Lectio Divina – Lunes II de Adviento

«Hoy hemos visto cosas increíbles»

1.-Introducción.

Señor, un día más vengo a pedirte que me envíes el Espíritu Santo para que me haga descubrir las maravillas que Tú obras en el corazón de tus fieles, en el interior de mi propio corazón. Haz que no me limite a admirar lo de fuera: lo visible, lo tangible, lo que puedo tocar con mis manos. El gran milagro que hizo Jesús al paralítico no fue el curarle su enfermedad física sino la sanación interior, el perdonarle todos sus pecados. Dame, Señor, en este día una mirada profunda  para ver  las maravillas que obras en el interior de mi corazón.

2.- Lectura reposada del evangelio. Lc. 5,17-26.

Un día que estaba enseñando, había sentados algunos fariseos y doctores de la ley que habían venido de todos los pueblos de Galilea y Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico y trataban de introducirle, para ponerle delante de él. Pero no encontrando por dónde meterle, a causa de la multitud, subieron al terrado, le bajaron con la camilla a través de las tejas, y le pusieron en medio, delante de Jesús. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados te quedan perdonados». Los escribas y fariseos empezaron a pensar: «¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?» Conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: «Tus pecados te quedan perdonados», o decir: «Levántate y anda»? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados, – dijo al paralítico -: «A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»». Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, glorificando a Dios. El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto cosas increíbles».

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

Nos quedamos con las últimas palabras del Evangelio: “Hoy hemos visto cosas admirables”. El evangelista Lucas nos habla de la importancia del “hoy”. “Hoy se cumple esta escritura”. “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.  Es hermoso pensar que todas las maravillas que Dios ha hecho en el pasado, se pueden realizar hoy en el corazón del creyente. Aparentemente no ocurre nada nuevo: sale el sol por la mañana y se pone por la tarde. Los ríos siguen el mismo cauce, y por la noche brillan en el cielo las estrellas.  Y, sin embargo, hoy puede ser un bonito día para mí si dejo que Dios entre en mi vida. Todo puede cambiar, como cambió la vida de ese paralítico, curado por Jesús. También hoy yo puedo ser curado de mi parálisis interior. También yo hoy puedo dejar las muletas de mis esclavitudes y disfrutar caminando como una persona libre.

Palabra autorizada del Papa

“Jesucristo al comienzo le dice: «¡Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados!». Tal vez esta persona quedó un poco sorprendida porque quería sanarse físicamente. Es en Jesús en quien el mundo viene reconciliado con Dios, este es el milagro más profundo: Esta reconciliación es la recreación del mundo: se trata de la misión más profunda de Jesús. La redención de todos nosotros los pecadores; y Jesús hace esto no con palabras, no con gestos, no andando por el camino, ¡no! ¡Lo hace con su carne! Es Él mismo Dios, quien se convierte en uno de nosotros, hombre, para sanarnos desde el interior, a nosotros los pecadores. Jesús nos libera del pecado haciéndose Él mismo pecado, tomando sobre sí mismo todo el pecado y esto es la nueva creación. Jesús desciende de la gloria y se abaja, hasta la muerte, y una muerte de cruz, desde donde clama: Padre, ¡por qué me has abandonado! Tal es su gloria y esta es nuestra salvación”. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 4 de julio de 2013, en Santa Marta).

4.- Qué me dice ahora a mí esta palabra ya meditada.  Guardo silencio.

5.-Propósito. Hoy voy a pensar en la cantidad de maravillas que Dios ha hecho en el interior de mi alma. Y le doy gracias.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, gracias por mostrarme en esta oración el tipo de fe que puede transformar mi vida. Una fe humilde que reconozca mi fragilidad y te busque. Una fe fuerte que me mantenga siempre unido a Ti. Una fe operante que me lleve a buscar los medios para soltar las ataduras del corazón y vivir ya como una persona libre que comienza a sentir el gozo de caminar en el amor.

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Alegraos siempre en el Señor

La gozosa alegría de la salvación

Así describe el profeta Sofonías en la primera lectura, con acentos de especial ternura, la experiencia de Dios en medio de su pueblo como signo de esperanza salvadora. Es la alegría y júbilo de un pueblo pobre y humilde,el pequeño resto de los fieles a la alianza que confían en Dios a pesar del generalizado entorno en que viven de despreocupación religiosa, involucrado incluso en la idolatría y en toda suerte de injusticias. Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel.Ya no cabe temor alguno, pues Yahvé está en medio de ti como poderoso guerrero salvador; ha revocado su condena, te ha perdonado.

Nuestras alegrías, al llevar con frecuencia el sello de lo frágil y perecedero, comportan el consiguiente temor de lo que perece y muere, no satisfacen plenamente el profundo deseo innato de eternidad al que aspira el ser humano. Sin embargo, la alegría de la fe, sin renunciar a ese substrato antropológico,  añade un plus cualitativo que sella de forma peculiar e inconfundible la experiencia religiosa. Creado a imagen de Dios, el hombre encuentra su fuente originaria de vida y de gozo en la comunión con Él.

Es así como este profeta del s. VII a.C. se eleva como testigo del Dios de los humildes y los sencillos, a los que nunca abandona como desconocidos. El pequeño grupo adherido a su fe religiosa constituye para el profeta el mejor símbolo y estandarte de la presencia del Señor en medio de su pueblo, dispuesto a reivindicar su justicia salvadora para con los más indefensos. ¿Cómo no alzar la voz para  prorrumpir en un grito esperanzado de júbilo y de alegría? La salvación de Dios hunde sus raíces en su amor imperecedero a la humanidad.

Probada en el aquí y ahora

¿Qué debemos hacer?, preguntaban los presentes al Bautista. Su respuesta, adaptada a la realidad concreta de cada grupo, resulta clara y contundente: a la gente, le pide solidaridad con los necesitados; a  los cobradores de impuestos y a los soldados, que sean leales y honestos en el desempeño justo del servicio para el que han sido constituidos. Son otros tantos ejemplos sencillos y plásticos de aquel entonces que contraponen el comportamiento evangélico a la actitud inhumana de quienes sólo viven para medrar a costa de los demás.

La alegría de la fe no la reserva el Señor para el futuro. El Dios de la historia la quiere ya desde ahora, aunque aparezca entretejida de gozos y de tristezas. Como la vivió Jesús, manso y humilde de corazón, encarnando en la ambigüedad de este mundo la justicia del Reino. ¡Nada hay más ajeno a la alegría que la evasión y el repliegue sobre uno mismo!

Es cierto que estamos salvados en esperanza(Rm 8,24), pues solo Dios tiene las riendas de nuestro destino. Pero no es menos cierto que la esperanza se cultiva en las pruebas de una convivencia despierta y solícita, reflejo de la armonía de la creación. Es ahí donde saboreamos la verdadera alegría de los hijos de Dios poniendo en primer término los derechos más fundamentales de las personas.

Compartida en la vida comunitaria

La exhortación comunitaria de Pablo en este bello fragmento no se contenta con una invitación al gozo en el Señor.  Va más allá, hasta convertirse en un doble e insistente imperativo: estad siempre alegres en el Señor; os repito, estad alegres. Resuena el eco de aquel alégratedel anuncio del ángel Gabriel a María, ensimismada en la presencia del Señor (Lc 1,28), la pobre y humilde mujer nazarena en la que culmina el mensaje profético de Sofonías.

Esta alegría en el Señor, que impregna toda la carta, la quiere también el Apóstol  como actitud referente y tonificante en la vida de su comunidad predilecta llevando a gala el trato afable y exquisito con los demás. Actitud presidida por un criterio claro de actuación: Tomad en consideración todo lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de limpio, de amable, de laudable, de virtuoso y de encomiable(texto llamado por algunos “la Carta Magna del humanismo cristiano”).  ¿No está respondiendo Pablo, aunque de otro modo, a las mismas preguntas que le dirigían al Bautista? Son las situaciones y circunstancia concretas las que dibujan el marco de la actuación responsable de cada uno.

Jesús quería para los discípulos, sus amigos, la alegría completa (Jn 15,11). El gozo de saberse queridos, como él, por el Padre Dios. Una alegría no sustentada en vanas y pasajeras satisfacciones personales, sino edificada sobre la misma flaqueza y debilidad humana. Y es que la alegría del Espíritu entra en el corazón que se abre por la fe al misterio pascual de la Vida en la muerte. La fiesta puede organizarse, la alegría no. Es un Don de Dios en el que ya no cabe temor alguno.

Fray Juan Huarte Osácar

Comentario – Lunes II de Adviento

Lunes 5, 17-26

Un día que Jesús enseñaba… llegaron unos hombres que traían en una camilla a un paralítico… A causa del gentío no hallaron por donde llevarle hasta Jesús, lo subieron al terrado, y por el techo lo bajaron y pusieron con la camilla en medio, ante Jesús…

Es una escena muy concreta. Voy a representármela. Gran expectativa, un deseo muy fuerte y muy humano. Es un deseo de curación corporal el que anima a esas gentes. A mi alrededor, en el mundo de hoy… ¿Cuáles son Tas necesidades? Las que sienten incluso los espiritualmente débiles.

El cual, viendo su fe, dijo: ¡Oh hombre! «Tus pecados te son perdonados»

Los beneficios de Dios no suelen ser precisamente de orden material. Las más importantes maravillas de Dios suceden en los corazones. La liberación del pecado es el gran beneficio divino. Quizá este paralítico, que tan a menudo necesitaba de los demás, que dependía totalmente de los de su entorno, por este hecho precisamente, estaba mejor preparado para aceptar el perdón. Si muchas personas rehúsan el perón de Dios, es que no quieren «recibir» nada de los demás: ello supondría aceptar los propios límites, implorar la misericordia divina…, y un secreto orgullo impide dar este paso… uno cree bastarse a sí mismo, y desea salir del apuro por las propias fuerzas.

Entonces los escribas y fariseos empezaron a pensar: ¿Quién es Este que así blasfema? ¿Quién puede perdonar… sino sólo Dios?»

Más allá del escándalo… precisamente los escribas y fariseos eran a menudo de esos hombres que no estaban dispuestos a «recibir» la salvación. De la rectitud moral hicieron su religión, y se creían capaces de «conquistar» la salvación a fuerza de voluntad. En las dificultades que encuentro para confesarme, ¿no hay algo de esto?

En el fondo me siento vejado, humillado por recaer siempre en las mismas faltas. En lo profundo de mi mismo, ¿no se escondería ese deseo ambiguo de ser justo para no tener necesidad de pedir perdón: de llegar a poder prescindir de Dios?

Mas Jesús que conoció sus pensamientos, les dijo:… ¿Qué es más fácil decir: Tus pecados te son perdonados… o decir: Levántate y anda?

Jesús revela a Dios.

El verdadero rostro de Dios es «el amor que perdona»… y no, el juez que condena. Este es el gran milagro que Dios realiza continuamente.

Pero, para mostrar que este resultado, aunque invisible, es muy real… Jesús lo refuerza con un resultado visible y confortable.

Te doy gracias, Señor, por esa curación interior que realizas sin cesar en millones de corazones humanos: cada día hombres y mujeres reconocen su pecado en la intimidad de su conciencia, y se «levantan» por la acción invisible de tu gracia… ¡Y recaen y se levantan de nuevo! Gracias, Señor, por esa Sangre que has derramado por mi amor y por haberte comprometido por entero en ese gran combate contra el mal… para salvarnos del pecado.

Todos quedaron pasmados, y glorificaban a Dios: «Hoy sí que hemos visto cosas maravillosas».

Danos, Señor, este sentido de gratitud, de acción de gracias… ¡Recibimos tan a menudo tu perdón! Danos un espíritu de gozo y de alabanza que haga que los beneficios recibidos suban hacia Dios.

Sí, incluso mi pecado puede llegar a ser un camino que me conduzca a Dios. Pero es preciso que yo lo reconozca.

Noel Quesson
Evangelios 1

La esperanza nos sostiene

Es saludable aviso del Señor, nuestro maestro, que el que persevere hasta el final se salvará. Y también este otro: Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos mios; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

Hemos de tener paciencia, y perseverar, hermanos queridos, para que, después de haber sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la verdad y la libertad mismas. Porque el que seamos cristianos es por la fe y la esperanza; pero es necesaria la paciencia, para que esta fe y esta esperanza lleguen a dar su fruto.

Pues no vamos en pos de una gloria presente; buscamos la futura, conforme a la advertencia del apóstol Pablo cuando dice: En esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que se ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Así pues, la esperanza y la paciencia nos son necesarias para completar en nosotros lo que hemos empezado a ser, y para conseguir, por concesión de Dios, lo que creemos y esperamos.

En otra ocasión, el mismo Apóstol recomienda a los justos que obran el bien y guardan sus tesoros en el cielo, para obtener el ciento por uno, que tengan paciencia, diciendo: Mientras tenemos ocasión, trabajemos por el bien de todos, especialmente por el de la familia de la fe. No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos.

Estas palabras exhortan a que nadie, por impaciencia, decaiga en el bien obrar o, solicitado y vencido por la tentación, renuncie en medio de su brillante carrera, echando así a perder el fruto de lo ganado, por dejar sin terminar lo que empezó.

En fin, cuando el Apóstol habla de la caridad, une inseparablemente con ella la constancia y la paciencia: La caridad es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educada ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; disculpa sin limites, cree sin limites, espera sin límites, aguanta sin límites. Indica, pues, que la caridad puede permanecer, porque es capaz de sufrirlo todo.

Y en otro pasaje escribe: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vinculo de la paz. Con esto enseña que no puede conservarse ni la unidad ni la paz si no se ayudan mutuamente los hermanos y no mantienen el vínculo de la unidad, con auxilio de la paciencia.

Del tratado de San Cipriano, obispo y mártir, sobre los bienes de la paciencia
(Núms. 13 15: CSEL 3, 406-408)

Homilía – Domingo III de Adviento

OYENTES Y PRACTICANTES

BIENAVENTURADOS LOS QUE ESCUCHAN LA PALABRA

Jesús echa en cara al pueblo judío no haber acogido el mensaje de conversión del Bautista (Mt 11,18-19); pero, como todos los profetas, tiene un grupo, «el pequeño resto» que se deja interpelar. Lucas se refiere a él en el relato evangélico de hoy. Se trata de un puñado de personas sencillas y sinceras que el evangelista presenta como modelos de escucha. No se trata, precisamente, de «piadosos», sino, más bien, de excluidos, soldados, publícanos, gente marginal, pero con el corazón bien dispuesto. Ellos acogen el mensaje de salvación que los «piadosos», escribas y fariseos, rechazan.

En ellos se cumple la bienaventuranza de Jesús: Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra (Le 11,28). En esto consiste la conversión. Pero, ¿por donde empezar? ¿Cómo desencadenar el proceso de conversión? Hemos de empezar por la escucha de la Palabra y por el esfuerzo de traducirla en hechos diarios. Juan Pablo II no cesa de llamar a la conversión y señala como punto de arranque la escucha de la Palabra.

Los oyentes del Bautista, como más tarde los oyentes de Pedro, responden adecuadamente a la palabra interpeladora del Señor: «¿Qué hemos de hacer?» (Hch 2,37). No se contentan con asentimientos de cabeza ni con decir: «Tiene más razón que un santo»; no se contentan con escuchar la Palabra, sino que quieren ponerla por obra. Vienen a decir a Pedro: «Queremos llevar la Palabra a la vida. Queremos empezar a actuar ya. ¿Qué te parece que hagamos?». Quieren orientaciones concretas, verificables.

Según Jesús, «mi madre y mis hermanos son los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen por obra» (Le 8,21). Asegura también: «El que edifica sobre mi palabra, edifica sobre roca; el sordo edifica sobre arena» (Cf. Mt 7,24-27). En

la parábola del sembrador Jesús pone de manifiesto las formas tan distintas de acogida a la semilla de la Palabra (Me 4,1 – 20). Santiago, refiriéndose a la superficialidad con que muchos acogen la Palabra, señala: «Se miran en su espejo, se ven tiznados; pero salen de la celebración y se olvidan de limpiarse el rostro» (St 1,23-25).

 

CONSERVAR, MEDITAR, PROYECTAR LA PALABRA

María nos da la pista para saber qué hemos de hacer con la palabra escuchada. Antes de nada es preciso «conservarla»; después «meditarla» para asimilarla fecundamente y convertirla en oración-respuesta y en pauta de vida.

Un grave peligro que es también un error: muchos escuchan atentamente; asienten, a veces incluso visiblemente con la cabeza, pero creen que ya cumplen con haber escuchado, con haber estado en «misa». Terminada la «misa», pasan página, y hasta otro domingo. Escuchar la Palabra no es algo puramente pasivo; significa también comprenderla, asimilarla… Cuando termina de hablar el que proclama la Palabra, empieza la tarea del oyente.

Tenemos el riesgo de confundir la fecundidad de la palabra con las emociones que provoca en nuestro corazón, tan sensible y emotivo. Éstas son, sin duda, un efecto positivo; pero no son, ni mucho menos, un efecto suficiente. Cuenta el Abbé Pierre que después de algunas intervenciones suyas en la radio o la televisión, le llamaban con cierta frecuencia personas, sobre todo mujeres, para decirle: «Me ha conmovido usted hasta las lágrimas cuando le he oído describir esas situaciones tan dramáticas que tiene entre manos y las dificultades con las que tiene que luchar para solucionarlas». Al ver que todo quedaba en lágrimas inútiles, él contestaba: «Sí, muy bien, señora; pero me temo que con sus lágrimas no voy a poder dar de comer a los sin techo que tenemos en nuestro refugio»…

Otro engaño muy frecuente son los deseos muy generosos, pero muy genéricos: «Voy a ser más humano», «voy a darme más a los demás», «voy a cooperar más con la Iglesia», «voy a hacer más oración»… Supone, sin duda, una respuesta positiva a la Palabra de Dios, pero si no se concretan muy bien los compromisos, todos estos grandes deseos pueden convertirse en un autoengaño que tranquiliza la conciencia.

Como los oyentes del Bautista hemos de preguntarnos: ¿Qué hemos de hacer? ¿En quién y cómo voy a expresar mi solidaridad? ¿Con quien y cómo he de compartir la túnica o las sandalias repetidas que tengo? ¿Cómo voy a mejorar mi oración? ¿Qué injusticias puedo remediar? Lo confieso: A veces termina uno las celebraciones un poco decepcionado. Has trasmitido la Palabra del Señor que invita a cosas bien concretas, reclama respuestas bien concretas, pero los oyentes no vienen a preguntar como hicieron los de Juan el Bautista y los de Pedro (Le 3,10; Hch 2,17).

Existe otra forma de autoengaño que señala san Ignacio con mucha perspicacia. Es la de quien dice: Algo hay que hacer para responder a la Palabra de Dios; pero se engaña con el pago de la menta y el comino, con pequeños gestos que no cambian ni comprometen especialmente la vida: alguna limosna más, algún rato más de oración, un pequeño servicio a la comunidad, a los pobres, a una acción social. Es loable, pero… ¿es lo que agrada al Señor?

¿QUÉ HEMOS DE HACER NOSOTROS?

Los oyentes de Juan el Bautista preguntan muy responsablemente: ¿Qué hemos de hacer «nosotros»? La tentación nuestra de cada día es desviar las interpelaciones de Dios a otros: «Si el Gobierno se empeñara… si el obispo hiciera… si nuestro párroco se moviera un poco más… si los sindicatos apostaran firme… si las grandes fortunas compartieran… Eso será lo que tienen que hacer ellos, pero es preciso preguntarse como los oyentes del Bautista: ¿Qué tenemos que hacer «nosotros»?, ¿qué tengo que hacer «yo»?, ¿qué he de aportar «yo»?

Le preguntaba un periodista a la madre Teresa de Calcuta: «¿Cuándo y cómo se remediará la tragedia del hambre en el

3.° Domingo de Adviento 33 mundo?» esperando, sin duda, que le iba a dar respuestas

genéricas y soluciones estructurales. Ella le responde mansa pero enérgicamente: «Cuando usted y yo gastemos menos y compartamos más». Le responde, justamente, lo que hoy pregona el Bautista. Como os podéis imaginar, el periodista se quedó de una pieza. ¡Cómo cambiaría nuestro entorno, la familia, nuestra comunidad cristiana, la misma sociedad si cada uno se preguntase qué tiene que hacer para que las personas que le rodean sean un poco más felices!

A la pregunta que le hacen los oyentes, Juan (¡qué significativo!) no les invita a las prácticas religiosas, no alude a rezos y cumplimientos, sino a los deberes sociales, porque los deberes sociales son también deberes religiosos. También él, como los grandes profetas del pueblo de Dios, reclama una religiosidad verdadera, que va más allá del mero culto ritual y se encarna en la justicia, el respeto a los derechos del otro y en la actitud samaritana que lleva a compartir con generosidad.

Estamos tan cerca de Dios Padre-Madre como lo estamos de nuestros hermanos, los hombres.

Compartir es el gran signo de la conversión. «Creer es compartir», repite insistentemente monseñor Casaldáliga. Compartir también los bienes materiales. Un teólogo seglar ha dicho muy lúcidamente: «La conversión pasa por el bolsillo». El cardenal Lercaro tenía inscrito en el frontis del altar de su capilla particular: «Si compartimos el pan del cielo, ¿cómo no vamos a compartir el pan de la tierra?». El compartir de los cristianos ha de ser generoso y gozoso. «Generoso», que implica no dar sólo las sobras; al contrario, hay que dar con alegría. Esto es lo que recomienda Pablo a los corintios: «Dios ama al que da con alegría» (2Co 9,7). «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35).

Atilano Alaiz

Lc 3, 10-18 (Evangelio Domingo III de Adviento)

La alegría del compartir

El evangelio es la continuación del mensaje personal del Bautista que ha recogido la tradición sinóptica y se plasma con matices diferentes entre Mateo y Lucas. Nuestro evangelio de hoy prescinde de la parte más determinante del mensaje del Bautista histórico (3,7-9), en coincidencia con Mateo, y se centra en el mensaje más humano de lo que hay que hacer. Con toda razón, el texto de los vv. 10-18 no aparece en la fuente Q de la que se han podido servir Mateo y Lucas. Se considera tradición particular de Lucas con la que enriquece constantemente su evangelio. No quiere decir que Lucas se lo haya inventado todo, pero en gran parte responde, como en este caso, a su visión particular del Jesús de Nazaret y de su cristología.

Por tanto, podemos adelantar que Lucas quiere humanizar, con razón, el mensaje apocalíptico del Bautista para vivirlo más cristianamente. En realidad es el modo práctico de la vivencia del seguimiento que Lucas propone a los suyos. Acuden al Bautista la multitud y nos pone el ejemplo, paradigmático, de los publicanos y los soldados. Unos y otros, absolutamente al margen de los esquemas religiosos del judaísmo. Lucas no ha podido entender a Juan el Bautista fuera de este mensaje de la verdadera salvación de Dios. Este cristianismo práctico, de desprendimiento, es una constate en su obra.

Nos encontramos con la llamada a la alegría de Juan el Bautista; es una llamada diferente, extraña, pero no menos verídica: es el gozo o la alegría del cambio. El mensaje del Bautista, la figura despertadora del Adviento, es bien concreto: el que tiene algo, que lo comparta con el que no tiene; el que se dedica a los negocios, que no robe, sino que ofrezca la posibilidad de que todos los que trabajan puedan tener lo necesario para vivir en dignidad; el soldado, que no sea violento, ni reprima a los demás. Estos ejemplos pueden multiplicarse y actualizarse a cada situación, profesión o modo de vivir en la sociedad. Juan pide que se cambie el rumbo de nuestra existencia en cosas bien determinantes, como pedimos y exigimos nosotros a los responsables el bienestar de la sociedad. No es solamente un mensaje moralizante y de honradez, que lo es; es, asimismo, una posibilidad de contribuir a la verdadera paz, que trae la alegría.

Flp 4, 4-5 (2ª lectura Domingo III de Adviento)

La terapia teológica de la alegría

El texto de la carta viene a ser como una conclusión, casi proverbial en la tradición y religiosidad cristiana: Así traduce la Vulgata: gaudete in Domino semper el “chairete en Kyríô pántote” (alegraos siempre en el Señor). Incluso no sabemos si estos versos están en su sitio, porque parece ser que Pablo escribe en distintos momentos algunas notas a la comunidad de Filipos. Sea como fuere desde el punto de vista literario, lo que el apóstol pide a su querida comunidad, sigue siendo decisivo para nosotros los cristianos de hoy. Dos veces repite el “gaudete” ¿qué más se puede pedir? Pero es verdad que hay alegrías y alegría. Pablo dice “en el Señor” y esto no debe ser simplemente estético o psicológico. Bien es verdad que la terapia humana de la alegría es muy beneficiosa. Pues con más razón la terapia religiosa de que el Señor nos quiere alegres. Es una terapia teológica muy necesaria.

No podemos olvidar que ésta debe ser la actitud cristiana, la alegría que se experimenta desde la esperanza, de tal manera que de esa forma nunca se teme al Señor, sino que nos llenamos de alegría, como recomienda San Pablo a su querida comunidad de Filipos. Nuestro encuentro definitivo con el Señor, cuando sea, debe tener como identidad esa alegría. Ya sabemos que la alegría es un signo de la paz verdadera, de un estado de serenidad, de sosiego, de confianza. De ahí que nuestro encuentro con el Señor no puede estar enmarcado en elementos apocalípticos, sino en la serenidad y la confianza de la alegría de encontrarnos con Aquél que nos llama a ser lo que no éramos y a vivir una felicidad que procede de su proyecto liberador. Es decir, encontrarse con el Señor del Adviento debe ser una liberación en todos los órdenes. Por tanto, el hombre, y más el hombre de hoy, debe tomarse en serio la alegría, como se toma en serio a sí mismo. El hombre sin alegría no es humano; y la persona que no es humana, no es persona.

Sof 3, 14-18 (1ª lectura Domingo III de Adviento)

No tengas miedo a la paz ¡Jerusalén!

En la primera lectura del profeta Sofonías, la llamada es tan ardiente y tan profética como en Pablo a su comunidad. Es una llamada a Jerusalén, la ciudad de la paz, la hija de Sión, porque si quiere ser verdaderamente ciudad de Dios y de paz, tiene que caracterizarse frente a las otras ciudades del mundo como ciudad de alegría. ¿Quién rompe hoy el corazón de Jerusalén? ¿La religión, el fanatismo, el fundamentalismo? Ya en su tiempo, el del rey reformador Josías (640-609 a. C.), el profeta debe hablar contra los que en tiempo de Manasés y Amón habían pervertido al “pueblo humilde”. El profeta no solamente es el defensor, la voz de Dios, sino del pueblo sin rostro y que no puede cambiar el rumbo que los poderosos imponen, como ahora. Fue un tiempo prolongado de luchas, de sometimientos religiosos a ídolos extraños y a los señores sin corazón. El profeta reivindica una Sión nueva donde se pueda estar con Dios y no avergonzarse. Y lo que suceda en Jerusalén puede ser en beneficio de todos: ¡como ahora!

¡Qué lejos está ahora la ciudad de esa realidad teológica! Hoy sería necesario que judíos, musulmanes y cristianos dejaran clamar al profeta para escuchar su mensaje de paz. Es verdad que el profeta ofrecía la única alternativa posible, ya entonces, y que es decisiva ahora: sólo el Dios de unos y otros, que es el mismo, es quien puede hacer posible que las tres religiones monoteístas alaben a un mismo Señor: el que nos ofrece el don de la alegría en la fraternidad y en la esperanza. Porque solamente podrá subsistir una ciudad, todos sus habitantes, si se dejan renovar por el amor de su Dios, como pide el profeta a los israelitas de su tiempo. ¿Es esto realizable? Pues hay que proponer que una religión que no proporciona alegría, no es una verdadera religión. Más aún: una religión que no proponga la paz, con todas sus renuncias, no es verdadera religión. ¡Jerusalén, no tengas miedo a la paz!

Comentario al evangelio – Lunes II de Adviento

El Adviento es un tiempo cronológico tan corto (cuatro semanas) que puede pasar tan  rápido que casi ni te das cuenta y de repente ya estás en Navidad (los reclamos comerciales de nuestras ciudades con sus luces y sonidos ya comenzaron su “adviento”). Ya ha pasado una semana y no sé si has podido tener algún tiempo de calidad para reflexionar y orar con esta breve pero intensa preparación para el Nacimiento de nuestro Señor, es decir, para dejar que nazca un poco más en ti. Si pasó esta primera semana sin pena ni gloria, hoy comenzamos una segunda, una nueva oportunidad para sincronizar nuestro reloj con el tiempo de la Esperanza que se nos propone vivir a todos los cristianos.

Es la esperanza de la que profeta Isaías nos invita a vivir durante esta semana con la meditación de los capítulos 35, 40 y 48 en las primeras lecturas. En concreto, el capítulo 35 que la liturgia nos propone hoy es una riada de buenos augurios, buenas noticias para el pueblo que espera y mantiene su fe en el Señor. Todo florece bellamente de gozo y alegría, porque todo está llamado a restaurarse, por ello el versículo 4 nos recuerda: Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará. Es una lectura muy bonita para hacer una buena meditación con esta pregunta: Señor, ¿cuáles son las debilidades que me vencen, que no me dejan alzar la mirada para verte y ver mi realidad más allá, con esperanza? Porque necesitamos parar de vez en cuando, subir a la colina y mirar nuestro caminar con perspectiva; con realismo, pero con esperanza, pues un camino en el que el Señor me acompaña, y yo me dejo acompañar por Él, nunca puede terminar mal.

Esto es lo que nos recuerda la secuencia del Evangelio de hoy. El poder que Jesús tiene  le impulsa a curar. Para eso lo usa; Jesús es el sanador por excelencia. Todo aquel que confía en Él y se pone enfrente es curado. Jesús hace realidad las profecías de Isaías. Tú y yo también estamos llamados en este tiempo a ponernos delante del Señor para ser curados de nuestras parálisis. Confía en Él. Jesús sabe dónde están nuestras heridas y sabe curarlas. Déjate perdonar en la oración, déjate mirar por el médico de Nazaret. Ora metiéndote en la escena; no eres un espectador, tú eres ese paralítico que necesita ser curado. Deja que te toque.

Ciudad Redonda

Meditación – Lunes II de Adviento

Hoy es lunes II de Adviento.

La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 5, 17-26):

Un día que Jesús estaba enseñando, había sentados algunos fariseos y doctores de la ley que habían venido de todos los pueblos de Galilea y Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico y trataban de introducirle, para ponerle delante de Él. Pero no encontrando por dónde meterle, a causa de la multitud, subieron al terrado, le bajaron con la camilla a través de las tejas, y le pusieron en medio, delante de Jesús. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados te quedan perdonados».

Los escribas y fariseos empezaron a pensar: «¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?». Conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te quedan perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dijo al paralítico- ‘A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’». Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, glorificando a Dios. El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto cosas increíbles».

Hoy contemplamos un signo (milagro) que invita a una «relectura» de la Escritura viendo en Cristo su pleno cumplimiento. Las palabras transmitidas en la «Biblia» se convierten en Escritura a través de un proceso de relecturas cada vez nuevas: los textos antiguos se retoman en una situación nueva (el milagro que ahora contemplamos), leídos y entendidos de manera nueva. 

En la «relectura», en la lectura progresiva, mediante correcciones, profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura se configura como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus potencialidades y riquezas interiores, que de algún modo estaban ya como semillas y que sólo se abren ante el desafío de situaciones y experiencias nuevas, y nuevos sufrimientos.

—Jesús, creo y confieso que eres el Hijo de Dios. Esta decisión mía de fe es razonable: tiene una razón histórica, que me permite ver la unidad interna de la Escritura y entender de un modo nuevo los diversos tramos de su camino sin quitarles su originalidad histórica.

REDACCIÓN evangeli.net