Lectio Divina – Viernes XXIII de Tiempo Ordinario

1.-Oración introductoria.

Señor, la oración de esta mañana, me obliga a preguntarme: ¿Por qué sólo te fijas en lo malo de tus hermanos y no te fijas en lo malo que hay dentro de ti? Para escandalizarme de la Iglesia no es necesario ir al Vaticano. Mira dentro de ti mismo, baja al sótano de tu corazón y descubrirás que el escándalo está dentro de ti. Gracias, Señor, porque nos enseñas a abrir bien los ojos.

2.- Lectura reposada del evangelio. Lucas 6, 39-42

          En aquel tiempo ponía Jesús a sus discípulos esta parábola: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado, será como su maestro. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-Reflexión

Es muy corriente que nos fijemos sólo en lo malo, en lo negativo de nuestros hermanos. Es verdad que, al mirarnos en profundidad, siempre encontramos “charcos” que nos salpican. ¿Por qué no cambiamos nuestra mirada? Porque en cada persona, además de charcos, hay fuentes, bosques, prados, bonitos jardines que, por no haberse fijado nadie en ellos, están sin descubrir. No estamos acostumbrados a los “sondeos en positivo”. No nos atrevemos a decir a las personas los valores y cualidades que tienen. No se trata de hacerles soberbios, sino que reconozcan lo maravilloso que Dios ha sido con ellos. Si en una comunidad, yo hago el propósito de instalarme en lo bueno y positivo del hermano que tengo a mi lado, yo viviré feliz en ese “jardín interior” y no quedaré afectado por la basura que, a lo largo del camino, se va acumulando en algún rincón de la huerta. El beneficio que me reporta el respirar de las plantas y flores, me llevará instantáneamente a tratar de eliminar, también con mi servicio generoso, los deshechos de una mala convivencia.  Bella y bonita la mirada del Papa San Pablo VI sobre el mundo:” Que lo sepa el mundo: La Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito, no de condenarlo sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo”.

Palabra autorizada del Papa

“Quien juzga se equivoca, simplemente porque toma un lugar que no es suyo. Pero no solo se equivoca, también se confunde. Está tan obsesionado con lo que quiere juzgar, de esa persona -¡tan tan obsesionado!- que esa idea no le deja dormir. … Y no se da cuenta de la viga que él tiene. Es un fantasioso. Y quien juzga se convierte en un derrotado, termina mal, porque la misma medida será usada para juzgarle a él. El juez que se equivoca de sitio porque toma el lugar de Dios termina en una derrota. ¿Y cuál es la derrota? La de ser juzgado con la medida con la que él juzga. El único que juzga es Dios y a los que Dios da la potestad de hacerlo. Jesús, delante del Padre, ¡nunca acusa! Al contrario: ¡defiende! Es el primer Paráclito. Después nos envía el segundo, que es el Espíritu Santo. Él es defensor: está delante del Padre para defendernos de las acusaciones. ¿Y quién es el acusador? En la Biblia se llama «acusador» al demonio, satanás. Jesús nos juzgará, sí: al final de los tiempos, pero mientras tanto intercede, defiende”. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 23 de junio de 2014, en Santa Marta).

4.- Qué me dice este texto hoy a mí. Guardo silencio.

5.-Propósito. Hoy no juzgo a nadie. Necesito el tiempo para descubrir la viga que tengo en mis ojos.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, hoy me invitas a realizar una bonita tarea: mirar lo bueno, lo bello, lo grande que hay en el corazón de cada persona. Es la mejor manera de constatar el derroche de dones, que has derramado en la creación, obra de tus dedos. En vez de dedicarme a constatar “vigas de maldad”, ¿Por qué no dedicarme a observar las briznas de ternura y de cariño que has puesto en el corazón de cada uno? Dame, Señor, mirada del corazón.

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Comentario – Viernes XXIII de Tiempo Ordinario

(Lc 6, 39-42)

Al que desea agradar a Dios, el evangelio lo invita a no buscar tanto la perfección en otros ámbitos de su ser y de su vida, sino sobre todo en la compasión y en la misericordia; ésa es la belleza que más cautiva a Dios y parece disimular un poco las sombras y defectos de nuestras acciones.

Este texto evangélico nos invita a tratar de descubrir nuestra propia miseria, esa que tantas veces nos escondemos a nosotros mismos, para que así podamos valorar la exhortación a usar con el hermano la medida compasiva que esperamos que usen con nosotros. De este modo se nos indica que, cada vez que intentemos ayudar a otro, tratemos primero de tomar conciencia de nuestros propios pecados, de manera que nos acerquemos al hermano con una profunda humildad y con un deseo sincero de su bien, no como maestros o salvadores que se sienten dignos de señalar los defectos ajenos. Sólo reconociendo sinceramente nuestra propia pequeñez podemos mirar a los demás con la mirada limpia de Dios, que siempre es de misericordia.

Dios no ha llamado a sus hijos a ser jueces implacables que miran a los demás con la medida de la ley y se fanatizan en un permanente moralismo. Porque de esa manera, violan lo más importante de la ley de Dios, la misericordia, cayendo en un pecado peor que los que critican. Impacientes con los defectos y errores ajenos, mirándolos con malos ojos y corazón amargo, deseando que se ajusten a los propios esquemas, de alguna manera se está declarando a los demás indignos de ser amados. Dios en cambio, es compasivo, infinitamente paciente, y es el creador de la diversidad, es el autor de esa variedad que tanto nos cuesta tolerar. Como exhorta San Pablo en Rom 14: «Sean comprensivos con el que es débil en la fe» (v. 1). «¿Con qué derecho juzgas a tu hermano y lo desprecias? Todos estaremos ante el tribunal de Dios» (v. 10).

Oración:

«Ilumíname Señor, tócame con el poder de tu gracia, para que reconozca mi propia miseria, la miseria de donde me has sacado y la miseria que muchas veces me escondo a mí mismo; para que reconociéndola, pueda mirar con ternura y compasión los defectos ajenos».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

La misa del domingo

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo el Señor pregunta a los Apóstoles sobre lo que piensa la gente sobre su identidad. ¿Quién es Jesús? Los discípulos habían recogido algunas de las opiniones más comunes: «Unos [dicen que tú eres] Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas».

Los grandes milagros que realizaba el Señor hacían pensar al común de la gente que se trataba de «un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo» (Lc 24, 19). Sin embargo, hay confusión en cuanto a su identidad, y al tratar de precisar quién es se equivocan completamente.

El Señor pregunta entonces a quienes lo conocen de cerca, a sus Apóstoles: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy?». Pedro, en nombre de todos, responde: «Tú eres el Mesías», aquel Ungido por excelencia que Dios había prometido a su pueblo Israel, el descendiente de David, esperado por siglos, que vendría a restaurar el reinado definitivo de Dios en la tierra.

Admitida la respuesta como acertada, el Señor insta a sus Apóstoles a guardar su identidad en el más absoluto secreto. ¿Por qué? Porque si bien es cierto que Él era el Mesías, no se trataba de un Mesías político nacionalista que los judíos y también ellos, los Apóstoles, se habían imaginado y esperaban. Hacer público este anuncio sólo habría entorpecido la misión del Señor. Por tanto, antes de proclamar públicamente que Él era el Mesías, debía corregir la idea equivocada que del Mesías se habían hecho todos, debía instruirlos para que pudiesen despojarse de su idea profundamente enraizada sobre aquel Mesías poderoso y triunfante para reemplazarla por el Mesías humilde, que más bien se identificaba con el Siervo sufriente de Dios anunciado por Isaías (1ª. lectura). Así, pues, una vez que el Señor confirma que Él es el Mesías, empieza a enseñarles que tendrá que «padecer mucho… ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días».

Ante este inesperado y sorpresivo anuncio Pedro, llevándoselo a un lado, se puso a increparlo. También el pensaba como todos los judíos de su tiempo: el Mesías traerá consigo la victoria política y la gloria para su pueblo, ¿cómo puede ahora Jesús decir que va a morir en manos de los dirigentes religiosos de su mismo pueblo, si Dios está con Él? ¡Eso no le puede suceder a Él! ¿Por qué anuncia tal cosa? Pedro, desconcertado, se cree con el deber de reprochar semejante disparate, y así lo hace discretamente, llevando a Jesús aparte.

El Señor, en respuesta, lo llama Satanás, el gran enemigo de Dios y de su Mesías. El término Satanás proviene del término bíblico hebreo satán que significa “enemigo”, “opositor”, “adversario”. Pedro, al censurar al Señor y mostrarse contrario a la realización de semejante anuncio, se convierte en portavoz y colaborador de Satanás, se convierte él mismo en adversario y enemigo de Dios, opositor a sus designios reconciliadores. En respuesta merece el más enérgico rechazo y corrección por parte del Señor, que en frente de todos le advierte que en vez de constituirse en obstáculo en su camino, debe ponerse detrás de Él como su seguidor.

Esta última enseñanza es para todos, por eso llama también a la gente y a sus discípulos para presentarles las exigencias del discipulado: quien quiera ser su seguidor debe renunciar a sí mismo, cargar su cruz y andar detrás de Él.

La imagen de cargar la cruz evocaba en sus oyentes una escena habitual: la de los condenados y sentenciados a morir por crucifixión. Era el método preferido que aplicaban los romanos para ejecutar la pena de muerte. Sin duda los judíos veían desfilar cortejos como éste con cierta frecuencia, filas más o menos largas de hombres que marchaban a su propia muerte cargando sobre sí sus propios instrumentos de tortura y ejecución. Se cuenta, por ejemplo, que al morir Herodes el Grande, Varo había hecho crucificar a dos mil judíos. La marcha de estos condenados a muerte era, pues, una imagen conocida. El discípulo de Cristo debía considerarse no un hombre destinado a la gloria humana y mundana, sino un condenado a muerte, un hombre que con su propia cruz a cuestas va siguiendo a Cristo que va a la cabeza de aquel cotejo.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

En nuestra sociedad occidental se ha puesto muy de moda todo lo que es “light”. Se producen y ofrecen productos o servicios que brindan una cada vez mayor comodidad, diversión, entretenimiento, placer. Los admirables avances tecnológicos han liberado poco a poco al hombre de muchos esfuerzos y sacrificios, haciendo todo más fácil, más cómodo y menos doloroso, para quienes tienen acceso a ellos, claro está. La “cruz”, en cambio, se rechaza cada vez más: «la corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado… pensando que la Cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas» (S.S. Juan Pablo II). ¡Cuántas veces, influidos por esta mentalidad, nos tornamos evasivos al sacrificio personal, a la entrega generosa, a la renuncia costosa con la mirada puesta en un bien mayor, cuando es arduo y difícil de conquistar!

Pero, ¿puede haber acaso un cristianismo sin cruz? ¿Puede uno ser discípulo de Cristo sin cargar su propia cruz, es decir, sin asumir las exigencias radicales de la vida cristiana, sin asumir la muerte personal como camino a la plenitud y gloria? «El que no carga su cruz y me sigue detrás, no puede ser mi discípulo».

Al pensar en la cruz como signo de dolor, de sufrimiento y de muerte, podemos preguntarnos: ¿quién de nosotros, de una o de otra forma, no experimenta diariamente la lacerante realidad de la cruz? La cruz no es algo extraño a la vida del hombre o mujer, de cualquier edad, época, pueblo o condición social. Toda persona, de diferentes modos, encuentra la cruz en su camino, es tocada y, hasta en cierto modo, es marcada profundamente por ella. «Sí, la cruz está inscrita en la vida del hombre. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y, sin embargo, no podemos eliminar de nuestra historia personal el sufrimiento y la prueba» (S.S. Juan Pablo II).

Experimentamos la cruz cuando en la familia en vez de la armonía y el mutuo amor reina la incomprensión o la mutua agresión, cuando recibimos palabras hirientes de nuestros seres queridos, cuando la infidelidad destruye un hogar, cuando experimentamos la traición de quienes amamos, cuando somos víctimas de una injusticia, cuando el mal nos golpea de una u otra forma, cuando aumentan las dificultades en el estudio, cuando fracasa un proyecto o un apostolado no resulta, cuando resulta casi imposible encontrar un puesto de trabajo, cuando falta el dinero necesario para el sostenimiento de la familia, cuando aparece una enfermedad larga o incurable, cuando repentinamente la muerte nos arrebata a un ser querido, cuando nos vemos sumergidos en el vacío y la soledad, cuando cometemos un mal que luego no podemos perdonarnos… ¡Cuántas y qué variadas son las ocasiones que nos hacen experimentar el peso de la cruz en nuestra vida!

Muchas veces nuestra primera reacción ante la cruz es querer huir, es no querer asumirla, porque nos cuesta, porque no queremos sufrir, porque nos rebelamos ante el dolor, porque tememos morir. Fugamos de muchos modos, a veces al punto de refugiamos en el alcohol, la droga, los placeres ilícitos, el juego, la pornografía, etc. Estos “refugios” nos ofrecen mitigar el dolor o cancelarlo, pero como sólo lo hacen de momento, requieren de nuevas “dosis”, cada vez más fuertes, que terminan sujetándonos a una dura esclavitud que lleva a nuestra lenta pero inexorable destrucción.

Lo cierto es que, sin Cristo, todo sufrimiento carece de sentido, se torna estéril, absurdo, aplasta, hunde en la amargura, no tiene solución. De allí que tantos no busquen sino evadirlo. En cambio, quien mira a Cristo en la Cruz, quien entiende que por su pasión Él nos estaba reconciliando, experimenta cómo su propio sufrimiento, cuando se asocia a la Cruz del Señor, adquiere un sentido tremendo, se transforma en un dolor fecundo, salvífico, en fuente de innumerables bendiciones para sí mismo y muchos otros.

La actitud adecuada ante la cruz es asumirla con coraje, buscando en el Señor la fuerza necesaria para llevarla con dignidad. En los momentos de dolor y sufrimiento pidamos intensamente a Dios la gracia para aprender a vivir la mortificación, virtud entendida como un aprender a sufrir pacientemente —sobre todo ante hechos y eventos que escapan al propio control— y un ir adhiriendo explícitamente los propios sufrimientos y contrariedades —todo aquello penoso o molesto para nuestra naturaleza o mortificante para nuestro amor propio— al misterio del sufrimiento de Cristo.

¡Tú eres el Hijo de Dios!

Como Pedro, Señor,
yo digo que tú eres el Hijo de Dios,
pero tengo miedo a perderte,
porque mi vida se mueve más
con los impulsos del reloj del mundo
que a instancias de una fe comprometida.
Digo «creo en ti» y miro hacia otro lado;
proclamo «espero en ti»
y me guío por otras estrellas.
Grito «eres lo más grande»
y te dejo, pequeño e insignificante,
con mis obras.

Como Pedro, Señor,
yo digo que tú eres el Hijo de Dios:
El que rompe los ruidos de la guerra con la paz.
El que resquebraja la violencia con la fraternidad.
El que dinamita el odio con la fuente del amor.
Por eso te pido queme ayudes a descubrirte
como el Señor de mi vida y de mi corazón.

Como Pedro, Señor,
yo digo que tú eres el Hijo de Dios.
Pero tú sabes, Señor, que a veces me desanimo.
No soy experto en reconocer los caminos de la vida,
sino que me he hecho especialista en tropezar.
¡Cómo me cuesta avanzar,
y cómo me empeño en deambular solo
cuando tú me ofreces caminar en compañía!
Me he acostumbrado a dejarme llevar
por la corriente,
como pez apagado y sin esperanza.
Te necesito, Señor, todos los días de mi vida,
para percibir que este tiempo
es tiempo de salvación
y para comprender que tu ternura
y tu misericordia son eternas.

Como Pedro, Señor,
yo digo que tú eres el Hijo de Dios,
y quiero decirlo con todas las consecuencias,
porque también he experimentado que sin ti
mi vida carece de sentido.
Por eso, Señor, yo afirmo,
con las palabras y con la vida,
que  ¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

Comentario al evangelio – Viernes XXIII de Tiempo Ordinario

Refranes en el evangelio

Seguimos en el “sermón de la llanura”. Precedido de la oración en el monte, Jesús habla ante un auditorio compuesto por los discípulos y un gran gentío venido de Judea, y hasta de las costas de Tiro y Sidón.  Como una especificación de la ley del amor, hecha perdón para los enemigos; como un despliegue de la máxima “no juzguéis y no seréis juzgados”, nos deja Jesús algunos dichos y refranes populares.

Estos son los dichos populares. 1. “Si un ciego guía a otro ciego los dos caerán al hoyo”. Para guiar bien hay que ver bien. No sea cosa que queramos conducir a los demás y somos nosotros los que necesitamos que nos lleven. Y va de refranes populares: “Consejos vendo, y para mí no tengo”. 2. “Un discípulo no es más que su maestro”. Primero hay que aprender, y no hacer de maestro sin poseer conocimientos. Es no saber, y dictaminar sobre todo. 3. “Sácate la viga de tu ojo, antes de sacar la mota del ojo de tu hermano”. No fijarse solo en los defectos de los otros sin fijarse en los propios. Menos mirar al otro, y más examinarnos a nosotros mismos.

Hay que limpiar nuestros ojos: de ideas y criterios preconcebidos. Vamos a pasar de ser fiscales de los demás a ejercer la autocrítica. No sea cosa que guiar a los demás sea más dominio egoísta que ayuda. ¿Qué tenemos que limpiar en nuestros ojos? Las ganas de ser maestro de todos y dominar. Querer ser más que nadie. Quedar ciegos por el afán de las riquezas, por el orgullo de la ciencia y la técnica sin recurso a la moral, a la conciencia, a la fe. Juzgar sin tocar la realidad, desde ideas y criterios preconcebidos. Proyectar sobre los demás nuestras flaquezas y pecados propios.

Solo nos queda una regla de oro: Mirar con los ojos de Dios. Ojos que no condenan sino que compadecen. Nos miramos y examinamos desde la palabra del Evangelio, en el interior de nuestra conciencia. Mirar como miramos a los inocentes que sufren. Así pondremos luz y verdad en nuestro juzgar y actuar. Mirar como Jesús: a la mujer adúltera, a Pedro que le niega, a la Samaritana que tiene sed. Como Jesús y el poeta: “Ojos claros, serenos”.

Ciudad Redonda

Meditación – Viernes XXIII de Tiempo Ordinario

Hoy es viernes XXIII de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 6, 39-42):

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Todo discípulo que esté bien formado, será como su maestro. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo’, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano».

Hoy resulta muy actual la descripción que hizo san Pablo acerca de la «minoría de edad en la fe»: un ser llevados a la deriva y vivir zarandeados por cualquier viento de doctrina. ¡Cuántos «vientos» hemos conocido en estas últimas décadas! Del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo; del ateísmo a un vago misticismo religioso… Es la peor de las cegueras, porque uno no sabe hacia dónde va ni a dónde ir.

Tener una fe clara es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo, mientras que el relativismo —la «ceguera» del pensar según «lo que se lleva»— parece ser la única actitud que está de moda. Se va constituyendo como una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas.

—La amistad contigo, Jesús, es nuestra «medida»: la medida del verdadero humanismo. Tu amistad nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad…

REDACCIÓN evangeli.net

Liturgia – Viernes XXIII de Tiempo Ordinario

VIERNES DE LA XXIII SEMANA DE TIEMPO ORDINARIO, feria

Misa de la feria (verde)

Misal: Cualquier formulario permitido. Prefacio común.

Leccionario: Vol. III-impar

  • 1Tim 1, 1-2. 12-14. Antes era un blasfemo, pero Dios tuvo compasión de mí.
  • Sal 15. Tu eres, Señor, el lote de mi heredad.
  • Lc 6, 39-42. ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?

Antífona de entrada             Sal 85, 1-3
Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día.

Monición de entrada y acto penitencial
Hermanos, reunidos para celebrar la Eucaristía, comencemos poniéndonos ante el Señor Jesús, que con su sangre ha adquirido para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; y ha hecho de ellos para nuestro Dios un reino, y conscientes de nuestra ingratitud para con Él, pidámosle humildemente perdón por nuestros pecados.

• Tú que extendiste tus brazos en la cruz para reconciliarnos a todos. Señor, ten piedad.
• Tú que te entregaste a la muerte por nosotros, pecadores. Cristo, ten piedad.
• Tú que nos has justificado al precio de tu sangre. Señor, ten piedad.

Oración colecta
OH Dios,
que has redimido a todos los hombres
con la Sangre preciosa de tu Unigénito,
conserva en nosotros la acción de tu misericordia
para que, celebrando siempre el misterio de nuestra salvación,
merezcamos alcanzar sus frutos.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración de los fieles
Presentemos ahora nuestras súplicas confiadas a Dios Padre todopoderoso, y roguémosle que escuche las oraciones de los que se reúnen en su nombre.

1.- Por la Iglesia; para que sea siempre un signo transparente de la Buena Noticia de Dios. Roguemos al Señor.

2.- Por las vocaciones sacerdotales; para que en la Iglesia nunca falten pastores según el corazón de Dios. Roguemos al Señor.

3.- Por la paz de todo el mundo; para que se alejen de los pueblos el hambre, las calamidades y la guerra. Roguemos al Señor.

4.- Por los que están en la cárcel; para que logren rehacer su vida y puedan reintegrarse en la sociedad. Roguemos al Señor.

5.- Por todos nosotros; para que lleguemos a ser una sola familia unidos en la misma fe. Roguemos al Señor.

Escucha nuestras plegarias, Padre, y haz que la tu palabra nos ayude a entender y amar a nuestros hermanos; para que no nos convirtamos en jueces presuntuosos e injustos, sino en trabajadores incansables de bondad y de paz. Por Jesucristo nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
SEÑOR, que adquiriste para ti un pueblo de adopción
con el sacrificio de una vez para siempre,
concédenos propicio
los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión          Cf. Sal 103, 13. 14-15
La tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor, para sacar pan de los campos y vino que alegre el corazón del hombre.

Oración después de la comunión
SACIADOS con el alimento y la bebida de salvación,
te rogamos, Señor,
que derrames sobre nosotros la Sangre de nuestro Salvador,
y ella sea, para nosotros,
la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna.
Por Jesucristo, nuestro Señor.