Celebramos el Domund, día mundial de las misiones. Una honda aspiración del corazón humana es mejorar las cosas al tiempo que se mejora a sí mismo; pero para mejorar tanto lo uno como lo otro, es preciso cambiar algo. Hay cosas que nosotros no podemos cambiar: la órbita de los planetas, la dinámica de las mareas, la sucesión de los días con sus noches, la fuerza de la gravedad, en general, las leyes de la naturaleza. Podemos influir en ellas, pero no cambiarlas. Son ellas las que nos imponen su dominio. Ni siquiera podemos modificar el clima de nuestra región, a pesar de lo mucho que se habla del cambio climático como consecuencia de nuestra actividad contaminante.
Hay cosas, por tanto, que no está en nuestro poder cambiar; pero otras sí las podemos cambiar, aunque no solos, sino con la ayuda de otros y de Dios. Con la ayuda de otros se pueden cambiar sociedades, regímenes de gobierno, naciones; con la ayuda de Dios se puede cambiar la faz del mundo; se pueden cambiar sobre todo vidas. Por ahí, por el cambio de las personas, comienza el cambio de las familias, de las comunidades, de la sociedad, del mundo. Si mejoramos a las personas, mejoraremos el mundo, porque somos nosotros los que hacemos al mundo más habitable.
Jesucristo vino al mundo para introducir en él una levadura transformante: la levadura del Reino de los cielos, un fermento capaz de transformar el mundo hasta hacer de la tierra cielo, o de la pequeña semilla árbol frondoso. Pero esa levadura donde en realidad empieza a fermentar es en los corazones humanos que se han abierto a esta semilla o se han dejado fecundar por ella. El camino que Jesús propone para cambiar el mundo es el de la apertura a su mensaje de salvación, que es también llamada a la conversión o al cambio en aquellos aspectos de la vida que hay que mejorar.
El cambio al que invita Jesús es siempre un cambio de actitud o cambio interior. Tal es el cambio que exige a aquellos discípulos (los hijos de Zebedeo) que se acercan a él con esta petición: Concédenos sentarnos en tu gloria (o reino glorioso) uno a tu derecha y otro a tu izquierda. Aquellos hombres ambicionaban honores y grandezas, la sede en la que poder ser reconocidos como grandes del Reino. Pero Jesús les obliga a cambiar de actitud: el que entre vosotros –les dice- quiera ser (realmente) grande sea vuestro servidor.
La primera actitud, la de ambicionar grandezas, es aquella en la que vive instalado nuestro mundo, ese mundo que se desenvuelve entre rivalidades, luchas, contiendas, guerras, asesinatos, abusos, inhumanidad… cosas todos que causan tantos sufrimientos. Si no queremos padecer la amargura de tales efectos hay que cambiar de actitud, buscar ante todo la utilidad de los demás, ponerse al servicio de todos hasta dar la vida, como el Hijo del hombre, en rescate por todos. Sólo por este camino se mejora realmente el mundo. La ambición de grandeza sólo conduce a la tiranía (en cualquiera de sus formas) y a la opresión de los sometidos por la fuerza de las armas o del miedo.
Pero el camino del servicio implica muchas veces sacrificios humanos, el sacrificio de la propia vida. Así nos lo enseña la historia de los mártires y los santos: los que han entregado la vida en rescate por otros, a imitación del siervo de Yahvé, el triturado con el sufrimiento, el entregado voluntariamente en expiación, el inocente que cargó con los crímenes de los culpables para justificarlos, el probado en todo como nosotros, teniendo que atravesar el cielo para hacerse como uno de nosotros, menos en el pecado, el mismo Hijo del hombre que había venido al mundo para dar su vida en rescate por él.
Él es nuestro Sumo Sacerdote, un sacerdote capaz de compadecerse de nosotros, precisamente por haber pasado, como nosotros, por la prueba del dolor. Es la experiencia compartida del sufrimiento la que le permite compadecerse de los que estamos también en el sufrimiento. Su compasión le convierte en víctima u ofrenda de un sacrificio; es decir, la compasión convierte al sacerdote en víctima.
De este modo nos hace llegar la misericordia de Dios, que es la medicina que cambia los corazones de los miserables de este mundo que pasan a ser también misericordiosos sin dejar del todo atrás sus propias miserias y, por tanto, sin dejar de suplicar la misericordia de Dios: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti. Pero el sacrificio del Sumo Sacerdote tiene continuidad en otros muchos sacrificios ofrecidos en expiación por los pecados del mundo. Mientras el mundo siga en el pecado, mientras el mundo no cambie, seguirán siendo necesarios nuevos sacrificios: ofrendas de vida para su rescate o salvación.
Para esto salen también los misioneros al mundo, para cambiarlo, dando la vida, esto es, energías, tiempo, dedicación, cultura, salvación, por esta mejora. El último cambio o transformación de la tierra en cielo sólo a Dios corresponde; como la concesión del puesto que cada uno debe ocupar en el Reino, le está reservado al Padre. Pero nosotros podemos preparar ese cambio, adecuando nuestros corazones a su voluntad y deseos. Recemos por los misioneros y apoyemos todas sus iniciativas eclesiales.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística