El episodio evangélico de hoy nos presenta a la Sagrada Familia cumpliendo una costumbre religiosa: la de subir a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Jesús, ya un niño de doce años, acompaña a sus padres; pero un incidente rompe la normalidad de la peregrinación. Se produce el extravío (voluntario) del niño, al que sigue la búsqueda intensa y angustiosa por parte de los padres y, finalmente, el hallazgo entre gozoso y asombroso del hijo en el templo, en medio de los doctores de la ley, quizá sorprendidos por la agudeza y el ingenio de que daba muestras este adolescente recién salido de la infancia.
Y si asombrosas eran las preguntas del niño «prodigio», más asombrosa y desconcertante fue aún para sus padres la respuesta que les dio al transmitirle su preocupación y angustia paternas por creerle irremediablemente perdido, una respuesta realmente desconcertante en un niño que hasta el momento, con toda probabilidad, no les había dado muestras más que de docilidad y obediencia: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debía estar en la casa de mi Padre?
El interrogante escondía un reproche: ¿No sabíais? «Pues deberíais saberlo». Ellos no entienden, pero ante una expresión tan cargada de autoridad, callan. En esta frase afloraba, no obstante, la singular conciencia filial de este niño de apenas doce años que se sentía hijo de otro Padre y tenía que estar, por tanto, en su casa.
Aquel incidente, sin embargo, quedó como un hecho aislado, pues no pareció alterar las relaciones habituales de este hijo con sus padres, dado que Jesús, según narra el evangelista, bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad, quizá más tiempo de lo que sus padres podían sospechar tras esta muestra de independencia, hasta que llegó su hora mesiánica, que no fue precisamente pocos años después, sino a una edad ya madura.
Mientras tanto, Jesús crecía en estatura, en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres. Es el progreso en la vida del «hecho hombre», en todo semejante a nosotros, hasta en el crecimiento.
He aquí a la familia de Nazaret viviendo en autoridad y en obediencia, en cotidianeidad y en sobresalto: una autoridad que sabe apartarse con discreción cuando se manifiesta una autoridad superior, la de Dios; una obediencia que sabe esperar pacientemente el momento de la madurez o de la emancipación, que se sabe dependiente de una voluntad superior a la de sus padres y a la suya propia. Pero tanto la autoridad como la obediencia ejercidas desde el amor y el respeto. Una autoridad que no impide, sino que estimula el crecimiento, y una obediencia que no obstaculiza, sino que guía ese mismo crecimiento.
Tanto la autoridad de los padres como la obediencia de los hijos deben estar al servicio del crecimiento de estos. Si fuesen un impedimento para ese acrecentamiento en edad, sabiduría y gracia, no serían buenas ni adecuadas. Pero sin autoridad y obediencia la familia no podría subsistir, y con su destrucción desaparecerían valores muy útiles, necesarios, para el crecimiento personal.
De tales valores ya eran muy conscientes los antiguos cuando afirmaban la respetabilidad del padre y la autoridad de la madre sobre los hijos y cuando prometía larga vida al que respetaba a su padre y honraba a su madre. Y no solo larga vida, sino una promesa de expiación de los propios pecados: la piedad para con el padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar sus pecados. En esta piedad de que habla el libro del Eclesiástico hay amor, dedicación, cuidado, atención, respeto, gratitud…
La familia podrá cambiar de estilo, de miembros, de ritmos de trabajo y diversión, de indumentaria, de espacio, etc., pero para ser una familia en regla tendrá que seguir apoyada en el cimiento de unos valores imperecederos que proporcionarán base al edificio, una estructura paterno-filial, donde haya un padre, una madre, unos hijos, unos hermanos y unas relaciones basadas en el respeto, en la autoridad compartida (o corresponsable), en la obediencia razonable, en la búsqueda del bien y la verdad.
La familia es nuestra primera escuela o lugar de aprendizaje. En ella aprendemos a ser personas en sociedad, no sólo a vivir, sino a convivir y a compartir; porque no nos es posible vivir sin con-vivir, pues en ningún caso vivimos solos. En el seno de la familia aprendemos a compartir espacios, comida, impresiones, juegos, responsabilidades, dinero y hasta ropa o libros.
Aprendemos a respetarnos y a amarnos, a valorar a las personas por lo que son y no por lo que tienen (cultura, dinero, belleza, popularidad); aprendemos, por tanto, cosas demasiado importantes para no tenerlas en cuenta. En la escuela de la familia aprendemos fundamentalmente valores, esos valores que mantienen en pie no sólo la estructura familiar, sino también la personal, porque sin tales valores, sin fidelidad, sin sinceridad, sin respeto, sin paciencia, sin comprensión, sin amor, se tambalea no sólo el matrimonio, sino también la paternidad, la fraternidad, la entera estructura familiar.
Hoy ya nadie duda de las duras condiciones que rodean la vida familiar, de las dificultades que encuentran muchas familias para su subsistencia. Desprotegida por leyes estatales y laborales, abandonada por gobiernos que no aprecian suficientemente sus valores, confundida por uniones que pretenden equipararse a ella, minada por el egoísmo que busca su espacio y reclama su libertad o autonomía, la institución familiar se ve hoy gravemente acosada, herida, desestabilizada y, en muchos casos, arruinada.
Son muchos los ataques que tiene que resistir, las intromisiones y agresiones procedentes de una sociedad permisiva y consumista que pone en la satisfacción del propio apetito su supremo valor, de modo que a este objetivo se supedita todo lo demás.
Cuando esto sucede, la familia puede verse zarandeada en sus mismos cimientos, incapaz de resistir los embates del apetito de cada uno de sus miembros. Cuando prevalece el deseo egoísta de cada uno, la comunidad familiar se desintegra como se desintegraría cualquier proyecto de vida comunitaria. Por eso necesitamos de la ayuda de Dios y de sus sacramentos, fuentes de gracia. En ellos recibimos la energía (amor) necesaria para hacer frente a nuestros desvaríos y debilidad congénitos.
Pidamos al que se dignó nacer en el seno de una familia y nos proporcionó este espacio vital para nuestro armónico crecimiento que proteja a nuestras familias y nos de coraje para luchar por ellas.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística