Comentario – Jueves XXVII de Tiempo Ordinario

(Lc 11, 5-13)

Es verdaderamente consolador escuchar estas promesas luminosas: «Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá», sobre todo porque estas promesas están fundadas en el amor del Padre Dios, que no puede desear el mal para sus hijos. Si un padre de esta tierra tiene compasión de sus hijos, no se puede pensar que el Padre Dios tenga menos capacidad de amor y de ternura.

Otros textos bíblicos invitan también a esta súplica liberadora (1 Ped 5, 7; Stgo 5, 13; Flp 4, 6) y sin dudar (Mc 11, 24; Sant 1, 7-8). La oración de súplica no es sólo la expresión de nuestras necesidades, no es sólo una oración interesada; es también un culto a Dios. Porque cuando nos detenemos a pedir estamos expresando que solos no podemos, que necesitamos de Dios, y así reconocemos que el puede actuar, que él puede auxiliarnos con su poder y su amor.

¿Por qué entonces muchas veces nuestras súplicas no son escuchadas y Dios parece dejarnos solos con nuestras angustias? La Palabra de Dios nos indica que puede haber motivos que hacen que no consigamos lo que pedimos en la oración: cuando el que pide está obsesionado por sus necesidades pasionales (Sant 4, 2-3), o porque tiene un corazón cerrado a las necesidades ajenas (Is 1, 15-17; 58, 9-10), o porque Dios, el Padre bueno, tiene un plan mejor para él (2 Cor 12, 8-9). Leyendo este texto podríamos agregar otro motivo: a veces la súplica no es escuchada porque pedimos sin fuerza, sin ganas, sin verdaderos deseos; porque si recibiéramos eso que pedimos nuestra vida cambiaría y no estamos dispuestos al cambio, porque si Dios nos escuchara eso nos desinstalaría. Muchas veces pedimos, pero sin insistencia, sin poner nuestro corazón entero en la súplica. Cuando alguien está convencido de lo que necesita, golpea y golpea hasta que la puerta se abre. Lo más importante que tenemos que pedir al Padre, el don que nunca es negado, es el Espíritu Santo. Con él todo es posible.

Oración:

«Padre Dios, quiero presentarme ante ti lleno de confianza, sabiendo que deseas mi bien como un padre bueno. Pongo en tus manos, Padre, todas mis preocupaciones, mis inquietudes, mis necesidades más profundas; pero te ruego sobre todo que no me dejes faltar la fuerza y la luz de tu Espíritu Santo».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

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