Comentario – Domingo XXIII de Tiempo Ordinario

La voz del profeta Isaías es una invitación a poner en Dios nuestros ojos para adquirir fortaleza y aliento. Se trata de una palabra dirigida a los cobardes de corazón; ¿y quién no lo es cuando se le vienen encima ciertos oleajes? ¿Cómo sentirse fuertes en esas situaciones de la vida en las que uno experimenta su desvalimiento y debilidad?

El profeta indica el camino para recuperar la fortaleza perdida y orienta a Dios. Mirando a Dios, poniendo en él nuestra fe, es posible recuperar el ánimo y sentirse fuerte. Es el Dios que viene en persona para salvarnos, el Dios que hace posible lo imposible, el Dios capaz de dar vista a los ciegos y oído a los sordos, el Dios capaz de hacer brotar aguas en los desiertos. ¿Cómo no va a ser capaz de semejante acción el que ha hecho los ojos y los oídos y ha creado las aguas y los desiertos?

En la perspectiva del Nuevo Testamento, ese Dios que viene en persona no puede ser otro que Jesucristo, el Enmanuel, el Dios con nosotros. Las señales que lo acompañan así lo denuncian, como al que ha venido a reparar la sordera de los sordos y la mudez de los mudos. Es lo que nos recuerda el relato evangélico de hoy, la curación de un sordomudo que presentan a Jesús pidiéndole que le imponga las manos. Saben que ese simple contacto puede devolver la salud al enfermo.

Pero esta vez Jesús no le impone las manos; le mete los dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua y pronuncia una palabra de efecto milagroso: Effetá, ábrete, y se produce la apertura de los oídos y de la lengua. El asombro se apodera de los espectadores, que proclaman: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos. Pero aún le quedaba por hacer mucho más y mucho más bien; porque no había venido sólo para esto, para curar a unos cuantos enfermos en unas cuantas poblaciones de una región como Palestina.

Como Salvador, su actividad no podía limitarse a esas curaciones milagrosas. Jesús aspiraba a salvar al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres. Y salvar al hombre era liberarle de su más íntima esclavitud, de su más profunda alienación, del pecado y de la muerte. ¿De qué hubiera servido liberar a unos cuantos ciegos de su ceguera o a unos cuantos sordomudos de su sordera, si permanecían expuestos a cualquier otra enfermedad y a la muerte?

Jesús, como taumaturgo, hubiera aportado una salvación demasiado raquítica, demasiado parcial y provisional. No, él había venido a traer una salvación más radical y duradera, que alcanzaba lo más íntimo del corazón del hombre, lo que realmente le impedía ser hombre y alcanzar su bienaventuranza, el pecado. Esto es lo que aliena realmente al hombre, lo que le priva de su destino salvífico y le impide lograr lo que Dios tiene reservado para él.

Por eso hemos de pedirle por encima de todo que sane nuestra sordera, ceguera o mudez espirituales; pues en todas estas enfermedades late con fuerza el influjo maléfico del pecado. Es sordo de espíritu el que se cierra totalmente a un Dios que ha hablado y que sigue hablando en su creación, en sus profetas, en los sucesos.

Se trata de un sordo que no quiere oír la voz de Dios, tal vez porque otras voces o ruidos han silenciado esa voz que viene de lo alto, tal vez porque no se ha puesto a escuchar el sonido emitido por las estrellas o por la conciencia, tal vez porque no se ha detenido a escuchar en el silencio de la noche. Y el que cierra sus oídos a la voz de Dios, puede acabar dejando de percibir el clamor angustiado o lastimoso de los pobres y excluidos de este mundo. En ellos y en sus quejas y gritos de socorro también está hablando Dios, también Dios nos está pidiendo socorro.

Es mudo de espíritu el que no habla cuando tiene que hablar, el que no habla por cobardía de la injusticia cometida contra un desamparado, o del olvido en que se tiene a ciertas personas (enfermos, ancianos, mendigos); el que no corrige al hijo que lleva un camino desviado; el que no educa, siendo educador; el que se inhibe de sus responsabilidades; el que no da testimonio público de su fe, confesando a Jesucristo como su salvador y amigo. Es mudo de espíritu el que no habla de Dios, ni habla con Dios; el que no habla de Dios porque tiene miedo al rechazo, a la burla, a la exclusión o a la persecución.

Pero esto no significa que tengamos que hablar de Dios con altivez o con desprecio hacia los no creyentes. En realidad sólo se debe hablar de Dios cuando antes hemos hablado con Dios. Y de Dios sólo se puede hablar con humildad, y con temor y temblor, pues Dios es demasiado grande como para hablar de él con ligereza y frivolidad. Lo que no podemos es dejar de hablar de Dios como si no existiese, favoreciendo así la incredulidad de tantas personas que viven precisamente como si Dios no existiera. Pero Dios es la realidad más imponente que cabe pensar, la realidad de realidades, la realidad fundante. Para que tal realidad no se imponga a nuestras conciencias tenemos que empeñarnos duramente por excluirlo de las mismas.

Este Dios se hizo especialmente presente en Jesucristo, que mostró sus preferencias por los pobres y excluidos de este mundo. Sobre ellos volcó el caudal de su misericordia y a ellos les hizo objeto preferente de sus atenciones y solicitudes. Por eso nada tiene de extraño que Santiago, uno de sus apóstoles, aconseje a los cristianos actuar con coherencia, esto es, sin acepción de personas. Y se actúa así cuando se desprecia al pobre andrajoso sólo porque es pobre y su aspecto es lamentable, a diferencia del trato de honor que se dispensa al rico sólo porque va bien vestido.

Pero esta conducta resulta inconsecuente con la actitud de un Dios que siente predilección por los pequeños y los pobres o que ha elegido a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino. Esta predilección debe marcar también nuestra predilección, como la marcó en la vida de santos como Teresa de Calcuta. Que Dios mantenga despierta esta sensibilidad en nosotros y nos conserve receptivos a su palabra.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Anuncio publicitario

I Vísperas – Domingo XXIII de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS

DOMINGO XXIII de TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Acuérdate de Jesucristo,
resucitado de entre los muertos.
Él es nuestra salvación,
nuestra gloria para siempre.

Si con él morimos, viviremos con él;
si con él sufrimos, reinaremos con él.

En él nuestras penas, en él nuestro gozo;
en él la esperanza, en él nuestro amor.

En él toda gracia, en él nuestra paz;
en él nuestra gloria, en él la salvación. Amén.

SALMO 112: ALABADO SEA EL NOMBRE DEL SEÑOR

Ant. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre:
de la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.

El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?

Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa,
como madre feliz de hijos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

SALMO 115: ACCIÓN DE GRACIAS EN EL TEMPLO

Ant. Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

Tenía fe, aun cuando dije:
«¡Qué desgraciado soy!»
Yo decía en mi apuro:
«Los hombres son unos mentirosos.»

¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo.

Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo,
siervo tuyo, hijo de tu esclava:
rompiste mis cadenas.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. El Señor Jesús se rebajó, y por eso Dios lo levantó por los siglos de los siglos.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El Señor Jesús se rebajó, y por eso Dios lo levantó por los siglos de los siglos.

LECTURA: Hb 13, 20-21

Que el Dios de la paz, que hizo subir de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, en virtud de la sangre de la alianza eterna, os ponga a punto en todo bien, para que cumpláis su voluntad. Él realizará en nosotros lo que es de su agrado, por medio de Jesucristo; a él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

RESPONSORIO BREVE

R/ Cuántas son tus obras, Señor.
V/ Cuántas son tus obras, Señor.

R/ Y todas las hiciste con sabiduría.
V/ Tus obras, Señor.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Cuántas son tus obras, Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Los oídos de los sordos se abrirán y la lengua del mudo cantará: es Dios mismo quien nos viene a salvar. Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Los oídos de los sordos se abrirán y la lengua del mudo cantará: es Dios mismo quien nos viene a salvar. Aleluya.

PRECES
Recordando la bondad de Cristo, que se compadeció del pueblo hambriento y obró en favor suyo los prodigios de su amor, digámosle con fe:

Muéstranos, Señor, tu amor.

Reconocemos, Señor, que todos los beneficios que hoy hemos recibido proceden de tu bondad;
— haz que no tornen a ti vacíos, sino que den fruto, con un corazón noble de nuestra parte.

Oh Cristo, luz y salvación de todos los pueblos, protege a los que dan testimonio de ti en el mundo
— y enciende en ellos el fuego de tu Espíritu.

Haz, Señor, que todos los hombres respeten la dignidad de sus hermanos,
— y que todos juntos edifiquemos un mundo cada vez más humano.

A ti, que eres el médico de las lamas y de los cuerpos,
— te pedimos que alivies a los enfermos y des la paz a los agonizantes, visitándolos con tu bondad.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Dígnate agregar a los difuntos al número de tus escogidos,
— cuyos nombres están escritos en el libro de la vida.

Porque Jesús ha resucitado, todos somos hijos de Dios; por eso nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado XXII de Tiempo Ordinario

1.- Oración introductoria.

Señor, qué sensación de alivio, de bienestar, de libertad interior, me dan tus palabras: “El Hijo del Hombre es Señor del sábado”. Tú eres mi único Señor y no quiero a nadie que me esclavice. Te serviré a ti solo y a nadie más, “No me mandes ya más mensajeros que no saben decirme lo que quiero”.  Te serviré a Ti y te serviré por amor. Y seré libre. Y no seré ya más esclavo de nada ni de nadie.

2.- Lectura reposada del evangelio: Lucas 6, 1-5

Un sábado, Jesús atravesaba un sembrado; sus discípulos arrancaban y comían espigas desgranándolas con las manos. Algunos de los fariseos dijeron: ¿Por qué hacéis lo que no es lícito en sábado? Y Jesús les respondió: ¿Ni siquiera habéis leído lo que hizo David, cuando sintió hambre él y los que le acompañaban, cómo entró en la Casa de Dios, y tomando los panes de la presencia, que no es lícito comer sino sólo a los sacerdotes, comió él y dio a los que le acompañaban? Y les dijo: El Hijo del hombre es señor del sábado.

3.- Qué dice el texto

Meditación-reflexión.

Dos colosos se enfrentan mutuamente: el coloso de la Ley que, en tiempo de Jesús, mandaba, obligaba, tiranizaba a las personas en nombre de Dios y el coloso del hambre que, desde hace mucho tiempo, tiraniza a la humanidad. La interpretación de la Ley había caído en extremos ridículos. No se podía frotar los granos de trigo en la mano para poder comerlos. Era un trabajo que no estaba permitido hacer en sábado. Según alguna ley de los esenios, «si a una madre se le cae en sábado el niño que lleva en sus brazos, no puede trabajar agachándose para recogerlo: debe dejar que llore el niño. La observancia del sábado está por encima de toda consideración”.  Jesús se rebela contra toda interpretación de la ley que va en contra de las personas. “El Hijo del hombre es Señor del sábado”. Y, por eso, puede dejar en libertad a todos los hombres y mujeres esclavizados por el sábado. Si Dios es amor, todas las leyes que no sean vehículo o expresión del amor, están mal situadas. Donde el hombre pone leyes, Jesús pone amor. Y su testamento fue éste: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn. 13,34).

Palabra del Papa

“La Palabra de Jesús va al corazón porque es Palabra de amor, es palabra bella y lleva al amor, nos hace amar. Estos cortan el camino del amor: los ideólogos. Y también el de la belleza. Y se pusieron a discutir ásperamente entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos de comer su carne?». ¡Todo un problema de intelecto! Y cuando entra la ideología en la Iglesia, cuando entra la ideología en la inteligencia del Evangelio, no se entiende nada. Son los que caminan sólo por el camino del deber: es el moralismo de cuantos pretenden realizar del Evangelio sólo lo que entienden con la cabeza. No están en el camino de la conversión, esa conversión a la que nos invita Jesús: Y estos, por el camino del deber, cargan todo sobre las espaldas de los fieles. Los ideólogos falsifican el Evangelio. Toda interpretación ideológica, independientemente de donde venga –de una parte o de otra– es una falsificación del Evangelio. (S.S. Francisco, 19 de abril de 2013).

4. Qué me dice hoy a mí esta palabra que acabo de meditar. (Silencio).

5.-Propósito: No hacer nada que no esté impulsado por la ley del amor.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración

Señor, hoy te quiero agradecer que hayas venido a este mundo para hablarnos de Dios. Las religiones –también la judía y también la católica- nos han hablado de un Dios con muchas normas, muchas leyes, muchas ataduras a la conciencia. Y vienes Tú y nos dices: sólo una ley. La ley del amor. Amar a Dios y amar a los hermanos. ¡Qué alivio! ¡Qué bien se vive, se camina y se respira con Jesús!  Gracias, Señor, el Libertador.

¿Hay remedio para los católicos sordos y mudos?

1.- En el Antiguo Testamento, la enfermedad, era exponente del castigo de Dios. Hoy, si Jesús regresara camino de los “nuevos Galileas” (los lagos donde vivimos o mal vivimos, trabajamos o descansamos, cantamos o lloramos) se encontraría con un nuevo fenómeno: la sordera espiritual.

El Papa Benedicto, desde el mismo día del inicio de su pontificado, nos alertaba del “intento de silenciar a Dios en el mundo”. Es una de las afecciones más graves que existen en nuestra vida cristiana y contemporánea. Porque, aquí, en medio de nosotros, hay personas que oyeron hablar un día de Dios; de un tal Jesús de Nazaret; de la fuerza del Espíritu o de Santa María.

Todo ello, además, gracias a la mejor Madre y Maestra Espiritual que es la Iglesia. Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué los oídos tan despiertos para las sensaciones de mundo y tan opacos para las cosas de Dios?

Porque, lo malo, no es que existan instituciones, políticas y políticos, católicos y cristianos “duros de oído” para la voz de Dios. Lo malo es que esa sordera no es de nacimiento. El secularismo, el pragmatismo, la simple apariencia, la hostilidad hacia todo lo que “huela a iglesia” o “suene a Dios” ha logrado dinamitar la sensibilidad hacia la experiencia de Dios.

Por eso, el Señor, un Domingo más, nos dice: ¡Effetá! ¡Ábrete”.

2.- Hay dos tipos de sorderas en el mundo que nos rodea y que vivimos:

Una, la que por sistema y son contemplaciones, rechaza todo lo que tenga referencia a la cuestión religiosa y, otra más, la que escuchando la Palabra y afirmando que oye, a continuación, vive como si nunca hubiera entendido nada.

Por otra parte, si el Señor, se presentase de repente en muchas de nuestras parroquias y comunidades cristianas se encontraría, además, con una enfermedad que debilita o que condiciona la transmisión del Evangelio: los católicos mudos.

Los creyentes, y en el contexto que nos toca vivir, o somos intrépidos a la hora de manifestar nuestras convicciones religiosas o, por el contrario, nuestra fe quedará relegada a un plano peligrosamente intimista. Y, no lo olvidemos, el Señor nos dijo: ¡ID POR EL MUNDO! Desde luego, no nos dijo: ¡ID Y SED MUDOS!

El movimiento se demuestra andando. Y, la pertenencia –entusiasta y real- a la iglesia católica, se ha de evidenciar en una disposición para anunciar el evangelio; para ser portadores y generadores de nuevos cristianos; para no permanecer mudos ante una realidad que intenta poner auriculares al hombre para que sólo escuche el dictado de los poderosos, de los gobernantes o de las presiones mediáticas.

3.- La fe, con movimiento ascendente (hacia Dios) y descendente (hacia el hombre) también se demuestra andando. Que el Señor, que sigue obrando grandes maravillas y extraordinarios milagros en medio de su iglesia, en medio del mundo, nos haga ser conscientes de que la sordera espiritual se cura con la escucha pausada y reflexionada de la Palabra de Dios. Y que, por otra parte, nos haga comprender, que el permanecer mudos, no hace si no el ceder terreno para que otros, no precisamente en nombre de Dios, ganen terreno y sean altavoz de otros intereses muy distintos a los que proclama Jesucristo. ¿Sordos o mudos? De vez en cuando….de todo un poco.

Javier Leoz

Comentario – Sábado XXII de Tiempo Ordinario

(Lc 6, 1-5)

Cuando Dios pide algo al hombre es en realidad para bien del hombre, no porque él necesite imponer leyes. La Ley de Dios es liberadora, porque nos indica un camino para romper nuestras cadenas de esclavitud interior. Pero cuando esas leyes se absolutizan y las utilizamos para dominar a los demás y hacerlos sufrir, ya no cumplen la voluntad de Dios. Dios ama al hombre y desea su felicidad, su gozo, su plenitud. Por eso deberíamos buscar que nuestras costumbres y prácticas religiosas no sean una obligación que debemos cumplir, sino un medio para encontrarnos con Dios, para recibir su gracia, para encontrar la paz y su presencia. Las costumbres que no nos dejan vivir con alegría la fe y nos impiden servir a los demás con generosidad, no son más que esclavitudes que alejan del camino de la libertad.

Es cierto que encontramos en la Palabra de Dios el mandato de respetar el sábado, y que para la Ley de Dios violar el día de descanso era una falta gravísima (Núm 15, 32-36). También hoy respetamos un día de descanso consagrado al Señor resucitado, que es el domingo.

Pero la Ley de Dios nunca había llegado a decir que arrancar algunas espigas para comer violaba este descanso sagrado; esas exageraciones eran agregados de las tradiciones que los fariseos defendían como si fuesen también Palabra de Dios. La obligación de descansar era una forma de asegurar que el hombre viviera con dignidad, no se convirtiera en esclavo del trabajo, y tuviera un tiempo de serenidad para encontrarse con Dios en familia.

Jesús acude a la misma Palabra de Dios para defender a sus discípulos y mostrar su inocencia, haciendo ver que ninguna norma es absoluta. Porque también estaba terminantemente prohibido comer los panes sagrados que se ofrecían a Dios en el templo (Lev 24, 5-9), y sin embargo David lo había hecho en un momento de necesidad (1 Sam 21, 2-7).

Oración:

Señor, que me pediste que buscara el descanso para adorarte a ti y para reencontrar el sentido de mi trabajo, enséñame a trabajar con gozo en tu presencia y a quedarme descansando en tus brazos».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

La teoría de los puentes

1.- “Pasó Jesús camino del lago, atravesando la Decápolis. Le presentaron un sordo que apenas podía hablar y le piden que le imponga las manos”. San Marcos, Cáp. 7. Eran diez ciudades vecinas al lago de Galilea, llamadas La Decápolis, a causa de su notable colonia griega. Por allí atravesaba Jesús, al avanzar desde Sidón hacia el norte, en compañía de sus discípulos. Y allí le presentaron un hombre que era sordo y apenas podía hablar.

San Marcos narra el hecho en forma detallada, quizás habiéndolo escuchado de san Pedro. El Señor, que había curado a muchos sólo con su palabra, invitándolos a creer en él, usa aquí una compleja ceremonia. En primer lugar aparta al enfermo del grupo. Para comunicarse con un sordo es necesario estar a solas con él. Luego le mete los dedos en los oídos. Única forma de hacerle entender que algo le iba a suceder. Además le toca la lengua con saliva, lo cual, en muchas culturas orientales equivale a compartir salud y vida. Enseguida mirando al cielo, el Maestro suspira. De este modo se comunica con el Padre, motivando al enfermo a creer. Y finalmente pronuncia una palabra de origen arameo: “Effetá”, que quiere decir: Ábrete.

2.- Anteriormente el ritual del bautismo prescribía: “Tocando con el dedo los oídos y la lengua del niño, dirá al sacerdote: El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda a su tiempo escuchar y proclamar la fe para alabanza y gloria de Dios”. Dice algún escritor que mientras vamos de camino, en busca de la felicidad, nos movemos sobre dos círculos. El primero, donde preside la ciencia, es profano. Quizás aquel sordo, que apenas podía hablar permanecía allí, incomunicado además. El otro círculo es sagrado. Donde la fe nos ilumina. Y al cual no todos alcanzan. Se trataría entonces de crear puentes desde un círculo al otro. Esto lo hizo Jesús con el enfermo, apartándolo de la multitud.

San Marcos no nos dice qué expresó aquel hombre, una vez curado. Quizás se unió a quienes admirados decían: “Éste todo lo ha hecho bien. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Pero nos preguntamos cómo pasar del círculo profano al sagrado. Una urgencia que se da en muchas ocasiones. Cuando la vida nos comprueba la vanidad de todo. Cuando acecha la muerte. Cuando necesitamos llenar nuestros vacíos con algo de un orden superior.

3.- Para este avance, según el mismo autor, habría tres puentes. El primero sería un aprendizaje. Cuántas personas desconocen el vocabulario y los elementos básicos de nuestra fe. No son legos en la materia. Son ignorantes, porque carecen de lo esencial. El segundo puente sería una vida moral. A quien trata de vivir correctamente y se proyecta a los demás, se le muestra el Señor. Es aquella bienaventuranza de los limpios de corazón, que garantiza desde ahora la visión de Dios. El tercer lugar, estaría la experiencia personal de lo sagrado. Algo que no es exclusivo de los místicos. Todos los creyentes, en determinada coyuntura, hemos comprendido algo anteriormente incomprensible. Hemos sentido a Alguien que está más allá de todo sentido, como escribe san Pablo. Así le ocurrió a aquel hombre, camino del lago, atravesando la Decápolis.

Gustavo Vélez, mxy

¡Effetá, ábrete!

1.- «Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará» (Is 35, 4) El miedo, Señor, nos acorrala a veces. Nos asusta la incertidumbre de un futuro poco claro, el peligro de ser atacados en la noche, la posibilidad de que esa enfermedad, cuyo nombre es tabú, nos muerda el cuerpo. Miedo a la muerte, miedo a la dificultad, a la prueba, a menudo tan penosa. No tengas miedo, no seas cobarde, llena de fortaleza tu corazón, anímate. Es preciso que levantes la mirada, que mires esa bondad sin límites de tu buen Padre Dios. Él es fuerte, muy fuerte, con un poder infinito. Lo puede todo, absolutamente todo. Y viene en persona.

No quiere valerse de intermediarios, quiere venir Él mismo hasta el lugar donde te debates, en tremenda lucha quizás… Mantente firme. No flaquees, resiste. Basta con que pongas todo el empeño que te sea posible, seguro de que Dios te ayudará. El está para llegar, y trae el desquite de tanta miseria. El te resarcirá, te salvará. Te dará la valentía necesaria para seguir caminando en la noche hacia el Señor de la Luz.

«Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará» (Is 35, 5) Ciegos, con los ojos vacíos, sumidos en una noche sin fin. Sin poder contemplar el color y la luz, la belleza radiante del viento y del sol, de los árboles y el agua. Así caminamos, como metidos en un túnel sin fin. Somos pobrecitos ciegos que no acaban de ver ese mundo luminoso que nos envuelve, la presencia inefable de ese Dios bueno y maravilloso que eres tú.

Y sordos. Insensibles a esa sinfonía de mil voces, de mil melodías sonoras que resuenan bajo la bóveda infinita de los cielos, en la tierra y en el mar. Tu voz, Señor, tu melodía sin nombre, tus palabras de esperanza y de amor se apagan, se estrellan, sin hacernos vibrar, ante la membrana enferma de nuestros oídos muertos.

Inmóviles, mudos. Sin pronunciar una palabra que pida auxilio, ayuda y compasión para tanta pobreza… Así estamos, Jesús, así estamos. Compadécete de nosotros, haz que se cumpla la palabra profética de Isaías. Da luz a nuestros ojos, sensibiliza nuestros oídos, comunica agilidad a nuestros miembros, palabras a nuestra lengua. Que nuestra tierra se llene de gozo: «Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial».

2.- «Alaba alma mía al Señor» (Sal 145, 1) A veces la oración es un diálogo con uno mismo, realizado en la presencia de Dios. Y esto es lo que hace hoy el salmista, y lo que la Iglesia, nuestra Madre, nos invita a que hagamos nosotros también. Digamos, pues: Alaba, alma mía, al Señor. Sí, alábale con toda tus fuerzas, sin palabras quizá, pero con el corazón encendido, vibrante ante el pensamiento y la realidad de que Dios está a nuestro lado, muy cerca, amándonos con esa su fidelidad perpetua.

Él nunca falla, jamás se echa atrás en sus promesas, nunca engaña. Además, nos dice el salmo, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y libera a los cautivo… Nosotros, yo al menos sí, nos sentimos oprimidos con frecuencia, vemos que no se nos hace justicia, que no se justivaloran nuestras acciones o nuestras palabras. O nos sentimos hambrientos, con un hambre indefinida, pero cierta, una ansiedad difícil de expresar con palabras. En otras ocasiones nos vemos cautivos, sin cadenas de hierro, pero atados e inmóviles para querer, para hablar, o para actuar.

«El Señor abre los ojos a los ciegos» (Sal 145, 8) Muchas veces lo hizo nuestro Señor cuando estuvo en la tierra entre los hombres. Sí, muchos como Bartimeo, el mendigo de Jericó, sintieron el gozo de pasar de las tinieblas a la luz, de la oscuridad incolora a la gama luminosa de todos los colores, de un mundo sin formas a un país variopinto y multiforme. Y sobre todo, abrió muchas veces los ojos del alma para que el hombre descubriera el verdadero valor de las cosas, el sentido auténtico y luminoso de la vida, el camino que lleva a la felicidad perpetua, que comienza de forma parcial en esta vida, y llega a su culminación y plenitud en el más allá.

Además, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda, trastorna el camino de los malvados. El Señor, en fin, reina de edad en edad, tu Dios permanece eternamente… Ante todo eso, alma mía, alaba al Señor, alégrate hondamente al pensar en él, al sentirte junto a él, dentro de él.

3.- «No juntéis la fe en Nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas» (St 2, 1) La fe en Cristo es algo muy serio, algo que ha de comprometer nuestra vida, algo que ha de estar siempre presente en nuestro pensar, en nuestro decir y en nuestro hacer. Aquí Santiago insiste en la necesidad de no juntar la fe en Jesús con la acepción de personas, esto es, con la distinción de clases. No se puede creer en Cristo, e inclinarse injustamente en favor de unos o de otros. Para un creyente todos los hombres son dignos de consideración y de respeto. Ni se puede menospreciar al pobre por serlo, ni se puede favorecer al rico por el mero hecho de que tenga dinero.

Ni tampoco se puede hacer lo que algunos hacen: Despreciar al rico e idolatrar al pobre. Estuvo de moda en ciertos sectores el hablar de justicia social, hablar mal de los que tienen más, y perorar con demagogia a favor de quienes tienen menos. Tan injusto es despreciar al rico sin más, como defender al pobre sin sopesar antes su conducta. Tan acepción de personas, o favoritismo, es una cosa como otra.

«Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterio malo?» (St 2, 4) Lo triste es que la mayoría de las veces todo el perorar en favor del pobre se limita a eso, a perorar. No conozco a nadie que se convierta de pronto en líder de lo social y que dé lo que tiene a los pobres. Porque, como muy bien dice el refrán, una cosa es predicar y otra dar trigo… Con lo cual se vive de manera inconsecuente, de forma hipócrita y falsa. Totalmente en contra de lo que Cristo ha predicado y vivido.

Es difícil guardar el equilibrio, ser justo según Dios. No obstante hay que intentarlo. Hay que luchar por amar a todos de verdad. Y decirle al rico, porque se le ama, que, además de ser justo, ha de ser desprendido y generoso en favor del necesitado, si de veras quiere ser cristiano. Y también decir al pobre, porque se le quiere, que ha de mirar la pobreza no como una condena, sino como una situación que Cristo mismo vivió, como algo que redime y salva. Y de paso añadir que tiene que trabajar para salir de la pobreza, que hay que luchar para ganarse honradamente una posición más holgada y ventajosa. Pero con una lucha noble, sin amargura ni resquemores, sin odio… Y tener presente, tanto el rico como el pobre, que Dios es nuestro Padre providente y justo, que nos dará a cada uno la verdadera riqueza, según nuestras propias obras.

4.- «Y al momento se le abrieron los oídos…» (Mc 7, 35) Jesús recorre las regiones limítrofes de Palestina. Es cierto que su misión se centraba en Israel, pero también es verdad que él había venido para salvar a todos los hombres. Por eso en ocasiones alarga su palabra y sus obras hasta la tierra de los paganos. Es una primicia gozosa de esa redención que proclamarán a los cuatro vientos sus apóstoles, después de morir y de resucitar Jesús, prendiendo así hasta el último rincón del mundo ese divino fuego que él había venido a traer a la tierra.

En esta ocasión que nos presenta el Evangelio a Jesús haciendo el bien, lo mismo que ocurría siempre, por donde quiera que él pasara. Hoy se trata de un sordomudo al que Jesús cura. El silencio y la soledad de aquel pobrecillo se quebró de pronto. Por sus oídos abiertos ya, penetró el sonido armonioso de la vida. Su corazón, callado hasta entonces, pudo florecer hacia el exterior y comunicar su alegría y su gratitud. ¡Effetá!, dijo Jesús, esto es, ábrete. Son palabras que conservan toda la frescura de la vez primera que fueron pronunciadas. Palabras que durante mucho tiempo formaron parte de la liturgia del Bautismo.

Con ellas el sacerdote abría el oído del catecúmeno a las palabras de Dios, le capacitaba para escuchar el mensaje de salvación. Con ello se vencía la sordera congénita que el hombre tiene para escuchar con fruto el Evangelio. De este modo se rompía el aislamiento que la criatura humana tenía para lo sobrenatural; sordera ante esa armonía de la divina palabra, portadora del gozo y la paz, germen de amor y de esperanza, de felicidad y de consuelo.

Con el tiempo y la malicia del hombre, no curada del todo, los oídos vuelven a entaponarse y originan otra vez la cerrazón para oír al Señor. Y junto con la sordera, la incapacidad para hablar. Se levanta entonces un muro más impenetrable que el anterior, que nos aísla y nos aplasta, nos incomunica y nos deja tristemente solos.

Es preciso en esos momentos clamar a Dios con toda el alma, desde lo más hondo de nuestro ser, sin palabras quizá, con torpeza y balbuceos; pedir a Nuestro Señor Jesucristo que vuelva a tocar nuestros oídos y nuestros labios para que se derrumbe el silencio que nos atormenta y nos destruye. Vayamos al sacerdote con toda humildad y confesemos nuestros pecados, acerquémonos limpios de toda culpa a la Sagrada Eucaristía y oiremos la voz del Maestro que, apiadado de nuestro mal, nos dice: ¡Effetá!

Antonio García Moreno

Nunca ha habido más sordos y más mudos

1. – Miles de satélites por los aires. Nuevos cables submarinos por todos los mares. Autopistas que unen naciones. Facilidades de paso por las fronteras. Todo nos lleva a una mayor comunicación y sin embargo nunca ha habido más sordos ni más mudos.

Tantas ondas, tanto ruido ha estropeado nuestro tímpano y cada vez somos menos capaces de oírnos y de oír a los demás. Y el que habla abre y cierra la boca como en el cine mudo, no nos parece que pronuncia palabras inteligibles, porque nadie le presta atención.

Nunca ha habido tanta soledad. Soledad de los ancianos que, o viven solos, o en medio de las familias no encuentran a quien contar sus batallitas. Los esposos no se entienden con los hijos y no pocas veces entre ellos. Los jóvenes nos acusan de que los mayores no les entendemos.

Sea por nuestro propio egoísmo, sea por las desilusiones que nos hemos llevado con lo demás, sea porque nos sentimos llenos de problemas y no nos basta con los propios para ocuparnos de los demás, el caso es que en la era de las comunicaciones estamos incomunicados unos con otros. El contacto de Tú a Tú va pasando a ser pieza de museo, o motivo de novela romántica.

2. – Nunca ha tenido más actualidad el grito de Jesús al sordomudo del evangelio: “¡ÁBRETE!”

* Ábrete al hombre, abre tu corazón y sal al encuentro de los hombres que te necesitan y tú necesitas.

* Ábrete al hombre que te ofrece su amistad

* Ábrete al que necesita tu cariño

* Ábrete al que tiende su mano hacia ti en espera de ayuda

* Ábrete y escucha al que te cuenta esos problemas que nadie más puede contar

* Ábrete al que necesita tus palabras de consuelo, sal de tu mudez y deja oír tus palabras

* Ábrete sobre todo a ese Señor que habla quedito en lo hondo del corazón, apártate de la muchedumbre de vez en cuando, como Jesús apartó al sordomudo para hacerle oír su voz.

3. – En realidad nunca estamos incomunicados con el Señor si sabemos acallar tanto ruido y tantas voces a nuestro alrededor y prestamos atención a la voz tenue de nuestro Dios que no nos habla ni por radio, ni por televisión, sino en lo hondo del corazón. Comencemos por dejar resonar en el corazón ese “¡ÁBRETE!” de Jesús.

José María Maruri, SJ

Abrirnos a Jesús

La escena es conocida. Le presentan a Jesús un sordo que, a consecuencia de su sordera, apenas puede hablar. Su vida es una desgracia. Solo se oye a sí mismo. No puede escuchar a sus familiares y vecinos. No puede conversar con sus amigos. Tampoco puede escuchar las parábolas de Jesús ni entender su mensaje. Vive encerrado en su propia soledad.

Jesús lo toma consigo y se concentra en su trabajo sanador. Introduce los dedos en sus oídos y trata de vencer esa resistencia que no le deja escuchar a nadie. Con su saliva humedece aquella lengua paralizada para dar fluidez a su palabra. No es fácil. El sordomudo no colabora, y Jesús hace un último esfuerzo. Respira profundamente, lanza un fuerte suspiro mirando al cielo en busca de la fuerza de Dios y, luego, grita al enfermo: «¡Ábrete!».

Aquel hombre sale de su aislamiento y, por vez primera, descubre lo que es vivir escuchando a los demás y conversando abiertamente con todos. La gente queda admirada: Jesús lo hace todo bien, como el Creador, «hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

No es casual que los evangelios narren tantas curaciones de ciegos y sordos. Estos relatos son una invitación a dejarse trabajar por Jesús para abrir bien los ojos y los oídos a su persona y su palabra. Unos discípulos «sordos» a su mensaje serán como «tartamudos» al anunciar el evangelio.

Vivir dentro de la Iglesia con mentalidad «abierta» o «cerrada» puede ser una cuestión de actitud mental o de posición práctica, fruto casi siempre de la propia estructura psicológica o de la formación recibida. Pero, cuando se trata de «abrirse» o «cerrarse» al evangelio, el asunto es de importancia decisiva.

Si vivimos sordos al mensaje de Jesús, si no entendemos su proyecto, si no captamos su amor a los que sufren, nos encerraremos en nuestros problemas y no escucharemos los de la gente. Pero entonces no sabremos anunciar la Buena Noticia de Jesús. Deformaremos su mensaje. A muchos se les hará difícil entender nuestro «evangelio». ¿No necesitamos abrirnos a Jesús para dejarnos curar de nuestra sordera?

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – Sábado XXII de Tiempo Ordinario

La libertad de los hijos de Dios

Mirad la diferencia. Desde los inicios, la Iglesia contempló el domingo como el gran día, Pascua semanal, día de la Resurrección de su Señor. Y sacó las consecuencias: es día de alegría, de festejos y de descanso (“de descanso”, en tiempos lejanos y alejados de las conquistas sociales, como el descanso semanal).  Y, en el centro, la Eucaristía, la Misa Mayor para todos. Pero llegan los leguleyos, los de corazón estrecho, varados en sus minucias, y corrompen el proyecto de Dios y de la Iglesia. A la alegría le ponen adjetivos, “alegría espiritual”; fuera lo que ellos juzgan cosas del mundo. Para el descanso se empieza a distinguir trabajos serviles, trabajos liberales; y a una pobre madre de familia numerosa le entran escrúpulos porque tiene que aprovechar un tiempo del domingo para tener a punto la ropa de los suyos. ¿Y la Eucaristía? Más que gozarse en una comunidad que celebra la muerte y el triunfo de Jesús, salvación para todos, comienza la casuística de si esta obligación de atender a un enfermo me quita la obligación “del precepto”, de si he llegado “al evangelio” para queno haya pecado mortal; y no digamos nada de los tiempos del ayuno desde la medianoche anterior. (Sí, ya sé que estas cosas se han ido  modulando hacia maneras menos tajantes, pero se intentaba ejemplificar).

Jesús es, a la vez, “Señor del sábado” y exquisito cumplidor de la ley del sábado: acude puntualmente, cada sábado,  a la sinagoga, para orar y escuchar la Palabra. Cuántas veces comienza la narración de los milagros con la expresión “al salir Jesús de la sinagoga”. El sábado era para los judíos el día más importante, día de descanso, de culto, de festejo popular. Pero llegaron los intransigentes, exageradores en extremo de la ley, que se enfadan porque los discípulos cometían el gran pecado de tomar unas espigas del camino para matar el hambre. Jesús les responde desde el mismo campo de los intolerantes: pero si el mismo David y los suyos comieron panes sagrados, reservados a los sacerdotes, en un momento de necesidad.

Cuidemos el sábado, respetemos la ley, conservemos la tradición. Pero huyamos de las exageraciones particulares que maltratan al hombre para el que fue constituido el sábado. No nos inventemos leyes y normas (con nombres de orden, de religión, de seguridad, de “la verdad”, etc.) que deterioran la imagen de Dios en los hombres. Que la norma no devore al hombre.

En general, para la vida cotidiana de la familia, del trabajo, de la comunidad eclesial, no seamos fáciles en dar vueltas a las minucias, sin importancia. Nuestro diccionario llama a estos con términos muy expresivos: quisquillosos, puntillosos, meticulosos, nimios, picajosos, chinches, tiquismiquis, etc., etc. No lo olvidemos: ir en contra del hombre es ir contra Dios (aunque digamos que “defendemos a Dios”).

Pero, sobre todo, celebremos bien el domingo. Vivimos bien la Eucaristía del domingo: en comunidad, la Palabra de Dios nos habla, Cristo muerto y resucitado se hace presente y lo sentimos, nos sentamos a la mesa del vino nuevo, oramos, en comunión, por todos, y salimos nuevos. Así, solo así, lejos de toda nimiedad, con grandeza de corazón, alabaremos -libres, más libres- a Dios y amaremos de verdad a todos.

Ciudad Redonda