestro Dios, además de ser el Señor y Creador del universo, sea un Maestro y un Dios cercano que nos acompaña en el camino: «¿hay alguna nación que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros?», «¿cuál es la nación cuyos mandatos y decretos sean tan justos como esta ley que hoy os doy?». Lo cual tenemos más motivos de agradecerlo a Dios nosotros, desde la llegada de Cristo.
Si Santiago dice que «todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los astros», eso se cumple de modo especial cuando ese Dios nos da normas concretas que expresan cuál es su proyecto de vida para que vayamos por el recto camino y encontremos la salvación: «aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros». Es hermosa la comparación, que nos recuerda la parábola del sembrador: esa Palabra «ha sido plantada» en nosotros y está destinada a dar fruto.
La ley no es «absoluta»
Jesús en más de una ocasión parece relativizar la ley, como en el caso del sábado o ahora de las abluciones sagradas que los fariseos apreciaban tanto.
Eso no significa que despreciara las normas de vida de los judíos: él dijo que no había venido a abolir la ley, sino a llevarla a su perfección. La ley es necesaria y nos sirve de camino para el bien y para la armonía interior y exterior. Es, como leíamos en la primera lectura, la verdadera sabiduría. Lo que hizo Jesús fue interiorizar esa ley, para que no nos conformemos con la apariencia exterior; personalizar esa ley, despertando la responsabilidad personal en nuestra aceptación de la voluntad de Dios, de modo que su cumplimiento no sea sólo la realización externa y formalista de la «letra», sino que siga su «espíritu» o intención según Dios.
Lo que desautorizaba Jesús era el legalismo formalista, la interpretación exagerada de la ley, que la hace más bien esclavizante que liberadora, más preocupada de la observancia meticulosa que de la caridad para con el necesitado. Si relativiza la ley es porque da prioridad a la persona. La norma es necesaria, pero no tenemos que hacernos esclavos de su materialidad descuidando su intención profunda.
Los fariseos eran unas personas muy cumplidoras de la ley, pero exagerados en su interpretación y demasiado satisfechos de su cumplimiento. Jesús opone «el mandamiento de Dios», que evidentemente es lo principal, a «las tradiciones humanas», sobre todo cuando se han llevado a ciertos extremos que le hacen perder a la ley su finalidad última, que es el bien del hombre. Una cosa es obedecer la ley de Dios, y otra el legalismo, el formalismo, o sea, conformarnos con el cumplimiento externo y no llegar hasta su intención profunda.
En esta ocasión se trataba de lavarse las manos antes de comer, sobre todo después de haber estado en el mercado, donde era posible algún contacto, por ejemplo, con pecadores y paganos, que había que purificar antes. Estas abluciones no eran meramente higiénicas, sino que se habían convertido, sobre todo por las interpretaciones de las diversas escuelas rabínicas, en una ley religiosa.
Jesús no critica eso. Son pequeños detalles y el amor está hecho también de pequeños detalles. Pero aprovecha la ocasión para afirmar que es más importante la pureza del corazón y de la conciencia, la interior, que la exterior de las manos. También Pablo, en su carta a los Corintios (1Co 8), al hablar de los «idolotitos» (carne procedente de los banquetes sagrados de dioses paganos), relativiza la prohibición de comer esa carne, a no ser que al comerla se escandalice a los hermanos más débiles.
Esta lectura nos invita a un examen de conciencia y a un chequeo de nuestra vida de fe, sobre todo1de las intenciones que nos mueven a actuar en la vida para con nosotros mismos o en el terreno de la justicia social.
También a nosotros nos puede suceder que no sabemos distinguir entre las cosas que son verdaderamente importantes y las que no, o que damos más importancia al cumplimiento externo que al interno. Esa es la tentación del «formalismo». Cumplir con los mandamientos, e incluso con las normas eclesiales, por ejemplo referentes a la celebración litúrgica, está muy bien. Pero no es tan «absoluto» que se anteponga a cualquier otra circunstancia.
A veces, institucionalmente, hemos caído en una casuística exagerada, que parecía más preocupada por el cumplimiento externo que por la búsqueda del sentido interior de la ley. Baste recordar la importancia que hemos dado durante siglos al latín, a pesar de que dificultaba lo principal, que es la participación en la celebración. O la ley del ayuno eucarístico, desde la medianoche, que, con la idea de expresar el respeto a la Eucaristía, parecía anteponer a ella el cumplimiento de esa ley que, en el fondo, era una norma eclesial no tan importante como el admirable don que Cristo nos dejara en herencia. Recordemos el acierto del «concilio de Jerusalén», cuando decidieron no imponer más cargas que las necesarias a los que provenían el paganismo. Cediendo en detalles pequeños (el sábado, la circuncisión, algunas comidas) para salvar lo principal: la universalidad de la salvación de Cristo.
¿Somos nosotros como los fariseos en la interpretación meticulosa de la norma? ¿somos capaces de perder la paz y hacerla perder a otros por minucias insignificantes en la vida familiar o eclesial? ¿nos conformamos con la apariencia exterior, o entramos en la interioridad de nuestros motivos de actuación?
Lo que entra en la boca y lo que sale del corazón
Para Jesús lo que cuenta es lo que nace de dentro, no la mera observancia exterior («me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí»).
Su lenguaje está tomado de la vida y lo entienden todos: lo que entra de fuera por la boca no tiene tanta importancia como lo que sale del corazón humano. Del corazón es de donde manan los malos propósitos, los adulterios, la codicia de dinero, la envidia, la difamación del hermano… Eso sí que hace impuro a uno, y no tanto lo que come o deja de comer, o si se ha lavado las manos o no.
Todo esto puede pasarnos también en nuestro ambiente familiar o comunitario. A veces perdemos la paz y el humor por una antífona más o menos, o por si nos arrodillamos o no en tal momento, y no parecen preocuparnos las actitudes internas que deben estar debajo de esas normas.
El salmista se preguntaba «quién puede hospedarse en tu tienda», que ahora podría equivaler a «quién puede llamarse buena persona, buen cristiano». Y la respuesta no era entonces, y tampoco ahora, sólo las cosas de oración y culto, sino la honradez, la comprensión para con los demás, abstenerse de la usura o del soborno, no difamar al hermano…». Y sigue siendo verdad que «el que así obra nunca fallará».
La religión verdadera: escuchar y hacer
A los que escuchamos con frecuencia la Palabra de Dios nos pone Santiago en guardia contra el peligro de conformarnos con oírla, sin poner empeño en practicarla, o contra la falsa idea de una religión que se contente con palabras, mientras que lo que agrada a Dios son las obras: en concreto ayudar al prójimo y no dejarse contaminar por las costumbres y la mentalidad del mundo.
En la selección que leemos de esta carta saltamos una comparación muy expresiva que hace su autor: «si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ese se parece al que contempla su imagen en un espejo, se contempla, pero en yéndose, se olvida de cómo es».
Si la Palabra que oímos la olvidamos apenas termina la misa, no produce ningún fruto en nosotros. Como la semilla que cayó entre piedras o entre espinas.
La religión verdadera, según Santiago -que refleja bien la repetida enseñanza de Jesús a lo largo del evangelio- no es sólo rezar, o escuchar la Palabra. Ya dijo Jesús que no el que dice «Señor, Señor», entrará en el Reino, sino el que cumple esa Palabra. Al decir, por ejemplo, que para un cristiano no todo consiste en ir a Misa en domingo, no estamos diciendo que no sea importante esta celebración, sino que le debe corresponder una vida coherente.
Santiago nos da dos direcciones en que se debe concretar nuestra «religión»: ayudar a los más necesitados (nombra a los huérfanos y las viudas «en sus tribulaciones»), y «no mancharse las manos con este mundo», o sea, defenderse de la mentalidad que tiene el mundo, muchas veces alejada de la de Dios.
Se puede decir muy bien de nosotros, si seguimos este camino, lo que afirmaba el salmo del justo: «el que así obra nunca fallará».
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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