1.- «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones» (Is 42, 1) Miradle. Dios nos invita a fijar nuestros ojos en su elegido, en el amado, en el Mesías. Por fin se ha corrido el velo, se nos ha revelado hasta el límite máximo que se podía Dios revelar. Estamos en el tiempo de la Epifanía, de la manifestación, de la revelación. Miradle. Cristo, el predilecto, el bienamado. Sobre él ha descendido el Espíritu Santo. Se ha posado en el Hijo de Dios hecho hombre. Se han abierto los cielos. El Padre eterno ha hablado: He aquí mi hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias. Es el enviado que trae la luz, la paz, la libertad, la justicia, el amor.
«Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas». Tú, Jesús, eres la más perfecta teofanía, la mejor revelación de Dios, la expresión perfecta del infinito amor del Padre. Abre nuestros ciegos ojos para que podamos ver el resplandor de la luz de Dios, libéranos de nuestra torpe esclavitud, sácanos de la profunda mazmorra de nuestro egoísmo y de nuestra mezquindad.
«No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará» (Is 42, 2) Los poderosos gritan, se encuentran con derecho para dar voces, hablan con malos modos a los que están por debajo de ellos. Se valen de mil resortes para hacerse oír. Y a través de la tierra, del mar y del aire llegan sus voces estentóreas, sus noticias, sus vanos discursos, sus ideas sucias.
Tanto gritan, que tan sólo ellos se oyen, dando la impresión de que sólo ellos existen. Y hacen creer a la muchedumbre, a la pobre gente de siempre, que todo es del color oscuro e irritante con que ellos ven las cosas… Pero no es así. Hay mucho silencio elocuente en los mil rincones de la tierra. Silencio de los que trabajan honradamente, de los oprimidos que no pueden hablar, silencio de los humildes, de los sencillos, de los simplemente buenos, de los que no han recibido nunca el aplauso de los hombres.
Danos oídos, Señor, para saber escuchar el silencio, para saber captar el mensaje de los que callan, intuir esas vidas heroicas y escondidas que se desgranan, minuto a minuto, en el cumplimiento del deber de cada día. Y haznos también amantes de ese silencio, de ese camino sin brillo de lo ordinario, de la perseverante entrega con desinterés y generosidad al servicio de los demás.
2.- «El Señor bendice a su pueblo con la paz» (Sal 28, 11) El tiempo de Epifanía, este de ahora, es tiempo para recordar la manifestación de Dios a todas las gentes. Antes de llegar Jesús, las teofanías sólo se realizaban ante Israel, el pueblo elegido. Sólo los israelitas tenían la dicha de contemplar, entre dichosos y amedrentados, los destellos de la gloria divina, ya que sólo los hebreos los descendientes de Abrahán, podían aspirar a los bienes sin nombre que los profetas habían prometido.
Cuando nace Jesús, Dios se abre a los demás hombres. Y así, usando el lenguaje conocido por aquellos sabios de Oriente, el de las estrellas, les llama como primicias de cuantos procedentes del paganismo habíamos de llegar después. De este modo, a pesar de ser gentiles, participan de la alegría de Belén, del gozo de contemplar a Dios hecho Niño en brazos de su Madre. Un nuevo pueblo se inicia en la historia, elegido también por Dios y agrandado por Él de tal forma que quepan en él no sólo los judíos, sino también los gentiles. Desde entonces las promesas hechas a Abrahán no se transmiten por la sangre, sino por la fe en Cristo Jesús.
«La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica» (Sal 28, 4) El salmo canta a la voz del Señor, a su resonar por encima del rumor de aguas torrenciales. La compara con un trueno para hacernos comprender que es posible oírle, fácil incluso de comprenderle a quienes tienen el corazón limpio de pecado e iluminado con la fe. Epifanía, manifestación, revelación de Dios a los hombres, a cada uno de los que creemos en él. Manifestación por otra parte, que nos trasciende, nos traspasa, nos transforma. De tal modo que cada uno ha de ser transparencia de Dios, epifanía suya, manifestación de su bondad y su gozo.
En nuestra vida, con nuestra vida, hemos de ser luminarias en medio del mundo, luces vivas que señalan el camino que conduce hacia Dios. Qué formidables si fuéramos conscientes de esta realidad y la viviéramos con todas sus consecuencias. Entonces la noche del mundo se cuajaría de estrellas que, por mil caminos escondidos, señalarían la ruta que lleva a Belén.
3.- «Envió su palabra a los israelitas anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos» (Hch 10, 34) Dios se empeñó en salvar a los hombres, aunque éstos por su parte se empeñaran en no ser salvados. Este amor incansable de Dios constituye, sin duda, uno de los misterios más difíciles de comprender por la humana inteligencia. No nos caben en la cabeza esos esfuerzos, continuados a través de todos los siglos, para que los hombres reciban la paz verdadera.
Efectivamente, primero fue a los israelitas a quienes anunció sus deseos de salvarles. Con ellos fue viviendo, paso a paso, las diversas etapas de su historia. Historia que podíamos llamar de las infidelidades de un pueblo y de la lealtad inamovible de Dios. Mil veces volverá Israel sus espaldas a Dios, y mil veces más se olvidará Dios de los pecados de su pueblo y le mirará con ojos de misericordia. Y esa historia, por desgracia, se ha ido repitiendo; se repite en cada uno de nosotros… Sí, hemos de reconocerlo. Y al mismo tiempo hemos de arrepentirnos y corregirnos, hemos de llorar nuestra miseria y poner más empeño en ser siempre fieles al amor infinito de Dios.
«…y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38) La suprema manifestación del amor divino la tenemos en Cristo. Con razón decía San Juan que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Unigénito. Era lo más querido para el Padre, su Hijo. Y para salvar a los hombres lo entrega a la humillación, al dolor, a la fatiga, a la incomprensión, a la intriga, a la traición, a la muerte ignominiosa de una cruz. Pero Dios consigue el fin que se ha propuesto: Demostrar a los hombres su infinito amor, con la prueba más evidente y clara que jamás se pudo dar… Cristo, Dios humanado, vino hasta nosotros, se hizo uno de los nuestros. Participó de nuestras ilusiones, de nuestras alegrías, y también de nuestras lágrimas.
Y consiguió nuestra salvación en lucha a muerte con el Maligno, el Príncipe de este mundo que tenía encadenado al hombre, esclavizándolo sin compasión, haciendo un siervo a quien nació para ser libre… Ojalá que ante todo esto volvamos nuestra mirada hacia Dios, agradecidos por su salvación, deseosos de corresponder a su amor.
4.- «En aquel tiempo el pueblo estaba en expectación» (Lc 3, 15) Según las creencias judías, cuando llegase el Mesías, el pueblo sería purificado con un bautismo peculiar. Ya Ezequiel había hablado en nombre de Yahvé para prometer un agua limpia y un Espíritu nuevo, que vendría sobre los hombres cuando llegase el que tenía que venir. Entonces una época distinta iniciaría los tiempos gozosos de la salvación mesiánica. Os cambiaré el corazón, dice también el libro de Ezequiel. En lugar del que tenéis, duro como la piedra, os daré un corazón de carne. Así será posible para el hombre cumplir con la ley divina, que se resume en la caridad, en un limpio y encendido amor.
Por esa creencia acerca del bautismo mesiánico, la gente de Israel pensaba que Juan podría ser el Esperado. Pero el Bautista confiesa abiertamente que él no es el Mesías, y que su bautismo es sólo un anticipo y una figura de ese otro bautismo que Cristo instituiría para la salvación del hombre. El bautismo de Juan era sólo en agua, servía para preparar el alma al encuentro del Señor, despertando en ella su conciencia de pecado, pero no borrándolo. Era una preparación más bien externa, sin limpiar radicalmente la culpa y la mancha que todo pecado, también el original, graba sobre el hombre.
Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego, proclama el Precursor de Cristo. El Señor habló también de ese bautismo al decir que era preciso renacer por el agua y el Espíritu para poder entrar en el Reino de los cielos. Por eso cuando envía a los apóstoles a predicar el Evangelio a todo el mundo, les encarga además que bauticen a quienes crean en él. De ese modo, el hombre queda limpio de todo pecado, también del pecado original. Es una purificación radical que permite de nuevo la amistad con el Señor. Más aún, por el bautismo el hombre pasa a ser hijo de Dios, participa de la gracia, de la misma vida divina, se identifica en cierto modo con Cristo.
El bautismo nos hace agradables a los ojos del Señor. Nuestra existencia adquiere desde ese momento una dimensión nueva, todo nuestro ser y nuestro actuar es para Dios algo meritorio y agradable. El que está en gracia hace de su vida, hasta en los detalles más nimios, una ofrenda grata al Señor. El alma del cristiano se transforma por el bautismo en alma sacerdotal. Gracias a eso, todo cuanto haga, el trabajo y el descanso, el sufrimiento y el gozo, se transforma en un culto ofrecido a Dios en Espíritu y verdad.
Antonio García Moreno
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