En nuestro recorrido por el adviento hay un personaje que nos fuerza a detenernos. Él también hizo su recorrido por la comarca del Jordán, empujado por la Palabra de Dios que vino sobre él en el desierto. Sólo en el desierto, es decir, en la soledad, en el silencio, en la ausencia de distracciones y de interferencias, puede oírse con nitidez la palabra de Dios que, como cualquier otra palabra, o más incluso que cualquier otra, necesita de un espacio adecuado de audición y de acogida.
Fue la palabra de Dios la que hizo de Juan «el Bautista», la voz que grita en el desierto, el predicador de un bautismo de conversión. Juan es un personaje singular, como todo lo que toca Dios: un profeta austero y consagrado por entero a su misión que era fundamentalmente la de gritar en el desierto, como un pregonero, la conversión requerida para preparar el camino del Señor. Aquí hemos de encontrar una de las claves de nuestro adviento y de nuestra vida.
Para preparar el camino del Señor no hay nada mejor que la conversión al Señor que viene. Y convertirse a él es, en primer lugar, volverse a él apartando los ojos de lo que no es él o no tiene relación con él. Y apartar los ojos es apartar el corazón; porque solemos quedar prendados (y prendidos) de las cosas que vemos con complacencia. De ahí la importancia de poner nuestra mirada complaciente en él como principio o renovación de nuestra conversión.
El punto de referencia de nuestra conversión es el mismo Cristo: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Cristo-hombre es el modelo al que hemos de conformarnos, la imagen cuyos rasgos hemos de reproducir en nuestras vidas. Por eso el límite de nuestra conversión es la santidad tal como aparece reflejada en Cristo Jesús, en su bondad, generosidad, obediencia, amor.
Centrando nuestra mirada en él nos daremos cuenta de los aspectos de nuestra personalidad que están todavía sin convertirse (faltos de espíritu cristiano): ideas, criterios, opiniones sobre la vida, la amistad, el trabajo, las relaciones familiares, la enfermedad, la muerte. ¿Coinciden con los de Cristo? ¿Y nuestros sentimientos, temores, deseos, gustos? ¿Son realmente los sentimientos de Cristo? ¿No tendríamos que transformar nuestros momentos de soberbia en humildad, o de ira en mansedumbre, o de pereza en diligencia, o de cobardía en fortaleza, o de temor al mundo en temor al pecado, o de incredulidad en fe, o de rencor en capacidad para el perdón, a fin de parecernos a él? La imitatio Christi es elemento imprescindible en nuestra conversión cristiana.
Aún no hemos llegado hasta el final en nuestro camino de conversión. Pero para seguir progresando necesitamos examinar nuestra conciencia, arrepentirnos de nuestros fallos, hacer propósito de enmienda, recibir la gracia de la reconciliación. San Pablo nos hace saber que en este empeño no estamos solos: Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante. Y no hay empresa buena más querida por Dios que la de nuestra conversión a imagen de su Hijo. Y su oración, que es también su deseo, es que la comunidad de amor que forman los cristianos de Filipos siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores.
El aprecio de los valores evangélicos (es decir, de todo aquello que aprecia Jesús como valioso) será una buena medida del crecimiento logrado en esta penetración y sensibilidad. Por eso también hemos de preguntarnos por los aprecios y los desprecios de Jesús. Eso nos permitirá descubrir su jerarquía de valores. Jesús despreciaba la hipocresía y la falsedad, y el lujo, y la ostentación, y el dinero como instrumento de envilecimiento o como idolatría, y la jactancia, y el orgullo.
En cambio, apreciaba la inocencia de los niños, y la sinceridad, y la misericordia con los pobres e indigentes, y la mansedumbre de los sufridos, y la limpieza de corazón, y el trabajo por la paz, y la humildad. Éste tendría que ser también nuestro criterio de estimación de las cosas del mundo y nuestra escala de valores. Sólo por este camino podremos llegar al día de Cristo limpios e irreprochables.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística