Lectio Divina – Viernes XXV de Tiempo Ordinario

1.- Oración Introductoria.

Jesús, me impresiona la cantidad de veces que aparece en el evangelio que estabas “orando a solas”. Tenías necesidad de apartarte, de separarte incluso físicamente de todo y de todos, para “abismarte” en ese mar infinito del amor del Padre. Desde esa experiencia, se explica todo: la cercanía con todas las personas, especialmente con aquellas que, por cualquier motivo o prejuicio, se sienten lejos de ese Padre. Gracias por esas experiencias tuyas tan maravillosas.

2.- Lectura reposada del evangelio: Lucas 9, 18-22

Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado». «Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?». Pedro, tomando la palabra, respondió: «Tú eres el Mesías de Dios». Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie. «El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día».

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

Para el evangelista Lucas, cuando Jesús quiere decir o hacer algo importante, siempre lo hace en “clima de oración”. Aquí se nos dice: “Jesús oraba a solas”. ¿Nos hemos detenido alguna vez en pensar en esos ratos largos de oración de Jesús a solas? Normalmente lo hacía en la montaña, “cuando todavía era muy oscuro” (Mc. 1,35). Y tal vez el no habernos detenido en algo tan esencial para Jesús, ha servido para que el verdadero rostro del Padre lo hayamos desdibujado. Porque el resultado de esa oración inefable y misteriosa de Jesús con el Padre, Jesús lo condensa en una palabra ABBA. Este es el gran mensaje de Jesús: que nuestro Dios es un Papá maravilloso. Cuando Jesús nos invita a decir Abbá no sólo quiere enseñarnos a orar sino que quiere que vivamos esa experiencia inefable que Él tiene con el Padre. Sólo desde esa experiencia, Jesús se atreve a preguntarnos por su persona. Sólo aquel que haya vivido una experiencia de cariño y de ternura con ese Abbá, está capacitado para responder por la figura de Jesús. Se equivocó Pedro, aunque le dijo que era “El Mesías”. Estaba pensando en otro tipo de “mesianismo”. Y nos equivocamos todos si no estamos en la onda con Jesús. ¿Quién es Jesús? El amado del Padre, el enamorado del Padre, el entusiasmado por ese Padre, el identificado con ese Padre, el que sólo tiene una ocupación y preocupación: el que caigamos en la cuenta de todo lo que nos quiere y que no puede hacer otra cosa que querernos con infinito amor. Él está al tanto de todo y sólo quiere que nos abandonemos en Él.

Palabra del Papa  

“En el Evangelio del día retrata en la forma de testigo valiente a Pedro, el que a la pregunta de Jesús a los apóstoles: «¿quién decís vosotros que soy yo?», afirma: «Tú eres el Cristo» […]. Esta primera pregunta: ‘¿quién soy yo para vosotros, para ti? – a Pedro, solamente se entiende a lo largo de una camino, después de un largo camino, un camino de gracia y de pecado, un camino de discípulo. Jesús, a Pedro y a sus apósteles, no ha dicho ‘¡Conóceme!’ ha dicho ‘¡sígueme!’ Y este seguir a Jesús nos hace conocer a Jesús. Seguir a Jesús con nuestras virtudes, también con nuestros pecados, pero seguir siempre a Jesús. No es un estudio de cosas que es necesario, sino una vida de discípulo. Es necesario un encuentro cotidiano con el Señor, todos los días, con nuestras victorias y nuestras debilidades. Pero también es un camino que nosotros no podemos hacer solos. Y para ello es necesaria la intervención del Espíritu Santo. Conocer a Jesús es un don del Padre, es Él que nos hace conocer a Jesús; es un trabajo del Espíritu Santo, que es un gran trabajador. No es un sindicalista, es un gran trabajador y trabaja en nosotros siempre. Hace este trabajo de explicar el misterio de Jesús y de darnos este sentido de Cristo. Miramos a Jesús, a Pedro, a los apóstoles y sentimos en nuestro corazón esta pregunta: ‘¿quién soy yo para ti?’ Y como discípulos pedimos al Padre que nos dé el conocimiento de Cristo en el Espíritu Santo, que nos explique este misterio”. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 20 de febrero de 2014, en Santa Marta).

4.- Qué significa hoy para mí este texto que acabo de meditar. (Silencio).

5.- Propósito: Me preguntaré con toda sinceridad; ¿Qué supone Jesús hoy para mí? ¿Es algo o es alguien? Y si alguien. ¿es el centro de mi vida?

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora le respondo con mi oración.

Me encanta, Señor, que todos los días comience mi Lectio con una oración y termine con otra. La lectura de la Palabra de Dios debe estar impregnada de oración. Muchas veces, Señor, me he atrevido a hablar, a predicar, sin haber orado. ¡Cuánta palabra de Dios malograda! Te pido perdón. Pero todavía tengo tiempo para rectificar. Quiero rezar tu palabra y hablar desde esa riqueza interior.

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Comentario – Viernes XXV de Tiempo Ordinario

(Lc 9, 18-22)

Después de mucho tiempo de convivencia y de enseñanza, Pedro reconoce que Jesús no es un profeta más, ni una especie de sucesor del Bautista, sino el Mesías esperado. Pero Jesús quiere llevar a sus discípulos a descubrir que el Mesías debe pasar por la cruz. Luego de anunciar su pasión, en el versículo siguiente se pide a los discípulos que acepten reproducir ese misterio en las propias vidas, cargando con la cruz. En las molestias y renuncias de la vida se está compartiendo la pasión del Señor.

Sin embargo, Jesús tampoco quiere presentar a sus discípulos una perspectiva negra, donde lo único que se ve en el horizonte es dolor y renuncia. Porque al anunciar la pasión Jesús anuncia también su resurrección. La cruz no es la última palabra.

No sólo eso, sino que si leemos también el versículo 27, vemos que allí se anuncia a los discípulos que alcanzarían a ver la coronación de sus tribulaciones antes de su muerte, porque llegarían a ver el Reino de Dios. Aquí no se refiere al fin del mundo sino precisamente a la resurrección de Cristo, que se acaba de anunciar, y al derramamiento del Espíritu en la Iglesia, que los discípulos pudieron experimentar personalmente. Con Cristo resucitado y presente en la Iglesia por el poder del Espíritu ya ha comenzado realmente el fin de los tiempos, la última etapa de la historia. Por eso para nosotros no hay ninguna cruz que no tenga ya alguna luz de la resurrección.

Así como Pedro pudo reconocer en Jesús el cumplimiento de las antiguas promesas, también nosotros estamos llamados a reconocer a Jesús que está presente entre nosotros. Sobre todo en la Eucaristía él se hace presente en nuestras vidas, y allí se cumplen las promesas de los profetas. Cada vez que celebramos la Eucaristía podemos decir que para nosotros el anuncio de la Palabra de Dios «se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21; 2 Cor 6, 2).

Oración:

«Señor, al contemplarte resucitado puedo ver todavía las señales de tu Pasión. Eres el Mesías que ha venido a reinar pasando por la cruz, compartiendo con la humanidad el dolor y la angustia de su crucifixión. Hazte presente Señor, con tu gloria y tu luz, en medio de mis tribulaciones».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

La misa del domingo

Dios habla a su siervo Moisés (1ª. lectura) para que transmita al pueblo sus palabras. En una ocasión reúne a setenta ancianos alrededor de la Tienda. Al recibir también ellos el espíritu de Dios se ponen a profetizar. Otros dos ancianos, no presentes en aquél lugar, se ponen también a profetizar en el pueblo. Un joven escandalizado acude a Moisés para pedirle que les prohíba profetizar. Mas él le responde: «¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!»

Una respuesta semejante es la que da el Señor a Juan, que quiere impedir que un hombre expulse demonios en nombre de Cristo porque «no es de los nuestros». El Señor responde: «No se lo impidan, porque… el que no está contra nosotros está a nuestro favor». No es por eso por lo que deben escandalizarse los discípulos, no es a quienes predican en nombre del Señor a quien hay que impedir que hable o realice milagros incluso por no pertenecer al grupo de los Apóstoles.

Es por otras cosas por las que sí hay que escandalizarse, son otras cosas las que sí hay que cambiar o impedir, por ejemplo, la injusticia cometida por quienes se enriquecen explotando a sus semejantes. En la segunda lectura el Apóstol Santiago se dirige en términos muy enérgicos a aquellos ricos que habiendo endurecido el corazón frente a sus semejantes han amasado una fortuna “podrida”, acumulada a base de injusticias. A éstos los acusa asimismo de vivir disolutamente, entregándose a los placeres. La pasan bien en esta vida, pero su destino será terrible. Las desgracias que caerán sobre ellos deberían espantarlos, deberían hacerlos llorar y dar alaridos. Un comportamiento como el de ellos sí es absolutamente escandaloso.

En el Evangelio el Señor advierte con dureza a aquellos que escandalizan «a uno de estos pequeños que creen». Afirma que sería mejor que le pongan al cuello una piedra de molino «y lo echasen al mar.» La afirmación puede sonar exagerada o excesiva. Mas el uso de esta hipérbole tiene la intención de hacer tomar conciencia a sus oyentes de la gravedad enorme que tiene el escándalo a los ojos de Dios.

La voz escándalo viene de la palabra griega skandalon, que denomina el gatillo movible de una trampa o la trampa misma. Por extensión se aplica a cualquier obstáculo situado en el camino y que es causa de tropiezo y caída para el caminante. El Señor aplica el término escándalo en su sentido moral: escandaliza al prójimo quien con su mal ejemplo, su acción pecaminosa o sus consejos u opiniones inmorales lleva al error o pecado a otra persona, apartándola del camino del bien que conduce a la vida.

Cada uno puede convertirse en causa de escándalo para los demás, pero también puede ser causa de escándalo para sí mismo en la medida en que se sirve de sus miembros para pecar, o se pone en situaciones de riesgo que son ocasión de pecado, o admite ciertas ‘amistades’ o relaciones que lo arrastran al mal. Contra este tipo de escándalo el Señor recomienda la radicalidad: apartar o arrancar de raíz, cortar con todo aquello que sin ser malo en sí mismo se constituye en causa de pecado para uno: «Si tu mano te hace caer, córtatela… si tu pie te hace caer, córtatelo… si tu ojo te hace caer, sácatelo». Evidentemente no hay que entender estas expresiones en sentido literal. El Señor nuevamente echa mano de la hipérbole para señalar la actitud interior de radicalidad y firmeza que el discípulo debe tener para apartar de su vida todo aquello o aquellas personas que nos llevan a pecar, aún cuando implique un sacrificio doloroso.

Esta radicalidad la sustenta el Señor con un argumento contundente: «más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno». El Señor habla de la existencia del infierno, y aunque Dios no lo quiere para nadie, es el destino posible para quien se obstina en rechazar a Dios para aferrarse al pecado. Quien quiera ganar la Vida eterna, debe despojarse de todo lastre o esclavitud de pecado.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

¿Alguna vez nos hemos preguntado a cuántos escandalizamos con nuestras conductas pecaminosas, con nuestras acciones cotidianas que desdicen de nuestra condición de bautizados, de cristianos, de católicos? ¿Acaso por nuestra causa, por nuestras incoherencias, no terminan apartándose muchos de la Iglesia? ¿No me he apartado acaso alguna vez yo mismo de la Iglesia por los escándalos producidos por algún mal sacerdote, o por la incoherencia que veo entre los católicos? ¿A cuántos hemos escuchado decir: “no voy a la Iglesia porque no me junto con hipócritas”? ¿Cuántos desprecian la fe al ver a tantos “beatos” y “cucufatas” que se proclaman muy creyentes, que van a Misa los Domingos, se golpean el pecho, pero al salir de Misa ofenden y maltratan a los demás, fomentan rencillas, odios, divisiones, se emborrachan, cometen injusticias, fraudes, adulterios, fornicaciones, asesinatos, robos, calumnias y tantas otras maldades? ¿A cuántos hemos escuchado justificar su apartamiento de la Iglesia y de la fe aduciendo que “creo en Cristo pero no en la Iglesia”? Lo cierto es que al apartarse de la Iglesia, al desconfiar de ella por la conducta escandalosa de alguno o algunos de sus miembros, terminan apartándose de Dios mismo y de su enviado Jesucristo (ver Rom 2, 18-24).

Es por nuestra falta de compromiso con el Señor, por nuestras incoherencias entre lo que decimos creer y lo que hacemos, que Cristo es rechazado, que la Iglesia es despreciada. Debemos tomar conciencia de que el pecado que yo cometo, grande o “pequeño”, aunque sea escondido, abaja a todos los miembros de la Iglesia, y cuando es público, se convierte en “piedra de tropiezo” para quien nos ve o escucha. Con mi mal ejemplo o enseñanzas induzco a los más débiles a cometer el mal. Con mi pecado, con mis incoherencias, con mi mal testimonio, aparto a las personas de Dios en vez de acercarlas a Él.

Ante la responsabilidad enorme que cada cual tiene frente a los “pequeños” nadie puede repetir las palabras de Caín: «¿quién me ha hecho custodio de mi hermano?» (Gén 4, 9). “Si otro se escandaliza (justamente) por lo que yo hago, no es mi problema.” ¡No! Somos responsables de la edificación de nuestros hermanos humanos, es nuestra obligación moral ser buen ejemplo para el prójimo. Los “pequeños”, los frágiles y débiles en la fe, deben poder encontrar en nosotros un referente, personas cristianas de verdad, personas ejemplares que por su conducta irreprochable y una vida de fe coherente los acerquen al Señor Jesús y a su Iglesia.

Finalmente, no olvidemos que el primer “prójimo”, el más “próximo” a mí, soy yo mismo. Por tanto, el primero a quien debo evitar escandalizar es a mí mismo. En ese sentido, el Señor me invita a apartar radicalmente de mi vida todo aquello que es para mí causa de tropiezo, todo aquello que me lleva a pecar, pues «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4).

Camino de tolerancia y radicalidad

Vamos a compartir
los abrazos y besos que surgen en este instante,
los gozos tenidos en el camino,
esta naturaleza libre y exuberante
y los latidos de nuestro corazón herido.

Vamos a compartir
lo poco que vamos comprendiendo,
la exigua luz que nos alcanza y no retenemos,
los intentos fallidos por salir del laberinto
y los miedos acumulados de todos los tiempos.

Vamos a compartir
los borradores de nuestros proyectos no hechos,
el clamor de los gritos y del silencio,
los balbuceos y suspiros más íntimos
y los sudores de nuestro cuerpo.

Vamos a compartir
la palabra que nos nace de las entrañas,
la que nos llega de arriba como escarcha,
la que nos surge de manantiales inciertos
y la que nos alcanza y puja por ser derramada.

Vamos a compartir
la tolerancia y la radicalidad
de tu evangelio y propuesta abierta,
olvidándonos de nuestros dogmas
para entrar en tu casa solariega.

Vamos a compartir
el tiempo de los poemas y de las canciones,
de la danza y de la palabra sagrada;
la sabiduría de los años acumulada
y las yemas que nos quedan de la infancia.

Vamos a compartir
las enseñanzas del espacio fraterno,
el calor de un hogar fecundo,
las redes de nuestro trabajo en equipo
y las madejas de todos nuestros sueños.

Vamos a compartir
lo que parecen locas intuiciones,
nuestras pocas e inseguras verdades,
las sendas y caídas al origen
y las cabañas que nos protegen.

Nunca compartamos
últimas y definitivas palabras,
atisbos de superior sabiduría,
argumentos sin experiencia,
sentar cátedra o verdades absolutas.

Compartamos solo la penumbra de la fe,
de la caridad y de la esperanza,
de la ciencia, de la pobreza y de la gracia,
del gozo y la risa humana.

Y así, Señor, somos y nos vamos haciendo
hijos, hermanos y amigos,
pueblo, familia e Iglesia,
lo que Tú soñaste para nosotros desde los orígenes,
compartiéndonos.

Florentino Ulibarri

Comentario al evangelio – Viernes XXV de Tiempo Ordinario

A lo largo del año escuchamos muchos textos del Evangelio. Hablan de muchas cosas. Pero de vez en cuando, la liturgia nos acerca a cuestiones fundamentales. Como en el texto de hoy. “¿Quién decís vosotros que soy yo?” La pregunta es directa. Jesús no se anda con redeos y pide a sus discípulos que se definan ante él. No basta con estar informado. No basta con conocer lo que dicen los demás. 

Los discípulos tienen esa información. “Unos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías o uno de los profetas.” Los discípulos han llegando a ese conocimiento como podemos llegar nosotros después de leer unos cuantos libros. En ellos hay diversos capítulos: Jesús el hombre, Jesús el predicador, Jesús el milagrero… Podemos conocer su biografía, todos los datos a que nos es posible acceder hoy en día. Y todavía no habríamos conocido de verdad a Jesús. 

La respuesta de Pedro da en el clavo: Jesús es el “Mesías de Dios.” Eso es situarse en un nivel diferente. Ya no hablamos de un profeta. No hablamos de un hombre normal. Decir que Jesús es el Mesías de Dios significa que Jesús tiene una relación muy especial, absolutamente especial, con esa realidad tan sentida pero nunca bien conocida y tantas veces incomprendida que es Dios. 

Hablar del Mesías en el contexto del pueblo de Israel habla de esperanza y vida nueva. La promesa del Mesías hablaba de una liberación colectiva del pueblo de Israel, de una superación de la opresión en que vivían. El Mesías era el signo de que Dios quería para su pueblo un futuro de libertad y bienestar. 

Cuando Pedro dijo a Jesús que era el “Mesías de Dios” quizá no sabía perfectamente lo que decía pero la intuición profunda era clara. En Jesús veía al que devolvía la esperanza al pueblo, a los pobres y marginados, a los que sufrían y a los oprimidos. Jesús era el mensajero de la liberación de Dios, de la liberación que desde siempre Dios había ofrecido a su pueblo. Desde aquella lejana liberación de Egipto hasta la superación del mal y la muerte que se produciría en la resurrección de Jesús. Quizá Pedro no sabía expresar perfectamente todo esto pero estaba en el buen camino. Y, aunque con altos y bajos, fue fiel a ella. 

Y nosotros, ¿quién es Jesús para nosotros? 

Ciudad Redonda

Meditación – Viernes XXV de Tiempo Ordinario

Hoy es viernes XXV de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 9, 18-22):

Sucedió que mientras Jesús estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos respondieron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos había resucitado». Les dijo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contestó: «El Cristo de Dios». Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie. Dijo: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día».

Hoy, como entonces, la «gente» tiene opiniones diversas sobre Jesucristo. En realidad, existen dos modos de «conocer» a Jesús. Uno, el de la multitud, más superficial, como viéndole desde fuera. El otro, el de los discípulos, más penetrante y auténtico. Con la doble pregunta: «¿Qué dice la gente?», «¿qué decís vosotros de mí?, Jesús nos invita a tomar conciencia de esta perspectiva diversa.

Es necesario reconocer la singularidad de la persona de Jesús de Nazaret, su novedad. Los títulos que le atribuye san Pedro —tú eres «el Cristo», «el Cristo de Dios», «el Hijo de Dios vivo»— sólo se comprenden auténticamente a la luz del misterio de su muerte y resurrección. Y es verdad también lo contrario: el acontecimiento de la Cruz sólo revela su sentido pleno si «este hombre», que sufrió y murió en la Cruz, «era verdaderamente Hijo de Dios».

—Jesús, confieso que Tú eres el Hijo de Dios que has descendido hasta la muerte para recogerme y has resucitado para llevarme contigo.

REDACCIÓN evangeli.net

Liturgia – Viernes XXV de Tiempo Ordinario

VIERNES DE LA XXV SEMANA DE TIEMPO ORDINARIO, feria

Misa de la feria (verde)

Misal: Cualquier formulario permitido. Prefacio común.

Leccionario: Vol. III-impar

  • Ag 2, 1-9. Dentro de poco llenaré este templo de gloria.
  • Sal 42. Espera en Dios, que volverás a alabarlo: «Salud de mi rostro, Dios mío».
  • Lc 9, 18-22. Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho.

Antífona de entrada             Sal 85, 1-3
Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día.

Monición de entrada y acto penitencial
Hermanos, dispongámonos a celebrar estos sagrados misterios poniéndonos ante la presencia del Señor y, reconociéndonos pecadores, supliquemos con humildad su perdón y su misericordia.

• Tú que muestras el amor supremo de Dios. Señor, ten piedad.
• Tú que pones la grandeza de la vida en el amor y en el servicio. Cristo, ten piedad.
• Tú, promotor de misericordia y de comunión. Señor, ten piedad.

Oración colecta
SEÑOR Dios,
cuya misericordia no tiene límites
y cuya bondad es un tesoro inagotable,
acrecienta la fe del pueblo a ti consagrado,
para que todos comprendan mejor
qué amor nos ha creado,
que sangre nos ha redimido
y qué Espíritu nos ha hecho renacer.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración de los fieles
Nos hemos reunido aquí, hermanos, para conmemorar el misterio de nuestra redención; roguemos, por lo tanto, a Dios todopoderoso, para que todo el mundo se llene de bendiciones y de vida.

1.- Por todos los consagrados a Dios, para que con su ayuda puedan cumplir fielmente su propósito. Roguemos al Señor.
2.- Por la paz de los pueblos, para que, sin ninguna perturbación, puedan servirle en libertad de espíritu. Roguemos al Señor.

3.- Por los ancianos que viven en soledad o enfermedad, para que sean confortados por nuestra fraternal caridad. Roguemos al Señor.

4.- Por nosotros, aquí congregados, para que sepamos usar de tal modo los bienes presentes, con los que Dios no deja de favorecernos, que merezcamos alcanzar los eternos. Roguemos al Señor.

Sé propicio, Señor, con tu pueblo suplicante, para que reciba con prontitud lo que te pide bajo tu inspiración. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
SEÑOR, que adquiriste para ti un pueblo de adopción
con el sacrificio de una vez para siempre,
concédenos propicio
los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión          Cf. Sal 103, 13. 14-15
La tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor, para sacar pan de los campos y vino que alegre el corazón del hombre.

Oración después de la comunión
CONCÉDENOS,  Dios misericordioso,
que, alimentados con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo,
bebamos con fe en la fuente de la misericordia
y nos mostremos cada vez más misericordiosos con nuestros hermanos.
Por Jesucristo, nuestro Señor.