Hoy es sábado XXXIII de Tiempo Ordinario.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 20, 27-40):
En aquel tiempo, acercándose a Jesús algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer».
Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven».
Algunos de los escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien». Pues ya no se atrevían a preguntarle nada.
Hoy percibimos en esos interlocutores de Jesús —los saduceos— un error: imaginaban la vida eterna como mera «continuación sin fin» de la vida terrenal. ¡No sorprende que negaran la resurrección! La vida eterna no la descubrimos a través del análisis de nuestra propia existencia; el «Espero en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro» es consecuencia de creer en el Dios vivo.
La vida eterna no es «tiempo sin fin», sino otra forma de existencia, en la que todo confluye simultáneamente en el «ahora del amor», en una nueva «cualidad del ser» (rescatada de la fragmentación de nuestra existencia actual). Sería el momento del sumergirse en el océano del Amor Infinito, en el cual el tiempo —el antes y el después— ya no existe: eso es el Cielo, donde «todos viven para Él». ¡Una vida que apetece ser vivida eternamente!
—Jesús, espero este momento de vida plena, desbordado por la alegría, según tu promesa: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría».
REDACCIÓN evangeli.net