Dos personas que no se conocían entre sí coincidieron en casa de un amigo común. A medida que la conversación avanzaba se fueron tocando diferentes temas y, al despedirse, una de estas personas dijo a la otra: “Encantado, no te conocía, pero resulta que pensamos del mismo modo”. Es muy satisfactorio encontrar a personas que piensan como nosotros; y esto resulta necesario para llevar adelante en común una empresa o un proyecto, del tipo que sea. De lo contrario, si hay diferencias de pensamiento y de criterios, surgirán problemas y enfrentamientos y ese proyecto no podrá prosperar o no lo hará de la forma debida.
Hoy en el Evangelio hemos escuchado que, para Pedro, Jesús es un desconocido. A pesar del tiempo que lleva junto a Jesús, a pesar de que aparentemente lo conoce (Tú eres el Mesías), cuando Jesús les habla de su próxima pasión, Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Y por eso recibe de Jesús un fuerte reproche: ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!
También nosotros, a veces, nos comportamos con el Señor como “desconocidos” aunque llevemos mucho tiempo con Él. Unas veces porque fundamentamos la fe en unas creencias que hemos aceptado desde la infancia con mayor o menor convicción, pero reducimos el ser cristiano a cumplir unas prácticas religiosas, sin apenas relación o incidencia en nuestra vida cotidiana. Otras veces porque no oramos, no nos dejamos interrogar o cuestionar por Jesús y su mensaje. Y, así, se produce la separación entre fe y vida, porque limitamos la fe a unos espacios y tiempos determinados, mientras que nuestra vida cotidiana (familia, trabajo, relaciones…) va por otros derroteros, se guía por criterios y formas de pensar que no son los del Evangelio.
Sin embargo, ser cristianos no consiste en asumir unas creencias y en cumplir unos ritos: ser cristianos es seguir a Jesús Resucitado, y esto conlleva un proyecto, una misión: anunciar su Reino con obras y palabras. Y para llevar a cabo esta misión, es necesario “pensar como Dios”, porque eso es lo que hacía Jesús: Yo y el Padre somos uno (Jn 10, 30).
Pensar como Dios es un proceso de conversión. Significa dejar de pensar como los hombres, ir abandonando los criterios que rigen este mundo, e ir aprendiendo a pensar como Dios, asumiendo los criterios del Evangelio en nuestros sentimientos, actitudes y comportamientos.
Para pensar como Dios, ante todo hemos de plantearnos la pregunta que Jesús ha hecho a sus discípulos: Y vosotros, ¿quién decís que soy? ¿Quién es Jesús para mí? ¿Creo de verdad que es Dios?
Pero no basta con afirmar, como Pedro, Tú eres el Mesías, ni con “saber” cosas sobre Él. Para pensar como Él, debemos prestar atención a lo que dice: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho… ser ejecutado y resucitar a los tres días. ¿Entiendo por qué Jesús aceptó morir en la cruz, o eso me provoca rechazo, como le ocurrió a Pedro? ¿Creo en su resurrección? ¿Qué significa eso para mí?
Y el pensamiento de Dios es que el que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga… El que pierda su vida por el Evangelio, la salvará. ¿Estoy dispuesto a negarme a mí mismo, mis egoísmos, comodidades, y “cargar con la cruz y perder la vida” sirviendo a otros?
La 1ª lectura nos ha presentado al Siervo de Yahvé, que prefigura a Cristo: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban… No oculté el rostro a insultos y salivazos. Es lo que pensaba e hizo Jesús en su Pasión, porque ése es el camino de la salvación. ¿Yo pienso así, creo que al mal no hay que responderle con el mal, o pienso como los hombres, “ojo por ojo, diente por diente”?
Decía el apóstol Santiago en la 2ª lectura: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro. Aunque digamos que tenemos fe, si después, en la práctica, no pensamos como Dios, nuestra fe está muerta. Si nos alegramos de encontrar a otra persona que piensa como nosotros, mucho más deberíamos querer pensar como Dios, porque entonces nuestra fe será una fe viva que se reflejará en nuestras obras, en nuestra vida entera, y estaremos cargando con la cruz, cumpliendo la misión que Él nos ha encomendado, con la certeza de que estamos “perdiendo nuestra vida por el Evangelio” y, por tanto, estamos salvándola.