DIOS HUMANADO – HOMBRE DIVINIZADO
NAVIDAD ES OTRA COSA
Felicidades y enhorabuena porque, sin duda, os esforzáis por vivir una navidad diferente a la social, bullanguera y folclórica. Porque la Navidad es mucho más que todo ese ambiente superficial y manipulado que se respira estos días en nuestras calles, una fiesta mucho más honda y gozosa que todos los artículos de nuestra sociedad de consumo. Los creyentes tenemos que recuperar el corazón de esta fiesta y descubrir detrás de tanta superficialidad y aturdimiento el misterio que da origen a nuestra alegría. Mi congratulación porque procuráis vivir una Navidad que es fuente de alegría profunda y no sólo un paréntesis en la tristeza o el aburrimiento cotidiano, una Navidad que da sentido a la vida personal y a la historia.
Felicidades y enhorabuena porque, sin duda, como decía al comienzo del Adviento, venimos a celebrar algo, alguna liberación, alguna experiencia nueva de vida, algún paso hacia adelante en la vida personal, familiar y comunitaria. Alguien me confesaba: «He procurado tomar en serio el Adviento y hoy tengo que decir que, sin que hayan desaparecido los problemas de mi vida, tanto en lo familiar como en lo laboral (convive con personas alteradas psíquicamente), lo soporto todo con más humor, con menos dramatismo».
Alguien que inició vida comunitaria en un grupo casi al comienzo de Adviento, testimonia que no sabe cómo agradecer a Dios el que le haya impulsado a ello. Otros que iniciaron una experiencia misionera de visitar a personas para animarlas y entusiasmarlas a participar en la vida de la Iglesia, sienten una profunda satisfacción por haber salido un poco de sí y sentirse útiles para los demás. Sin duda, todos tenemos alguna experiencia de superación que contar. Esto sí que es Navidad, porque tenemos algo por qué brindar, porque ha nacido algo nuevo en nosotros y se lo debemos al Hijo de Dios humanado que ha nacido en Belén.
Navidad es fiesta permanente porque en ella nace el sol que ilumina nuestro mundo, nuestra vida, nuestra persona. Afirma el Concilio Vaticano II que Jesús de Nazaret ilumina el misterio de Dios y el misterio del hombre. Navidad nos da una clave para entender la vida. Pero para comprender este misterio, para tener experiencia de la dicha que esto reporta, para «saborear» toda su grandiosidad y ternura, se necesita tener una mirada transparente, un corazón sencillo, sin pliegues ni repliegues. Los sabiondos de entonces y de ahora, por más que asistan al culto, se quedan sin encontrar a Dios o sin dejarse encontrar por Él. Lo revelan los relatos evangélicos de la infancia: No reconocen al Dios encarnado los sabios ni los legisladores, ni los encargados del culto, ni los guardianes del templo… Sí le reconocen los pastores, los magos, los ancianos Simeón y Ana, los humildes y pecadores arrepentidos. Hay muchos autosuficientes que se creen de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte, para quienes la experiencia religiosa es una realidad enteramente desconocida. La puerta que da entrada a la basílica de Belén apenas si tiene metro y medio. La hicieron así para impedir la entrada de los caballos invasores, pero la tradición lo interpreta como signo de humildad y pequeñez, sin las cuales no se puede acceder al portal.
JESUCRISTO, REVELACIÓN DE DIOS Y DEL MISTERIO DEL HOMBRE
Dios se hace niño, es un niño que acaricia y se deja acariciar, que es hermano nuestro, que necesita ser atendido; débil, necesita ser amamantado y acunado por una jovencita. «Muéstranos al Padre», pide Felipe. «Pero, Felipe, ¿ahora me sales con ésas? ¿No sabes que quien me ve a mí, ve al Padre? Yo soy el rostro del Padre» (Jn 14,8-10).
Testimoniaba una cristiana fervorosa que el encuentro tenido con Chiara Lubich y la imagen que presentaba de Dios no justiciero, sino misericordioso, la habían convertido y abierto a una vida nueva: «Es como si empezara a vivir otra vida más radiante, feliz, confiada». Ése es el rostro de Dios que nos refleja el niño nacido en un pesebre. Por lo demás, este acontecimiento central nos habla de la locura del amor de Dios Padre-Madre por nosotros: «Tanto amó Dios al mundo (tanto me amó a mí, hemos de decir) que nos entregó a su Hijo querido» (Jn 3,16). Y si nos dio a su Hijo como hermano nuestro, ¿qué nos va a negar? (Rm 8,32). Por amor «se hizo en todo semejante a nosotros, menos en el pecado» (Hb 4,15). No se aferró a su categoría de Dios, sino que se humilló hasta nacer en un establo y morir en una cruz como un delincuente (Cf. Flp 2,5-8).
El niño que nace en Belén, entre pajas y animales, revela por entero el misterio de todo ser humano. La humanización del Hijo de Dios revela el misterio y la grandeza del hombre. Dios se humanizó para divinizar al hombre. El Hijo de Dios se hizo hijo de hombre, para que los hijos de hombre seamos hijos de Dios, repiten con insistencia los Santos Padres.
Probablemente habéis oído la anécdota elocuente. Un aya de Luis XV tiene un descuido con respecto a una princesa. La princesa airada le reprende con acritud: «¿Te olvidas de que soy hija del rey?». El aya, una mujer de mucha fe y de mucho coraje, le responde: «¿Se olvida, Alteza, que soy hija de Dios?». Ése es el gran título que nos revela el niño de Belén y que nos hace a todos igualmente dignos.
Misterio incomprensible de amor es que el Hijo de Dios se haya hecho uno de nosotros; pero misterio no menos asombroso es que se haya identificado con cada persona humana. Esto sólo es aceptable por la fe. Y por eso, todo lo que hiciéremos a cada persona, se lo estamos haciendo a él (Mt 25,40).
Esto tiene una gran proyección para nuestra vida. Lo recordaba una obra teatral un poco simple, pero expresiva. Un profeta anuncia a un pueblo que le va a visitar Jesucristo en aquella semana. El pueblo se moviliza y empieza a prepararle minuciosamente el recibimiento: arcos, banderolas, banderas… Mientras están afanados viene al pueblo un mendigo pidiendo ayuda y cobijo, viene un emigrante, viene un anciano desmemoriado que se ha perdido, viene una mujer de la vida… A todos les responden de la misma manera: «No estamos para perder tiempo; estamos preparando el recibimiento de alguien muy importante». El pueblo está engalanado, pero el Señor no llega. Malhumorados le envían un mensaje al profeta: «¿Qué pasa? ¿Nos has engañado? Ha pasado más de una semana, y el Señor no ha venido». El profeta envía un mensaje de vuelta: «Sí que ha estado. ¿No le habéis reconocido? ¿No ha estado por ahí un mendigo, un emigrante, un anciano perdido, una mujer de la vida?». Pues ése era Jesucristo…
Los paquetes que hemos entregado, los donativos que hemos hecho, los servicios que hemos prestado y estamos haciendo, se los estamos haciendo a él: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Si de nuevo se hiciera históricamente presente, nos desviviríamos, le ofreceríamos lo mejor, nos pelearíamos por atenderle, por tener ese honor. No lo dudemos: cuando tendemos una mano al que nos necesita, se la estamos tendiendo a él. Y esto nos lo agradece más, tiene más mérito, porque se lo hacemos a él oculto bajo los defectos y deficiencias de las personas.
CON NOSOTROS PARA SIEMPRE
Navidad revela, además, otro misterio insondable: El Hijo de Dios se ha hecho hombre para siempre. Ha plantado su tienda entre nosotros, se ha hecho nuestro hermano y vecino para siempre. «Con vosotros me quedo hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20).
No sólo en la persona del prójimo, le oímos también cuando escuchamos su Palabra. No sólo se ha hecho uno de nosotros; se ha hecho también nuestro alimento. No es sólo un comensal como el hermano que cenó a mi lado en la reunión familiar de nochebuena; se hace nuestra comida para transformarnos en él. ¡Qué misterio! Él es el que crea la unión familiar, las actitudes de perdón, acogida, ternura, el que hizo surgir la alegría de la unión y de la reunión. Él sigue actuando por su Espíritu. ¿Por qué no hacer que toda la vida sea Navidad?
San León Magno exclamaba: No puede haber tristeza cuando nace la vida. Se apagarán las luces, terminará el folclore… pero el mensaje de Navidad sigue vivo como profunda fuente de alegría: El Hijo de Dios se ha hecho hermano de todos para siempre. ¿Esta realidad no convierte, como decía san Atanasio, toda nuestra vida en una fiesta continua?
Atilano Alaiz
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