Comentario – Domingo XXV de Tiempo Ordinario

Jesús, como buen maestro, no deja de instruir a sus discípulos. Se trata de una instrucción para la vida, pero también para la eternidad. Primero les habla de sí mismo, y después de ellos, de sus inquietudes y de las actitudes que deben tener en la vida. Y hablando de sí mismo, habla del desenlace de su misión. No conviene que sus seguidores se forjen falsa expectativas: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán.

Jesús parece aludir a una muerte cercana y violenta. Esto es lo que escandaliza a Pedro, que le había confesado Mesías. Esto es lo que no entienden o no quieren entender aquellos discípulos atemorizados por semejantes premoniciones. Pero algo entiende, puesto que les da miedo preguntarle por el asunto y sus pormenores. En realidad no quieren saber nada de lo que presienten, pues es un futuro demasiado tenebroso el que se les presenta. Ese hombre en el que ellos han depositado tanta confianza, por el que lo han dejado todo para seguirle, no puede dejarles ahora desamparados. Aquí radican sus miedos.

El anuncio de Jesús les sitúa ante el fracaso y el desamparo: un futuro no deseable. Porque lo de resucitar a los tres días, después de muerto, no parece haber calado en sus mentes; al menos, no parece aportarles ningún consuelo. Pero lo que Jesús anuncia de sí mismo y de su final estaba ya diseñado desde antiguo, y más que diseñado, casi descrito, como ponen de manifiesto textos tan reveladores y diáfanos como el del libro de la Sabiduría. ¿No es Jesús ese justo acechado porque resulta incómodose opone a ciertas accionesecha en cara pecados, reprende educaciones erradas, declara que conoce a Dios se da el nombre de hijo del Señor? ¿No es él el sometido a prueba, esto, es a la afrenta y a la tortura y el condenado a muerte ignominiosa?

Así lo entendió él y así lo creemos nosotros con la Iglesia, pues tales palabras encontraron en su vida la aplicación histórica más cabal. Realmente fue sometido a la prueba y pudieron comprobar su moderación y su paciencia.

Pues bien, Jesús, que se identificó con su personaje (el Mesías predicho), aconseja a sus discípulos ser los últimos, pero sirviendo. Sólo el servicio de los que se hacen últimos salva al mundo. La instrucción engancha con una discusión que pone sobre el tapete intereses, deseos, inquietudes, ambiciones… Llegados a Cafarnaúm, Jesús preguntó a sus discípulos de qué habían discutido por el camino. Ellos le contestaron que de quién era el más importante.

Se trata de un tema de conversación que sigue latente de manera más o menos manifiesta en nuestros coloquios, razonamientos o discursos. Valoramos las cosas (y las personas) por su importancia, y su importancia por el rango o la estimación social que se les concede. Generalmente este baremo social se establece en relación con el puesto que ocupa (poder, dirección), con el saber que se le presume (ciencia) o con el sueldo que se le asigna o la capacidad adquisitiva que se le atribuye (poder económico). Y puesto que la importancia se liga al poder, no es extraño que el poder se convierta en una aspiración humana, algo por lo que se lucha y por lo que se muere (la ‘mística del poder’).

Aquí se esconde una ambición que no se sacia con facilidad y que no repara en daños ni se detiene ante los límites impuestos por la libertad de los demás. La ambición tiene por vocación ‘lo desmedido’ y ‘lo desenfrenado’ y puede desarrollarse en cualquier ámbito de la convivencia humana, ya sea éste civil o eclesiástico.

Ante este panorama trazado por la ambición, Jesús reúne a los Doce, se sienta con ellos y les adoctrina: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. La vida, nos dicen los darwinianos, se presenta como el empeño de los más fuertes por prevalecer sobre los más débiles. Es la ley de la selección natural. Quizá en nuestra naturaleza haya una ley que nos impulsa a competir con los demás para prevalecer o para ser primeros.

San Pablo nos habla de otra ley que gobierna nuestros miembros: la ley del pecado. Y el libro del Génesis alude a la existencia de un deseo muy poderoso que está en los comienzos de la humanidad y marca el rumbo de la historia: el deseo de ser como dios. Parece que no pudiéramos evitar querer ser los primeros, como si este afán estuviese tan ligado a nuestra naturaleza que nos fuera imposible prescindir de él.

Pues bien, nos dice Jesús, el que quiera ser primero –y esta voluntad está tan extendida que parece universal: todos aspiramos a ser primeros, si nos vemos con capacidad para ello-, que sea el último de todos y el servidor de todos. Este es el paradójico camino que Jesús muestra para alcanzar la ‘primacía’, al menos a los ojos de Dios, pues para Él tienen primacía los que se han hecho últimos por voluntad propia, los que han decidido ponerse al servicio de los demás. Para tomar esta decisión también se requiere poder: poder de renuncia a ciertas formas de poder o a las ambiciones más comunes: la firme voluntad de mantenerse en ese camino de servicio.

Pero el que sirve ha de tener capacidad para servir, renunciando al mismo tiempo a la tentación de servirse de los demás para los propios fines. Al servidor de todos (pensemos en una madre o un padre de familia, en el director de un colegio, en esa persona que mantiene en pie y funcionando una hacienda, una empresa, una casa) se le suele dar poca importancia mientras está cumpliendo su labor, pero cuando falta su servicio y las cosas dejan de funcionar, entonces empezamos a valorar su actividad concediéndole la importancia que merece, y ello aunque ese servidor sea el último de todos en estimación o reconocimiento.

Y para ilustrar aún más su enseñanza, Jesús acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado. Entre los últimos en la estimación social se encontraban sin duda los niños. Nadie, salvo sus padres, podía calificar a un niño de importante.

Un niño, aun siendo objeto de todas las atenciones y cuidados por parte de la sociedad, carece de importancia social. Se le forma y se le educa para que algún día tenga relevancia social, pero en su condición de niño y receptor carece de tal relevancia. Por eso, no debe extrañar la elección de Jesús para ilustrar su enseñanza. El niño simboliza no sólo la pequeñez y el desvalimiento, sino la carencia de relevancia o peso social. En este sentido es realmente último, aunque no se le pueda calificar de servidor. «Acoger a un niño» es dar importancia, como hacen los padres con sus hijos, a lo pequeño y necesitado del cuidado de los adultos; más aún, acoger a un niño es acoger al mismo Jesús, puesto que él se identifica con el niño tanto como con el hambriento, el enfermo o el encarcelado.

Y es que Jesús hace de los indigentes (los últimos) de este mundo el sacramento de su presencia. Así lo ha querido el que siendo de condición divina se hizo como un hombre cualquiera. Por eso, el que le acoge a él está acogiendo al mismo Dios, al Padre que lo envió. La ecuación se resuelve en esta fórmula: el que acoge a un niño acoge al mismo Dios, puesto que acoge a Jesús, su enviado, que se hace presente en él.

Al acoger lo menos importante –según la apreciación social- estaremos dando acogida a lo más importante ontológica y objetivamente, al Dios que está por encima de todo. Sucede que Dios, que está presente tanto en lo más pequeño –el átomo y sus partículas subatómicas- como en lo más grande –el universo de las galaxias y sus cúmulos-, estima en el ser humano el realismo de la humildad. Y no hay mejor medicina para una cura de humildad que contemplarse a sí mismo en esta tierra que habita a escala cósmica para advertir que no es más que un punto imperceptible en el espacio galáctico.

No obstante, y a pesar de semejante pequeñez, Dios nos ve y nos engrandece a una proporción digna de su mirada amorosa; porque es el amor el que nos hace visibles a la mirada de Dios, de modo semejante a como un niño es importante a la mirada de sus padres. Lo que nos hace importantes y dignos de aprecio es, por consiguiente, la mirada de quienes nos aman. Y no hay mirada comparable a la mirada de Dios para apreciar los valores que se encuentran en nosotros y nos hacen realmente grandes o primeros.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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I Vísperas – Domingo XXV de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS

DOMINGO XXV DE TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Como una ofrenda de la tarde,
elevamos nuestra oración;
con el alzar de nuestras manos,
levantamos el corazón.

Al declinar la luz del día,
que recibimos como don,
con las alas de la plegaria,
levantamos el corazón.

Haz que la senda de la vida
la recorramos con amor
y, a cada paso del camino,
levantemos el corazón.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo Salvador,
gloria al Espíritu divino:
tres Personas y un solo Dios. Amén.

SALMO 140: ORACIÓN ANTE EL PELIGRO

Ant. Suba mi oración, Señor, como incienso en tu presencia.

Señor, te estoy llamando, ve de prisa,
escucha mi voz cuando te llamo.
Suba mi oración como incienso en tu presencia,
el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.

Coloca, Señor, una guardia en mi boca,
Un centinela a la puerta de mis labios;
no dejes inclinarse mi corazón a la maldad,
a cometer crímenes y delitos
ni que con los hombres malvados
participe en banquetes.

Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda,
pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza;
yo seguiré rezando en sus desgracias.

Sus jefes cayeron despeñados,
aunque escucharon mis palabras amables;
como una piedra de molino, rota por tierra,
están esparcidos nuestros huesos a la boca de la tumba.

Señor, mis ojos están vueltos a ti,
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido,
de la trampa de los malhechores.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Suba mi oración, Señor, como incienso en tu presencia.

SALMO 141: TÚ ERES MI REFUGIO

Ant. Tú eres mi refugio y mi lote, Señor, en el país de la vida.

A voz en grito clamo al Señor,
a voz en grito suplico al Señor;
desahogo ante él mis afanes,
expongo ante él mi angustia,
mientras me va faltando el aliento.

Pero tú conoces mis senderos,
y que en el camino por donde avanzo
me han escondido una trampa.

Mira a la derecha, fíjate:
nadie me hace caso;
no tengo adónde huir,
nadie mira por mi vida.

A ti grito, Señor;
te digo: «Tú eres mi refugio

y mi lote en el país de la vida.»

Atiende a mis clamores,
que estoy agotado;
líbrame de mis perseguidores,
que son más fuertes que yo.

Sácame de la prisión,
y daré gracias a tu nombre:
me rodearán los justos
cuando me devuelvas tu favor.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Tú eres mi refugio y mi lote, Señor, en el país de la vida.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. El Señor Jesús se rebajó, y por eso Dios lo levantó por los siglos de los siglos.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El Señor Jesús se rebajó, y por eso Dios lo levantó por los siglos de los siglos.

LECTURA: Rom 11, 33-36

¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero para que Él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo. A Él la gloria por los siglos. Amén.

RESPONSORIO BREVE

R/ Cuántas son tus obras, Señor.
V/ Cuántas son tus obras, Señor.

R/ Y todas las hiciste con sabiduría.
V/ Tus obras, Señor.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Cuántas son tus obras, Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí y al que me ha enviado.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí y al que me ha enviado.

PRECES
Glorifiquemos a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y supliquémosle, diciendo:

Escucha a tu pueblo, Señor.

Padre todopoderoso, haz que florezca en la tierra la justicia
— y que tu pueblo se alegre en la paz.

Que todos los pueblos entren a formar parte en tu reino,
— y obtengan así la salvación.

Que los esposos cumplan tu voluntad, vivan en concordia
— y sean siempre fieles a su mutuo amor.

Recompensa, Señor, a nuestros bienhechores
— y concédeles la vida eterna.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Acoge con amor a los que han muerto víctimas del odio, de la violencia o de la guerra
— y dales el descanso eterno.

Movidos por el Espíritu Santo, dirijamos al Padre la oración que nos enseñó el Señor:
Padre nuestro…

ORACION

Oh Dios, que has dispuesto la plenitud de la ley en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos para llegar así a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado XXIV de Tiempo Ordinario

1.- Oración – Introductoria.

Señor, hoy quiero acercarme a tu evangelio con un corazón limpio, transparente, dúctil, maleable, como cera blanda donde se marquen bien tus palabras. Y te pido que la semilla de tu Palabra sea abundante. El buen sembrador nunca se cansó de sembrar. Yo también quiero sembrar, sembrar el mundo de paz, de bondad, de sencillez, de amor.

2.- Lectura reposada del evangelio Lucas 8, 4-15

En aquel tiempo, se le juntaba a Jesús mucha gente, y viniendo a él de todas las ciudades, dijo en parábola: Salió un sembrador a sembrar su simiente; y al sembrar, una parte cayó al borde del camino, fue pisada, y las aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre terreno pedregoso, y después de brotar, se secó, por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos, la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado. Dicho esto, exclamó: El que tenga oídos para oír, que oiga. Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola, y él dijo: A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y, oyendo, no entiendan. La parábola quiere decir esto: La simiente es la Palabra de Dios. Los del borde del camino, son los que han oído; después viene el diablo y se lleva de su corazón la Palabra, no sea que crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, la reciben con alegría; pero éstos no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de la prueba desisten. Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que en buena tierra, son los que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia.

3.- Qué dice el texto

Meditación-reflexión.

Ya hemos comentado en otro lugar que en las parábolas hay que distinguir tres etapas:

a) La parábola tal y como fue dicha por Jesús.

b) la parábola predicada por los apóstoles y discípulos (pensemos que desde la muerte de Jesús hasta que se escribe el primer evangelio de Marcos han pasado casi cuarenta años).

c) La parábola tal y como la escribió el evangelista. 

Normalmente las explicaciones de las parábolas son cosecha de la comunidad primitiva. ¿Qué quiso decir Jesús en esta parábola? En esta parábola, tal y como fue dicha por Jesús, hay que destacar:

a) la abundancia de la semilla. El sembrador derrocha la semilla y lo deja todo sembrado: los caminos, las piedras, los espinos. Lo importante para Jesús es no cansarse de sembrar el bien. No dar nada por perdido. No decir nunca: de aquí no se puede sacar nada.

b) Al final habrá una gran cosecha. En tiempo de Jesús una buena

cosecha daba el siete por uno. Pensar en un 30, 60 o 100 es impensable, Pero la cosecha es de Dios y es abundante. Lo nuestro es sembrar. El fruto se lo dejemos a Dios. 

Palabra del Papa

“Para hablar de salvación, se recuerda aquí la experiencia de cada año que se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra, y la alegría tremenda de la recogida. Una siembra que se acompaña con las lágrimas, porque se tira lo que todavía se podría convertir en pan, exponiéndose a una espera llena de inseguridades: el campesino trabaja, prepara el terreno, esparce la semilla, pero, como tan bien ilustra la parábola del sembrador, no sabe dónde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si se echará raíces, si se convertirá en espiga. Esparcir la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesario el trabajo del hombre, pero luego se entra en una espera impotente, sabiendo que muchos factores serán determinantes para el buen resultado de la recogida y que el riesgo de un fracaso está siempre presente. […] En la cosecha todo se transforma, el llanto termina, deja su lugar a gritos de alegría exultante. Benedicto XVI, 13 de octubre de 2011.

4.- Qué me dice hoy a mí esta parábola ya meditada. (Silencio)

5.- Propósito. Desde que me levanto hasta que me acuesto no dejo de sembrar el bien, aunque no vea ningún fruto.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi

Gracias, Señor, por tu capacidad de escucha, por tu capacidad de espera, por tu capacidad de aguante, con nosotros. Jamás das nada por perdido. Jamás dices: de éste no se puede esperar nada. Tú, Señor, siempre animando, apoyando, levantando. No te asustan nuestras caídas, nuestras demoras, nuestros cansancios, nuestros retrocesos. Siempre nos ofreces una nueva oportunidad. ¡Qué bueno eres siempre con nosotros! ¡Gracias!

La manía de andar en zancos

1.- “Jesús les preguntó a los discípulos: ¿De qué discutías por el camino? Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién sería el más importante”. San Marcos, Cáp. 9. Algo extravagante ocurrió ese día en aquella ciudad. Todos sus habitantes salieron en zancos a la calle. Pero a un psicólogo de turno esto le pareció normal. Cada uno expresaba, de una manera plástica, su actitud interior: Yo soy mayor que los demás. Cuenta san Marcos que, yendo de camino hacia Cafarnaún, los discípulos se engarzaron en una discusión, no sabemos hasta qué punto acalorada: ¿Quién de nosotros es el más importante? Quizás Andrés y Juan reclamaban el título, por haber sido, entre los Doce, los primeros seguidores del Maestro. Cuando el Precursor señaló a Jesús ante su grupo como el “Cordero de Dios”, estos futuros apóstoles se acercaron a interrogarlo y estuvieron con él toda la tarde.

Pedro y Santiago sacarían a relucir su presencia en el monte de la Transfiguración. O también Felipe y Santiago harían notar, como se mira en el Evangelio, que mantenían con el Señor comprobada confianza. Bartolomé y Mateo se pudieron presentar, el uno con la certificación recibida de Cristo de “verdadero israelita”. Y el otro con su experiencia, no tanto en lo contable de los impuestos, pero sí en la predilección del Señor.

2.- No hacían otra cosa estos discípulos, que repetir el esquema donde todos a diario nos movemos: Yo soy el mayor: Por mi experiencia, mi preparación académica, mis conocidas obras de caridad, la estricta moral de mi conducta, el grupo apostólico de tantas campanillas al que pertenezco. O también en razón de mi apellido, los personajes de la política y la Iglesia que integran mi abolengo. En conclusión: Nadie quiere bajarse de los zancos, que podrían llamarse vanidad, orgullo, autosuficiencia.

Pero Jesús desbarata todas esas presunciones, presentando una ley de precedencia, desconocida hasta entonces. No se dio en las costumbres hebreas, ni en la liturgia del templo, ni en la filosofía griega, ni en el protocolo del imperio: “Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos”. La ubicación de cada quien bajo la luz del Evangelio, sería en adelante la humildad, que hoy llamamos sencillez. Pero a la vez, nuestra capacidad de servicio. Dos actitudes que dan altura en la jerarquía cristiana. En consecuencia, a los seguidores de Jesús, nos sobran muchos títulos, emblemas, insignias, rituales, etiquetas. Empezaríamos entonces a ser simples, amables, fraternos, “descomplicados”, dejando que Dios nos evalúe y clasifique.

Enseguida el Maestro repite su enseñanza de forma audiovisual, presentando a un niño ante el grupo. No insinúa Jesús un infantilismo religioso, compuesto de actitudes sentimentales, evasión, pasivismo, falta de responsabilidad. Nos propone una infancia espiritual, como condición indispensable para su seguimiento: “Yo os aseguro: El que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”.Quiere decirnos el Señor: No calculen su propia grandeza. Sean, como los auténticos niños, espontáneos, dóciles, sinceros. Vivan seguros ante Dios, capaces de asombro frente a sus maravillas.

“No está de más recordar, apunta un autor, que en los cielos hay más alegría por un adulto que se hace niño, que por noventa y nueve niños que no necesitan convertirse”.

Gustavo Vélez, mxy

Comentario – Sábado XXIV de Tiempo Ordinario

(Lc 8, 4-15)

En la época de Jesús los maestros usaban muchos ejemplos tomados de la agricultura, de los animales, de la vida en la naturaleza, y no hay mejor ejemplo que el de la tierra y la semilla para ejemplificar lo que sucede cuando la Palabra de Dios intenta penetrar en nuestros corazones. Es una Palabra que no penetra ni hace su obra por la fuerza.

Porque a veces nosotros somos como el borde de un camino, donde la semilla es arrebatada enseguida por los pájaros. Ni siquiera nos detenemos a escuchar a Dios. Otras veces somos como el terreno pedregoso, con poca profundidad. Allí puede entrar la Palabra de Dios, pero la persona no quiere tener problemas, prefiere llevar una vida tranquila, no quiere entregar nada por la Palabra, y entonces no la deja crecer. Otras veces somos como las espinas, porque permitimos que la Palabra crezca y comience a cambiar nuestras vidas, pero luego no le dedicamos ni tiempo ni espacio en nuestro interior, porque nos dejamos agobiar por muchas cosas, todo nos distrae y nos seduce, y todo nos parece urgente. Jesús nos invita a ser tierra buena, blanda y generosa, abierta y dócil, para que la Palabra de Dios pueda transformarnos de verdad y llevarnos a un nivel de vida más alto, a una vida que valga la pena, a las cosas realmente importantes.

Pero si nuestro corazón ni siquiera tiene el deseo de recibir la Palabra, tendremos que comenzar pidiendo al Espíritu Santo que despierte ese deseo. El deseo va rompiendo el corazón impenetrable para que por algún resquicio pueda entrar la semilla de la Palabra y producir su fruto. Sólo hace falta una tierra deseosa, dispuesta a recibirla en su profundidad. Y la oración alimenta el deseo, pero a su vez, cuando el deseo comienza a brotar, se convierte en una relación continua con Dios que permite que la Palabra escuchada siga creciendo y llegue a producir frutos. Y así, atrayéndola con nuestro deseo, la Palabra de Dios hace su obra.

Oración:

«Espíritu Santo, infunde en mi corazón el deseo de la Palabra; rompe en mil pedazos mi tierra dura, mi autosuficiencia, mi desconfianza, mi indiferencia, y conviérteme en una tierra abierta, deseosa, bien dispuesta».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Se invertirá el orden

1.- «Acechemos al justo, que nos resulta incómodo; se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados…» (Sb 2, 12) «Es un reproche para nuestras vidas y sólo verlo da grima; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente; nos considera de mala ley y se aparta de nuestras sendas como si fueran impuras; declara dichoso el fin de los justos y se gloría de tener por padre a Dios». Vidas distintas que conmuevan, que sean como un grito de urgencia, que proclamen con hechos, sin palabras ni gestos, esa fe profunda de los que se saben hijos de Dios.

Es lo que estamos necesitando. Lo demás no sirve para gran cosa. Las palabras están perdiendo su fuerza, los hombres están acostumbrándose a oír cosas y cosas, sin que les cale más allá de la dura corteza de sus entendimientos chatos… Concédenos que nuestra vida, la de cada cristiano, sea como una protesta enérgica, un reproche contundente para tanto paganismo como hay en nuestra sociedad de consumo.

Vidas, obras, autenticidad. Vivir de tal modo el cumplimiento exacto del deber de cada momento, que sin llamar la atención, y «llamándola» poderosamente, seamos testigos del mensaje que Cristo trajo a la tierra para salvar a los hombres. Santos, santos de verdad, es lo que están haciendo falta en estos momentos críticos. Santos que vengan a ser como banderas al viento, como símbolos eficaces que llaman, que atraen, que revelan, que transmiten la verdad, la paz, el amor.

«Veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, le auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos…» (Sb 2, 17-18) La persecución injusta, las asechanzas, el ataque rastrero, la calumnia, la murmuración, la mentira. La intriga política que aprovecha la buena voluntad del justo. «Lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; le condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él». Tú, Señor, padeciste en lo vivo el vil ataque de la traición, fuiste víctima inocente de mil insidias. Los mismos que formaban el Sanedrín, el órgano supremo de la justicia de Israel, buscaban injustamente tu condena. Qué ironía, qué paradoja. Los que eran defensores del derecho te condenaron contra todo derecho.

Y Dios, tu Padre bueno y poderoso, te dejó en la estacada. Permitió que la sentencia se dictara y se ejecutara… Pero lo que parecía el fin no era más que el comienzo. Y lo que semejaba una tremenda derrota, fue un rotundo éxito… Ayúdanos, Señor, a comprender, ayúdanos a aceptar, ayúdanos a esperar. Y un día, no sabemos cuándo, la verdad vencerá a la mentira, la luz espantará a las sombras. Y los impíos contemplarán desconcertados el final imprevisto de la Historia.

2.- «Oh Dios, sálvame por tu nombre» (Sal 53, 3) A veces nos encontramos en la Sagrada Escritura con expresiones que a primera vista se nos hacen incomprensibles, siendo por tanto precisa una exégesis o explicación que nos permita entender lo que el Señor quiere decirnos a través del autor sagrado. Éste habla con las palabras y giros de su propio tiempo y lugar, se dirige en primer lugar a los hombres de su época. Es verdad que Dios le inspira lo que ha de escribir, teniendo también en cuenta a los demás hombres, esos que después de mucho tiempo han de leer o escuchar sus palabras. Pero de todos modos, el Señor se adapta a la forma de hablar del autor humano que, como decía antes, se expresa con modismos idiomáticos personales que necesitan, repito, una exégesis o explicación.

Así, esta frase -sálvame por tu nombre- equivale a decir: Sálvame por ser tú quien eres, sálvame por ese amor que eres tú mismo… Hemos de tener presente que el Señor está tan interesado en nuestra salvación, que es suficiente recordarle su mismo deseo y su infinito amor, para que ya le tengamos inclinado a nuestro favor. Vamos, pues a rezar con esta persuasión, digámosle llenos de confiada esperanza: «Oh, Dios, sálvame por tu nombre; sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras».

«El Señor sostiene mi vida» (Sal 53, 6) El salmista nos refiere la razón de su plegaria suplicante: «Porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte sin tener presente a mi Dios…» En cierto modo también nosotros nos encontramos a menudo en esa misma situación. Y aunque esto no se pueda decir en sentido estricto, bien es verdad que en ocasiones hay quienes se alzan contra nosotros y nos persiguen. Así podemos considerar a todas esas fuerzas exteriores a nosotros que nos invitan de continuo al mal, y también esas torcidas inclinaciones que, dentro de nosotros, nos impulsan hacia el pecado.

Sea lo que fuere, lo cierto es que nada ha de hacer tambalear nuestra fe y confianza, nada nos puede robar la paz del alma. En nada disminuirá nuestra gracia, la vida divina en nosotros, si luchamos con empeño y sobre todo, si nos apoyamos siempre en la fuerza omnipotente del Señor. Así, aunque nos vemos en peligro, podremos decir con el salmo: «Pero Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida…» Y llenos de gozo y de gratitud repetiremos también: «Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre que es bueno».

3.- «Donde hay envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males» (St 3, 16) El buscarse a sí mismo y despreciar a los demás viene a ser la raíz de todos nuestros defectos. Y uno de esos defectos es precisamente la envidia, la tristeza ante el bien ajeno, el aborrecimiento explícito, o solapado, de quien es o tiene más que nosotros. Un sentimiento extraño que nos llena el alma de amargura, y hasta de odio, frente a quien no ha cometido otra falta que la de ser mejor o más afortunado que uno mismo. Es una actitud que nos predispone al recelo, a la susceptibilidad, al rencor, a la tristeza.

«Codiciáis lo que no podéis tener, sigue diciendo el texto sagrado, y acabáis asesinando. Ambicionáis algo y no podéis alcanzarlo; así que lucháis y peleáis…». Cuánta guerra y discordia, cuánta lucha entre unos y otros, a veces entre los de la misma sangre, o entre los que profesan una misma fe. Zancadillas, calumnias, malas interpretaciones, desprecio, ignorancia y olvido intencionados, ataques disimulados, palabras de doble sentido, sonrisas maliciosas…Vamos a intentar cambiar, vamos a no tener envidia, vamos a alegrarnos con el bien de los otros, vamos a llorar las desgracias ajenas. Vamos a olvidarnos de nosotros mismos, vamos a querer a los demás.

«La sabiduría que viene de arriba, ante todo es pura…» (St 3, 17) «Además, sigue diciendo el texto, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera». Sabiduría que viene de arriba. Sabiduría de Dios. Esa es la que ha de regir nuestra vida, la que ha de iluminar nuestra senda, la brújula que nos señale siempre el norte de nuestro vivir. Entonces no habrá envidias, ni tampoco guerras. Ni entre los individuos, ni entre los pueblos fronterizos, o distantes. No se derramará más sangre, no habrá llantos inconsolables, no habrá hombres heridos o muertos, no habrá tristeza tras la máscara de la risa, ni hermanos que se desprecian o se odian, en silencio o con rabia abierta.

Señor, escucha nuestra oración de hoy. Danos esa sabiduría tuya que viene de arriba, danos comprensión y cariño hacia los demás. Ahoga esta envidia que nos corroe el alma, y cubre de tristes sombras nuestra pobre vida.

4.- «…por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9, 34) Es consolador conocer los defectos de quienes acabaron alcanzando la santidad. Alienta conocer las derrotas de los que consiguieron al fin la victoria. Los evangelistas parecen conscientes de esta realidad y no disimulan, ni callan los defectos personales, ni los de los demás apóstoles. En efecto, en más de una ocasión nos hablan de sus pasiones y sus egoísmos, de su ambición y ansia de poder. A los que luchamos por seguir a Jesucristo sin acabar de conseguirlo, esto nos ha de estimular para continuar luchando, para no desanimarnos jamás, pase lo que pase. Es cierto que uno es frágil y que está lleno de malas inclinaciones, pero el Señor es omnipotente y, además, nos ama. Si lo seguimos intentando acabaremos por alcanzar, nosotros también, la gran victoria final.

En esta ocasión que contemplamos, los apóstoles discuten sobre quién de ellos ha de ser el primero. Era una cuestión en la que no se ponían de acuerdo. Cada uno tenía su propio candidato, o soñaba en secreto con ser uno de los primeros, o incluso el cabecilla de todos los demás, el primer ministro de aquel Reino maravilloso que Jesús acabaría por implantar con el poderío de sus milagros y la fuerza de su palabra. Juan y Santiago se atrevieron a pedir, directamente y también a través de su madre, los primeros puestos en ese Reino. Es evidente que la ambición y el afán de figurar les dominaban. Como a ti y a mí tantas veces nos ocurre.

Pero el Maestro les hace comprender que ese no es el camino para triunfar en su Reino. Quien procede así, buscando su gloria personal y su propio provecho, ese no acertará a entrar nunca. «Jesús se sentó -nos dice el texto sagrado-, llamó a los Doce y les dijo: Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos…» El Maestro, al sentarse según dice el texto, quiere dar cierta solemnidad a su doctrina, enseñar sin prisas algo fundamental para quienes deseen seguirle. Sobre todo para los Doce, para aquellos que tenían que hacer cabeza y dirigir a los demás.

Ser el último y servir con desinterés y generosidad. Ese es el camino para entrar en el Reino, para ser de los primeros. Allá arriba se invertirá el orden de aquí abajo: Los primeros serán los últimos y éstos los primeros. Los que brillaron y figuraron en el mundo, pueden quedar sepultados para siempre en las más profundas sombras. Y quienes pasaron desapercibidos pueden lucir, siempre, radiantes de gozo, ante el trono de Dios.

Antonio García Moreno

La tarjeta de visita de Dios

1. – Siempre que volvían a casa, solían ser los Apóstoles los que le preguntaban a Jesús por el significado de sus parábolas. Pero, hoy, es Jesús quien les pregunta y no sin “malicia”: “¿Y que veníais discutiendo por el camino?

Qué vergüenza para los Apóstoles que habían venido disputándose los cargos importantes de presidente, vicepresidente y ministro de Hacienda de ese Reino que Jesús predicaba

Y Jesús se sienta –¿tal vez algo cansado de que no le entiendan?– y les llama a su alrededor y les lee la cartilla.

2. – No es a codazos como se abre uno el camino de los ascensos en el Reino. No es pisando a los demás como se sube de categoría en el Reino. No son los que salen en la televisión, ni en los periódicos los más grandes en el Reino de los cielos. Los más grandes ante Dios no tienen acceso a esos medios. Son rostros anónimos, desconocidos, uno más del montón. No se imponen a los demás. No sienten la necesidad de imponer su personalidad. No quieren llamar la atención. Se mantienen en el silencio, en la oscuridad.

— Hombres y mujeres que no aciertan a ser felices sin tratar de hacer felices a los demás.

— Hombres y mujeres que en silencio viven creativamente creando paz y felicidad a los demás.

— Hombres y mujeres que no piensan en sí mismos, pero que no pueden vivir tranquilos junto a los problemas y penas de sus hermanos.

— Hombres y mujeres grandes en su desconocida pequeñez.

“Quien quiera ser el primero que se haga servidor de todos” Hombres y mujeres que han comprendido que desde el momento en que Dios se ha rebajado a ser hombre es ridículo que el hombre pretenda sobresalir sobre nadie si no es para servir, como Dios.

3. – El hecho de que Jesús abrazado a un niño nos diga “el que acoge a un niño a mí me acoge” viene a dar un vuelco a eso de quien es el mayor. Es como si el Señor nos dijera “me parece muy bien que penséis en quien es más importante, pero no para poneros a vosotros mismos en esos puestos, sino para darle esos puestos y esa importancia a quien Dios mismo da importancia.

Nosotros vamos por el mundo dándonos importancia con nuestra tarjeta de visita llena de títulos, de doctorados, altos puestos de administración y de gobierno. Y el Señor nos dice que Él presta su tarjeta de presentación a los débiles, a los marginados, a los innominados para que válidamente se presentan ante nosotros con una tarjeta que dice, “Jesús, Hijo de Dios… el que recibe a uno de estos a mí me recibe”.

4. – Daríamos un respingo en nuestro asiento si estando en nuestra casa, o en nuestro despacho, nos pasaran una tarjeta de visita de Su Majestad el Rey, o de Su Santidad el Romano Pontífice, Y nos preguntaríamos: ¿Cómo se ha dignado venir a mi casa?

Pues cada persona no importante, innominada, que acude a nosotros trae en su mano la tarjeta de visita del mismo Dios… Dios se digna a visitarnos. No porque esa persona se identifique con Dios, sino porque Dios se identifica con ella. ¡El que recibe a uno de estos niños a Mí me recibe! Aprendamos a dar importancia a los que son importantes delante de Dios.

José María Maruri, SJ

Sirviendo… Sin servilismos

1.Cuando uno lee en este día la primera lectura “Acechemos al justo, que nos resulta incómodo; nos echa en cara nuestros pecados” me evoca el trato injusto, desproporcionado (por no decir linchamiento) al que, el Papa Benedicto, ha sido sometido por unas palabras que, a todas luces, han sido mal interpretadas y sacadas de todo su contexto.

El Evangelio de hoy, y el del domingo pasado “quien no tome su cruz y me siga” es una advertencia clara: seguir a Jesús implica complicarnos la vida, cuando queremos clarificarla. ¿Discutimos hoy, por ejemplo, de quién es más importante en nuestra Europa? ¿Quién es más trascendental en nuestra ciudad? ¿Qué es lo más primordial en nuestro corazón? ¿Lo es Jesús? ¿Lo es la religión católica? ¿Lo es la comunión, implícita y explícita, con el Papa?

Al igual que con Pedro, el domingo pasado, también habrá muchos católicos que no deseen enmarañarse la existencia. Que, bueno, bautizarse pues si; comulgar a los hijos –si luce– también; o incluso si hay que casarse “en” la iglesia –por no incomodar a la familia- pues también. Pero ¿comprometerse de lleno por la causa de Jesús? ¿Involucrarse y mojarse de lleno en la defensa de la iglesia: señalarse en pro de los ideales cristianos o del Papa? ¡Ah no! ¡Eso ya es otra cosa! ¿En eso?… ¡Ahí si que somos los últimos de la fila!

Así nos va. La fe nos exige, por supuesto, no ser los primeros en pretensiones, en privilegios o en vanidad. Pero, esa misma fe, nos interpela para que, el Evangelio, sea fermento en medio de un mundo donde todo vale y todo cuela. El ser los últimos, no significa no poder hablar y temblar por miedo a las reacciones que podamos cosechar, en pro de una realidad mejor y según la mente de Dios.

2.- Una cosa es servir, como cualidad irrenunciable de nuestro ser cristiano, y otra muy distinta es el caer en la tentación de un servilismo vergonzante. En el término medio estará la virtud. Desde luego, el evangelio de hoy, no es una invitación a ser los últimos (como creyentes, como católicos y como religión) en la coyuntura en la que nos desenvolvemos.

Hoy, cuando asistimos a la Eucaristía, ¿nos preguntamos en qué y por qué queremos ser los primeros? ¿Nos preocupamos por el afán de superarnos en nuestra vida cristiana? Malo será que, caminando con Jesús, marchemos tan atrás (en un mal entendido afán de “no ser notorios”) que, el cristianismo y nuestra fe, queden eclipsados por el humo de nuestra cobardía, pereza o absentismo evangelizador.

Así es, amigos; el ser compañeros de Jesús nos apura a dar la cara por El. Dejarnos moldear por El. Sentirnos orgullosos y contentos de pertenecer a una iglesia que, algunos que reinan en la primera línea de la información mediática, se encargan de lapidar, castigar y humillar en una campaña perfectamente orquestada y tergiversada.

Hoy, si Jesús viniera de nuevo a nuestra tierra, nos diría que, como cristianos y católicos, fuésemos algunas veces “los primeros” en ocupar puestos de decisiones, desde los cuales poder incentivar el anuncio del evangelio; los pioneros en dirigir ciertos medios de comunicación para que fuesen más respetuosos, agradecidos y receptivos con la esencia cristiana que ha forjado a occidente y otros tantos continentes ; los adelantados en salir al paso de la mentira y de la zafiedad que inunda las mentes de aquellos que rigen, se mofan y denuncian sólo en una determinada dirección.

Ya sabemos que como cristianos, ser los primeros, significa ser servidores de los demás. Pero, flaco favor haríamos a nuestra tierra, a nuestra sociedad, a nuestro mundo, a nuestro pueblo si –por el hecho de ser excesivamente blandos y permisivos- nos pongamos tan al fondo de todo, que otros sean los que se aprovechen del vacío peligroso que estamos dejando, fruto de nuestra anemia espiritual.

¡QUIERO SER EL PRIMERO! ¡QUIERO SER EL ÚLTIMO!

¡QUIERO SER EL PRIMERO!
Como Jesús, sirviendo
Como Jesús, amando
Como Jesús, perdonando
Como Jesús, denunciando
Como Jesús, anunciando
Como Jesús, acogiendo
Como Jesús, preocupado por los demás
Como Jesús, entregado a la sociedad
Como Jesús, volcado al mundo
Como Jesús, fascinado por Dios
Como Jesús, trabajando por el hombre
Como Jesús, embargado por la oración
Como Jesús, con los pies en la tierra

¡QUIERO SER EL ÚLTIMO!
Como Jesús, en pretensiones superficiales
Como Jesús, en la mentira
Como Jesús, en ser servido
Como Jesús, en ser comprendido
Como Jesús, en ser amado
Como Jesús, en ser correspondido
Como Jesús, en ser aplaudido
Como Jesús, en ser reverenciado
Como Jesús, en ser recompensado
Como Jesús, en ser agasajado
Como Jesús, en ser importante
Como Jesús, en ser estimado

Javier Leoz

Tenemos miedo a preguntar al Evangelio

1. Hay que arrancar hoy de un hecho que esta al alcance de nuestra experiencia cotidiana. Lo estuvo, ¡y como no! al alcance igualmente de la experiencia de los primeros seguidores de Jesús de Nazaret. Tenemos miedo a preguntar al evangelio. Nos asusta someternos a una revisión de nuestra vida desde los horizontes evangélicos a los que estamos llamados. Algo como muy instintivo nos alerta de que la coherencia entre nuestra proclamada condición de creyentes y nuestra vida diaria va a resultados arriesgada y exigente. Por eso optamos por seguir el camino sin someteremos a esa necesaria revisión. El “discurso sobre la cruz” resultaba de difícil comprensión para los discípulos “y les daba miedo preguntarle”. Era ayer. Y es hoy.

2.- Jesús es el justo perseguido porque sus criterios y valores son los contrarios a los que defiende el “desorden establecido”. La lectura del libro de la Sabiduría, –un retrato-robot del comportamiento del creyente– nos recuerda algo que sabemos muy bien: La mera presencia del justo, del honesto y decente, estorba porque acusa y desestabiliza al desorden establecido. El justo siempre resulta incómodo. Entre un montón de corruptos, la mera presencia de una persona honesta ya molesta e incomoda porque su misma vida es ya testimonio, una crítica muda pero eficaz. Ese es el valor del testimonio que da la mera vida de un cristiano cuando de verdad lo es. Resulta una piedra en el zapato.

El que vive como Cristo acaba muriendo como Cristo. “El que se mete a redentor, muere crucificado”, dice el refrán popular. El desenlace de su vida es el sello inconfundible de la veracidad de su testimonio de toda la vida. Así, el justo asesinado, resulta un “mártir”, testigo de la verdad, de la justicia, testigo en último término de Dios.

3.- En la segunda lectura continuamos desenvolviendo ante la comunidad la carta del apóstol Santiago. Nuestra sociedad convierte en valores absolutos, decisivos, supremos, al poder, al placer, al tener. ¡Qué bien lo dice Santiago!: “Codician lo que no pueden tener y acaban asesinando”. El “tener” colocado por encima del “ser”. “Ambicionan algo y no pueden conseguirlo, entonces luchan y pelean”. La ambición es el origen verdadero de todas las guerras internacionales, igual que es la fuente verdadera de nuestras peleas personales. La ambición es también el origen de muchas de las peleas dentro de la misma comunidad de fe; peleas por dinero o por poder, peleas que jamás deberían existir nos han llevado a divisiones explicables, pero nunca justificables desde el punto de vista del Evangelio.

4. El Evangelio remacha el clavo y aporta dos nuevos trazos definitorios del “ser creyentes” del “ser testigos”: éste lo es en la medida en que acepta el servicio a los hombres como talante y característica fundamental del “servidor de Yahvé” y cuando se compromete de manera muy preferencial con los más pobres y desvalidos de este mundo. Como telón de fondo de esta doble y complementaria opción, una sabiduría evangélica del más alto empeño: Dios que es el primero, actúa siempre en servicio del mundo, gratuitamente, desinteresadamente. Servir como Dios nos sirve y hacer nuestra la causa del explotado y herido es su dignidad define la autenticidad del creyente.

Desde el comienzo de la Iglesia los anti-valores del mundo enemigo de Cristo han conseguido infiltrar a la comunidad cristiana, por eso el Evangelio nos pinta a los apóstoles de Jesús, en este domingo, discutiendo por poder.

Jesús no dice casi nunca cómo quería que fuera su Iglesia, su comunidad, pero varias veces da a entender claramente cómo no quería que fuera. Si alguno en ella quiere ser el primero, el más importante, tiene que ser el último de todos y el servidor de todos. En la Iglesia, viene a decir Jesús, debe haber autoridad y autoridades, pero no poder. El único poder que Jesús quiere dentro de la comunidad cristiana es el poder de servir.

Hacerse como niño es hacerse sencillo, sin malicia, sin poder. Jesús utiliza al niño que tenía delante en ese momento para explicar a sus seguidores las condiciones que debe llenar quien quiere entrar y formar parte del Reino de Dios. Jesús no pide a sus seguidores hacerse infantiles, sino volverse como niños en las características que Jesús quiere para los miembros de su comunidad de salvación; recordemos que también les pide ser astutos como serpientes.

Jesús no quería en su comunidad cristiana una competencia de poder, en eso no quería que su comunidad de fe fuera como la comunidad civil. Tampoco la quería en competencia con la autoridad civil. Desde luego que quien viva esta verdad y la repita se volverá una persona incómoda, tanto para la comunidad y autoridad civil como para la comunidad y autoridad religiosa. En Jesús, Dios no demostró más poder que el poder del amor que es capaz de obligarnos a dar la vida por los demás.

5. A veces discutimos, como los apóstoles, quién es el más importante dentro de la comunidad cristiana, Jesús nos responde, quién es para El esa persona: el que sirve de verdad a todos. Jesús no dice que el más importante es el que ha estudiado más teología o el que ostenta el cargo oficial más alto en la comunidad; dice que es el que sirve más a todos. Al final del Evangelio según san Juan oiremos a Jesús decir que el que ama más a los demás es el que debe pastorear a sus ovejas.

Antonio Díaz Tortajada

Importantes

Ciertamente, nuestros criterios no coinciden con los de Jesús. ¿A quién de nosotros se le ocurre hoy pensar que los hombres y mujeres más importantes son aquellos que viven al servicio de los demás?

Para nosotros, importante es el hombre de prestigio, seguro de sí mismo, que ha alcanzado el éxito en algún campo de la vida, que ha logrado sobresalir sobre los demás y ser aplaudido por las gentes. Esas personas cuyo rostro podemos ver constantemente en la televisión: líderes políticos, «premios Nobel», cantantes de moda, deportistas excepcionales… ¿Quién puede ser más importante que ellos?

Según el criterio de Jesús, sencillamente esos miles y miles de hombres y mujeres anónimos, de rostro desconocido, a quienes nadie hará homenaje alguno, pero que se desviven en el servicio desinteresado a los demás. Personas que no viven para su éxito personal. Gentes que no piensan solo en satisfacer egoístamente sus deseos, sino que se preocupan de la felicidad de otros.

Según Jesús, hay una grandeza en la vida de estas personas que no aciertan a ser felices sin la felicidad de los demás. Su vida es un misterio de entrega y desinterés. Saben poner su vida a disposición de otros. Actúan movidos por su bondad. La solidaridad anima su trabajo, su quehacer diario, sus relaciones, su convivencia.

No viven solo para trabajar ni para disfrutar. Su vida no se reduce a cumplir sus obligaciones profesionales o ejecutar diligentemente sus tareas. Su vida encierra algo más. Viven de manera creativa. Cada persona que encuentran en su camino, cada dolor que perciben a su alrededor, cada problema que surge junto a ellos es una llamada que les invita a actuar, servir y ayudar.

Pueden parecer los «últimos», pero su vida es verdaderamente grande. Todos sabemos que una vida de amor y servicio desinteresado merece la pena, aunque no nos atrevamos a vivirla. Quizá tengamos que orar humildemente como hacía Teilhard de Chardin: «Señor, responderé a tu inspiración profunda que me ordena existir, teniendo cuidado de no ahogar ni desviar ni desperdiciar mi fuerza de amar y hacer el bien».

José Antonio Pagola