Comentario – Domingo XXX de Tiempo Ordinario

El hecho que hoy nos recuerda el evangelio es una muestra del poder y del querer salvíficos de Jesús. Un ciego, Bartimeo, al oír decir que pasaba Jesús Nazareno, el profeta taumaturgo, se dirige a él a grito en cuello pidiendo clemencia. Llama la atención la insistencia del ciego, que grita una y otra vez hasta provocar el enfado de los acompañantes del Maestro. Era la insistencia que brota de la necesidad y que muchas veces se confunde con el descaro que vemos en las actitudes de tantos mendigos que nos salen al paso. Y Jesús se deja mover a compasión por la desgracia de aquel indigente. Se detiene ante él y se permite preguntarle: ¿Qué quieres que haga por ti?

Aquel mendigo privado de la visión estaba necesitado de muchas cosas. Tal vez podía querer dinero, pan o vestido. Pero no, lo que desea de Jesús, el taumaturgo, es otra cosa, es que le devuelva la vista. Pan o vestido podían dárselo otros; la vista, sin embargo, sólo Jesús podía devolvérsela. Y eso es lo que le pide: Maestro, que pueda ver. Y Jesús, como si el donante del beneficio no fuera él, le dice: Anda, tu fe te ha curado. Esa fe que muestras tener, que se deja ver en tu insistencia, es la que realmente te está curando. Pero ¿no era a él a quien recurría para que le curase?

Es evidente que la fe del ciego necesitaba apoyarse en el poder del taumaturgo. Ambas cosas se reclaman. Jesús, el sanador, mediante la fe (causa dispositiva) de ese hombre que deseaba fervientemente ver la luz y confiaba en su poder curativo, realiza el milagro. Sin fe, Dios no cura; al menos sin la fe del que pide, aunque éste no sea el inmediato beneficiario. En este caso, cuando es otro el que pide el beneficio, como una madre para su hija, la fe no es causa (psicológica) dispositiva de la curación, pero sigue siendo medio de obtención del beneficio.

Lo mismo sucede con la salvación, de la cual la curación es una expresión parcial y una garantía de realización. Dios es quien nos salva, pero no sin nosotros, no contra nuestra voluntad, no sin el obsequio de nuestra fe. No se cura el que no quiere ser curado ni pone los medios para ello: el que no acude al médico ni toma las medicinas pertinentes. Tampoco se salva el que no quiere ser salvado ni pone los medios que le son ofrecidos o exigidos para ello. Pero querer la salvación es reconocer nuestra necesidad de la misma y pedirla –puesto que tiene más de don que de conquista- a quien puede darla. Y esto supone la fe.

La salvación también consiste en ver lo que no vemos, no necesariamente porque estemos ciegos, sino porque nuestra vista tiene un alcance limitado y no lleva a divisar lo que escapa al horizonte de su visión. Salvación es liberación de todas nuestras cegueras, es decir, de todo aquello que nos impide ver la bondad, la belleza, la unidad, la verdad que están presente, muchas veces de manera velada, en las cosas y que apuntan a una Verdad, Belleza y Bondad supremas.

Quizá el deseo más hondo, no sólo de un ciego como Bartimeo, sino de todo ser humano sea ver: ver la verdad de todo, esa verdad que se oculta a nuestra mirada e inteligencia, ver a Dios. En el fondo, ése es el deseo que late en todo deseo: ver a Dios, que es ver la realidad que se nos oculta. No se trata de una simple curiosidad. Es el deseo de verdad que se esconde (y puja) tras nuestro afán de ver (y conocer).

Y sólo cuando veamos la Verdad cara a cara, sólo cuando veamos a Dios, de frente y sin velos, descansaremos. Hasta entonces, como nos recuerda san Agustín, no podremos evitar vivir en la inquietud. Es la inquietud que genera el no ver del todo la verdad de las cosas, del mundo, del hombre, la verdad que es Dios. Es la inquietud que genera el «enigma de la realidad» de que tanto habló Zubiri.

Lo que sí podemos, en medio de esta inquietud, es vivir confiados alegres; pues tenemos por Padre a Dios. Él ha cambiado nuestra suerte enviándonos a su Hijo. Por eso podemos estar alegres, aunque no veamos del todo, confiando en que el que curó a Bartimeo de su ceguera nos dé ojos para ver la suprema Verdad y Belleza; porque tras esta visión (beatífica) no podemos esperar otra cosa. Nuestro deseo quedará colmado y nuestra satisfacción será plena.

 

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en 
Teología Patrística

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I Vísperas – Domingo XXX de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V./ Dios mío, ven en mi auxilio
R./ Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

¡Luz que te entregas!
¡Luz que te niegas!
A tu busca va el pueblo de noche:
alumbra su senda.

Dios de la luz, presencia ardiente
sin meridiano ni frontera:
vuelves la noche mediodía,
ciegas al sol con tu derecha.

Como columna de la aurora,
iba en la noche tu grandeza;
te vio el desierto, y destellaron
luz de tu gloria las arenas.

Cerró la noche sobre Egipto
como cilicio de tinieblas,
para tu pueblo amanecías
bajo los techos de las tiendas.

Eres la luz, pero en tu rayo
lanzas el día o la tiniebla;
ciegas los ojos del soberbio,
curas al pobre su ceguera.

Cristo Jesús, tú que trajiste
fuego a la entraña de la tierra,
guarda encendida nuestra lámpara
hasta la aurora de tu vuelta. Amén.

SALMO 118: HIMNO A LA LEY DIVINA

Ant. Lámpara es tu palabra para mis pasos, Señor. Aleluya.

Lámpara es tu palabra para mis pasos,
luz en mi sendero;
lo juro y lo cumpliré:
guardaré tus justos mandamientos;
¡estoy tan afligido!
Señor, dame vida según tu promesa.

Acepta, Señor, los votos que pronuncio,
enséñame tus mandatos;
mi vida está siempre en peligro,
pero no olvido tu voluntad;
los malvados me tendieron un lazo,
pero no me desvié de tus decretos.

Tus preceptos son mi herencia perpetua,
la alegría de mi corazón;
inclino mi corazón a cumplir tus leyes,
siempre y cabalmente.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Lámpara es tu palabra para mis pasos, Señor. Aleluya.

SALMO 15: EL SEÑOR ES EL LOTE DE MI HEREDAD

Ant. Me saciarás de gozo en tu presencia, Señor. Aleluya.

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
yo digo al Señor: «Tú eres mi bien».
Los dioses y señores de la tierra
no me satisfacen.

Multiplican las estatuas
de dioses extraños;
no derramaré sus libaciones con mis manos,
ni tomaré sus nombres en mis labios.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano;
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.

Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Me saciarás de gozo en tu presencia, Señor. Aleluya.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Aleluya.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Aleluya.

LECTURA: Col 1, 2b-6b

Os deseamos la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre. En nuestras oraciones damos siempre gracias por vosotros a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, desde que nos enteramos de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis a todos los santos. Os anima a esto la esperanza de lo que Dios os tiene reservado en los cielos, que ya conocisteis cuando llegó hasta vosotros por primera vez el Evangelio, la palabra, el mensaje de la verdad. Éste se sigue propagando y va dando fruto en el mundo entero, como ha ocurrido entre vosotros.

RESPONSORIO BREVE

R/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.
V/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

R/ Su gloria sobre los cielos.
V/ Alabado sea el nombre del Señor.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. El Señor salva a su pueblo, conduce al ciego y al cojo por un camino llano. Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Señor salva a su pueblo, conduce al ciego y al cojo por un camino llano. Aleluya.

PRECES
Demos gracias al Señor, que ayuda y protege al pueblo que se ha escogido como heredad, y, recordando su amor para con nosotros, supliquémosle, diciendo:

Escúchanos, Señor, que confiamos en ti.

Padre lleno de amor, te pedimos por el Papa, y por nuestro obispo:
— protégelos con tu fuerza y santifícalos con tu gracia.

Que los enfermos vean en sus dolores una participación de la pasión de tu Hijo,
— para que así tengan también parte en su consuelo.

Mira con piedad a los que no tienen techo donde cobijarse
— y haz que encuentren pronto el hogar que desean.

Dígnate dar y conservar los frutos de la tierra,
— para que a nadie falte el pan de cada día

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Ten, Señor, piedad de los difuntos
— y ábreles la puerta de tu mansión eterna.

Movidos por el Espíritu Santo, dirijamos al Padre la oración que nos enseñó el Señor:
Padre nuestro…

ORACION

Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad, y, para conseguir tus promesas, concédenos amar tus preceptos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

¿La mejor forma de ver? Creer en Jesús

1.- Os ha podido ocurrir en variadas y numerosas ocasiones. Hemos entrado en una óptica y, antes de sentarnos frente al oftalmólogo, hemos optado por contemplar, pensar y fijarnos sobre todo, en la montura que más nos gustaba como adorno y resorte de las lentes.

Al leer detenidamente el relato evangélico de este próximo domingo concluyo que corremos ese riesgo: pedimos lo que es secundario para nuestra felicidad y…obviamos aquello que, de verdad, nos la consigue.

Bartimeo no se anduvo con chiquitas. Cuando Jesús se le acercó y le preguntó “¿qué quieres que haga por ti?”…podría haber pedido el oro y el moro, la luna a sus pies o el sol las veinticuatro horas del día:

-Una mejor posición social

-Una salida a su vida familiar

-Una mayor comprensión en su entorno

-Un reconocimiento a su persona

¡Pero no!; no se conformó con solicitar de Jesús Maestro unas simples y bonitas “monturas” para su vida. Pretendió, pidió y obtuvo lo más importante para su existencia: ¡VER! Con ello, consiguió, todo un mar de posibilidades, de efectos y de sensaciones jamás vividas por él.

2.- Muchos de los amigos que nos rodean (y nosotros a veces también) viven/vivimos en una catarata crónica; confundimos la realidad con la fantasía; la alegría con la felicidad momentánea, la paz interior con el puro fuego de artificio que se dispara desde tantos cañones interesados y ruidosos. El viejo adagio “ojos que no ven corazón que no siente” se convierte también en pauta para pasar de largo ante la miseria humana. Hoy incluso, al margen de la iglesia y en contra de ella, muchos pretenden montarse una moral y una ética desprovista de lo esencial y haciendo de su capa un sayo. Es la nueva ética y moral light y subjetivista. Son los nuevos conductores por los que se rige nuestra sociedad. Las consecuencias son las que son: no hay peor mal que un ciego guiando a otro ciego.

3.- ¡SEÑOR…QUE PUEDA VER!

Que sea consciente de las cegueras que salen a mi encuentro
Que esté dispuesto, siempre que haga falta, a reconocer que el mejor oftalmólogo para mis ojos eres Tú; que la escucha del Evangelio es la mejor receta, la eucaristía el colirio más saludable y certero; la oración la mejor intervención quirúrgica para saber hacia dónde y cómo mirar; una iglesia la mejor consulta para la miopía.

¡SEÑOR…QUE PUEDA VER!

Es el mundo quien al borde del camino necesita una palabra de aliento
Es la humanidad arrogante y hedonista pero vacía
Es el ser humano que quiere y no puede dirigirse en la dirección adecuada
Es la tierra que en un afán de verlo y entenderlo todo se niega a la visión de Dios
Es el grito de aquellos que queremos estrenar “gafas nuevas” para andar por caminos nuevos sin miedo a caernos.

4.- Que no seamos como aquel hermano nuestro que, no reconociendo la disminución en su vista, al pasar por delante de una consulta médica y confundiendo un árbol con un peatón le dijo: “yo no necesito ningún oftalmólogo…gracias a Dios veo muy bien”.

La FE, entre otras cosas, son los OJOS para situarse ante las personas, ante los acontecimientos de la vida, ante nosotros mismos, ante las dificultades o los éxitos con una dimensión más profunda y verdadera: JESUS.

Que, como Bartimeo, pidamos a Dios incluso lo imposible: la vista en medio de tanta oscuridad. Pero, sobre todo, y que al igual que Bartimeo, cuando abramos los ojos, lo primero que veamos sea el rostro de Jesús. ¡Feliz Día del Señor! ¡Que veamos!

Javier Leoz

Lectio Divina – Sábado XXIX de Tiempo Ordinario

1.- Oración introductoria.

Señor, te pido que me enseñes en esta oración a descubrir lo que verdaderamente piensas sobre el dolor y el sufrimiento humano. Es inmenso y cada día hay mucha violencia y mueren víctimas inocentes y torres de Siloé que  caen y aplastan a muchos hermanos nuestros. Estamos envueltos en accidentes, enfermedades, guerras, muertes… Estos son, Jesús, nuestros problemas. ¿Qué piensas de todo esto? 

2.- Lectura sosegada del evangelio: Lucas 13, 1-9

En aquel tiempo llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?» Pero él le respondió: «Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, las cortas.»

3.- Qué dice el texto

Meditación-reflexión

Todavía hoy hay mucha gente que piensa que todos los males son castigos de Dios, por su mala vida. Jesús afirma rotundamente en este evangelio: ¡Os digo que no! Nos debe quedar muy claro que uno no es malo porque las cosas “le salgan mal ni bueno porque todo le sonríe”. Esta manera de ver las cosas ha sido superada por Jesús.  Le llevaron a Jesús un ciego de nacimiento. Le preguntan: Maestro, ¿Quién ha pecado? ¿El o sus padres, para que naciera ciego? Y Jesús contesta: “Ni él ni sus padres” (Jn. 9,3). Pensar que Dios está en el cielo apuntando nuestros errores para echárnoslos a la cara, avergonzarnos y castigarnos en un momento oportuno, es una falsa imagen de Dios que debemos desterrarla para siempre. Lo que de verdad preocupa a Dios es  nuestra conversión. Y la palabra que se usa es “metanoia” un cambio de mente, una distinta manera de pensar. Dios es ese viñador que, a pesar de llevar la higuera tres años sin dar fruto, no la arranca sino que espera un año más.  ¿Para qué? Para regarla, cuidarla, abonarla. Dios nos anima a cambiar porque está convencido de que así y sólo así,  podemos ser felices. Siendo unos criados holgazanes,  despreocupados, desconfiados del dueño, no podemos madurar como personas.  El Señor tiene una enorme paciencia con nosotros y nunca se cansa de esperar. Sólo aquel que ama sabe esperar.

Palabra del Papa.

“No es fácil entender este comportamiento de la misericordia, porque estamos acostumbrados a juzgar: no somos personas que dan espontáneamente un poco de espacio a la comprensión y también a la misericordia. Para ser misericordiosos son necesarias dos actitudes. La primera es el conocimiento de sí mismos: saber que hemos hecho muchas cosas malas: ¡somos pecadores! Y frente al arrepentimiento, la justicia de Dios… se transforma en misericordia y perdón. Pero es necesario avergonzarse de los pecados. Es verdad, ninguno de nosotros ha matado a nadie, pero hay muchas cosas pequeñas, muchos pecados cotidianos, de todos los días… Y cuando uno piensa: «¡Pero qué corazón tan pequeño: ¡He hecho esto contra el Señor!» ¡Y se avergüenza! Avergonzarse ante Dios y esta vergüenza es una gracia: es la gracia de ser pecadores. «Soy pecador y me avergüenzo ante Ti y te pido perdón». Es sencillo, pero es tan difícil decir: «He pecado». (Cf. S.S. Francisco, 17 de marzo de 2014, homilía en Santa Marta).

4.- Qué me dice hoy a mí este evangelio ya meditado. (Guardo silencio)

5.-Propósito. Hoy cambiaré mi manera de pensar y tomaré por modelo el evangelio.

6.- Dios me  ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, hoy he descubierto muchos errores en mi vida; pero ante todo me interesa fijarme en uno: reconozco que, después de tantos años intentando ser cristiano, no lo he conseguido. No sólo no conozco tus proyectos, tus ideales, tus pensamientos, tu manera de enfocar la vida, sino que no te conozco a Ti como el Dios del amor. No acabo de fiarme de Ti, de abandonarme en tus brazos, de descansar en tu corazón de Padre. El día que me crea de verdad esto, seré el hombre más feliz del mundo. ¡Ayúdame, Señor!

Todos padecemos de ceguera

1.- Dos ideas podríamos subrayar de las lecturas de este domingo que hemos proclamado: la mención de que hay ciegos entre los salvados por Dios de su atadura y la explicación de que la intervención de Dios es para salvar. El Mesías que en nombre de Dios reunirá al disperso, golpeado y herido pueblo de Dios, hará presente sobre todo el que Dios es Padre y liberador, que la redención de Dios se nota en que el pueblo se siente de verdad liberado de todo lo que de verdad lo ata, sean ataduras físicas, morales, políticas o sociales.

Dios, el Dios de Israel, el Dios de Jesucristo, el Dios que se nos revela diáfanamente a través de las palabras y acciones de Jesús, es un Dios que se mueve llevado por el amor y la misericordia hacia su pueblo. Un dios que amenace o atemorice puede ser cualquier cosa menos el Dios que se nos revela y se encarna en Jesús de Nazaret.

2.- El Evangelio hoy nos pone ya a Jesús en su “subida” a Jerusalén con todo lo que allí sucedió. Jesús se proclama, por medio de acciones simbólicas, pero claras, el Mesías de Israel; hace las cosas que, según toda la mentalidad popular de su época, tenía que hacer el Mesías: Curar ciegos, entrar triunfante en Jerusalén, anunciar el triunfo escatológico (definitivo y final) de Dios en medio de su pueblo.

Jesús no discute el título que Bartimeo le da mientras es ciego, simplemente da la vista a un hombre que cree en Él y lo sigue. En donde el mal se enfrenta con Cristo, en este caso la ceguera, el mal es el que quedará plenamente vencido, porque debe quedar claro que en Cristo empieza ya a reinar en el mundo y el mal queda fundamentalmente vencido. Jesús no pide al ciego que se resigne a su enfermedad ni le elabora teorías según las cuales Dios sabe por qué lo ha hecho ciego y qué piensa sacar de esa ceguera del pobre Bartimeo, Jesús lo cura, y punto.

3.- Un ciego de nacimiento es una gran pobreza y una gran tristeza. No haber visto una luz, un color, un cielo azul, un bello rostro, una mirada amistosa, una sonrisa serena. Puede suplir con los paisajes interiores, pero nunca sabrá cómo es el color de la rosa.

Ciego de nacimiento es el hombre. Todos padecemos de ceguera. Ciegos nuestros ojos y turbios y enfermos y cansados. Estos ojos nuestros ven las cosas, quizá demasiadas. Vemos cosas, objetos o máquinas. Vemos llagas, lágrimas o pobrezas. Vemos riñas, esclavitud o degradación ¿No hemos sentido nunca la necesidad de cerrar los ojos o apagar la televisión?

No queremos ser enteramente negativos. Estos ojos nuestros han visto también muchas cosas buenas. ¡Podemos recordar tantas maravillas! tantos gestos limpios y gratuitos, a tanta vida que nace, a tanto amor que crece, a tanto esfuerzo que crea, a tantos horizontes hacia los que se camina.

Pero podemos seguir afirmando nuestra ceguera. Vemos muchas cosas, es verdad, pero se nos escapan las más importantes. Nuestros ojos pueden parecerse a los que se fijan en las apariencias, pero no ven el corazón. Nuestros ojos, viendo, no ven. No ven el corazón de las cosas, el corazón de las personas, el misterio de la vida.

No son suficientes nuestros ojos. Ni son suficientes los grandes telescopios o los grandes microscopios. Con ellos seguimos viendo cosas, materia, apariencia, pero no vemos el corazón. Para ver el corazón se necesitan otra luz y otros ojos, los ojos del corazón. “Sólo se ve bien con el corazón”.

Los grandes físicos, que son pequeños místicos, ven en los átomos la antesala del misterio. Las cosas son signos, hay que captar el significado. Tampoco conocemos a las personas; es claro que nos fijamos en las apariencias. A veces, cuando nos dejan hablamos de sus valores. Pero ¿quien valora hoy a los pobres, a los niños, a los ancianos, a los deficientes? Se necesita tener los ojos del santo para ver en todos ellos un sacramento de Cristo.

4.- La vida es sacramento, pero nos quedamos en los accidentes: Un poco de pan, pero sin captar la presencia de lo divino; un objeto, un regalo, pero sin captar la presencia del amigo; un objeto, una persona, pero sin captar su dignidad inapreciable; un fracaso, un sufrimiento, pero sin captar el valor liberador de la cruz; una sonrisa, una alegría, pero sin captar el dinamismo de la gracia.

Lo verdaderamente importante se nos escapa, como se nos escapa la gracia del detalle, el valor de las cosas pequeñas. Venga a fijarnos en las grandezas y no vemos la importancia de las cosas sencillas, esas cosas que son el tejido de nuestra vida. Queremos ver a Dios, como Elías, en el fuego, en el terremoto o en el huracán, y no se daba cuenta de que Dios estaba en la brisa.

Somos ciegos incluso para nosotros mismos. Nos da miedo mirarnos al espejo de nuestra verdad y no sólo cultivamos las apariencias, sino que vivimos en ellas. Vemos de nosotros la imagen que nos vamos formando, no la realidad, la máscara y el personaje, no la persona. Por eso nos molesta tanto cuando alguien nos hace ver lo que somos: “Mira, hermano, que tú no eres tan guapo, ni tan listo, ni tan bueno. Fíjate bien en tus intenciones y en tus verdaderos deseos. ¿No te das cuenta de que te buscas a ti mismo en todo, que eres un mezquino, un envidioso, un ególatra, un egoísta? ¿No te das cuenta que eres un pobre ciego? No te das cuenta de que tú eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres… colirio para que te des en los ojos y recobres la vista”.

Es verdad que sólo los santos se conocen bien a sí mismos, porque se han curado los ojos con el colirio del Espíritu

Somos ciegos porque no vemos a Dios. Buscamos constantemente nuevas pruebas y exigimos más y más signos: Si hubiera otra aparición; otra palabra, otro milagro… Y, sin embargo, Dios ya nos lo ha dicho todo, y no se darán más signos que el de Jonás. Y, sin embargo, Dios está ahí, en las estrellas y en el agua que acaricia; en el beso de la madre, en la sonrisa del niño; en el servicio generoso y en el pobre indefenso; y en la salud gratificante y en la enfermedad que crucifica; en toda alegría y en todo dolor; en todo abrazo y en todo amor. Dios está aquí, como presencia envolvente y como realidad íntima. Dios está aquí, acariciándome y penetrándome. Dios está aquí; hasta lo podría sentir y respirar… Pero estoy ciego.

5.- Y todavía se te pide más: Que no sólo veas a Jesús, sino que veas como Jesús. Esa sí que sería una curación: Que veas las cosas, los hechos y las personas como Jesús los ve; con la comprensión, la profundidad y el amor con que Jesús los ve. Todo sería tan distinto. ¡Ver con los ojos de Jesús, ver con el corazón de Jesús!

No sé si se podría pedir algo más en el camino de la fe. Quizá se podría pedir no sólo que vieras como Jesús, sino que iluminaras como Jesús, que llegaras a ser luz. ¿Es mucho pedir? ¿No nos ha dicho el Señor que también nosotros somos la luz del mundo? Aunque sea una luz pequeñita y participada, todos estamos llamados a curar a los ciegos, a iluminar las tinieblas, a ser luz. Nos lo recordaba también san Pablo: “Ahora sois luz en el Señor”. Y, por si acaso no nos enteramos, san Juan nos advierte: “Quien ama a su hermano permanece en la luz”. O sea, que el amor y la luz se complementan. Ama y serás luz.

Antonio Díaz Tortajada

Comentario – Sábado XXIX de Tiempo Ordinario

(Lc 13, 1-9)

Los hombres asesinados, o muertos en catástrofes, no sufrieron esas situaciones terribles a causa de sus pecados, por el hecho de haber sido más pecadores que los que se libraron de esos sufrimientos. Así Jesús quiere explicar que Dios no está controlando los pecados de cada hombre para hacérselos pagar con sufrimientos proporcionados a la gravedad de esos pecados. Jesús niega la idea de un Dios que se dedique a medir lo que el hombre hace para castigarlo.

Ya en el libro de Job advertimos que los amigos de Job, que querían convencerlo de que él sufría por los pecados que había cometido (4, 7-8; 5, 17) no hablaron correctamente, mientras Job, que negaba ese mecanismo de castigo terreno (13, 7-9; 21, 30-31), dejaba a salvo la verdadera imagen de Dios. De hecho, Dios mismo dice a Elifaz y a los otros amigos acusadores: «Mi ira se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no han dicho la verdad sobre mí, como mi siervo Job» (Job 42, 7).

Sin embargo, esa no es toda la verdad; Jesús también dice que el pecado no es inofensivo: «Si no se arrepienten acabarán como ellos». El pecado daña nuestra vida y hace que nuestra existencia termine mal, no porque Dios se dedique a castigarnos, sino por la propia fuerza destructiva y venenosa que tiene el pecado.

Cualquiera sabe que el que odia termina enfermándose y arruinando su vida de una forma o de otra, siempre termina siendo víctima de su propio veneno. Igualmente, el que se encierra en la búsqueda del placer termina probando la miseria de su propio egoísmo, arruina su vida no porque Dios le envía castigos, sino porque el mismo pecado debilita su corazón y toda su vida, lo hace vulnerable a todo tipo de males.

Sin embargo, con el ejemplo de la higuera Jesús indica que Dios ofrece una oportunidad para rehacer la vida enferma por el pecado.

Oración:

«Señor, protégeme para que el pecado no me domine, no dejes que caiga en las redes del mal y que mi vida se destruya por la fuerza seductora del pecado. Ayúdame a renacer Señor, con el poder de tu gracia, hazme fuerte frente a las tentaciones».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Como Bartimeo

1.- «Esto dice el Señor: Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos, alabad y bendecid: el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel» (Jr 31, 7) El profeta de los lamentos, el hombre de las maldiciones duras, Jeremías, el plañidero. En este pasaje su alma se derrama en exclamaciones de gozo. Ante su mirada clarividente de profeta se despliega el espectáculo maravilloso de la Redención. Ese pueblo que ha sido destrozado, ese pueblo que tuvo que abandonar la tierra, y caminar hacia países lejanos bajo el yugo del extranjero, ese pueblo deportado a un exilio deprimente, ese pueblo, el suyo, ha sido salvado, ha recobrado la libertad.

Todo parecía perdido. Como si Dios hubiera desatado totalmente su ira y el castigo fuera el aniquilamiento definitivo. Pero no, Dios no podía olvidarse de su pueblo. Le amaba demasiado. Y a pesar de sus mil traiciones, le perdona, le vuelve a recoger de entre la dispersión en donde vivían y morían… Esta realidad palpitante que se sigue repitiendo sin cesar, debe mantenernos en la confianza en el amor de Dios. Nunca es tarde, nunca es mucho, nunca es demasiado. Nada puede apagar nuestra esperanza. Nada ni nadie puede cerrarnos al amor. La capacidad infinita de perdón que tiene Dios, su actitud permanente de brazos abiertos, pide y provoca espontáneamente una correspondencia generosa, un sí decidido y constante a cada exigencia de nuestra condición de hijos de Dios.

«Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano que no tropezarán» (Jr 31, 9) Caminar por una ruta retorcida, dura y empinada. Dejando el hogar cada vez más lejos, los rincones que nos vieron crecer, los recuerdos de los momentos decisivos, las alegrías y las penas, la tierra donde la vida propia echó sus raíces y sus ramas, sus flores y sus frutos. Marchar. Teniendo por delante un horizonte desconocido, un paisaje envuelto en el azul difuso de las distancias, con unas personas diferentes, entreviendo situaciones difíciles, con la inquietante duda de lo que se ignora. Una caravana que avanza perezosamente entre cantos de nostalgias, en el silencio de las lágrimas.

Pero Dios nos traerá nuevamente hasta nuestra buena tierra. Nos guiará entre consuelos. Y las lágrimas se cambiarán en risas, los lamentos en canciones alegres. Dios nos devolverá el gozo del corazón. Nos colocará junto al torrente de las aguas, nos llevará por un camino ancho y llano, en el que no hay posible tropiezo.

Señor, mira nuestra vida afincada en el destierro, sembrada en este valle de lágrimas. Compadécete de nosotros, de este pueblo que camina doliente por esta tierra extraña y triste. Allana el camino, abre nuevas sendas, deja que nos apoyemos en ti. Estate siempre muy cercano, quédate con nosotros que la tarde se muere y la noche negra nos atemoriza.

2.- «Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar» (Sal 125, 1) Hoy el canto interleccional está pletórico de gozo. El divino trovador habla de cantares y de risas que llenan su boca y mueven su lengua. Y la razón última de todo está en que el Señor ha estado grande con su pueblo, tanto que los mismos pueblos limítrofes se han dado cuenta y comentan unos con otros: El Señor ha estado grande con ellos.

Piensa un poco en tu misma vida, en cuanto tienes, en cuanto te rodea. No sé si será mucho suponer, pero creo que tú también puedes decir al Señor que ha estado grande contigo, que te ha dado más de lo que mereces, que te ha otorgado su gracia a manos llenas. Si no lo ves así, cabría pensar que estás ciego, o que eres un desagradecido que no sabe valorar lo que tiene, todo eso que, directa o indirectamente, te ha venido de lo Alto.

Sí, mira otra vez más despacio lo que eres y cuanto posees. Seguro que podrás elevar tu corazón hacia Dios, llenar la boca de risas y cantares, para decirle que estás contento y reconoces todos sus beneficios.

«Que el Señor cambie nuestra suerte» (Sal 125, 4) Y si en realidad estás pasando por un mal momento, si de verdad estás sufriendo por la razón que sea, si tienes miedo de algo o de alguien, eleva también tu corazón hacia Dios y dile con los versos de este salmo: Que el Señor cambie nuestra suerte como los torrentes del Negueb, que estando secos y áridos se tornan verdes y frescos en cuanto cae la lluvia sobre ellos.

Sé tú, Señor, la lluvia blanda y menuda que penetre suavemente los secos yermos de nuestras vidas quebrantadas. Y entonces renacerá otra vez la esperanza, los cantares brotarán de nuevo de nuestra lengua y la risa volverá a resonar alegre.

Confía en Dios, sea cual sea la pena que te queme el alma, levanta tu mirada, llena de lágrimas quizá, hacia el Señor. Escucha las estrofas finales de este poema inspirado por el Espíritu Santo: Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla. Al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas… Ojalá que estas palabras, a unos por una razón y a otros por otra, nos confieran hoy y siempre la paz y el gozo de Dios.

3. – «Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama» (Hb 5, 4) Honor de ser sacerdote de Cristo, grandeza de representar a Dios hecho hombre, que se inmola a sí mismo para redimir a la Humanidad. Actuar en la persona de Cristo de tal forma que hay momentos en que quien habla, a través de la torpe voz del hombre, es el mismo Dios encarnado. Esto es mi cuerpo, dice el sacerdote; pero en realidad no es el suyo sino el de Cristo. Porque no es él quien habla, sino Dios en él. Yo te absuelvo de tus pecados, dice también. Cuando en realidad nadie puede perdonar los pecados sino sólo Dios.

En vasos de barro llevamos este tesoro, es verdad. Pero lo llevamos. Tesoro de las ternuras del Dios amor, tesoro de la comprensión, del perdón, de la palabra que redime y reanima, de la vida que vence a la muerte… Hemos de tener fe para comprender la grandeza inefable, la maravilla inenarrable e indescriptible del sacerdocio. Ese misterio de poder y de gloria, oculto tras la torpe y a veces sucia vasija de barro. Y agradecer a Dios con toda el alma este don fabuloso del sacerdocio, esta posibilidad de que un hombre, tocado por Dios, transmita el amor salvífico de Cristo, aun cuando él sea un pobre desgraciado.

«Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Hb 5, 6) Tocado por Dios, quemado por el fuego del Espíritu, marcado por el amor entrañable de Cristo. De tal forma que esa marca, ese carácter, es imborrable. Y ese hombre, una vez consagrado, queda constituido como sacerdote por toda la eternidad. Marcado de tal modo que nada ni nadie le quitará ya su condición sacerdotal.

Sí, aquellos que se volvieron atrás, aquellos que se dejaron vencer por el cansancio o por la incomprensión, aquellos que se han secularizado, siguen siendo sacerdotes. Y hagan lo que hagan, nunca podrán dejar de serlo. Se olvidarán -¿será posible?- de lo que vivieron como sacerdotes, pero no por eso dejarán de serlo. Sacerdote para siempre.

Ojalá todos nos apercibamos de lo que eso significa, ojalá todos luchemos por el sacerdocio. Los que ejercemos el ministerio permaneciendo fieles, por encima de todo, a nuestro compromiso de amor. Y los que no sois sacerdotes, o siéndolo no ejercéis el ministerio, rezando por quienes siguen en la trinchera, sacrificados, ayudándoles, comprendiéndoles, animándoles con vuestro cariño, con vuestro respeto, con vuestra veneración.

4.- «Hijo de David, ten compasión de mí» (Mc 10, 47) Bartimeo era un pobre ciego que pedía limosna al borde del camino que, procedente de Jerusalén, llega a Jericó. Hasta que un día pasó Jesús cerca de él. Al principio, el ciego sólo percibía el rumor de la gente que pasaba, más bulliciosa que de costumbre. Extrañado ante aquel alboroto preguntó qué ocurría: Es Jesús de Nazaret que pasa, le dijeron. Entonces la oscuridad que le envolvía se tornó luminosa y clara por la fuerza de su fe, y lleno de esperanza comenzó a gritar con todas las fuerzas: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí…»

También nosotros somos muchas veces pobres ciegos sentados a la orilla del camino, pordioseando a unos y otros un poco de luz y de amor para nuestra vida oscura y fría. Sumidos como Bartimeo en las tinieblas de nuestro egoísmo o de nuestra sensualidad. Quizá escuchamos el rumor de quienes acompañan a Jesús, pero no aprovechamos su cercanía y seguimos sentados e indolentes, tranquilos en nuestra soledad y apagamiento. Es preciso reaccionar, es necesario recurrir a Jesucristo, nuestro Mesías y Salvador. Gritarle una y otra vez que tenga compasión de nosotros.

La voz del ciego se alzaba sobre el bullicio de la gente, tanto que era una nota discordante y estridente, molesta para todos. Cállate ya, le decían. Pero él gritaba aún más. Jesús no quiso hacerle esperar y llevado de su inmensa compasión llamó a Bartimeo. Cuando el mendigo escuchó que el Maestro lo llamaba, arrojó su manto, loco de contento, dio un salto y se acercó como pudo a Jesús.

Eran sentimientos de júbilo indescriptible, que también han de embargar nuestros corazones, pues también a nosotros nos llama Cristo para preguntarnos como a Bartimeo: «¿Qué quieres que haga yo por ti?”. Bartimeo no dudó ni un momento en suplicar: «Maestro, que pueda ver». Jesús tampoco retarda su respuesta: «Anda, tu fe te ha curado». Y al instante la oscuridad del ciego se disipa bajo una luz que le permite contemplar extasiado cuanto le rodea, ese espectáculo único que es la vida misma.

Vamos a seguir clamando con la misma plegaria en el fondo de nuestra alma, sin cansarnos jamás: Señor, que yo vea. Señor, que pueda contemplar tu grandeza divina en las mil minucias humanas y materiales que nos circundan, que tu luz mantenga encendido nuestro amor y brillante nuestra esperanza.

Antonio García Moreno

Un ciego que sabía saltar

1.- “Al salir Jesús de Jericó, el ciego Bartimeo que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna, empezó a gritar: Hijo de David, ten compasión de mí”. San Marcos, Cáp. 10. Dos escenarios principales tuvo Jesús durante su vida pública: Cafarnaún y Jericó. El primero, centro comercial situado a la orilla del lago, donde encontró a Mateo en su oficina de impuestos, para invitarlo al grupo de Los Doce. La ciudad poseía una amplia sinagoga, visitada por Jesús muchas veces. El segundo, llamado “la ciudad de las palmeras” en el Deuteronomio, ya existía unos 5.000 antes de Cristo, sobre un fértil oasis cercano al Mar Muerto. En tiempos de Jesús, la ciudad había sido reedificada por Herodes el Grande. En Jericó vivía Zaqueo, jefe de publicanos, un hombre de baja estatura, que quiso a toda costa conocer a Jesús. También la parábola del buen samaritano cita a esta ciudad, como destino de aquel viajero, despojado por unos salteadores.

Las precisiones del relato sobre el ciego, curado por Jesús en Jericó, sólo un testigo ocular pudo aportarlas. Lo hizo tal vez san Pedro, de cuyos recuerdos brotó el texto de san Marcos. El evangelista nos presenta a Bartimeo, hijo de alguien quizás muy conocido en la población, llamado Timeo. Era invidente y sentado al borde del camino, pedía limosna. Cuando oyó que pasaba el Nazareno, cuya fama corría, comenzó a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Muchos lo regañaban, pero él no hacía caso.

2.- Jesús se detiene y dándole importancia, pide que le acerquen al ciego. Entonces, quienes le reprendían lo tratan de modo positivo: “Ánimo, levántate que el Maestro te llama”. Y aquí la historia se vuelve dramática: El ciego suelta el manto, da un salto, y llega hasta Jesús. El no ve, pero se arriesga a saltar. Tal vez el Señor iba de prisa. Por lo cual sana al enfermo sin mucha ceremonia, luego de un breve interrogatorio: – “¿Qué quieres de mí?”. – “Señor que yo vea”, dice el invidente. – “Anda, tu fe te ha curado”, le responde el Maestro. El cambio de aquel hombre fue inmediato: “Al momento recobró la vista y seguía a Jesús por el camino”.

3.- A la entrada de un cementerio rural, alguien grabó entrelazadas las palabras Fe y Luz. Quiso expresar que la fe actual nos lleva a esa próxima luz que, en idioma cristiano, llamamos eterna. Bartimeo lo podría explicar a sus amigos y parientes, desde su personal experiencia. No creer es igual a estar ciego. Aceptar a Jesús como Hijo de David, Hijo de Dios para nosotros, equivale a contemplar todas las cosas, bajo otra luz admirable. En el caso de Bartimeo los teólogos, con su lenguaje usual, distinguirán entre fe antecedente y fe consecuente. Algunos creen porque ya han visto signos: El hijo ha regresado sano a casa. Un familiar enfermo se curó. Nuestro matrimonio pudo vencer la crisis. Superamos aquel vicio que nos dominaba… La fe se ha transformado en gratitud. Pero también existe otra etapa, como la fe anterior de Bartimeo. Aunque seguimos mendigando entre las sombras, hemos oído hablar del Señor. Y un buen día comenzaremos a gritar. Incluso daremos un salto para ponernos delante de Él. Y le diremos con inmensa confianza: Maestro, que yo pueda ver.

Gustavo Vélez, mxy

¡Señor, que veamos!

1. – Es la ciudad más baja del mundo, a 300 metros bajo el nivel del mar. Separada de Jerusalén por 37 kilómetros de desierto. La ciudad de las palmeras constituye un oasis de preciosos jardines y mansiones de descanso. Es Jericó, la Niza de Judea.

Jesús pasa Jericó, camino de Jerusalén, al otro lado del desierto de Judea. Lleva prisa. Con Él los discípulos caminan. En la travesía de Jericó una muchedumbre se les ha pegado. La que se le pegaría si atravesase Marbella. Son curiosos, deseosos de ver un número de circo. No irán muy lejos tras Él. Charlotean como cotorras, hacen muecas como payasos, solo les molesta el grito desgarrador del ciego: “¡Cállate! No nos recuerdes tu molesta existencia, quédate ahí sentado, al margen del camino. Ya es bastante que de vez en cuando te echemos una moneda”.

En medio de toda aquella algarabía solo hay dos corazones que sintonizan. Jesús oye el grito. Jesús que a pesar de sus prisas, se para y busca. Jesús que pregunta. Y el ciego que se sabe escuchado. El ciego que ha sentido en su corazón la onda de cariño de Jesús. El ciego que pide con ansia: “¡Maestro que pueda ver!” El ciego que ve y sigue a Jesús.

2. – Sentados en la cuneta, sin ánimos para caminar, junto a preciosos jardines del oasis de las palmeras, hay millones y millones de hermanos nuestros que gritan al paso de Jesús: “¡Qué podamos ver!”

Sí, son los que viven en el tercer mundo, si es vivir ir muriendo poco a poco por falta de lo necesario para ser seres humanos. A ellos, esa extrema pobreza no les deja ver el rostro del Dios bueno que cuida de los pajarillos y de las flores del campo.

Pero hay otros muchos millones de ciegos que viven en las naciones que van a la cabeza de la economía mundial, que también gritan “¡Qué podamos ver!”. Porque lo tienen todo, menos lo más importante, esa lucecilla tenue del corazón, ese contacto directo entre Jesús y yo, y que da fuerzas para sobrellevar los problemas de la vida, y para vivir en alegría, al sentirse amados por Dios.

3. – ¡Que podamos ver! En más de dos mil años de cristianismo son hoy todavía muchísimos más los que no conocen a Jesús que los que le conocen. Lo hemos oído el domingo pasado con motivo de la celebración del Domund. Pero todos los domingos –y todos los días—son Domund. Es verdad que han faltado misioneros y ayuda. Tal vez. ¿Pero es que no hay otras razones más profundas por las que no pueden ver a Jesús? No será porque hemos vestido a Jesús con ropas europeas y occidentales, y hemos vertido su doctrina en también moldes occidentales. ¿Y no es que mantenemos una liturgia europea y occidental que a otros pueblos no les puede decir nada? ¿O es que hay hacerse extranjero para ser cristiano?

“Qué podamos ver”. ¿No será que somos nosotros los discípulos los que causamos su ceguera al ver que nuestras creencias no concuerdan con nuestra vida? ¿Dónde está ese pueblo de hermanos que Jesús vino a formar y que sería testimonio de la verdad de su doctrina? En Madrid cada vez hay más extranjeros. Están, desde luego, los numerosos turistas, pero cada vez hay más gente de fuera que trabaja entre nosotros. Algunos serán católicos o cristianos. Otros, no. Y, por supuesto, muchos serán trabajadores, pero otros serán ejecutivos. Y redondeo el ejemplo. En Madrid hay 2000 japoneses residiendo. ¿Cuántos de ellos habrán tenido la suerte de encontrar amistades realmente cristianas que les hayan hecho pensar?

¿Cuántos de esos hombres de negocios metidos en el ambiente de zancadillas, fraudes, sobornos, maledicencias, estarán pensando que, al fin y al cabo no son peores los “paganos”, los “infieles” que estos cristianos que los rodean?

“Que podamos ver” y que no seamos nosotros, los cristianos los que causamos la ceguera de tantos millones de no cristianos que quieren “poder ver”

José María Maruri SJ

Un grito molesto

Jesús sale de Jericó camino de Jerusalén. Va acompañado de sus discípulos y más gente. De pronto se escuchan unos gritos. Es un mendigo ciego que, desde el borde del camino, se dirige a Jesús: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».

Su ceguera le impide disfrutar de la vida como los demás. Él nunca podrá peregrinar hasta Jerusalén. Además, le cerrarían las puertas del templo: los ciegos no podían entrar en el recinto sagrado. Excluido de la vida, marginado por la gente, olvidado por los representantes de Dios, solo le queda pedir compasión a Jesús.

Los discípulos y seguidores se irritan. Aquellos gritos interrumpen su marcha tranquila hacia Jerusalén. No pueden escuchar con paz las palabras de Jesús. Aquel pobre molesta. Hay que acallar sus gritos: Por eso «muchos le regañaban para que se callara».

La reacción de Jesús es muy diferente. No puede seguir su camino ignorando el sufrimiento de aquel hombre. «Se detiene», hace que todo el grupo se pare y les pide que llamen al ciego. Sus seguidores no pueden caminar tras él sin escuchar las llamadas de los que sufren.

La razón es sencilla. Lo dice Jesús de mil maneras, en parábolas, exhortaciones y dichos sueltos: el centro de la mirada y del corazón de Dios son los que sufren. Por eso él los acoge y se vuelca en ellos de manera preferente. Su vida es, antes que nada, para los maltratados por la vida o por las injusticias: los condenados a vivir sin esperanza.

Nos molestan los gritos de los que viven mal. Nos puede irritar encontrarlos continuamente en las páginas del evangelio. Pero no nos está permitido «mutilar» su mensaje. No hay Iglesia de Jesús sin escuchar a los que sufren.

Están en nuestro camino. Los podemos encontrar en cualquier momento. Muy cerca de nosotros o más lejos. Piden ayuda y compasión. La única postura cristiana es la de Jesús ante el ciego: «¿Qué quieres que haga por ti?». Esta debería ser la actitud de la Iglesia ante el mundo de los que sufren: ¿qué quieres que haga por ti?

José Antonio Pagola