Con la fiesta del Bautismo de Jesús se clausura el tiempo de Navidad-Epifanía y se inicia el tiempo ordinario. El hecho que hoy recordamos no pertenece a los relatos de la infancia, sino a los de la vida pública de Jesús. San Pedro, en uno de sus primeros discursos, lo presenta como algo sucedido en el país de los judíos en tiempos de Juan el Bautista, aunque sus raíces hay que buscarlas en Galilea, la tierra del Nazareno.
Pasamos, por tanto, del Jesús-niño, manifestado a los magos, al Jesús-adulto, manifestado en el Jordán como el Hijo-Amado, el Predilecto de Dios Padre. Porque el Bautismo de Jesús fue antes que nada una manifestación y una unción, o mejor, la ocasión para la manifestación y la unción. Así lo presentan los evangelios.
Eran tiempos de expectación. El pueblo vivía a la espera del Mesías. Por eso no es extraño que lo confundan con Juan o al menos se pregunten si no será él. Pero Juan, que es consciente de su misión (él es sólo la voz que grita en el desierto, el que prepara los caminos del Señor) no se aprovecha de tales expectativas usurpando el puesto del Mesías. Al contrario, declara abiertamente que él es simplemente su precursor: Yo os bautizo con agua… Él (es decir, el Mesías) os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Lo paradójico e incomprensible es que el que había de bautizar con Espíritu Santo y fuego, se acerque ahora con el resto de los conversos tocados por la palabra vigorosa de Juan a recibir el bautismo de agua de manos del Precursor. ¿Es que tenía algo de qué arrepentirse el Cordero inocente que había venido a quitar el pecado del mundo?
La sorpresa que provoca esta actitud y decisión del profeta de Galilea es tal que el mismo evangelista se siente obligado a justificar el hecho, pues no puede evitar la extrañeza que le produce ver al Mesías entre los pecadores que se acercan a recibir el bautismo de manos de Juan porque se sienten llamados a la conversión, pues se trataba de un bautismo de conversión.
Pero no será la única ocasión en que veamos a Jesús entre pecadores o gentes de mala fama (leprosos, publicanos, mujeres de mala vida, marginados); de hecho, acabará sus días como un ajusticiado (blasfemo para unos; peligroso para otros) entre dos malhechores. Luego su solidaridad con los pecadores puede sorprender sólo al que no le conoce.
El bautismo recibido por Jesús ni le perdonó pecados que no tenía, ni le hizo hijo, el Hijo de Dios que ya era por naturaleza; pero sirvió para desvelar su misterio, un misterio escondido en su condición de hombre aparentemente necesitado de conversión como los demás. Porque fue entonces cuando se abrió el cielo –y con la apertura se produjo la teofanía- y el Espíritu santo bajó sobre él, y se oyó una voz que decía: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.
Luego el bautismo de Jesús venía a ser la ocasión de la que Dios se servía para revelar a su Hijo, el amado, el marco histórico de una teofanía –o manifestación de Dios Hijo por parte de Dios Padre- y de una unción, la del Espíritu, con vistas a la misión. Dios les decía lo que había dicho ya por boca del profeta: Mirad a mi siervo, a mi elegido, sobre él he puesto mi espíritu para que traiga el derecho a las naciones… abriendo los ojos de los ciegos, sacando a los cautivos de la prisión…, curando a los oprimidos por el diablo.
Esto es lo que hizo Jesús durante su vida pública como ungido por Dios con la fuerza del Espíritu. Luego con la unción llega la hora de la misión. Ya no hay motivos para mantener oculta su condición de Hijo amado y de Mesías (=Ungido).
Y la hora de la misión es la hora de aplicarse a la tarea de curar a los oprimidos por el diablo, porque cuando devolvía la salud a un enfermo (ciego, paralítico o epiléptico) curaba a un oprimido por el diablo; y cuando perdonaba a un corazón apesadumbrado por la culpa, o llenaba el estómago de un indigente, o colmaba la esperanza de un desesperado o devolvía la fe a un incrédulo, estaba curando también a un oprimido por el diablo. Nos curaba, por encima de todo, cuando nos redimía en su muerte salvadora dándonos su mismo Espíritu y con él la vida que no muere.
Pues bien, si en el bautismo de Jesús el Espíritu de Dios bajó y se posó sobre él, en nuestro bautismo el Espíritu Santo se ha posado sobre nosotros, haciendo de nosotros ungidos, como por un aceite, con la fortaleza, la paciencia, la constancia, la alegría, la bondad, la fe, la esperanza, la caridad del mismo Cristo, porque todo esto es el Espíritu del que pasó por este mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo. Por eso, podemos atribuirnos sin caer en la irreverencia de «otros cristos».
Ello significa, además, que disponemos, o podemos disponer, de su misma fuerza para hacer el bien. Y si no nos sentimos capaces de ello será porque su Espíritu no ha penetrado suficientemente en nosotros –en nuestra inteligencia, voluntad y sentimientos-, ni el bautismo recibido ha fructificado debidamente en nuestras vidas; será porque esa vida germinal recibida en el bautismo no ha crecido hasta el punto de adueñarse de nuestros impulsos, tendencias y capacidades naturales; será porque hemos puesto demasiada resistencia a las mociones del Espíritu en nosotros.
Pero penetrar, fructificar, crecer son términos que implican un proceso. La unción bautismal no es una acción de efecto instantáneo –y menos aún mágico-, sino progresivo. Es la acción respetuosa (y adecuada al ritmo humano de crecimiento) del Espíritu en nosotros: acción progresiva de penetración, como la lluvia que va empapando la tierra o el aceite que va impregnando lo que toca, de fructificación, como el incesante madurar de los primeros brotes del árbol, de crecimiento, al ritmo inherente a las potencialidades de la naturaleza en que opera.
La fiesta que hoy celebramos es, por tanto, y en esencia, la fiesta del Espíritu que se posó sobre Jesús el día de su bautismo y que hemos recibido nosotros el día de nuestro bautismo-confirmación para que nos dejemos no sólo guiar, sino también mover por él, de modo que, como el Ungido, pasemos por este mundo haciendo el bien. Tales mociones del Espíritu van configurando un estilo de vida y una personalidad muy determinados: los de aquellos que, ungidos por el Espíritu de Cristo, pasan por este mundo haciendo el bien.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística