La palabra de Dios es viva y eficaz –dice la carta a los Hebreos-, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu… Pero, siendo esta palabra tan eficaz, podemos hacerla ineficaz, convertirla en un simple objeto de audición o de estudio, o en un mero trámite ligado a un precepto; podemos rebajar la efectividad de esta palabra; podemos limar su filo o impedir su penetración oponiéndole nuestro corazón de piedra. ¿Y qué es lo que nos dice hoy esta palabra?
En cierta ocasión se acercó a Jesús uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? La formulación de la pregunta denota estima y respeto. Su palabra es, para este joven, tan digna de aprecio que la espera como una enseñanza aplicable de inmediato a la propia vida, pues se sitúa en el nivel del hacer: ¿Qué tengo que hacer para alcanzar esa meta u obtener esa herencia? Lo que aquel interlocutor espera es una directriz práctica, una doctrina moral.
Jesús así lo entiende también, pues le responde: Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre. El Maestro le indica, por tanto, el camino de esos mandamientos que integran la Ley de Dios. Los que aquí se enuncian hacen referencia al prójimo, al respeto que debe merecernos la vida, los bienes, la mujer, la fama del prójimo, incluyendo al padre y a la madre y la honra que se les debe. Tales mandamientos son voluntad de Dios, y el que los cumple, cumple la voluntad de Dios y se hace merecedor de la herencia eterna.
Aquel muchacho le respondió: Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño. Si era realmente así, no había más que añadir: se había hecho merecedor de la herencia prometida a los cumplidores. Pero Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego sígueme. Le muestra, por tanto, un camino complementario, un camino hacia la perfección. Cumplir los mandamientos no lo es todo.
Hay una conducta superior al hecho de no matar, no robar o no adulterar; y es entregar lo que uno tiene en bien de los demás, vender las propias posesiones y con el dinero obtenido socorrer a los pobres; al tiempo que les hacemos un bien a ellos, nos liberamos nosotros y nos hacemos más aptos para el seguimiento de Jesús. Pero la acción de desprenderse no es fácil cuando uno está atado o apegado a esos bienes en los que pone su «siempre insegura» seguridad. Y, al parecer, ésta era la situación anímica de aquel joven rico, porque, a las palabras de Jesús, el muchacho frunció el ceño y se marchó pesaroso. Y es que era muy rico, y además no estaba dispuesto a renunciar a sus riquezas, es decir, a su bienestar y a sus seguridades.
La experiencia de aquel encuentro le sirvió a Jesús para extraer una enseñanza moral muy útil para sus discípulos: Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios –les dijo-. Los discípulos se extrañaron de estas palabras que parecían si no cerrar sí al menos dificultar enormemente la entrada en el reino de los cielos a los ricos. Y precisa aún más: Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.
La comparación les sorprende todavía más, y provoca su espanto, y comentan: Entonces, ¿quién puede salvarse? El interrogante es pertinente: si la exigencia es ésta, ¿quién puede salvarse o entrar en el reino de los cielos? ¿Qué rico puede salvarse? ¿El que no ponga su confianza en el dinero? Pero ¿es posible ser rico, tener dinero, y no poner la confianza en él? Quizá esto sea imposible para los hombres, pero no para Dios; Dios lo puede todo; Dios puede hacer que un rico deje de poner su confianza en el dinero. Basta con hacerle pasar por una experiencia de ruina, de crisis o de enfermedad mortal para hacerle tomar conciencia de que en semejantes circunstancias el dinero no sirve para nada o para casi nada –quizá para unos cuidados paliativos o poco más-.
Pero nos podemos hacer todavía una pregunta: ¿Por qué esta incompatibilidad entre el dinero, o la confianza en él, y el reino de Dios? Probablemente porque tras el afán por el dinero hay una idolatría que resulta incompatible con el verdadero culto a Dios. Es eso que dice Jesús en otro pasaje del evangelio: No podéis servir a Dios y al dinero.
Y es que el dinero se convierte fácilmente en un pequeño reyezuelo, un amo que reclama servicio, atención, culto y adoración. Deja de ser un medio de adquisición de ciertos productos más o menos indispensables para la vida para convertirse en un ídolo que absorbe todas nuestras energías y por el que uno arriesga y sacrifica aspectos muy importantes de la vida como la amistad, la armonía familiar, la paz social, la estabilidad personal. Sucede con frecuencia que el que pone su confianza en el dinero deja de ponerla en los demás; más aún, deja de ponerla en Dios.
Y este es el gran peligro del dinero: que somete a esclavitud, que despierta la codicia generando una espiral de efectos imprevisibles, porque nunca se ve saciada, que nos aparta de Dios provocando la engañosa imaginación de que nos aporta una base más segura (para la vida) que la del mismo Dios. La dificultad que Jesús ve en el dinero está en su poder encadenante, en su capacidad para atar, hasta el punto de encadenar nuestra voluntad, de no dejarnos libertad para actuar conforme al dictado de nuestra recta conciencia. Esto es lo que le sucedió a aquel joven rico: sus posesiones le tenían tan aprisionado que le impedían seguir a Jesús, cuando éste parecía ser su verdadero deseo.
En este preciso momento interviene Pedro, haciendo valer su generosidad: Ya ves –le dice- que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. El contraste entre su respuesta a la llamada y la de aquel joven rico era manifiesto. Al menos ellos habían roto amarras y se habían lanzado a mar abierto con él. Habían dejado trabajo y familia por él.
Y Jesús les reconoce este acto de desprendimiento y de confianza, y les promete la recompensa, porque no quedarán sin recompensa: Os aseguro que quien deje casa, o hermanos, o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora en este tiempo cien veces más –casas, y hermanos y hermanas, y madres e hijos, y tierras, con persecuciones-, y en la edad futura vida eterna.
El que deje algo (sea poco o mucho) por él y por el Evangelio recibirá mucho más, cien veces más ya en este mundo, y en el futuro vida eterna. Y nada es comparable a esto; nada vale más que esto, pues esto es eterno, mientras que lo demás es temporal. Como hemos oído tantas veces a nuestros últimos Papas, Dios no se deja ganar en generosidad, pues nadie puede ser tan generoso como la Suma Bondad.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística