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Camino de Jerusalén
Jesús y los suyos están ya en camino hacia Jerusalén. Han llegado a Judea. En este camino -que no es un dato geográfico, sino un símbolo de su marcha hacia la pasión y la muerte-, sitúa Marcos varias de las enseñanzas de Jesús a sus discípulos: sobre el matrimonio, sobre el papel de los niños en la sociedad, sobre el uso de las riquezas… Son temas que eran candentes y difíciles entonces y lo siguen siendo ahora.
No tendríamos que caer en la tentación de esquivar los temas exigentes que nos va proponiendo la Palabra de Dios y seleccionar las páginas que nos resultan consoladoras, saltando las que no nos gustan.
Hoy va de amor y de fidelidad matrimonial, un tema problemático. Cuando muchos matrimonios andan a la deriva o se han roto, tenemos que aceptar la doctrina de Cristo y presentarla con delicadeza y firmeza a la vez, aunque a todos nos resulta cuesta arriba la fidelidad, cada uno en sus compromisos.
Hoy también empezamos a leer una selección de la carta a los Hebreos, que nos acompañará durante siete domingos.
Génesis 2,18-24. Yserán los dos una sola carne
El primer libro de la Biblia, el Génesis, describe, ante todo, el origen del cosmos y de la vida en este mundo, así como de la familia humana.
El lenguaje es ciertamente popular y poético, no necesariamente científico: la arcilla de la que forma Dios a los animales, los nombres que el hombre les va dando a medida que pasan como en revista ante él, la falta que nota Adán de un ser que le pueda hacer compañía adecuada y la creación de la mujer sacándola de la costilla del hombre. El juego de palabras entre «hombre» y «mujer» sólo tiene pleno sentido en hebreo, que los llama «ish» y «ishshah».
Lo principal -y lo que motiva la elección de este pasaje como primera lectura, para preparar lo que luego dirá Jesús sobre el hombre y la mujer- es la última frase: «por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne».
El salmo refleja una visión ideal de la familia de su tiempo en casa del hombre justo: su mujer será como «una parra fecunda», sus hijos como «renuevos de olivo en torno a su mesa» y Dios les bendecirá «todos los días de su vida» y hará que «vean a los hijos de sus hijos».
Hebreos 2, 9-11. El santificador y los santificados proceden todos del mismo
La carta que empezamos a leer hoy es de autor desconocido, aunque esté inspirada en la doctrina de Pablo. Fue escrita hacia el 67 o 70 y va dirigida a cristianos que provienen del judaísmo y que aparecen cansados, con una cierta añoranza por lo que han dejado: el templo, el sacerdocio, los sacrificios y la ley de Moisés. La carta les exhorta a perseverar en su fe y les va demostrando que Jesús es superior a Moisés y a todas las instituciones del judaísmo.
Jesús «ha padecido la muerte para bien de todos». Ese era el plan de Dios, que quiso «perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de la salvación». Con esa muerte ha «llevado a una multitud de hijos a la gloria».
Jesús y la humanidad, «el santificador y los santificados», son hermanos: «proceden todos del mismo: por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos».
Marcos 20, 2-26. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre
En el camino de Jerusalén, entre las enseñanzas de Jesús, Marcos nos transmite hoy dos: la visión de Jesús sobre el matrimonio y sobre los niños.
La pregunta de los fariseos sobre la posibilidad del divorcio quiere poner a prueba a Jesús. Este, en contra de lo que permitía la ley judía en su tiempo -que los maridos pudieran dar un acto de repudio a la mujer-, apela a la voluntad originaria de Dios, manifestada en el Génesis: «hombre y mujer los creó… y serán los dos una sola carne… lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Niega, pues, la posibilidad del divorcio, que él interpreta como camino al adulterio.
Marcos sitúa aquí también la defensa que hace Jesús de los niños: «dejad que los niños se acerquen a mí», y las palabras que les dedica poniéndolos como el modelo de los que acogen el reino: «de los que son como ellos es el reino de Dios… el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y los abrazaba y los bendecía. Este episodio sobre los niños no necesariamente está ligado al tema anterior, el matrimonio y el divorcio.
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Y serán los dos una sola carne
En un tiempo en que la institución del matrimonio se cuestiona desde diversas perspectivas, es bueno que leamos en la Palabra revelada cuál es el plan de Dios sobre la relación de amor entre hombre y mujer.
El primer hombre, Adán, rodeado de la belleza del jardín del Edén y de los numerosos animales que lo pueblan, «no encuentra ninguno como él que lo ayude». No quiere estar solo. Dios tampoco lo quiere: «no está bien que el hombre esté solo».
La aparición de la mujer es presentada en el Génesis como la de una compañera que complemente al hombre. La frase del Génesis, que también repite Jesús en el evangelio, «y serán los dos una sola carne», no sólo se refiere a la comunión sexual, sino a una comunión personal, de complementariedad total entre el hombre y la mujer, abriendo además su amor al admirable don de una nueva vida, el mayor milagro que puede pasar en la creación y la mejor manera de colaborar con el Dios de la vida y del amor.
Este amor, que es invento de Dios y participación de su infinito amor, está planeado por Dios en términos de igualdad entre el hombre y la mujer, que contrasta con la situación de inferioridad que, en tiempos de Jesús, tenía la mujer respecto al hombre. Ambos proceden del poder creador y del amor de Dios: «hombre y mujer los creó». Aquí resuena el entusiasmo del hombre al ver a la mujer: «esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne». Esta página está escrita no precisamente en tiempos de reivindicaciones feministas. Por eso tiene más mérito que nos diga ya desde el primer libro de la Biblia que Dios quiere la igualdad entre el hombre y la mujer y que ambos están pensados como complementarios el uno del otro.
Ahí está la dignidad radical de la atracción y del amor entre hombre y mujer. El «yo» de Adán tiende al «tú» que es Eva, y forman «una sola carne»: en una misteriosa comunión que Pablo luego verá como signo sacramental de la unión de Cristo con la Iglesia.
El hombre no lo separe
Es muy hermosa la dignidad de la unión matrimonial entre el hombre y la mujer. Pero a veces esta unión se hace difícil. En el evangelio de hoy se le pone a Jesús el interrogante que todavía sigue de actualidad: ¿se puede admitir el divorcio?
En tiempos de Jesús la ley judía permitía que el marido pudiera dar el «acta de repudio» a la mujer. Esto era interpretado por algunas escuelas rabínicas en un sentido muy rigorista (sólo en caso de adulterio de la mujer), y por otras con una permisividad mucho mayor (prácticamente por cualquier cosa que desagradara al marido). En todo caso, dar el «acta de repudio» era mejor que rechazar a la mujer sin más, sin ningún derecho legal. Eso sí, esta ley era unilateral: sólo el marido podía dar ese repudio.
Jesús vuelve a las fuentes, apela a la que según el Génesis había sido la voluntad originaria de Dios y establece su clara negativa al divorcio: «si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera». Y añade una cosa que no esperarían sus interlocutores, que tampoco la mujer puede tomar esa iniciativa: «y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio». Esta última posibilidad no era ni contemplada entre los judíos del tiempo. En ambos casos queda desautorizada por Jesús.
Jesús supera la mera legalidad de la época y establece para los suyos el principio: «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Él es consciente que al dar esta norma está desautorizando la ley de Moisés y pidiendo algo muy difícil.
Juan el Bautista murió por haber denunciado que Herodes se había separado de su legítima mujer y vivía con la de su hermano. También Pablo, hablando a los cristianos de Corinto, les dice: «en cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor, que la mujer no se separe del marido; mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no despida a su mujer» (ICo 7,10-11).
Sigue vigente para los cristianos esta misma voluntad contraria al divorcio, a pesar de que las leyes civiles hayan decidido en muchos lugares despenalizarlo y a pesar de que se multiplican las separaciones y se constata una crisis de la institución matrimonial. Una cosa es que las leyes permitan o despenalicen el divorcio y otra, que los cristianos podamos olvidar la doctrina de Jesús y la voluntad radical de Dios. La indisolubilidad del matrimonio no la ha decidido la Iglesia (como, por ejemplo, el celibato de los sacerdotes en la Iglesia latina), ni una escuela de teólogos, sino Dios mismo, desde su proyecto inicial.
Los cristianos tendrían que celebrar el sacramento del matrimonio teniendo un concepto más exacto del amor entre hombre y mujer, que pide que ambos caminen juntos en un programa común de maduración y de mutua tolerancia. El criterio de un cristiano para juzgar sobre este importante tema no se puede basar en la evolución social o en las tendencias de una época, sino en la perspectiva de Dios. Lo que pasa es que en el mundo de hoy encontramos especiales dificultades para una fidelidad duradera, en este y en otros ámbitos. Estamos influidos por una sociedad de consumo, que gasta y tira y cambia y busca nuevas sensaciones. Vamos perdiendo la capacidad de un amor total, de un compromiso de por vida, a imagen de la Alianza que Dios mantiene con la humanidad y Cristo con la Iglesia. Estamos más inclinados a una especie de «voluntariado» por unos años, sin comprometernos de por vida.
Una de las razones del deterioro de esta fidelidad es la poca preparación y la poca madurez humana que algunos llevan al matrimonio, hasta el punto de que se pueda dudar seriamente en no pocos casos de la validez del mismo. Lo que explica las muchas declaraciones de nulidad matrimonial que tiene que certificar la Iglesia, que no es lo mismo que conceder el divorcio.
El lugar de los niños
Al parecer no tiene ninguna relación con el tema anterior, del matrimonio y el divorcio, lo que Marcos nos cuenta a continuación sobre cómo trataba Jesús a los niños («los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos») y la defensa que hizo de ellos.
Ante todo, tuvo que reprender a sus discípulos porque perdían fácilmente la paciencia con los niños: «dejad que los niños se acerquen a mí». En aquel tiempo los niños eran mucho menos considerados en la sociedad que ahora, en que incluso por ley son protegidos y hasta «mimados».
Jesús cambia este modo de actuar. No sólo los trata con cariño, sino que los pone como modelos para los que quieran «entrar en el reino de Dios». ¿Qué cualidades ve él en los niños para ponerles como modelos? Tal vez no la inocencia o la humildad, porque ya en su tiempo los niños dejarían mucho que desear en ese campo. Probablemente, según los entendidos, lo que alaba Jesús en los niños es la disponibilidad, la actitud de dependencia y receptividad con que reciben de los mayores cualquier don: el reino de Dios hay que acogerlo con apertura y confianza, no con conciencia de poder ofrecer algo nosotros a Dios, sino de recibir de él gratuitamente lo que nos quiere dar.
Un Salvador que pertenece a nuestra familia
Lo que el Salmo 8 dice del hombre como «poco inferior a los ángeles», lo aplica el autor de la carta a los Hebreos a Jesús, sobre todo en su pasión y muerte. Pero ese momento de total humillación es precisamente cuando «es coronado de gloria y honor», porque Jesús «ha padecido la muerte para bien de todos».
Lo sorprendente es que afirma que «Dios juzgó conveniente perfeccionar y consagrar con sufrimientos» al que iba a ser «guía de su salvación», Jesús. Aquí se puede basar la «teología del dolor de Dios», que presentaba muy bien Juan Pablo II en su carta apostólica de 1984 Salvifici doloris: Dios asumió él mismo, al enviar a su Hijo, el castigo que merecía el pecado humano. La muerte de Jesús, por total solidaridad con los hombres, es la prueba mayor del amor de Dios. Es también lo que más acercó a Jesús a nuestra humanidad, y por eso «no se avergüenza de llamarlos hermanos».
Nos admira la superioridad de Jesús sobre todo el cosmos, incluidos los ángeles, porque es Hijo de Dios. Pero sobre todo nos conmueve su solidaridad con la raza humana. Se ha querido hacer hermano nuestro. Como dice la Plegaria Eucarística IV, «compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado». Nos ama como a hermanos: «el santificador y los santificados proceden todos del mismo», son de la misma raza y familia.
Como seguiremos leyendo en domingos sucesivos, no tenemos un Mediador que no haya experimentado nuestro dolor e incluso nuestra muerte. «Consagrado por los sufrimientos», nos ha salvado desde dentro y se ha hecho uno de nosotros para llevarnos a la comunión de vida con Dios.
El Cristo con quien comulgamos en la Eucaristía es el «cuerpo entregado por» y la «sangre derramada por», y participamos así, al celebrar el memorial de su muerte, en el sacrificio de su entrega por nosotros. Es la convicción que nos llena de confianza y nos impulsa a ser también nosotros, en la vida, «entregados por los demás», si queremos contribuir a la salvación de todos.
José Aldazábal
Domingos Ciclo B