Lectio Divina – Viernes XXI de Tiempo Ordinario

1.- Oración introductoria.

Señor, hoy te quiero dar gracias porque siempre has pensado en positivo, en querer alegrarnos la vida, en que fuéramos felices. Tus palabras, tus gestos, tu vida, así nos lo manifiestan. Si por definición, el gozo es la posesión del amor, te pido que dilates cada día mi corazón para amar cada vez más y mejor, hasta llegar a participar del gozo perfecto que eres Tú.

 2.- Lectura sosegada del evangelio. Mateo 25, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús: «Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: «¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!» Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan.» Pero las prudentes replicaron: «No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis.» Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él respondió: «En verdad os digo que no os conozco. «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora».

3.- Qué dice el texto

Meditación-reflexión

Lo menos que se puede pedir a unas muchachas que van de boda es que se pongan guapas; que no vayan con un vestido viejo o sucio. Y eso es lo que les pasó a las vírgenes necias. Llevaban la antorcha, el palo con los trapos, pero al no impregnarlos de aceite, se chamuscaron, se quemaron y quedaron negros, sucios, feos. Lo que hermosea una fiesta de bodas es el amor. Sin amor, no puede haber fiesta, ni menos fiesta de boda. Pero no es lo malo eso, lo peor fue la decepción del esposo que esperaba a las diez vírgenes acompañando a la novia, con las lámparas del amor bien encendidas. La vida cristiana, vivida con la lámpara del amor bien encendida, es una fiesta de boda. Pero, cuando falta el aceite, se van apagando las lámparas y se acaba la fiesta. Jesús, que sólo quería que todos viviéramos felices, al morir, sólo nos dejó un mandato: “que os améis como yo os he amado”. Si os amáis, habrá alegría y fiesta. Si no os amáis, podéis convertir este mundo en un infierno. Permaneced con las lámparas del amor bien encendidas, pero para eso no sirve un aceite cualquiera, el aceite lo pone el Señor. El mismo que usó Él para mantener siempre encendida la lámpara del amor al Padre y a los hermanos.

Palabra del Papa.

          La lámpara que tenemos, es la mejor. Cuántas veces uno se despista y vive en la oscuridad. Y a veces unos se quieren poner a la luz del otro, como estas jóvenes que buscaron poner en sus lámparas el aceite de las otras. Pero cada uno tiene su luz. En cada uno Dios ha dejado una luz particular, una luz que le hace ser él mismo. Por eso, en el Reino de los cielos cada uno tiene que ser él mismo. «La lámpara, cuando comienza a debilitarse, tenemos que recargar la batería. ¿Cuál es el aceite del cristiano? ¿Cuál es la batería del cristiano para producir la luz? Sencillamente la oración. Tú puedes hacer muchas cosas, muchas obras, incluso obras de misericordia, puedes hacer muchas cosas grandes por la Iglesia —una universidad católica, un colegio, un hospital…—, e incluso te harán un monumento de bienhechor de la Iglesia, pero si no rezas todo esto no aportará luz. Cuántas obras se convierten en algo oscuro, por falta de luz, por falta de oración de corazón» (Cf Homilía de S.S. Francisco, 10 de junio de 2016, en Santa Marta).

4.- Qué me dice hoy a mí este texto ya meditado. (Silencio)

5.- Propósito. Hoy convertiré todo el día en fiesta porque viviré solo para amar: a Dios y a mis hermanos.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Por eso yo le respondo ahora con mi oración.

Señor, no sé cómo no te cansas de nosotros. Siempre piensas en amarnos, en hacernos felices y nosotros nos empeñamos en no hacerte caso. Haz que me crea de verdad que este mundo puede convertirse en alegría y en fiesta si vivimos en el amor. Pero el amor no es una teoría que se sabe sino una experiencia que se vive, se goza, se saborea, se disfruta. ¡Gracias, Señor!

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Comentario – Viernes XXI de Tiempo Ordinario

(Mt 25, 1-13)

La parábola de las diez vírgenes que esperan al esposo nos recuerda toda la espiritualidad de la alianza, ya que en el Antiguo Testamento los profetas presentaban la relación del Pueblo con Dios como una alianza matrimonial, donde Dios era siempre fiel, pero el Pueblo se comportaba como una mujer infiel, incluso como una prostituta.

Por ejemplo, todo el hermoso libro del profeta Oseas estaba marcado por esa imagen del amor defraudado, pero que no se deja vencer por todas las infidelidades de la mujer amada.

Aquí se nos presenta el Reino de los Cielos como un banquete nupcial, donde el Señor es el novio y la esposa es la Iglesia amada (ver Apoc 21,2), pero se nos invita a estar atentos para poder participar de esa fiesta.

Es importante recordar que, al final de nuestra vida en la tierra, nos espera una fiesta, porque eso le da otro color a nuestra vida. No es lo mismo esta vida si al final está el vacío, la oscuridad, la nada, o si, en cambio, nos espera un abrazo, un encuentro de amor, una fiesta eterna.

Las vírgenes prudentes representan a los que siempre están preparados para esa fiesta, de manera que nunca podrá tomarlos de sorpresa la llegada del novio. Las vírgenes necias son los que viven como si su vida fuera eterna, como si nunca se fuera a terminar, y entonces dejan siempre para después su conversión y su entrega.

El aceite que mantiene la lámpara encendida es aquello que siempre hay que cuidar y que nunca puede faltar en la vida cristiana: el amor. Así lo vemos también en este mismo capítulo 25, cuando Jesús nos indica qué es lo que tendrá en cuenta para juzgar o evaluar nuestra vida: lo que hicimos o no hicimos por los hermanos (Mt 25, 31-46).

Oración:

«Te pido Señor que derrames tu gracia en mi corazón para que mi lámpara no se apague, para que siga ardiendo el fuego del amor. Coloca en mí la fuerza de tu propio amor para que yo pueda derramarlo en los demás, porque en el atardecer de mi vida me preguntarás por el amor».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

La misa del domingo

Como la semana pasada, la primera lectura de este Domingo habla de una situación en extremo desesperada. Esta vez se trata de Elías, el más importante profeta de Israel, quien huyendo de sus perseguidores da a parar al desierto. Es allí donde, física y psicológicamente extenuado, con hambre y sin alimento alguno a la mano, solo, en medio de la terrible sequedad y del calor sofocante del desierto, experimenta su total impotencia para hacer frente a una situación que parece no tener salida. Es esta profunda experiencia de debilidad, de desolación y angustia la que le impulsa a elevar a Dios una súplica pavorosa: «¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo!» (1Re 19, 4)

Dios no escucha semejante súplica porque no quiere la muerte de sus elegidos: «¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere» (Ez 18, 31-32). En cambio, la respuesta que el Señor da a la súplica dramática de su siervo es ésta: «¡Levántate, come!» (1Re 19, 5). Dios no libera a Elías del sufrimiento y de las circunstancias difíciles que afronta por su fidelidad a Dios, antes bien, lo insta a sobreponerse, a levantarse de su tristeza y postración, a comer del pan que Él le ofrece y a ponerse en marcha. El alimento que Dios le da es un alimento en apariencia normal y sencillo, pero esconde en sí una singular virtualidad. Al ser comido por él le comunica una fuerza sobrenatural por la que resistirá cuarenta días y noches de caminata por el desierto hasta llegar al Horeb, la montaña de Dios. Por este alimento es Dios mismo quien sustenta y sostiene a Elías en su caminar.

En el Evangelio el Señor se revela a sí mismo como «el Pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera». En Él se cumple en plenitud lo que prefiguraba aquel otro pan enviado por Dios a Elías.

Frente al pan que comieron sus padres en el desierto y murieron, Él les ofrece un Pan que les comunicará la vida eterna. El Señor asegura de este modo la resurrección futura a quien coma de este Pan. “Eterna” es la vida que el Señor promete y da, porque es participación plena de la vida del “Eterno”.

Este “Pan de Vida”, Pan que contiene en sí mismo la Vida (ver Jn 1, 4) y la comunica al ser humano, es el mismo Cristo que por la encarnación “bajó del Cielo”.

Al decir que el pan que Él dará «es mi carne para la vida del mundo» expresa la relación de ese misterioso pan con su futuro sacrificio en el Altar de la Cruz. Esta “carne” (en griego sarx y en hebreo basar) que Él entregará para ser comida es la carne en cuanto entregada en la Cruz para dar la vida a los hombres.

Para entender mejor el significado de esta afirmación del Señor hay que tomar en cuenta que tanto en el ambiente cultual greco-romano como en el judío era usual ofrecer sacrificios de animales, en un caso a los dioses paganos, en Israel al Dios único. Normalmente la carne de aquellos holocaustos se comía posteriormente, y se pensaba que al comer aquella carne uno se hacía partícipe del sacrificio ofrecido. Teniendo esto en cuenta podemos pensar que la carne que ofrece el Señor es aquella que procederá de su propio sacrificio reconciliador. Su «carne (entregada) para la vida del mundo» es Él mismo, el Cordero de Dios que mediante su sacrificio quitará el pecado del mundo y por su resurrección comunicará su Vida a quienes al comerlo entrarán en comunión con Él, haciéndose partícipes de su mismo sacrificio reconciliador.

En el uso semita carne (así como también la expresión carne y sangre) designa al hombre en su totalidad, y no solamente la parte muscular de su cuerpo. Por tanto, comer su carne es más que masticar un pedazo de músculo, es entrar en comunión con la totalidad de Cristo, muerto y resucitado.

Este misterioso pan que el Señor dará no es otro que la Eucaristía, pan que al ser consagrado se convierte en la Carne de Cristo y vino que se convierte en su Sangre, de modo que llegan a ser para nosotros Cristo mismo, muerto y resucitado.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El camino de la vida cristiana excede absolutamente a nuestras solas fuerzas y posibilidades. Y es que para ser cristiano «no se trata solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (S.S. Juan Pablo II, Veritatis splendor, 19). Y como «seguir a Cristo no es una imitación exterior», sino que «afecta al hombre en su interioridad más profunda» (Veritatis splendor, 21), nadie jamás sería capaz de “seguirlo” del modo dicho si este “poder” no le fuese dado de lo Alto, por el Espíritu Santo que lo transforma radicalmente y hace de él o ella una nueva criatura a imagen de Jesucristo, el Señor.

Quien olvida que el camino de la plena conformación con el Señor Jesús es muy superior a sus solas fuerzas no tardará en experimentar la rebeldía, el desaliento y la desesperanza en el momento de la dura prueba. Para quien no aprende a buscar su fuerza en el Señor, el peso de la cruz se hace demasiado grande y el camino demasiado cuesta arriba o “imposible”. El Señor en determinadas circunstancias permitirá que experimentemos nuestra radical fragilidad hasta el extremo para que aprendamos aquello de que su fuerza «se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Cor 12, 9). En esas ocasiones el Señor no nos liberará del peso de la cruz y nos invitará más bien a buscar en Él nuestra fuerza para poder abrazarnos a ella con decisión y cargarla con paciencia.

Pero si bien es cierto que por nuestras solas fuerzas y sin el Señor nada podemos (ver Jn 15, 5), es igualmente cierto que no debemos esperarlo todo de Él sin hacer nada nosotros. Nuestra cooperación es indispensable e insustituible, debiéndose dar siempre al máximo de las propias capacidades y posibilidades. En este sentido, todo don de Dios, todo talento que Él nos ha dado, es al mismo tiempo una tarea que exige de nuestra activa cooperación para su multiplicación. También a Elías Dios le invita a levantarse de su postración, a ponerse en pie y a comer del pan que Él le ofrece, para que fortalecido y sostenido por ese singular alimento, camine decidido hacia la montaña de Dios. La fuerza de Dios que se le ofrece por medio de este pan no sustituye la voluntad del elegido ni prescinde de sus propios esfuerzos, sino que los requiere. Del mismo modo, a decir de San Francisco de Sales, «Él nos despierta cuando dormimos… pero en nuestra mano está el levantarnos o no levantarnos, y si bien nos ha despertado sin nosotros, no quiere levantarnos sin nosotros».

Como en el caso de Elías, también nosotros hemos de estar preparados para recorrer el camino que excede absolutamente nuestras limitadas fuerzas y capacidades humanas. Nuestro camino, a través de la paulatina conformación con el Señor Jesús, lleva al encuentro pleno con Dios, en la participación de su misma comunión divina de Amor en la vida eterna. Por ello, para no desfallecer en medio de las pruebas y sucumbir por nuestra debilidad e insuficiencia, el Señor nos ha dado un sencillo pero muy singular alimento: la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de su propio Hijo, que aparecen ante nuestros ojos como cualquier trozo de pan y un poco de vino común, pero que sin embargo es este Pan del Cielo que nos sostiene y fortalece con la fuerza divina, es Cristo mismo quien se nos entrega para ser nuestro Alimento.

Conscientes de la fuerza que recibimos en este singular Alimento también nosotros podemos afirmar que «todo lo que en nosotros es fuerte, robusto y sólido, gozoso y alegre para cumplir los mandatos de Dios, soportar el sufrimiento, practicar la obediencia, defender la justicia, todo esto es fruto de la fuerza de este Pan y de la alegría de este Vino» (Balduino de Ford). Cristo es verdaderamente el Pan de la Vida que nos asegura la fuerza de Dios mismo, y para quien lo recibe en la fe es garantía de vida eterna.

Recordemos que cada vez que en la Eucaristía se nos ofrece este Alimento ya no es un ángel el que a nosotros nos dice: «¡Levántate, come!», sino que es el mismo Hijo de Dios, Jesucristo el Señor, quien nos dice: «¡Toma y come! (…) ¡Toma y bebe!», «éste es mi cuerpo… ésta es mi sangre» (Mt 26, 26.28). ¿Comprendemos este don enorme, por el que Él mismo se nos da como Alimento, indispensable para poder realizar nuestras “jornadas por el desierto” hasta el encuentro definitivo con Dios en su “monte santo”, es decir, en la gloria y plena comunión con Él?

Vivamos el amor de Dios

Buen Jesús, ¡gracias por habernos reunido hoy en la Eucaristía,
porque ello nos ayuda a vivir tu mensaje de amor
en nuestras situaciones de cada día!

¡Haz, Señor, que no nos conformemos con la plegaria
más o menos regular o con la simple escucha de tu Palabra!
¡Ayúdanos a vivir, fieles al evangelio,
desde una total sintonía con lo que tú nos comunicas!

Dios nuestro, nuestra fe va a menudo acompañada por formas y tradiciones.
¡Danos tu gracia para que no nos quedemos sólo en esto,
y para que lleguemos al fondo de una creencia que
no es para tenerla sin más, sino sobre todo para vivirla y manifestarla
en nuestras relaciones humanas!

¡Danos la fuerza que necesitamos, Señor,
para hacer que los que nos rodean sientan tu presencia!
¡Llénanos de tu amor para que podamos contagiarlo
y extenderlo especialmente entre las personas que más lo necesitan!

¡Líbranos de las barreras que nos cierran,
y abre las puertas de nuestros corazones
a quienes nos dan la oportunidad de vivir
y poner en práctica tu Palabra! AMEN.

Ignasi Miranda

Comentario al evangelio – Viernes XXI de Tiempo Ordinario

Hay cosas que quizá no podemos prever y menos aún controlar, como ciertas catástrofes de la naturaleza; nos sobrevienen, son ajenas a nuestra voluntad. Hay otras cosas que podemos prever, pero no controlar: no dependen de nosotros la salida y la puesta del sol ni el cambio de las estaciones. Hay una tercera categoría: las que podemos prever y, siendo previsores, controlar hasta cierto punto. En España estamos todavía en verano, época en que proliferan los incendios forestales.

Podemos reducir ese riesgo o al menos el impacto del incendio si durante el año se limpian de matorrales los bosques y se abren buenos cortafuegos, y si durante el periodo veraniego se intensifica la vigilancia y se dispone de buen instrumental manejado por equipos adiestrados.

Seríamos necios si no tomáramos medidas propias de la gente previsora y, llevados de la inconsciencia y de la desgana, lo dejáramos todo al albur de las circunstancias. No tenemos un telemando que, casi por arte de magia, las cambie a conveniencia lo mismo que cambiamos de cadena de TV; pero sí tenemos cierto margen de maniobra para que los sucesos no nos pillen ni distraídos ni desprotegidos.

La parábola de las diez doncellas recordaba a los cristianos de las primeras generaciones y nos recuerda a los de toda generación que la venida del Señor es cierta, aunque desconocemos el momento. Pero si en todo momento cumplimos la voluntad de Dios, poco importa esa ignorancia. Nuestra forma de vivir la convierte en una docta ignorancia: sabe lo que no puede prever ni controlar y sabe la norma que debe seguir en toda circunstancia para no ser sorprendida con la lámpara apagada y la alcuza sin aceite.

Ciudad Redonda

Meditación – Santa Mónica

Hoy celebramos la memoria de Santa Mónica.

La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 7, 11-17):

En aquel tiempo, Jesús se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores». Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y Él dijo: «Joven, a ti te digo: levántate». El muerto se incorporó y se puso a hablar, y Él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Y lo que se decía de Él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina.

Hoy, la Iglesia se alegra con la santidad de una gran madre de familia: santa Mónica (332-387), nacida cerca de Cartago. Grande por su piedad —frecuentemente suplicaba con lágrimas— y grande por el “gran” hijo que ella entregó al cristianismo: san Agustín.

Mónica fue esposada con Patricio. Ella no pudo escoger (¡cosas de la época!). Tuvo mucha paciencia durante 30 años con aquel marido con mal genio, irreligioso… Aquellos sufrimientos, ciertamente, no pasaron por alto al buen Jesús, que pocos siglos antes se había compadecido de la viuda de Naím: Patricio, finalmente, fue bautizado poco antes de morir.

De su matrimonio vinieron 3 hijos. El mayor, Agustín, la hizo sufrir mucho. Un hijo brillante, pero que se apartó del camino cristiano. La historia narra que una vez Mónica confió su angustia a un obispo, el cual la tranquilizó diciéndole: «Esté usted en paz porque es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». Y así era: lloraba por Agustín. El hijo, a su vez, se reía de las lágrimas de su madre…

Pero Jesucristo no se ríe de nuestras lágrimas: «No llores» (Lc 7,13), le había dicho a la viuda de Naím… Aun con todo, Mónica no ahorró esfuerzos: cuando Agustín decidió marcharse a Roma, alejándose de la madre, ella también viajó allí para no dejar abandonado al hijo. Estando así las cosas, resultó que Mónica —y después Agustín— conocieron al ya famoso obispo de Milán, san Ambrosio. Cautivado por la catequesis de Ambrosio y por los escritos de san Pablo, Agustín cambió de vida y —finalmente— fue bautizado.

Era el año 387. Santa Mónica había cumplido su misión en esta vida!: «Hijo, ya que te veo convertido en siervo de Jesús, ¿qué hago en este mundo?». Cuando se disponían a regresar a Cartago, mientras esperaban en el puerto de Ostia, ella enfermó gravemente… San Agustín transcribió sus últimas palabras: «Lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor (…). Así salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita».

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench

Liturgia – Santa Mónica

SANTA MÓNICA, memoria obligatoria

Misa de la memoria (blanco)

Misal: 1ª oración propia y el resto del común de santos (para santas mujeres) o de un domingo del Tiempo Ordinario, Prefacio común o de la memoria.

Leccionario: Vol. III-impar

  • 1Tes 4, 1-8. Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación.
  • Sal 96. Alegraos, justos, con el Señor.
  • Mt 25, 1-13. ¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!

Antífona de entrada             Cf. Pr 31, 30. 28
La mujer que teme al Señor merece alabanza. Sus hijos se levantan para felicitarla, su marido proclama su alabanza.

Monición de entrada y acto penitencial
Hermanos, comencemos la celebración de la Eucaristía, en la que veneraremos la memoria de Santa Mónica, abriendo nuestro corazón para que Jesucristo entre en nosotros y aumente nuestra fe, esperanza y caridad; y ante Él, reconozcamos nuestra pobreza y debilidad, y pidámosle su gracia renovadora.

Yo confieso…

Oración colecta
OH, Dios,
consuelo de los que lloran,
que acogiste misericordiosamente
las piadosas lágrimas de santa Mónica
en la conversión de su hijo Agustín,
concédenos, por intercesión de madre e hijo,
llorar nuestros pecados
y alcanzar la gracia de tu perdón.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración de los fieles
Elevemos ahora nuestras súplicas invocando al Señor, nuestro Dios, que sale al encuentro de nuestros deseos.

1.- Para que la Iglesia nazca y se desarrolle en aquellos lugares donde aún no existe. Roguemos al Señor.

2.- Para que el Señor llame a muchos a seguirlo en el ministerio sacerdotal. Roguemos al Señor.

3.- Para que inspire pensamientos de paz, de justicia y libertad a los gobernantes de las naciones. Roguemos al Señor.

4.- Para que todas las madres que lloran por la vida descarriada de sus hijos consigan, por intercesión de santa Mónica, verlos retornar al buen camino. Roguemos al Señor.

5.- Para que despierte en nosotros el amor a los pobres y el deseo del cielo. Roguemos al Señor.

Oh Dios, escucha nuestras peticiones y alimenta el aceite de nuestras lámparas para que no se apaguen en la espera, para que cuando Cristo venga, estemos prontos a salir a su encuentro para entrar en Él en tu banquete de fiesta Por Jesucristo nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
Te presentamos, Señor, estas ofrendas
en conmemoración de santa Mónica,
rogándote humildemente nos alcancen
el perdón y la salvación.
Por Jesucristo nuestro Señor.

Antífona de comunión          Mt 13, 45-46
El reino de los cielos se parece a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.

Oración después de la comunión
Dios todopoderoso, te suplicamos
que la eficacia divina de este sacramento
nos ilumine en la fiesta de santa Mónica,
para que abundemos en santos deseos
y en buenas obras.
Por Jesucristo nuestro Señor.