Jesús, como buen maestro, no deja de instruir a sus discípulos. Se trata de una instrucción para la vida, pero también para la eternidad. Primero les habla de sí mismo, y después de ellos, de sus inquietudes y de las actitudes que deben tener en la vida. Y hablando de sí mismo, habla del desenlace de su misión. No conviene que sus seguidores se forjen falsa expectativas: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán.
Jesús parece aludir a una muerte cercana y violenta. Esto es lo que escandaliza a Pedro, que le había confesado Mesías. Esto es lo que no entienden o no quieren entender aquellos discípulos atemorizados por semejantes premoniciones. Pero algo entiende, puesto que les da miedo preguntarle por el asunto y sus pormenores. En realidad no quieren saber nada de lo que presienten, pues es un futuro demasiado tenebroso el que se les presenta. Ese hombre en el que ellos han depositado tanta confianza, por el que lo han dejado todo para seguirle, no puede dejarles ahora desamparados. Aquí radican sus miedos.
El anuncio de Jesús les sitúa ante el fracaso y el desamparo: un futuro no deseable. Porque lo de resucitar a los tres días, después de muerto, no parece haber calado en sus mentes; al menos, no parece aportarles ningún consuelo. Pero lo que Jesús anuncia de sí mismo y de su final estaba ya diseñado desde antiguo, y más que diseñado, casi descrito, como ponen de manifiesto textos tan reveladores y diáfanos como el del libro de la Sabiduría. ¿No es Jesús ese justo acechado porque resulta incómodo, se opone a ciertas acciones, echa en cara pecados, reprende educaciones erradas, declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo del Señor? ¿No es él el sometido a prueba, esto, es a la afrenta y a la tortura y el condenado a muerte ignominiosa?
Así lo entendió él y así lo creemos nosotros con la Iglesia, pues tales palabras encontraron en su vida la aplicación histórica más cabal. Realmente fue sometido a la prueba y pudieron comprobar su moderación y su paciencia.
Pues bien, Jesús, que se identificó con su personaje (el Mesías predicho), aconseja a sus discípulos ser los últimos, pero sirviendo. Sólo el servicio de los que se hacen últimos salva al mundo. La instrucción engancha con una discusión que pone sobre el tapete intereses, deseos, inquietudes, ambiciones… Llegados a Cafarnaúm, Jesús preguntó a sus discípulos de qué habían discutido por el camino. Ellos le contestaron que de quién era el más importante.
Se trata de un tema de conversación que sigue latente de manera más o menos manifiesta en nuestros coloquios, razonamientos o discursos. Valoramos las cosas (y las personas) por su importancia, y su importancia por el rango o la estimación social que se les concede. Generalmente este baremo social se establece en relación con el puesto que ocupa (poder, dirección), con el saber que se le presume (ciencia) o con el sueldo que se le asigna o la capacidad adquisitiva que se le atribuye (poder económico). Y puesto que la importancia se liga al poder, no es extraño que el poder se convierta en una aspiración humana, algo por lo que se lucha y por lo que se muere (la ‘mística del poder’).
Aquí se esconde una ambición que no se sacia con facilidad y que no repara en daños ni se detiene ante los límites impuestos por la libertad de los demás. La ambición tiene por vocación ‘lo desmedido’ y ‘lo desenfrenado’ y puede desarrollarse en cualquier ámbito de la convivencia humana, ya sea éste civil o eclesiástico.
Ante este panorama trazado por la ambición, Jesús reúne a los Doce, se sienta con ellos y les adoctrina: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. La vida, nos dicen los darwinianos, se presenta como el empeño de los más fuertes por prevalecer sobre los más débiles. Es la ley de la selección natural. Quizá en nuestra naturaleza haya una ley que nos impulsa a competir con los demás para prevalecer o para ser primeros.
San Pablo nos habla de otra ley que gobierna nuestros miembros: la ley del pecado. Y el libro del Génesis alude a la existencia de un deseo muy poderoso que está en los comienzos de la humanidad y marca el rumbo de la historia: el deseo de ser como dios. Parece que no pudiéramos evitar querer ser los primeros, como si este afán estuviese tan ligado a nuestra naturaleza que nos fuera imposible prescindir de él.
Pues bien, nos dice Jesús, el que quiera ser primero –y esta voluntad está tan extendida que parece universal: todos aspiramos a ser primeros, si nos vemos con capacidad para ello-, que sea el último de todos y el servidor de todos. Este es el paradójico camino que Jesús muestra para alcanzar la ‘primacía’, al menos a los ojos de Dios, pues para Él tienen primacía los que se han hecho últimos por voluntad propia, los que han decidido ponerse al servicio de los demás. Para tomar esta decisión también se requiere poder: poder de renuncia a ciertas formas de poder o a las ambiciones más comunes: la firme voluntad de mantenerse en ese camino de servicio.
Pero el que sirve ha de tener capacidad para servir, renunciando al mismo tiempo a la tentación de servirse de los demás para los propios fines. Al servidor de todos (pensemos en una madre o un padre de familia, en el director de un colegio, en esa persona que mantiene en pie y funcionando una hacienda, una empresa, una casa) se le suele dar poca importancia mientras está cumpliendo su labor, pero cuando falta su servicio y las cosas dejan de funcionar, entonces empezamos a valorar su actividad concediéndole la importancia que merece, y ello aunque ese servidor sea el último de todos en estimación o reconocimiento.
Y para ilustrar aún más su enseñanza, Jesús acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado. Entre los últimos en la estimación social se encontraban sin duda los niños. Nadie, salvo sus padres, podía calificar a un niño de importante.
Un niño, aun siendo objeto de todas las atenciones y cuidados por parte de la sociedad, carece de importancia social. Se le forma y se le educa para que algún día tenga relevancia social, pero en su condición de niño y receptor carece de tal relevancia. Por eso, no debe extrañar la elección de Jesús para ilustrar su enseñanza. El niño simboliza no sólo la pequeñez y el desvalimiento, sino la carencia de relevancia o peso social. En este sentido es realmente último, aunque no se le pueda calificar de servidor. «Acoger a un niño» es dar importancia, como hacen los padres con sus hijos, a lo pequeño y necesitado del cuidado de los adultos; más aún, acoger a un niño es acoger al mismo Jesús, puesto que él se identifica con el niño tanto como con el hambriento, el enfermo o el encarcelado.
Y es que Jesús hace de los indigentes (los últimos) de este mundo el sacramento de su presencia. Así lo ha querido el que siendo de condición divina se hizo como un hombre cualquiera. Por eso, el que le acoge a él está acogiendo al mismo Dios, al Padre que lo envió. La ecuación se resuelve en esta fórmula: el que acoge a un niño acoge al mismo Dios, puesto que acoge a Jesús, su enviado, que se hace presente en él.
Al acoger lo menos importante –según la apreciación social- estaremos dando acogida a lo más importante ontológica y objetivamente, al Dios que está por encima de todo. Sucede que Dios, que está presente tanto en lo más pequeño –el átomo y sus partículas subatómicas- como en lo más grande –el universo de las galaxias y sus cúmulos-, estima en el ser humano el realismo de la humildad. Y no hay mejor medicina para una cura de humildad que contemplarse a sí mismo en esta tierra que habita a escala cósmica para advertir que no es más que un punto imperceptible en el espacio galáctico.
No obstante, y a pesar de semejante pequeñez, Dios nos ve y nos engrandece a una proporción digna de su mirada amorosa; porque es el amor el que nos hace visibles a la mirada de Dios, de modo semejante a como un niño es importante a la mirada de sus padres. Lo que nos hace importantes y dignos de aprecio es, por consiguiente, la mirada de quienes nos aman. Y no hay mirada comparable a la mirada de Dios para apreciar los valores que se encuentran en nosotros y nos hacen realmente grandes o primeros.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística