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Hoy es nada menos que domingo
Hoy es domingo. Nada más. Nada menos. Una vez que se han acabado los «tiempos fuertes» y también las «fiestas», damos serenamente relieve a esto: que es domingo, el «día del Señor», y que en este día, ya desde la primera generación de la Iglesia, se reúne «la comunidad del Señor» para celebrar «la cena del Señor».
Lo principal de nuestra celebración es la presencia en medio de nosotros del Señor Resucitado, que se hace Palabra y Sacramento. Domingo tras domingo vamos escuchando la Palabra de Dios, que es la mejor escuela de sabiduría y que va contrarrestando la mentalidad que el mundo nos inculca, y vamos comulgando con el Resucitado, como alimento para el camino.
Una celebración así se convierte en el centro del domingo, un día celebrado todo él, sus veinticuatro horas, en la alegría y el sereno descanso que tiene el domingo para los cristianos, que, a su vez, debería ser el motor de toda una semana vivida según los caminos del Señor.
Sabiduría 2,12.17-20. Lo condenaremos a muerte ignominiosa
Hoy, para preparar el anuncio que Jesús va a hacer en el evangelio de su muerte y resurrección, aunque con la poca comprensión de los suyos, se ha
elegido esta página del libro de la Sabiduría, que habla de la suerte de los justos en medio de una sociedad que no les admite.
El justo «nos resulta incómodo», dicen los impíos: y es que con sus palabras y su sola presencia «se opone… nos echa en cara… nos reprende». Por eso deciden «someterlo a la prueba de la afrenta y la tortura», más aún, «lo condenaremos a muerte ignominiosa», a ver si resiste, a ver si Dios le ayuda, ya que dice que es «hijo de Dios».
Los salmistas reflejan muchas veces situaciones de extrema angustia: «unos insolentes se alzan contra mí… me persiguen a muerte». Pero invocan a Dios: «oh Dios, sálvame… sal por mí con tu poder». Triunfa la confianza en él: «Dios es mi auxilio… el Señor sostiene mi vida».
Santiago 3,16 – 4, 3. Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia
Santiago conoce bien las dificultades internas que toda comunidad humana experimenta: envidias, rivalidades, codicia. De todo eso «proceden las guerras y las contiendas… os combatís y os hacéis guerra».
El ideal sería seguir a «la sabiduría que viene de arriba» y ser «amantes de la paz, comprensivos, llenos de misericordia». Los cristianos deben ser «sembradores de paz» en la comunidad.
Marcos 9, 30-37. El Hijo del hombre va a ser entregado. Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos
A punto de abandonar Galilea y emprender el viaje a Jerusalén, Jesús anuncia por segunda vez su muerte y resurrección a los doce: «va a ser entregado en manos de los hombres». El domingo pasado oíamos el primer anuncio, al que siguió la intervención, poco afortunada, de Pedro.
Esta vez tampoco encuentra Jesús mucho eco en sus apóstoles: «no entendían aquello». Pero se cuidan muy bien de preguntarle, y menos de contradecirle. Marcos cuenta a continuación que en el camino «discutían quién era el más importante», exactamente lo contrario de lo que les proponía Jesús.
Por eso les da la gran consigna, que tampoco entenderían mucho, de que «el que quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos». Incluso de los niños, a los que la sociedad de entonces tenía en muy poco aprecio.
2
Los profetas estorban
Lo que pasaba ya en el AT -que el justo «resulta incómodo», como dicen los impíos, según la Sabiduría, y como se vio, por ejemplo en el caso del profeta Jeremías- se cumplió todavía con mayor viveza en el caso de Jesús, como vamos viendo en un ritmo creciente en el evangelio de Marcos.
Jesús sacudió con una valiente denuncia los cimientos de la construcción religiosa de sus contemporáneos, y señaló claramente los defectos de las clases dirigentes. Los poderosos no soportan las voces que les denuncian.
Lo mismo sigue pasando en nuestros tiempos, de un modo más o menos disimulado. Muchas veces el método es desprestigiar al profeta, para no tener que aceptar su mensaje o su denuncia. Para ello le acusan de delitos que sean particularmente impopulares. Según el libro de la Sabiduría, los impíos decían: «le someteremos a la prueba de la afrenta». Así se desautoriza su mensaje, que es el que estorba.
Se le puede aplicar también, si hace falta, alguna clase de tortura, física o moral. Y si todo eso falla, «lo condenaremos a muerte ignominiosa». Baste recordar, como caso extremo de eliminación del que estorba, la muerte de Mons. Romero.
Nosotros mismos, si somos sinceros, empleamos a nuestro nivel, unos métodos parecidos, cuando nos «defendemos» con argumentos más o menos válidos de la voz profética que se puede alzar en torno nuestro. No hace falta que venga del Papa o de los Obispos: muchas veces son las personas que viven cerca de nosotros que, con su ejemplo de fidelidad y de integridad, «dejan mal» o nos «reprenden» por nuestra conducta.
Todos quieren los primeros puestos
Marcos deja muy mal a los apóstoles, cuando después del anuncio de Jesús sobre su muerte, cuenta que andaban discutiendo sobre quién sería el más importante entre ellos. Es lógico que cuando Jesús les preguntó de qué hablaban no quisieran responder, porque les daría vergüenza. Ahí está la diferencia entre «pensar como los hombres» y «pensar según Dios», que contraponía Jesús el domingo pasado, respondiendo a Pedro.
También nosotros podemos tener dificultades en entender, o en querer entender, la lección que Jesús da a los apóstoles. Si Jesús, de repente, nos preguntara: ¿de qué hablabais? ¿en qué estabais pensando?, tal vez sentiríamos también vergüenza de confesar cuáles son nuestras ambiciones y deseos.
Tendemos a ocupar los primeros lugares, no los últimos. Buscamos nuestros propios intereses, y eso no pasa sólo en el mundo de la política, sino también en el de la Iglesia y en el ámbito familiar. Es interesante leer en la historia los conflictos que llegaban a darse en las procesiones solemnes por cuestión de precedencia de unos o de otros.
Nos puede pasar a todos. Lo que deseamos espontáneamente es triunfar y que los demás nos aplaudan y nos admiren. Nos gusta «salir en la foto» con los famosos. Sin llegar a optar al Oscar o al premio Nobel o a los records mundiales en nada, pero no nos conformamos con trabajar con humildad, sin llamar la atención. ¿A quién le gusta «servir a todos» o «ser el último de todos»? Dentro de unos domingos escucharemos cómo, según el mismo Marcos, Jesús será todavía más explícito: «el que quiera ser primero, sea esclavo de todos».
La lección que les quiso dar Jesús a los suyos abrazando a aquel niño no fue, esta vez, de humildad, sino de servicio a los más humildes. Si se trata de atender a los famosos, o a personas importantes, estamos dispuestos. Mientras que a los poco famosos, sobre todo a los más marginados de la sociedad -como en tiempo de Jesús los niños- no les prestamos nuestra atención. Claro que hoy ha cambiado el «estatuto social» del niño, mucho más tenido en consideración y hasta «mimado» por las leyes y la sociedad. Pero en tiempos de Jesús un niño era un buen representante de los poco importantes en la sociedad.
La lección de la servicialidad gratuita, que trastoca todas las consignas de este mundo -¿a quién se le ocurre decir «quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos»?-, la puede dar Cristo porque es el que mejor la cumple. Toda su vida está en actitud de entrega por los demás: «no he venido a servido sino a servir y a dar mi vida por los demás». Es una actitud que manifestará plásticamente a sus discípulos cuando le vean ceñirse la toalla y arrodillarse ante ellos para lavarles los pies. Pero sobre todo cuando en la cruz entregue su vida por la salvación del mundo.
La salvación del mundo vino a través de la cruz de Cristo. Si nosotros queremos colaborar con él y hacer algo válido en la vida, tendremos que contar en nuestro programa con el sufrimiento y el esfuerzo, con la renuncia y la entrega gratuita. Seguimos a un Salvador humilde, que se hizo el último de todos, aparentemente fracasado, el Siervo de todos, hasta la muerte. El discípulo no puede ser más que el Maestro.
La Iglesia se ha declarado, en el Vaticano II, servidora de la humanidad, y no dueña y matrona que lo sabe todo y que exige ser servida. Cuando comulgamos en Misa con «el entregado por», debemos ir aprendiendo a ser también nosotros los «entregados por», servidores de los demás.
Sembrar paz
Para Santiago, como escuchamos hoy, la verdadera sabiduría, la que «viene de arriba», es pura y «amante de la paz».
¡Vaya cuadro que describe Santiago de una comunidad!: «codiciáis… matáis… ardéis en envidia… os combatís y os hacéis la guerra»… Mientras que tendríamos que ser «amantes de la paz, comprensivos, llenos de misericordia… sembradores de paz». Si fuéramos más humildes, no tendríamos tantos disgustos nosotros mismos, y crearíamos menos situaciones de tensión.
Eso tiene su aplicación, siempre actual, en la relación de los pueblos entre sí, y también en la vida de la Iglesia, de nuestras comunidades y familias: porque todos queremos ser más, pasar por delante de los demás, como los apóstoles en el evangelio.
Cuando momentos antes de ir a comulgar, en la Misa, nos «damos fraternalmente la paz», el gesto no refleja sólo los sentimientos de ese momento, sino que quiere ser símbolo de lo que nos proponemos hacer a lo largo de la jornada y de la semana. Cuando saludamos al que está a nuestro lado, antes de ir juntos a recibir al Señor, es bueno que nos preguntemos: ¿en verdad yo favorezco la paz a mi alrededor?, ¿sé poner un poco de aceite en las junturas para que no chirríen? ¿soy persona de paz o de división? Esa paz que nos damos en Misa debe durar 24 horas.
Tendríamos que hacernos merecedores de una de las bienaventuranzas de Jesús: «bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios».
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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