En aquellos días, dice el texto evangélico. Eran los días de la anunciación: días de altas emociones y sobresaltos para María; días en que se siente arrebatada por el torbellino del Misterio; días en los que Dios se hacía especialmente presente en su vida, alterando planes y proyectos. En tales días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña.
La acción de “ponerse en camino” implica normalmente el abandono (al menos provisional) de la propia casa, que es el lugar de la seguridad, del sosiego, de la comodidad; por tanto, un acto que brota de una actitud de desprendimiento. Y María se pone en camino impulsada por el “secreto” que late en su corazón: ella es la elegida por Dios para ser la madre del Mesías esperado; y por la necesidad de compartir este secreto que es demasiado grande para cargar sola con él.
Una visita, la de Dios, la ha llevado a toda prisa a otra visita, la de su pariente (prima o tía) Isabel. De la primera es paciente: ella es la visitada; de la segunda es agente: es ella la que visita a Isabel; y lo hace con la urgencia de compartir su secreto con una persona de su confianza y condición.
Por fin llega a su lugar de destino, que la tradición sitúa en Ain Karin, pequeña localidad de Judá, a siete kilómetros de Jerusalén. Allí vive Isabel, mujer de edad avanzada y sin hijos. Se produce el encuentro. Hay intercambio de saludos en una atmósfera de misterio y solemnidad.
Isabel, llena del Espíritu Santo, prorrumpe en gritos de exultación y alabanza: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Isabel no ha necesitado que nadie le informe. Dios mismo la ha puesto al corriente de esta increíble noticia: tiene ante sí a la bendita entre las mujeres, es decir, a la elegida para una singularísima maternidad, porque su vientre virgen ha comenzado a llenarse de un fruto bendito. ¿Qué fruto puede ser más bendito que el mismo Hijo del Altísimo, el engendrado del Padre? Tal es el fruto que hace bendita a la madre.
Dichosa tú, que has creído… Dichosa precisamente porque has creído. La causa de la dicha se pone inmediatamente en la fe, aunque mediatamente en el cumplimiento de lo dicho: … porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá. María es ya dichosa por haber creído, o mejor aún, por ser la llena de gracia, puesto que su fe no es sino el fruto de su plenitud de gracia; pero semejante dicha llegará a su colmo cuando alumbre a su hijo y se cumpla lo dicho por el Señor. Entonces, con la realización de la promesa crecerá el gozo y la fe.
Todo guarda una armoniosa conexión: la gracia, la fe, el gozo, la oración, el servicio. Porque María hace su acto de fe, su fiat (hágase en mí según tu palabra) estando en oración, esto es, en diálogo con Dios o con su mensajero; y lo hace impulsada por la gracia de la que está llena, dado que el Señor está con ella. Y a la oración sigue la acción, el ponerse en camino para compartir o para visitar a una persona en situación de necesidad.
Visitar al enfermo, o al anciano, o al prisionero… se encuentra entre las obras de misericordia. Así, a la dicha de la fe se añade la de la caridad: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino prometido, porque tuve hambre y me disteis de comer, estuve enfermo y en la cárcel, y vinisteis a verme. Dichosa tú, que has creído; pero también: Dichosa tú, porque has venido a verme, por tu misericordia para con el necesitado.
La verdadera oración debe ir acompañada de buenos propósitos y de buenas acciones; más aún, debe ser la energía que alimente nuestros buenos propósitos y obras y el motor que nos impuse a hacer el bien. Para que nuestras acciones estén movidas por Dios necesitamos de la oración; pero para que nuestra oración no se convierta en una evasión placentera o una búsqueda sutil de nosotros mismos debe ir acompañada de las obras de misericordia. Dios es amor, y el trato con Dios debe lanzarnos necesariamente al mundo para encarnar ese mismo amor, a ejemplo de Jesús y de María.
Es la atención a la palabra de Dios la que permite a María decir: Hágase en mí según tu palabra. Y es la recepción de esta palabra la que la hace ponerse en camino para cumplir su obra de misericordia, servir de auxilio a la anciana y ya grávida de seis meses Isabel. Su conciencia de esclava del Señor, de depender enteramente de él, careciendo de todo derecho ante él, le lleva de inmediato a hacerse esclava de los demás convirtiéndose en servidora del prójimo necesitado.
Es la palabra de Dios, acogida en la oración, la que nos hace tomar conciencia de nuestra pertenencia a él, es decir, de que somos siervos suyos, si bien siervos transformados en amigos. Se trata, pues, de una esclavitud asumida voluntariamente por amor, una esclavitud filial y amigable. Tal conciencia debe impulsarnos a ponernos al servicio de nuestros hermanos, porque sirviéndoles a ellos (a los que Dios quiere y cuando y como Dios quiere) estaremos sirviendo al mismo Dios.
Servir es una condición esencial del cristiano (para eso vino Cristo a este mundo) y una obligación. En toda circunstancia tenemos que preguntarnos: ¿Con qué espíritu sirvo yo a quienes me corresponde servir? ¿Lo hago de buena gana, sólo cuando me pagan o recompensan de algún modo? ¿Sirvo sólo cuando el servicio que se me pide me resulta grato, o cómodo, o digno de mi categoría personal o social? ¿Presto mi servicio con generosidad, delicadeza, diligencia, alegría, serenidad, sin exigir ni esperar recompensa inmediata, sin pasar factura, de balde, por amor de Dios y del prójimo a quienes sirvo?
Si no servimos como lo hizo ella es seguramente porque no escuchamos la voz de Dios con la disponibilidad con que lo hizo ella. Preparemos la Navidad disponiéndonos a acoger al Verbo como lo hizo la virgen María.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística