Comentario – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

En cierta ocasión –nos recuerda el evangelio- Jesús preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le responden: un profeta. Pero no era esto lo que más le interesaba saber, sino: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? ¿Qué pensáis vosotros de mí, vosotros, que habéis convivido conmigo? Porque es indudable que ellos tenían que tener más elementos de juicio: un conocimiento más próximo y completo de él, el conocimiento que da la vida compartida o la convivencia. La pregunta pedía, además, una respuesta personal: cada uno podía tener su propio juicio de Jesús, un juicio que no tenía que coincidir necesariamente con el de los demás.

El único en responder entre los discípulos interrogados fue Pedro, y lo hace como si fuera el portavoz de los otros. Jesús ya no reclama más respuestas del resto. Pedro le había contestado: Tú eres el Mesías. Parece entender, por tanto, que Jesús no es un simple profeta, sino algo más. Profetas había habido muchos en su historia reciente y remota, unos mayores y otros menores, pero muchos. Mesías, el Mesías, no podía ser sino uno: alguien ungido por el Espíritu y enviado por Dios para llevar a cabo una misión singular, de carácter salvífico, si bien esa salvación podía ser entendida de diferentes maneras.

Jesús acepta la respuesta de Pedro, pero inmediatamente añade una prohibición y una instrucción: la prohibición de difundir este título para no poner trabas a la realización de su misión, mesiánica, pero no a la manera de los hombres, sino de Dios; y la instrucción que le permite aclararles el sentido exacto de su mesianismo; porque el Hijo del hombre, esto es, el Mesías por ellos reconocido, cumplirá o completará su tarea en la tierra con una pasión en la que habrá condena por parte de las autoridades judías y ejecución de esa condena. Finalmente alude a una misteriosa resurrección al tercer día. Esto quiere decir que en la vida del Mesías habrá muerte (y sensación de fracaso), y que la victoria sólo acontecerá tras la muerte.

Así concibe el Mesías el término de su trayectoria vital. No les presenta, por tanto, un camino de triunfos, sino de contradicción. Pedro es de tal manera consciente de esta perspectiva sufriente que se lo lleva aparte y se pone a increparlo. En ese instante, Jesús se vuelve a todos, porque todos deben oírlo, y le dice a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios.

Pretender que la misión del Mesías sea de otra manera –quizá con recurso a la violencia o sirviéndose de su poder milagroso o mediante las artes de la política o de la diplomacia- es pensar como los hombres (buscando eficacias inmediatas y triunfos que validen la misión), no como Dios; porque, paradójicamente, el camino del Todopoderoso no es imponer su reino con un acto de poder, sino incorporar a su reino con un acto supremo de amor, un acto en el que el amor sea evidente, tan evidente que atraiga irremisiblemente a quienes tengan ojos para ver y sensibilidad para sentir.

Es la fuerza del amor frente a la fuerza de la coacción. Y la fuerza del amor hace mártires, no súbditos; hace convencidos, no vencidos; hace amigos dispuestos a morir con y por el amigo. Lo que Jesús espera de sus discípulos no es sólo una confesión de fe como la de Pedro, sino la comprensión correcta de esa confesión y la asunción de los compromisos que conlleva: negarse a sí mismo, cargar con la cruz y seguirle. Por tanto, fe y seguimiento por el camino marcado por él con su vida mesiánica: camino en el que siempre está presente la cruz que está exigiendo permanentemente la negación de uno mismo. Toda cruz implica negación de sí.

Aquí están las obras exigidas por la fe de la que habla Santiago, cuando dice: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? Santiago se dirige a los que dicen creer, a los que recitan convencidos el credo de la Iglesia. Dicen creer, pero no tienen obras –se entiende obras que acreditan la fe que dicen tener-. ¿Qué obras son ésas? ¿No bastará para demostrar que tenemos fe con nuestros actos de fe: oír misa, rezar, recitar el credo, dar gracias a Dios, acoger la Escritura como palabra de Dios, etc?

Según Santiago, no bastan estos actos de fe sincera. Las obras que debe tener la fe para que esté viva no son, como pudiera parecer, los actos de fe, sino los actos de caridad. El ejemplo propuesto por Santiago no admite dudas: Supongamos que veis a alguien sin ropa y falto de alimento… y no le dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Dar lo necesario para el cuerpo a una persona necesitada es un acto de caridad; no es inmediata o directamente un acto de fe, aunque la suponga, sino de caridad o de misericordia.

Luego una fe, por muy intensa y viva que parezca, porque lleva consigo mucha práctica religiosa, si no va acompañada de tales obras (de caridad) está muerta por dentro. No lo parecerá, pero lo está. La afirmación del apóstol es rotunda y atrevida. Y es que la fe que no fructifica en obras de caridad es de muy dudosa calidad. Es tal la confianza que a Santiago le merecen las obras que llega a decir: Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe; te probaré, por tanto, que confío en Dios entregando mis bienes; te probaré que creo en Jesús como Hijo de Dios negándome a mí mismo, cargando con mi cruz o ayudando a llevar la cruz a un hermano; te probaré que amo a Dios cumpliendo su voluntad y renunciando a lo que Él me pida.

Una fe sin obras (y no sólo sin práctica religiosa) no puede salvar. Salva la fe que nos lanza a salvar. Salva la fe que crea espacios de misericordia. Salva la fe que construye el reino de Dios mediante actos de amor. Salva la fe que nos impulsa a seguir a Jesús en su misión salvadora o mesiánica. Sólo la fe que impulsa por este camino está viva. Una fe que no mueve está muerta, o al menos moribunda, porque carece de fuerza motriz.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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I Vísperas – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS

DOMINGO XXIV de TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

No sé de dónde brota la tristeza que tengo.
Mi dolor se arrodilla, como el tronco de un sauce,
sobre el agua del tiempo, por donde voy y vengo,
casi fuera de madre, derramado en el cauce.

Lo mejor de mi vida es dolor. Tú sabes
cómo soy; tú levantas esta carne que es mía;
tú, esta luz que sonrosa las alas de las aves;
tú, esta noble tristeza que llaman alegría.

Tú me diste la gracia para vivir contigo;
tú me diste las nubes como el amor humano;
y, al principio del tiempo, tú me ofreciste el trigo,
con la primera alondra que nació de tu mano.

Como el último rezo de un niño que se duerme
y, con la voz nublada de sueño y de pureza,
se vuelve hacia el silencio, yo quisiera volverme
hacia ti, y en tus manos desmayar mi cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu,
por los siglos de los siglos. Amén.

SALMO 121: LA CIUDAD SANTA DE JERUSALÉN

Ant. Desead la paz a Jerusalén.

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.

Jerusalén está fundad
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor,

según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.

Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios.»

Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo.»
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Desead la paz a Jerusalén.

SALMO 129: DESDE LO HONDO A TI GRITO, SEÑOR

Ant. Desde la aurora hasta la noche, mi alma aguarda al Señor.

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela a la aurora.

Aguarde Israel al Señor,
como el centinela a la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Desde la aurora hasta la noche, mi alma aguarda al Señor.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Aleluya.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Aleluya.

LECTURA: 2P 1, 19-21

Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día, y el lucero nazca en vuestros corazones. Ante todo, tened presente que ninguna predicción de la Escritura está a merced de interpretaciones personales; porque ninguna predicción antigua aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios, movidos por el Espíritu Santo.

RESPONSORIO BREVE

R/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.
V/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

R/ Su gloria sobre los cielos.
V/ Alabado sea el nombre del Señor.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Nuestra gloria es la cruz de nuestro Señor Jesucristo

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Nuestra gloria es la cruz de nuestro Señor Jesucristo

PRECES
Invoquemos a Cristo, alegría de cuantos se refugian en él, y digámosle:

Míranos y escúchanos, Señor.

Testigo fiel y primogénito de entre los muertos, que nos has librado de nuestros pecados por tu sangre,
— no permitas que olvidemos nunca tus beneficios.

Haz que aquellos a quienes elegiste como mensajeros de tu Evangelio
— sean siempre fieles y celosos administradores de los misterios del reino.

Rey de la paz, concede abundantemente tu Espíritu a los que gobiernan las naciones,
— para que atiendan con interés a los pobres y postergados.

Sé ayuda para cuantos son víctimas de cualquier segregación por causas de raza, color, condición social, lengua o religión,
— y haz que todos reconozcan su dignidad y respeten sus derechos.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

A los que han muerto en tu amor, dales también parte en tu felicidad,
— con María y con todos tus santos.

Porque Jesús ha resucitado, todos somos hijos de Dios; por eso nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos y, para que sintamos el efecto de tu amor, concédenos servirte de todo corazón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado XXIII de Tiempo Ordinario

1.- Introducción.

Señor, estamos viviendo en un tiempo en que faltan principios sólidos, convicciones profundas, a la hora de obrar. No vale el decir que esto es lo que hace todo el mundo. Yo quiero asentarme en la verdad del Evangelio. En él se recoge el actuar de Jesús. Yo, Jesús,  quiero seguirte,  poner mis pies en las huellas  que dejaron los tuyos, apoyarme en Ti y  en     tus palabras. No basta saberlas. Ellas son mi roca cuando las pongo en práctica. Señor, ayúdame a cumplirlas.

2.- Lectura reposada del evangelio:  Lucas 6, 43-49

En aquel tiempo decía Jesús a sus discípulos: No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca. ¿Por qué me llamáis: Señor, Señor, y no hacéis lo que digo? Todo el que venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica, os voy a mostrar a quién es semejante: Es semejante a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. Pero el que haya oído y no haya puesto en práctica, es semejante a un hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que rompió el torrente y al instante se desplomó y fue grande la ruina de aquella casa.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

En la Biblia. lo verdadero es lo firme, lo sólido. Según esto, la fe no consiste en “creer lo que no se ve” como nos han dicho de niños, sino apoyar nuestra vida en lo sólido, en lo seguro, en lo que permanece. Y en este evangelio, Jesús nos dice que aquello que da seguridad es el escuchar sus palabras y ponerlas en práctica. Y sabemos que las palabras de Jesús, antes de ser predicadas, han sido vividas por Él. Y nosotros, los que cada día leemos y escuchamos sus palabras, nos debemos preguntar: ¿Es Jesús mi roca? ¿Me siento seguro con Él? ¿Es Jesús capaz de hacerme feliz? Hay mucha gente indecisa, insegura, y vienen a nosotros y nos hacen preguntas. ¿Qué debemos decirles? Por supuesto, no les demos teorías, no les digamos que “doctores tiene la Santa Iglesia que sabrá responder”. Con mucha humildad y sencillez, les podemos decir: Hace muchos años que conozco a Jesús y trato de seguirle. Tengo, como todo el mundo, problemas, dificultades, enfermedades, pero estando con Él no me hundo, no tiro la toalla, encuentro paz y alegría interior. Cuando alguna vez peco y conscientemente me aparto  de Él, me siento mal. Y sólo volviendo a Él encuentro la paz profunda, el gozo verdadero. A mí, con Jesús me ha ido bien, me va bien. ¿Por qué no pruebas tú?   

Palabra  del Papa Francisco

“No todos los que me dicen ‘Señor, Señor’, entrarán en el Reino de los Cielos, estos hablan, hacen, pero les falta otra actitud, que es precisamente la base, que es precisamente el fundamento del hablar, del actuar: les falta escuchar. Por eso Jesús continúa: ‘Quien escucha mis palabras y las pone en práctica”. El binomio hablar-actuar no es suficiente… nos engaña, tantas veces nos engaña. Y Jesús cambia y dice: “el binomio es el otro, escuchar y actuar, poner en práctica: ‘quien escucha mis palabras y las pone en práctica será como el hombre sabio que construye su casa sobre la roca”. Quien escucha las palabras pero no las hace suyas, las deja pasar, no escucha seriamente y no las pone en práctica, será como el que edifica su casa sobre arena. Cuando Jesús advierte a la gente sobre los ‘pseudoprofetas’ dice: ‘por sus frutos les conoceréis’. Y de aquí, su actitud: muchas palabras, hablan, hacen prodigios, hacen cosas grandes pero no tienen el corazón abierto para escuchar la Palabra de Dios, tienen miedo de la Palabra de Dios y estos son ‘pseudocristianos’. Es verdad, hacen cosas buenas, es verdad, pero les falta la roca”. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 25 de junio de 201, en Santa Marta).

4.- Qué me dice hoy a m í este texto ya meditado. (Silencio).

5.-Propósito. A lo largo del día, me haré esta pregunta: ¿En quién estoy apoyando yo mi vida? ¿Es Jesús el que realmente ocupa el centro de mi corazón?

6.- Dios me ha hablado hoy a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, te confieso que hoy tu palabra me ha tocado por dentro. Puedo pasar toda mi vida leyendo la Biblia, asistiendo a la Eucaristía, creyéndome cristiano y, sin embargo, puedo estar perdiendo, malogrando estos preciosos años de vida que me regalas. Señor, no quiero vivir de fachada, de apariencia, de teorías. Quiero asentar mi vida sobre la roca firme  de tu Palabra hecha carne y vida en mí. Ayúdame, Señor.

Una pregunta muy actual

1.- La pregunta de Cristo: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, continúa hoy, a la distancia de veintiún siglos de ser pronunciada por primera vez, con la misma fuerza y la misma actualidad que en la hora primera. Está claro que sólo un necio podría atreverse a apartar la figura de Jesús y su mensaje de la galería de los hombres más ilustres de la historia de la humanidad.

Pero ¿bastara esta admiración y este reconocimiento para que uno pueda profesarse seguidor de Jesús? La respuesta ha de ser forzosamente negativa y falso cualquier irenismo que tratare de situar a un mismo nivel de confesión de fe a los que son creyentes en Jesús, enviado del Padre, libertador y salvador de los hombres, y a los que se limitaren a exaltar a Cristo como un dechado de máximas virtudes humanas y a su mensaje como una superior sabiduría. El creyente se define porque reconoce a Jesús al Mesías de Dios y en su “buena noticia” o “evangelio” el mensaje de salvación.

Una vez que los discípulos le manifestaron las distintas opiniones que corrían acerca de él, Jesús pasó a la pregunta decisiva: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Ahora los discípulos se callaron. Sólo Pedro respondió. E hizo una verdadera profesión de fe, afirmando sin vacilaciones la “identidad” de Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

Esta confesión y este reconocimiento explícito de la verdadera “identidad” de Jesús fue, para Pedro, una auténtica vivencia, en el sentido riguroso de esta palabra. Y le llevó a conocer su propia “identidad” y su misión, revelada por el mismo Jesús. Conocer de verdad a Cristo fue, para Simón Pedro, conocerse también a sí mismo. La revelación de Jesús supuso, de hecho, su propia revelación.

2.- Las preguntas de Jesús siguen siendo actuales. Son preguntas dirigidas a cada uno de nosotros, que resultan insoslayables, estrictamente personales, y que nadie puede responder por otro, sino que cada uno tiene que contestar desde sí mismo y por sí mismo. Pero con una respuesta no aprendida de memoria, sino nacida de la propia experiencia, como en el caso de Pedro.

Tampoco nadie puede negarse a contestar, porque sería lo mismo que responder mal, como sucede en un examen. No definirse, en el ámbito de la fe, es la manera más cobarde de definirse en contra. La total indiferencia y la absoluta neutralidad son realmente “imposibles” con respecto a Jesucristo. Frente a Él, sólo caben la adhesión o el rechazo. No hay término medio.

Jesús se dirige hoy a cada hombre –a cada uno de nosotros– con la misma pregunta, personal e insoslayable: “Y tú, ¿quién dices que soy yo?”. ¿Quién soy yo para ti? ¿Qué soy y qué significo yo en tu vida? Y cada uno tiene –tenemos– que saber dar a esta pregunta una respuesta convencida y convincente, aprendida del Padre que está en los cielos, que es el único que conoce la verdadera identidad de Jesús.

Si no podemos responder, como Pedro, desde una vigorosa experiencia personal, respondamos desde la fe de la Iglesia, que cada uno de nosotros gratuitamente hemos recibido; y convirtamos en petición y en súplica –– en oración confiada– esa misma respuesta.

3.- Hablando del “pan de Vida”, en la sinagoga de Cafarnaún, Jesús advirtió que muchos de sus discípulos se quejaban de que sus palabras eran duras. “Desde entonces, muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”. En este contexto, se dirigió a los Doce con una pregunta directa y sobrecogedora: “¿También vosotros queréis marcharos?”.

En esta ocasión ––como antes, en Cesárea de Filipo– el único que respondió a la pregunta fue Simón Pedro. Y lo hizo con la misma entereza y convicción que entonces, también desde la propia experiencia: “Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios”.

Cristo es el principio y el fin, la raíz viva y la clave de interpretación de toda forma de vida cristiana. Sólo él arrastra y convence, cautiva y apasiona, asombra y estremece. Sólo él inspira, a la vez, confianza sin límites e infinito respeto.

Ante Jesús, se experimenta, al mismo tiempo, indecible amor e inevitable temor bíblico. Ser cristiano es ser creyente: Creyente en Jesucristo. Y creer en Jesús no es sólo acoger su mensaje y adherirse fielmente a su doctrina; sino, ante todo y sobre todo, acogerle como persona: Como verdad total y como sentido definitivo de la vida, como salvador y como salvación, como razón última de la propia existencia; entregarse a él de forma incondicional e irrevocable y ponerse a su entera disposición. Más aún, creer en Jesús es la existencia misma del cristiano.

Porque el cristiano existe en la medida misma en que cree en Cristo. Para él, creer es existir. Y existir es creer. Los apóstoles creyeron en Jesús. Se adhirieron a él incondicionalmente.

4.- Creer en Jesús les bastó, desde entonces, para vivir. Por eso, apoyaron en él toda su existencia. Fascinados por su persona y por su personalidad, lo abandonaron todo para seguirle, imitándole en su estilo de vida y misión. El cristiano es alguien que, como los Apóstoles, cree en Jesús y sabe que él es el Santo de Dios; que ha conocido el Amor que Dios tiene a los hombres, y ha creído en él; que, desde una vigorosa experiencia de fe, confiesa, con la palabra y con toda la vida, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo; que se ha dejado fascinar por su Persona y por su palabra.

Si ahora nos preguntara Cristo: “¿Quién decís que soy yo?” ¿Qué le responderíamos? Nuestra misión es dar testimonio, con nuestra vida y palabras, de que creemos en Cristo crucificado y resucitado. Si la fe es únicamente de ideas aprendidas de memoria y recitadas casi inconscientemente, no convenceremos a nadie. Si nuestra fe es únicamente un conjunto de ritos exteriores que ni comprometen ni expresan de verdad nuestra vida interior, no convenceremos a nadie.

La segunda lectura de la carta de apóstol Santiago, presenta este problema en forma perentoria: Muéstrame tu fe por tus obras. Son nuestras actitudes diarias, continuas, consecuentes, las que manifiestan que de verdad creemos. Como dice sabiamente nuestro pueblo: Obras son amores, no buenas razones.

Nosotros sabemos que al discípulo no le puede ir mejor que al maestro. Ser cristiano significa estar dispuesto a dar la vida como testimonio de amor. Jesús nos dice que si queremos tener derecho a una resurrección como la de él debemos pasar por donde él pasó, morir como murió él. Ser cristiano hoy, como para los cristianos de los primeros trescientos años, es apuntarse en una lista para morir violentamente.

Adherirse este «Mesías» es identificarse con un proyecto de vida y de misión, hacia el cual todos nosotros sentimos una repulsa natural. ¿Quién desea identificarse con el grano de trigo que muere?

El que vive como Cristo tiene siempre una muerte como la de Cristo. Y quien muere como él, tiene derecho a una resurrección como la de él. Ser cristiano sigue siendo lo que fue para Jesús: Una cuestión incomoda y peligrosa, una cuestión de vida o muerte, una cuestión que lleva, frecuentemente, a la muerte.

Antonio Díaz Tortajada

Comentario – Sábado XXIII de Tiempo Ordinario

(Lc 6, 43-49)

El corazón tiene gran importancia en la Biblia, porque es la sede de las decisiones más profundas del hombre. En el corazón están las verdaderas intenciones, no lo que uno aparenta. Las acciones y palabras que son verdaderamente buenas y agradables a Dios son las que brotan de un corazón bueno, que realmente guarda amor, generosidad y es bien intencionado. El bien nace de adentro, cuando el interior fue renovado por la gracia de Dios.

Sin embargo, el texto paralelo de Mt 12, 33-37 nos dice que tendremos que rendir cuentas no solamente de las intenciones del corazón, sino también de nuestras palabras. Si leemos Santiago 3, 1-12 podemos advertir el valor que tiene el cuidado de la lengua y el mal que se puede hacer con la lengua.

El texto de Lucas no se refiere al valor de las palabras, pero tampoco se queda solamente en las intenciones del corazón, ya que indica que «cada árbol se reconoce por su fruto». Si bien lo más importante es el corazón, las obras exteriores ayudan a discernir lo que hay realmente en el corazón, porque las intenciones que no se traducen en obras buenas tampoco son auténticas. Por eso, a continuación, el texto nos recuerda que la Palabra de Dios debe ser puesta en práctica.

En la Biblia aparece una profunda relación entre el corazón y la lengua, o entre el corazón y la mano; no hay un corazón bueno si no llega a expresar esa bondad en las palabras (lengua) y en las obras (mano). Aunque es cierto que puede haber palabras y obras aparentemente buenas, pero cuando el corazón es malo no nos sirven de nada. La relación que debe haber entre ambas cosas está bellamente expresada en el himno de 1 Cor 13; allí dice San Pablo que todo lo que hagamos no tiene valor, por más grande que sea, si no hay amor (13, 1-3), pero luego afirma que ese amor debe expresarse hacia fuera: debe ser paciente, servicial, etc. (13, 4-7).

Oración:

«Señor, transforma mi corazón con tu gracia para que se llene de bondad y broten de él obras bellas que sean de tu agrado. No permitas que caiga en la falsedad ni que me quede sólo con las buenas intenciones, sino que te adore con toda mi vida

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Para ti, ¿quién es Cristo?

1.- «El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado, ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba» (Is 50, 5-6) El profeta vislumbra la doliente figura del siervo de Yahvé. Sus palabras cantan la historia maravillosa del que un día vendrá a salvar definitivamente a su pueblo. Historia extraña y desconcertante, historia de sangre y de dolores acerbos. Tan desconcertante que cuando la profecía se cumplió, los suyos no entendieron el sentido de aquella muerte vergonzosa en una cruz.

Pero Jesús sí que lo entendió. Y aceptó los planes insospechados del Padre Eterno, los proyectos de la sabiduría de Dios, insondable y siempre sorprendente… Dócilmente, como oveja que marcha al matadero, sin abrir la boca, sin poner resistencia, Cristo subió con decisión el difícil camino hacia el monte Calvario. Cristo vence la fuerte tentación de huida que le asaltó en la triste noche de Getsemaní. Y cuando llega la chusma armada hasta los dientes, buscando a Jesús de Nazaret, les sale al paso y exclama: Yo soy.

Cada cristiano ha de ser como Cristo. Diciendo con él: yo no me he rebelado, ni me he echado atrás. Y esto siempre, siempre. También cuando la noche negra del huerto de los olivos nos cubra con sus densas sombras. Entonces llorar y callar. Y rezar. Caminando, y cayendo, por ese camino que la sabiduría grande y el amor hondo de Dios nos ha señalado como nuestro camino de la Cruz, nuestro Vía Crucis personal. Sin quejas, sin complejo de víctimas, serenos, fuertes…

«Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado» (Is 50,7) La fuerza de Dios. Ahí está el secreto de ese vigor extraordinario, de ese cambio imprevisto. Hace unos momentos Jesús estaba postrado, doblado el cuerpo ante el peso de la pasión cercana, triste hasta la muerte, sudando sangre. Y ahora se levanta majestuoso, decidido, valiente, avasallador: ¡Yo soy! Y caen por tierra los bravos legionarios de la cohorte romana. Si el Señor me ayuda, ¿quién podrá condenarme? Es como un desafío que brota de los labios del hombre justo. Una firmeza inconmovible que le mantiene de pie… La fuerza de Dios. Y lo que era débil se vuelve fuerte. Y lo que aparecía como insuperable, se supera finalmente. San Pablo se hace eco de estos sentimientos: Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que aun a su hijo no perdonó sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente con él todas las cosas? Siendo Dios quien justifica, ¿quién será el que condene?

¿Quién nos separará del amor de Cristo? Sigue diciendo con firmeza el Apóstol. Porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios… Este es el secreto de la fortaleza en la dificultad: creer firmemente en el amor de Dios, en su poder sin límites. Y así, apoyados en él, sostenidos por él, caminar decididos al encuentro de esas mil dificultades que jalonan nuestra vida. Y al sentirlas llegar, buscándonos entre las sombras del miedo, responder serenos: ¿A quién buscáis? Aquí estoy.

2.- «Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante» (Sal 114, 1) El espíritu del salmista se abre ante nosotros de par en par. Él hace su oración en voz alta, inspirado en el Espíritu Santo. Y los gemidos inenarrables de que nos habla San Pablo, refiriéndose a ese orar del Espíritu en nuestro interior, llega a cada uno de nosotros para hacernos vibrar al unísono de esa sentida plegaria, para hacernos latir con un temor y respeto profundo, con una fe grande, una esperanza cierta, un amor ferviente al Señor. Así ha de ser ciertamente, puesto que él también escucha mi voz suplicante, y la tuya, e inclina su oído hacia mí, en el día que lo invoco.

«Me envolvían redes de muerte -dice el texto y decimos nosotros-, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en la tristeza y en la angustia. Invoqué el nombre del Señor: Señor, salva mi vida…» Quizás ahora no, o quizás sí, te encuentras en esa situación a que se refiere el salmista. De todos modos hemos de hacer nuestra esa súplica suya. Y pedir a Dios que se compadezca de nosotros y alivie nuestros sufrimientos o nuestra soledad, o nuestra tristeza; que encienda nuestro frío corazón, que sacuda nuestra indiferencia, que salve en fin nuestra vida de esa muerte que siempre nos acecha.

«El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo» (Sal 114, 5) El Señor es justo, da a cada uno lo suyo, castiga lo malo y premia lo bueno. Pero si en una estricta justicia se quedara todo, sería como para echarse a temblar. Lo dice otro salmo: Señor, si tomas cuenta de nuestros delitos, ¿Quién podrá resistir? ¿Quién se podrá salvar? La respuesta que se deja entrever es la de que nadie se libraría realmente de la condena, si sólo la justicia divina sopesara nuestras pobres vidas. Pero, gracias a Dios, junto a esa justicia implacable brilla con fuerza su benignidad, su profunda e infinita compasión. Ante esto hemos de sentirnos aliviados, llenos de esperanza. Y si en nosotros el recuerdo de la justicia de Dios ha de despertar un santo temor que nos aleje del pecado, el recuerdo de su tremendo amor, siempre dispuesto al perdón, ha de espolearnos con vigor a ser mejores, a no pagar con desamor a quien tanto y tanto nos quiere.

«El Señor guarda a los sencillos -sigue el texto sacro-; estando yo sin fuerzas me salvó. Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída…» Y como un propósito en consecuencia de todo eso, y que cada uno ha de concretar en su interior, acabaremos diciendo con el Espíritu Santo: “Caminaré en presencia del Señor».

3.- «¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?» (St 2, 14) Si hubo un defecto, un pecado, que Cristo fustigó de una manera particular, fue el de la hipocresía. Sobre todo la que se da en el campo religioso. El aparentar ser un hombre piadoso ante los hombres, y estar podrido a los ojos de Dios, era algo que Jesús no podía soportar. El servirse de la religión como una careta para aparecer como una persona digna y honorable, el usar la oración o la limosna como una máscara tras la que ocultar la verdadera y sucia personalidad… Todo eso le causa al Señor una especie de repugnancia instintiva, le hace proferir las palabras más duras que salieron de sus labios.

Y esta una actitud de rechazo es antigua en Dios, una costumbre inveterada. Desde hacía mucho tiempo, y a través de los profetas, ha recriminado Yahvé la falsa religiosidad, la fe carente de obras, la piedad vacía, el culto ostentoso y carente de espíritu, el amor hecho tan sólo de palabras, la entrega que no pasa de promesas y propósitos, nunca o mal cumplidos… Y desgraciadamente, es un vicio muy común. Por eso no nos eximamos de culpa, no nos consideremos libres del pecado de hipocresía, de incoherencia. Medita, piensa, recapacita. Y corrígete…

«Esto pasa con la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro» (St 2, 17) Una fe muerta por dentro, aunque por fuera aparezca viva y pujante… Atan pesadas cargas y las ponen sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo tratan de moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos de los hombres… Cuando lo importante y lo decisivo es hacer las cosas bien a los ojos de Dios; buscar el beneplácito divino que ve hasta lo más recóndito de nuestra mente y de nuestro corazón.

Jesús sigue clamando hoy como entonces: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos…! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad…! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de toda clase de inmundicia! Así también vosotros por fuera parecéis justos a los hombres, mas por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad».

No lo olvidemos, todos caemos a veces en ese afán de aparentar; descuidamos esa sinceridad de vida que ha de llevarnos a ser leales y fieles de cara a Dios. Por eso sólo nos queda reconocer nuestra falta, pedir perdón y, con la ayuda del Señor, rectificar nuestra falta de sinceridad.

4.- «Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo…» (Mc 8, 27) Hoy vemos a Jesús que recorre las regiones norteñas de Palestina. Aquellas caminatas eran ocasión propicia para estar solos y hablar de las enseñanzas que el Maestro quería transmitir a sus discípulos. Eran instantes de intimidad en los que Jesús abría los tesoros de su corazón. A menudo les hace unas preguntas intencionadas que despiertan la curiosidad de aquellos hombres sencillos. ¿Quién dice la gente que soy yo? Unos dicen que eres Juan Bautista que ha resucitado, otros que eres uno de los profetas, o Elías que ya ha vuelto. Y vosotros -pregunta de nuevo el Señor-, ¿quién decís que soy yo? Pedro se adelanta y contesta decidido: Tú eres el Mesías.

Fue una respuesta adecuada, que San Mateo refiere con más detalle y nos muestra cómo Pedro estaba confesando la divinidad de Jesús, haciéndose eco de una revelación especial que entonces le fue concedida. En efecto, gracias a esa revelación, el primero de los apóstoles confesó que Jesús es el Hijo de Dios vivo, el Rey de Israel ungido por el Espíritu santo y enviado por el Padre para salvar a todos los hombres. De ahí que quien no vea a Jesús tal como es, se equivoca. En efecto, Cristo no es un líder político, ni un revolucionario, ni un hombre de fuerte personalidad que arrastra a las muchedumbres gracias a su don de gentes. Él es el Mesías, el Hijo de Dios, El Verbo hecho carne, Dios hecho hombre.

Pedro respondió bajo la iluminación del Padre de las luces. Sin embargo, en el fondo no se percataba con claridad de lo que suponía aquella rendida confesión. Momentos más tarde, cuando el Maestro les anuncia que ha de morir en la cruz después de ser injuriado por sus enemigos, cuando les enseña la otra cara de la lección, entonces es también Pedro quien interviene con vehemencia e increpa al Señor -!qué osadía!- para que desista de aquellos planes fatídicos. El sencillo pescador no repara en que el Maestro ha dicho que al tercer día resucitaría. Pedro sólo piensa en el dolor y la humillación que Jesús tendría que sufrir. Lo mismo le ocurrirá cuando el Maestro intente lavarles los pies

El Señor, de cara a los discípulos, dirige a Pedro uno de sus más duros reproches: Quítate de mi vista, Satanás. Y añade: Tú piensas como los hombres, no como Dios. Para llegar al triunfo definitivo hay que luchar antes, hasta la muerte si es preciso… Cuando se niega a que le lave los pies, Jesús le advierte que si no acepta no tiene parte con él. En el fondo le ocurría lo que a todos, que nos resistimos a la humillación y el sufrimiento. Olvidamos que para ser discípulo de Cristo hay que negarse a sí mismo, cargar con la cruz de cada día y seguir las huellas de Jesús. Con esfuerzo mantenido, con serenidad y con alegría, esperanzados, persuadidos de que vale la pena perder la vida para así poder gozarla.

Antonio García Moreno

Respuesta al aire libre

1.- “Yendo Jesús por las aldeas de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? Pedro le contestó: Tú eres el Mesías”. San Marcos, Cáp. 7. Entre los niños respondones y aquellos que no atinan a contestar en clase, hay mucha diferencia. Pero esto no viene al caso. Aquí se trata de la respuesta de Pedro a Jesús. El Señor ha preguntado a su auditorio: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Quería evaluar el nivel de comprensión de su mensaje. El grado de adhesión a su persona. Varios del grupo respondieron, aportando comentarios callejeros: “Unos dicen que eres Juan Bautista, otros, que Elías y otros, uno de los profetas”. Los rabinos de entonces comentaban que algunos profetas volverían a preparar la llegada del Mesías. Pero el Maestro vuelve a preguntar, orientando ya sus palabras hacia los más cercanos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”.

Pedro, en nombre del grupo, toma la palabra: “Tú eres el Mesías”. Es lacónico el texto de san Marcos. Otros evangelistas lo entregan más extenso. Esto ocurrió muy cerca de Cesárea de Filipo, una ciudad vecina al monte Hermón. Antes se alzaba allí otra población griega, Paneas, dedicada al dios Pan, el protector de los bosques. Sobre la adhesión espontánea de Pedro construimos nosotros nuestras respuestas de fe, ante el Señor Jesús. Aunque Él bien sabe, como en la historia del apóstol, que una cosa es responder de momento, bajo el impulso de una emoción pasajera. Y otra muy distinta mantenernos firmes ante Él, en toda circunstancia.

2.- En épocas pasadas ciertos grupos cristianos identificaron la respuesta al Señor con el culto. Sólo en el templo podríamos confesar nuestra fe. Pero hoy, al releer el evangelio, descubrimos las numerosas respuestas que hemos de dar a Dios al aire libre. Ya no es tan importante entonces, la construcción de suntuosas catedrales, sino la ayuda concreta a los necesitados. Ya es tan válido celebrar hermosas liturgias, sino procurar que el mensaje de Jesús cale en las conciencias. Ya no es tan urgente redactar magistrales teologías, sino anunciar un evangelio encarnado en la vida. Los discípulos de Cristo hemos de salir del “Sancta Sanctorum”, para situarnos en el Atrio de los Gentiles. Hemos de repetir “Tú eres el Mesías”, desde otros códigos más existenciales y humanos. Todo esto lo predicaron los profetas del Antiguo Testamento, aunque con distintas palabras. Sin embargo su reclamo golpea oídos sordos, cuando las comunidades creyentes se casan con el poder, o con el dinero.

3.- Rabindranath Tagore cuenta cómo el rey expulsó de su territorio a un ermitaño, por no honrar con su presencia el nuevo templo de la capital. El viejo seguía orando, inclinado sobre la hierba, con la cúpula del cielo a sus hombros.

— Dios no está allí, respondió el solitario. Gastaste numerosos muchos kilos de oro en levantar esa maravilla. Pero fue en aquel año, cuando el fuego devastó la región y los pobres vinieron en vano hasta tu puerta. Miserable, te dice Dios: No quieres dar casa a tus hermanos y pretendes levantar la mía.

Sin embargo el rey desterró al ermitaño. Pero éste dijo al despedirse: Me voy tranquilo. Iré a encontrarme con mi Dios, al cual tú desterraste del corazón hace ya tiempo.

Gustavo Vélez, mxy

¡Este eres tú, Señor!

1- “¿Y tú quién dices que soy yo?” Fuertemente, debió resonar en el corazón de cada uno de los apóstoles la pregunta de Jesús… Y se haría un silencio hasta que Pedro se tiró al ruedo con aquel: “Tú eres el Mesías”, bonita definición pero que lo sigue en el evangelio bien mostró Pedro que era una contestación de catecismo, no una respuesta vivencial. No era una respuesta entendida.

Todos nosotros daríamos preciosas respuestas de catecismo a la pregunta del Señor. Pero Jesús no me pregunta eso. No quiere saber si soy un aventajado discípulo en la catequesis o en mis estudios de teología. Quiere saber hasta donde mi decisión de seguirle a Él.

¿Cuándo haya ido perdiendo todas las bazas humanas, y no que quede en mi mano, más que la última baza de Dios, me hará sentirme ganador de todo el juego?

2- El que gane su vida la perderá, el que no piense más que en todo eso que tantas veces constituye nuestra vida: el dinero, la posición social, la diversión, la salud. El que no viva más que para triunfar a toda costa en la vida humana se perderá a sí mismo.

Cada cosa que gana es un bloque de piedra de esos que forman nuestras torres y castillos feudales, y que va poniendo alrededor de sí mismo hasta quedar encerrado él mismo en su torre, incomunicado de Dios y de los demás. Prisionero de su misma ambición. Encerrado en su torre sin poder salir de ella, encerrado en su propio egoísmo, se perderá.

2- El hombre vale, no lo que valen sus posesiones. El hombre vale lo que vale su corazón, en su tendencia hacia fuera. El hombre comienza a ser hombre de verdad cuando empieza a amar y llega al sumo de ser hombre, cuando se da del todo y da su vida por el amigo.

“El que pierda su vida la ganará”. El que dé todo y se dé todo, ese es el que delante de Dios tiene la última y definitiva baza en su mano.

4 – El hombre es verdadero seguidor de Cristo no cuando afirma su fe en “Tú eres el Mesías, sino cuando volcando su corazón en el que le necesita, ve en él la fe en el Mesías. “¿Quién digo yo que eres Tú? Este que tiende su mano a mí: “eres Tú Señor, como Tú dijiste: tuve hambre y me distes de comer, estuve desnudo y me vestiste”. Este eres Tú, Señor.

José María Maruri, SJ

Lo que algunos dicen hoy

También en el nuevo milenio sigue resonando la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». No es para llevar a cabo un sondeo de opinión. Es una pregunta que nos sitúa a cada uno a un nivel más profundo: ¿quién es hoy Cristo para mí? ¿Qué sentido tiene realmente en mi vida? Las respuestas pueden ser muy diversas:

«No me interesa. Así de sencillo. No me dice nada; no cuento con él; sé que hay algunos a los que sigue interesando; yo me intereso por cosas más prácticas e inmediatas». Cristo ha desaparecido del horizonte real de estas personas.

«No tengo tiempo para eso. Bastante hago con enfrentarme a los problemas de cada día: vivo ocupado, con poco tiempo y humor para pensar en mucho más». En estas personas no hay un hueco para Cristo. No llegan a sospechar el estímulo y la fuerza que podría él aportar a sus vidas.

«Me resulta demasiado exigente. No quiero complicarme la vida. Se me hace incómodo pensar en Cristo. Y, además, luego viene todo eso de evitar el pecado, exigirme una vida virtuosa, las prácticas religiosas. Es demasiado». Estas personas desconocen a Cristo; no saben que podría introducir una libertad nueva en su existencia.

«Lo siento muy lejano. Todo lo que se refiere a Dios y a la religión me resulta teórico y lejano; son cosas de las que no se puede saber nada con seguridad; además, ¿qué puedo hacer para conocerlo mejor y entender de qué van las cosas?». Estas personas necesitan encontrar un camino que las lleve a una adhesión más viva con Cristo.

Este tipo de reacciones no son algo «inventado»: las he escuchado yo mismo en más de una ocasión. También conozco respuestas aparentemente más firmes: «soy agnóstico»; «adopto siempre posturas progresistas»; «solo creo en la ciencia». Estas afirmaciones me resultan inevitablemente artificiales, cuando no son resultado de una búsqueda personal y sincera.

Jesús sigue siendo un desconocido. Muchos no pueden ya intuir lo que es entender y vivir la vida desde él. Mientras tanto, ¿qué estamos haciendo sus seguidores?, ¿hablamos a alguien de Jesús?, ¿lo hacemos creíble con nuestra vida?, ¿hemos dejado de ser sus testigos?

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – Sábado XXIII de Tiempo Ordinario

Cómo habla mi boca

Antes de escudriñar la Palabra, tenemos la oportunidad de mirar a María, porque hoy es su fiesta, el santo Nombre de María. La liturgia describe este nombre con cuatro adjetivos. “Glorioso”: como el de Judit, porque Dios la ha glorificado. “Santo”: es el nombre de la llena de gracia. “Maternal”: sus hijos quedan confortados al invocar su nombre. “Providente”: es invocado este nombre en los peligros y necesidades. De la mano de la Virgen, escuchadora y operante de la palabra, nos adentramos en la palabra de hoy, llena de imágenes: árboles de sanas raíces, corazón del hombre, roca que fundamenta la casa.

Para llamarnos a la bondad, a la fecundidad, a la profundidad, Jesús describe muy bien estas imágenes. El árbol es conocido por su fruto. Hay árboles sanos y árboles dañados. Y cada árbol da sus frutos según su propio ser: por ejemplo, los espinos no dan racimos. De la abundancia del  corazón del hombre habla la boca. El corazón que atesora bondad sacará el bien; el corazón malo de la maldad saca el mal. Colocamos la roca en lo profundo de la casa, como cimiento, después de cavar y ahondar; nada podrá contra la casa la arremetida del río en crecida. Otra suerte, bien distinta, correrá la casa edificada sobre la arena.

Solo nos queda examinarnos ante Dios y los hombres, a la luz de la Palabra. ¿Qué frutos damos nosotros?  Lo primero es la vida, es el ser de cada cosa, y luego vienen los frutos. No basta la fronda de hojas y colores del árbol. No es lo más importante los títulos, la posición social, las vestiduras de las personas. Lo importante son los frutos que, en lo humano y lo divino, son los frutos del Espíritu: la amabilidad, la paz, la alegría, la mansedumbre, la humildad y el perdón. ¿Qué atesora nuestro corazón? ¿Está lleno de Dios? También podemos preguntarnos, ¿cómo habla mi boca? ¿Juzgando a la gente, con amargura, infiel a la verdad, con agresividad y soberbia? ¿Con palabras amables, con cariño y respeto, con nobleza y verdad? Bajando a la tercera imagen, ¿edificamos nuestras vidas sobre roca o sobre arena? Existe el riesgo de quedarnos en el cartón piedra de una apariencia de fachada. Huyamos de la superficialidad que supone correr tras los gestos de moda, la vanidad, la frivolidad. Podemos ejemplificar: antes ser que tener; antes vivir que hacer; antes la fecundidad de lo que hacemos que hacer muchas cosas; antes sentido y experiencia de Dios que mucho decir “Señor, Señor”.   Busquemos siempre la raíz, el centro, la unidad de vida. Pongamos nuestro corazón junto al corazón de Dios.

Ciudad Redonda