Lectio Divina – Viernes XXVI de Tiempo Ordinario

1.-Oración introductoria.

Señor, en el evangelio de este día me invitas a “ensanchar mi corazón”. Normalmente las religiones tienden a cerrarse, para no contaminarse; también la religión judía, también las cristianas. Pero en el evangelio yo no encuentro una parábola que diga: El reino de los cielos se parece a una cesta de manzanas que, si se pudre una, contamina a las demás. Sí encuentro unas palabras de Jesús que dicen: “el reino de los cielos es semejante a la levadura que pone una mujer en la artesa y hace fermentar toda la masa”. La cizaña no tiene miedo al trigo ni el bien al mal. Gracias, Señor, por esta visión tuya tan positiva.

2.- Lectura reposada del evangelio. Lucas 10, 13-16

«¡Ay de ti, Corozazin! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

La expresión ¡Ay! repetida expresa una lamentación por parte de Jesús, pero no una condena. Jesús ni condena, ni castiga, ni amenaza. Es importante descubrir estos sentimientos tan nobles y profundos de Jesús para cambiar nuestras actitudes de enfrentamiento, de venganza y de rechazo. Demás hemos sufrido a lo largo de la historia con tantas guerras de religiones. Y, sobre todo, demás hemos hecho sufrir a nuestro Padre Dios por matarnos unos a otros. En realidad, todas las guerras son “fratricidas”. No hay guerras de naciones contra naciones, de religión contra religión, de hombres contra hombres. Todas son guerras de “hermanos contra hermanos”. La historia es vieja y se repite: “Caín sigue matando a Abel, su hermano”. El enfrentamiento de los hermanos afecta a la creación entera. Somos los hombres los que destruimos bosques, quemamos mieses, ensuciamos ríos y contaminamos los mares. Somos las personas las que destruimos “nuestra casa común”, como ha dicho el Papa Francisco.

Palabra autorizada del Papa

“Cuando nosotros estamos en tentación, no escuchamos la Palabra de Dios: no escuchamos, no entendemos, porque la tentación nos cierra, nos quita cualquier capacidad de previsión, nos cierra cualquier horizonte, y así nos lleva al pecado. Cuando estamos en tentación, solamente la Palabra de Dios, la Palabra de Jesús nos salva. Escuchar la Palabra que nos abre el horizonte… Él siempre está dispuesto a enseñarnos como salir de la tentación. Y Jesús es grande porque no solo nos hace salir de la tentación, sino que nos da más confianza. Esta confianza es una fuerza grande, cuando estamos en tentación: el Señor nos espera, se fía de nosotros así, tentados, pecadores, siempre abre horizontes. Y viceversa, el diablo con la tentación cierra, cierra, cierra”. (Cf. S.S. Francisco, 18 de febrero de 2014, homilía en Santa Marta)

4.- Qué me dice hoy a mí este texto ya meditado. (Guardo silencio). 

5.-Propósito. Voy a fijar un día para mi próxima confesión sacramental.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, al terminar esta reflexión, quiero volver a tu proyecto original del Paraíso. Quiero que sople sobre el jardín, esa “suave brisa” signo de tu presencia. Con ella vendrá la paz y la armonía sobre la familia humana y sobre la obra de la Creación. Si por un hombre, Adán, vino la destrucción y la muerte, por otro hombre, llamado Jesús, nos ha venido la restauración y la vida. ¡Gracias, Señor!

Comentario – Viernes XXVI de Tiempo Ordinario

(Lc 10, 13-16)

Jesús, que había crecido en Galilea, se lamenta amargamente de la incredulidad de algunas poblaciones de esa región. Él había intentado abrir el corazón de esa gente no sólo con su predicación, sino también con muchos milagros, pero ellos no se convirtieron. Y Jesús quiere hacerles notar que su incredulidad e indiferencia es peor que la de Tiro, Sidón y Sodoma. ¿A qué se debe esta comparación?

Tiro y Sidón eran centros de comercio. Desde allí salían naves que surcaban el Mediterráneo y allí llegaban productos que se comerciaban en Oriente. Representaban un poder comercial y, con él, la adoración a los bienes materiales. Se entendía entonces que Tiro y Sidón no eran el ambiente adecuado para el florecimiento de profundas actitudes religiosas, para la conversión del corazón. Sodoma era una ciudad que simbolizaba el pecado, una depravación moral que finalmente la llevó a la ruina (Gn 19).

Sin embargo, Jesús se dirige a las poblaciones de Galilea que no se convertían para hacerles notar que no tienen nada que criticar a Tiro, Sidón o Sodoma, porque la dureza del corazón de ellos era superior a la de esas ciudades. Si esas ciudades hubieran presenciado los prodigios de Jesús se habrían convertido rápidamente.

Ante este texto cabe que nos preguntemos si todo lo que hemos recibido del Señor, todo lo que él nos ha manifestado, todos los regalos de su amor, no exigirían una mayor entrega de nuestras vidas, una conversión más profunda de nuestro corazón. En todo caso, no deberíamos escandalizarnos ante la incredulidad de otros, que quizás no han recibido del Señor tantos regalos como los que nosotros hemos experimentado.

Cada uno debe sentirse interpelado por esta invitación a la conversión, porque el evangelio siempre nos pide más, siempre quiere llevarnos más alto. El evangelio nos dice: «Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48).

Oración:

«Ayúdame Señor, con toques de tu gracia, con auxilios de tu Espíritu, para que pueda reconocer tus dones con un corazón agradecido, y así desee responder a tu amor con una conversión más profunda, con una vida y un corazón que sean de tu agrado»

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Comentario – Viernes XXVI de Tiempo Ordinario

En la predicación de Jesús no hay sólo palabras amables, aunque haya siempre buena noticia; también hay recriminaciones que recaen sobre enteras poblaciones en las que el Salvador se ha volcado con abundancia de dones sin obtener una respuesta adecuada. Es precisamente esta falta de respuesta ante su llamada a la conversión la que le hace reaccionar de este modo. La ingratitud acaba haciéndose merecedora de la maldición.

Corazaín y Betsaida eran aldeas próximas a Cafarnaún, la ciudad más populosa de aquel entorno geográfico de la región de Galilea, en la ribera del lago de Genesaret. Jesús parece haber iniciado aquí su actividad misionera. Son poblaciones en las que el profeta de Nazaret ha concentrado muchos esfuerzos y desplegado muchas energías: ciudades donde ha hecho casi todos sus milagros, obteniendo, sin embargo, escasos resultados, es decir, pocas adhesiones: ni se han dejado mover por sus palabras, ni por sus milagros.

Seguía haciéndose realidad aquello de que nadie es profeta en su tierra. Y es esta falta de respuesta la que le hace clamar: ¡Ay de ti, Corazaín; ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en la ceniza. Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras.

Parece como si Jesús concediera a ciudades paganas como Tiro y Sidón mayor capacidad de conversión que a esas ciudades judías que han sido objeto de su predilección y preferencia, que no son sino el reflejo de la predilección del mismo Dios.

Como ponen de manifiesto los datos evangélicos, Jesús acusó esta falta de respuesta por parte de ese pueblo que era el suyo, aquel al que él pertenecía por razón del nacimiento y al que había sido enviado en primer término, haciendo de este pueblo (el elegido) el inmediato destinatario de la Buena Noticia de la salvación. Y de tal manera acusa esta falta de respuesta, que se permite compararles con ciudades como las fenicias Tiro y Sidón que, aun siendo paganas, estarían en mejor disposición de responder a la siembra de su mensaje.

Por eso se harán dignas de un juicio más benigno en su día. Pues el juicio será universal, pero para unos será más llevadero que para otros. Todos, tanto judíos como paganos y cristianos, hemos de comparecer en este juicio, porque todos tenemos capacidad para responder, dado que somos responsables, de unos bienes que nos han sido entregados con la vida para ser administrados. Y al responsable le toca responder de tales bienes ante su Dueño y Señor.

Tampoco Cafarnaún escapa a la recriminación: ¿Piensas escalar el cielo? –le dice Jesús dirigiéndose a ella-. Bajarás al abismo. Y la versión de san Mateo añade: Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy.

De nuevo invoca Jesús los milagros como motivo de credibilidad. Los ha hecho para eso, para despertar actos de fe y de adhesión; pero hasta acciones tan maravillosas y extraordinarias como éstas han resultado infructuosas. Esta esterilidad dice mucho de la cerrazón e ingratitud de ese pueblo colmado de las bendiciones de Dios, pero incapaz de reconocerlas. Realmente se ha convertido en un terreno estéril y baldío. Por eso merece la maldición de su benefactor.

No obstante, esa maldición no es la que recae sobre la serpiente del paraíso; aquí la maldición tiene el aspecto de un aviso saludable; porque, de mantenerse en esa actitud, tendrán el juicio que merece su incredulidad, un juicio más riguroso que el de los mismos incrédulos (= paganos), pues al que mucho se le dio más se le exigirá. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy.

Sodoma, la ciudad arrasada por el fuego, no se sobrepuso a su catástrofe, no duró hasta hoy. Tampoco las ciudades galileas de Corazaín, Betsaida y Cafarnaún han durado hasta hoy. De Cafarnaún sólo quedan algunas ruinas, y de las otras dos ni eso, sólo quedan noticias de sus enclaves.

El pasaje de san Lucas se cierra con una frase que resalta la figura del mediador: Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado. Todo lo que sale de Dios pasa por mediaciones sucesivas, y mediaciones humanas. Es similar al tránsito que tiene que hacer un objeto extraterrestre para llegar a la tierra, que en su recorrido debe atravesar la atmósfera protectora que la envuelve y adecuarse a su lugar de misión y destino.

La misma condición humana del Hijo de Dios, su naturaleza psico-somática, ya es una mediación a través de la cual nos llega la palabra y la acción del Padre. A ésta se unirá la mediación de su Iglesia (apóstoles y enviados) a lo largo de los siglos. La mediación nos permite enlazar con el origen del que proceden los bienes transmitidos y mediados.

Por eso, el que escucha a un enviado (= apóstol) de Cristo, es decir, a uno que habla en su nombre, escucha al mismo Cristo; y el que lo rechaza (porque no lo escucha), rechaza al mismo Cristo, su representado. Pero Cristo, en cuanto Hijo y Enviado, no es todavía el origen de ese bien. El principio sin principio es sólo el Padre.

El rechazo de Jesús, Hijo y Enviado, del Padre, es rechazo del mismo Padre que está en el principio de todos los envíos y mediaciones. Por eso, la escucha o el rechazo de cualquier enviado (de Dios) afecta o remite, en virtud de la mediación o de la representación, al principio del que deriva ese envío o palabra, es decir, a Dios mismo como principio, al Padre.

Si aquellas ciudades ingratas a su actividad salvífica merecieron oír de labios de Jesús palabras de condena, también nosotros podemos merecerlas en razón de nuestra indiferencia y laxitud a los avisos saludables de sus enviados, que siguen haciéndonos llegar todavía hoy el mensaje que Dios tiene reservado para cada uno de nosotros.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en 
Teología Patrística

La misa del domingo

Un grupo de fariseos se acerca al Señor «para ponerlo a prueba» (otra traducción dice: «querían tentarle») con una pregunta: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»

En realidad, la pregunta no debe ser entendida en el sentido si el Señor consideraba lícito o no el divorcio, sino sobre las causas por las que el hombre podía divorciarse de su mujer. En efecto, la licitud del divorcio estaba fuera de toda cuestión en Israel, pues así estaba escrito en la Ley de Moisés: «Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa» (Dt 24, 1-2).

Marcos, por alguna razón, omite la pregunta completa, que se encuentra en cambio en el evangelio de Mateo: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?» (Mt 19, 3). Ahora podemos entender mejor la pregunta que los fariseos dirigen al Señor Jesús en un contexto específico: la discusión que se había entablado entre dos escuelas farisaicas sobre el alcance de aquella norma dada por Moisés. ¿Cómo debía interpretarse aquel “si no halla gracia a sus ojos”, o si “descubre en ella algo que le desagrada”? La escuela farisaica de Hillel interpretaba que cualquier motivo era válido para redactarle a la mujer el libelo de repudio y despedirla de su casa. Bastaba, por ejemplo, que no supiese prepararle la comida a su gusto. ¿Y si encontraba una mujer más hermosa que su esposa? Algunos maestros sostenían que también en esos casos era lícito despedir a su mujer. En fuerte oposición a esta interpretación estaba la escuela de Shammai, que sólo admitía el adulterio como causa válida para el divorcio.

Así pues, la pregunta dirigida al Señor parece querer incluirlo en esta fuerte discusión de escuelas, acaso llevarle a tomar posición a favor de una de las escuelas. ¿Estaba el Señor a favor del “repudio”, o sea, del divorcio por un motivo cualquiera, tal como lo sostenía la escuela de Hillel? ¿O estaba el Señor a favor de la interpretación de la escuela de Shammai? Con esta pregunta aquellos estudiosos de la Ley quieren sin duda someter a examen su doctrina, someter a prueba su sabiduría, escuchar su postura en un asunto tan discutido.

A la pregunta de los fariseos el Señor repregunta: «¿Qué les mandó Moisés?» Ellos responden: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Entonces el Señor declara algo absolutamente inesperado, que romperá completamente con los esquemas de aquellos fariseos que pensaban que la licitud del divorcio estaba fuera de toda cuestión: aquel precepto dictado por Moisés en realidad era una concesión, necesaria en aquel momento dada la terquedad o dureza de corazón de los judíos. Mas ahora, declara el Señor, ha llegado el momento de volver al proyecto original de Dios, que contemplaba la unión indisoluble entre el varón y la mujer.

El Señor recurre a dos pasajes tomados también del libro de la Ley: «Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó» (Gén 1, 27) y «dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gén 2, 24). En estos textos inspirados, según la exégesis del mismo Señor, se descubre la intención primera de Dios, la indisolubilidad de la unión entre el hombre y la mujer que se unen para formar «una sola carne». Con Cristo la concesión del divorcio ha llegado a su fin.

Las palabras finales del Señor, «lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre», son una declaración de que no hay poder alguno sobre la tierra que pueda separar lo que ha sido válidamente unido en matrimonio. Por tanto, en adelante, cualquiera que se separe de su cónyuge sin importar el motivo, y se une con otro(a), comete adulterio. El vínculo permanecerá a pesar de que los hombres declaren el divorcio.

¿Pide el Señor un imposible? No. En adelante será posible volver al designio original de Dios, el hombre y la mujer podrán asumir este vínculo indisoluble sin temor, porque el Señor Jesús ha venido a renovar los corazones endurecidos. Él, gustando «la muerte para bien de todos» (2ª. lectura), por el Misterio de su Cruz y Resurrección y por el don de su Espíritu, ha reconciliado y santificado al ser humano, ha arrancado los corazones endurecidos por el pecado para sustituirlos por un corazón de carne (ver Ez 36, 26ss) capaz de amar con su mismo amor (ver Jn 15, 12). El amor que Él ha venido a derramar en los corazones por medio de su Espíritu (ver Rom 5, 5) hace capaces a los esposos de vivir tal unión como Dios la había pensado desde el origen.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

«¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»

La cuestión presentada por aquellos fariseos no ha perdido actualidad: ¿es lícito divorciarse a quienes se casan por la Iglesia?

Hoy la respuesta de muchos ante esta cuestión, no creyentes y creyentes, hombres de distintos credos y religiones, empujan en una misma dirección: es lícito divorciarse.

En lo que toca al matrimonio civil en nuestras sociedades de antiguo cuño cristiano, vemos cómo las leyes facilitan cada vez más el divorcio civil “por cualquier causa”. Así por ejemplo en España el senado aprobó en el 2005 la primera reforma de aquella ley que en 1981 legalizó el divorcio. Según esta reforma en España basta con que sólo uno de los cónyuges desee el divorcio sin que tenga que alegar causa alguna. En cuanto al tiempo que tiene que transcurrir desde el matrimonio la nueva ley permite solicitar judicialmente la ruptura pasados tan sólo tres meses, sin que sea necesaria una separación previa. Esto trae a mi memoria un anuncio publicitario de una bebida gaseosa que con tristeza vi en una ocasión. En este anuncio se leía: “El amor eterno dura aproximadamente tres meses. Las cosas como son”. ¿Es que nuestra sociedad ya no cree en el amor fiel y perdurable entre dos personas? ¡Qué pena que cada vez menos crean en un amor que “dura siempre”! Pena tremenda, porque siendo lo esencial en el ser humano el amar y ser amado, claudicar del amor que no pasa es claudicar de la propia humanidad, claudicar de la capacidad de realizarse como personas humanas porque simplemente ya no se cree en el amor.

Este llamado “divorcio express”, que ahora se puede tramitar incluso por Internet “de un modo sencillo y a bajo costo”, se ha convertido en modelo y ejemplo a seguir para nuestros políticos latinoamericanos que, de este modo, se someten felices a un nuevo colonialismo, el ideológico.

En medio de este ambiente tan favorable al divorcio recae una presión inmensa sobre la Iglesia para que también ella “se adecue a los tiempos modernos” y conceda el divorcio o disolución del vínculo matrimonial a quienes así lo soliciten. Mas ella es la única que se mantiene contracorriente, intransigente, terca en su postura de no admitir el divorcio entre bautizados que libremente han contraído la alianza matrimonial, pronunciando su consentimiento personal e irrevocable ante un ministro cualificado de la Iglesia.

Lo cierto es que el matrimonio entre bautizados, si es válido, es y permanecerá siendo siempre indisoluble. ¿Por qué? Porque la Iglesia católica no puede ser infiel a las palabras de su divino Fundador. Y las palabras y la enseñanza del Señor Jesús están allí, claras, inapelables, inalterables, cuando hablan de la indisolubilidad del matrimonio: el hombre no puede romper lo que Dios ha unido. Por ello, tampoco la Iglesia puede disolver mediante el divorcio el vínculo que los cónyuges libre y conscientemente establecieron, ante Dios, ante la asamblea y ante ellos mismos, jurando solemnemente amarse y respetarse, ser fieles en las buenas y en las malas, hasta que la muerte los separe. «Entre bautizados, “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte”» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2382).

Quien se compromete a eso, debe ser consciente de que esta promesa no es broma, no puede ser tomada a la ligera, pues no es una promesa que se pueda retractar “si las cosas van mal”.

La promesa pronunciada y la entrega que consuma el matrimonio establecen un vínculo que ningún poder en la tierra puede disolver. Si la Iglesia no admite el divorcio es porque sencillamente no tiene el poder de disolver el vínculo que los cónyuges contrajeron. Ella cree en las palabras de su Señor, quien ante la pregunta de los fariseos, que sí admitían el divorcio, «insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble, y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua. Entre bautizados, “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte”» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2382).

Entiendan pues aquellos hijos de la Iglesia que han asumido o se disponen a asumir este vínculo “hasta que la muerte los separe”, que verdaderamente es “hasta que la muerte los separe”, y no “hasta que las cosas vayan mal”. El consentimiento, la palabra dada, es irrevocable. Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro, de modo que cualquier relación ulterior con otro hombre o mujer que no sea el esposo o esposa, incluso si existe el divorcio legal, constituye adulterio de acuerdo a la enseñanza del Señor, enseñanza que la Iglesia no hace sino custodiar y guardar fielmente.

Planteadas así las reglas, quienes quieren asumir este compromiso y la vida en común han de lanzarse no a la aventura, sino que han de poner el máximo cuidado en prepararse debidamente, en conocerse en profundidad y, sobre todo, en afianzar y hacer madurar su amor en Cristo, único fundamento sobre el cual podrán construir un matrimonio verdaderamente consistente y fiel. Quien no construye su matrimonio sobre esta Roca sólida, sobre Cristo, es como quien construye su casa sobre arena: tarde o temprano la casa caerá estrepitosamente. Pero si los esposos ponen al Señor Jesús como centro y fundamento de sus propias vidas y de su matrimonio, la casa permanecerá de pie aún cuando vengan terremotos y huracanes. La vida nueva en Cristo es garantía de una unidad indisoluble, de un amor que no pasa. De ese modo el matrimonio será para los cónyuges no un continuo campo de batalla, sino un camino de mutua santificación, un camino en que el amor crece hasta alcanzar su plenitud.

¡Ya nos conocemos!

 

Os inventáis historias,
sucesos cuentos,
casualidades y coincidencias…
para justificar vuestras torpes creencias.

Preguntáis en público,
no para buscar claridades
sino para mostrar vuestras habilidades
y poner a otros en dificultad.

Os agarráis a normas y leyes,
a lo antiguo y viejo, a lo de siempre,
a lo que a vosotros os favorece
y a otros oprime y empobrece.

Soñáis despropósitos,
amáis la risa y el triunfo fácil,
no os interesa la Buena Nueva
y queréis que solucione vuestras ocurrencias…

Así sois los hombres y mujeres:
siempre pensando en ponerme a prueba
en vez de enamoraros y enamorarme,
que es lo que deseo y me gusta.

¡Qué ganas de complicaros la existencia
y de cambiar mi propuesta
para mantener vuestros privilegios
olvidándoos de vuestras promesas!

Florentino Ulibarri

Comentario al evangelio – Viernes XXVI de Tiempo Ordinario

Comenzamos el mes de octubre, el mes misionero. Teresa de Liseaux abre este tiempo y las lecturas de hoy nos acompañan de un modo especial: El que no se hace niño no puede entrar en el Reino de los Cielos. El  niño es aquel que depende en todo des loas demás porque no puede valerse por si mismo. Así somos nosotros, aunque pretendamos sacar pecho y pensemos que dominamos la situación, que mandamos sobre nuestra vida. La vida, poco a poco, nos va enseñando que en realidad no es así. Dependemos de tatas cosas que no controlamos, que no dependen de nuestra voluntad o de nuestras fortaleza. Sin embargo esta constatación no es para hundirnos, sino para confiar más en aquel que nos acoge incondicionalmente.

Quizá por eso también nos sorprenda que alguien como Teresa del Niño Jesús sea patrona de las misiones y doctora de la Iglesia. Una jovencísima carmelita descalza, muerta de tuberculosis en el convento donde permaneció toda su vida. Hija de un relojero y una costurera. Mujer de fe criticada en vida y en muerte por muchos que ven en sus escritos y experiencias espirituales una excesiva “sencillez”, simplicidad. Sólo el amor. Sólo amar, decía ella, pues si amor es lo único que he ofrecido a Dios en toda mi vida, amor será lo único que Él me devuelva. Y se definía a sí misma diciendo:

Mi caminito es el camino de una infancia espiritual, el camino de la confianza y de la entrega absoluta… No poseo el valor para buscar plegarias hermosas en los libros; al no saber cuales escoger, reacciono como los niños; le digo sencillamente al buen Dios lo que necesito, y Él siempre me comprende.

Todos hemos recibido por el bautismo el carisma misionero. Jesús nos dice: id y anunciad por todo el mundo que he resucitado y estoy con vosotros. Comencemos este mes de octubre pidiendo a Dios que nos aumente la fe para creer de verdad que el camino que a cada uno se nos muestra y que hemos elegido, grande o pequeño, es el que estamos llamados a caminar… Eso sí: como un niño. Los niños pelean por juguetes, por tener el cariño de quienes los rodean, por captar nuestra atención… pero en ellos no hay malicia, no tienen que disimular retorcidamente –quizá porque aún no saben-, se avergüenzan y vuelven una y otra vez a jugar con los demás. Los adultos peleamos por “nuestros juguetes”, nuestras cotas de poder o protagonismo pero las revestimos de virtudes como tener “sana ambición”, capacidad competitiva, espíritu emprendedor… Incluso con Dios, actuamos así a veces, y queremos ser una especie de “campeones en santidad”… Dejemos que en estos días sea Él quien nos dé ojos y corazón de niño. Misteriosamente, viviendo así, ya estamos colaborando con la única misión de la Iglesia: el Reino

Ciudad Redonda

Meditación – Viernes XXVI de Tiempo Ordinario

Hoy es viernes XXVI de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 10,13-16):

En aquel tiempo, Jesús dijo: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

Hoy vemos a Jesús dirigir su mirada hacia aquellas ciudades de Galilea que habían sido objeto de su preocupación y en las que Él había predicado y realizado las obras del Padre. En ningún lugar como Corazín, Betsaida y Cafarnaúm había predicado y hecho milagros. La siembra había sido abundante, pero la cosecha no fue buena. ¡Ni Jesús pudo convencerles…! ¡Qué misterio, el de la libertad humana! Podemos decir “no” a Dios… El mensaje evangélico no se impone por la fuerza, tan sólo se ofrece y yo puedo cerrarme a él; puedo aceptarlo o rechazarlo. El Señor respeta totalmente mi libertad. ¡Qué responsabilidad para mí!

Las expresiones de Jesús: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!» (Lc 10,13) al acabar su misión apostólica expresan más sufrimiento que condena. La proximidad del Reino de Dios no fue para aquellas ciudades una llamada a la penitencia y al cambio. Jesús reconoce que en Sidón y en Tiro habrían aprovechado mejor toda la gracia dispensada a los galileos.

La decepción de Jesús es mayor cuando se trata de Cafarnaúm. «¿Hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás!» (Lc 10,15). Aquí Pedro tenía su casa y Jesús había hecho de esta ciudad el centro de su predicación. Una vez más vemos más un sentimiento de tristeza que una amenaza en estas palabras. Lo mismo podríamos decir de muchas ciudades y personas de nuestra época. Creen que prosperan, cuando en realidad se están hundiendo.

«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Estas palabras con las que concluye el Evangelio son una llamada a la conversión y traen esperanza. Si escuchamos la voz de Jesús aún estamos a tiempo. La conversión consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un trabajo siempre inacabado. San Máximo nos dirá: «No hay nada tan agradable y amado por Dios como el hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento».

Rev. D. Jordi SOTORRA i Garriga

Liturgia – Santa Teresa del Niño Jesús

SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, virgen y doctora de la Iglesia, memoria obligatoria

Misa de la memoria (blanco)

Misal: Antífonas y oraciones propias. Prefacio común o de la memoria.

Leccionario: Vol. III-impar

  • Bar 1, 15-22. Hemos pecado contra el Señor desoyendo sus palabras.
  • Sal 78. Por el honor de tu nombre, Señor, líbranos.
  • Lc 10, 13-16. Quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.

Antífona de entrada          Cf. Dt 32, 10-12
El Señor la rodeó cuidando de ella, la guardó como a las niñas de sus ojos; como el águila extendió sus alas, la tomó y la llevó sobre sus plumas; el Señor solo la condujo.

Monición de entrada y acto penitencial
Hoy es la memoria de santa Teresa del Niño Jesús, virgen y doctora de la Iglesia. Nació en Alençon (Francia) el año 1873. Siendo muy joven entró en el monasterio de las Carmelitas Descalzas de Lisieux y llegó a ser maestra de santidad en Cristo por su inocencia y simplicidad. Enseñó el camino de la vida cristiana por medio de la infancia espiritual, al mismo tiempo que demostró una solicitud misionera por la expansión del conocimiento de Cristo. Su vida terminó cuando tenía veinticinco años de edad, el día 30 de septiembre del año 1897.

Yo confieso…

Oración colecta
OH, Dios,
que preparas tu reino para los humildes y sencillos,
concédenos seguir confiadamente
el camino de santa Teresa del Niño Jesús
para que, por su intercesión,
nos sea revelada tu gloria eterna.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración de los fieles
Pidamos, hermanos, a Dios nuestro Padre, en cuyas manos están los destinos del universo, que escuche las oraciones de su pueblo.

1.- Por la santa Iglesia de Dios: para que sea fiel a la voluntad de Cristo y se purifique de uss faltas y debilidades. Roguemos al Señor.

2.- Por los que gobiernan las naciones: para que trabajen por la paz del mundo, a fin de que todos los pueblos puedan vivir y progresar en justicia, en paz y en libertad. Roguemos al Señor.

3.- Por los pobres y los afligidos, por los enfermos y los moribundos, y por todos los que sufren: para que encuentren el consuelo y la salud. Roguemos al Señor.

4.- Por todos los que estamos aquí reunidos: para que perseveremos en la verdadera fe y crezcamos siempre en la caridad. Roguemos al Señor.

Dios todopoderoso y eterno, que por tu Hijo y Señor nuestro Jesucristo nos has dado el conocimiento de tu verdad: mira con bondad al pueblo que te suplica, líbralo de toda ignorancia y de todo pecado para que llegue a la gloria del reino eterno. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
SEÑOR, al proclamarte admirable en santa Teresa del Niño Jesús,
suplicamos humildemente a tu majestad
que, así como te agradaron sus méritos,
aceptes de igual modo nuestro servicio.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión          Mt 18, 3
Dice el Señor: «si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos».

Oración después de la comunión
QUE los sacramentos que hemos recibido, Señor,
enciendan en nosotros la fuerza de aquel amor
con el que santa Teresa del Niño Jesús se entregó a ti
y anheló obtener tu misericordia para todos los hombres.
Por Jesucristo, nuestro Señor.