El evangelio de hoy se inicia con la frase que cerraba la lectura evangélica del domingo anterior, una frase con la que Jesús se presentaba ante sus paisanos de Nazaret como aquel en el que hallaban cabal cumplimiento las palabras proféticas de Isaías: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír: Yo soy aquel de quien habla Isaías; yo soy el que trae la buena noticia a los pobres.
El pasaje evangélico de este día se detiene a describir la reacción que aquella proclamación mesiánica (auto-proclamación) provocó en los oyentes de Jesús. La primera reacción fue de aprobación expresa y de admiración –una mezcla de extrañeza y asombro que puede desembocar en la incredulidad o en la adhesión ferviente-.
La razón de semejante admiración eran las palabras de gracia que salían de sus labios, los labios del hijo de José, el hijo del carpintero. ¿Cómo esperar de él lo que ahora oían? ¿Cómo aceptar que el hijo de José fuera nada más y nada menos que el mencionado por el profeta Isaías, el portador de la buena noticia para los pobres? El que hasta entonces no había dado muestras de nada singular no podía ser lo que ahora decía ser. Y la admiración contenida fue dando paso a la incredulidad. Mucho tendría que demostrar para que creyeran en él.
De ahí que Jesús diga: Sin duda me recitaréis aquel refrán: «Médico, cúrate a ti mismo»: haz también aquí, en tu tierra, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm, es decir, demuéstranos con hechos que eres realmente lo que dices de ti mismo; haz aquí lo que has hecho en otros lugares.
Es una exigencia que brota de la desconfianza. Y Jesús les echa en cara esta desconfianza recurriendo a un dicho popular: Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. E ilustra la frase con unos ejemplos tomados de su tradición: Habiendo tantas viudas en Israel en tiempos de Elías, éste sólo fue enviado a una viuda extranjera, en el territorio de Sidón; y, habiendo en Israel tantos leprosos en tiempos de Eliseo, éste sólo curó a un leproso extranjero, Naamán el sirio. ¿Por qué? Porque ningún profeta es estimado en su tierra, y esta falta de estima acaba siendo un impedimento para su tarea.
Jesús se equipara a esos grandes profetas de la antigüedad y censura en sus paisanos la incredulidad que también encontraron aquellos grandes profetas en su entorno. Bastó esta simple comparación para despertar la furia de aquellos nazarenos que, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo para despeñarlo por un barranco. Pero no llevaron a cabo sus propósitos asesinos, porque aún no había llegado su hora: Jesús no había cumplido aún su misión.
Aquí concluye el hecho histórico. Pero la historia evangélica esconde siempre una intención teológica; más aún, salvífica. La historia nos está diciendo: no seáis como aquellos paisanos de Jesús que se opusieron tan ferozmente a sus palabras, no seáis como ellos si no queréis veros privados, por falta de fe, del don que el vino a traer de parte del Padre.
La incredulidad de los habitantes de Nazaret nos habla de que hay conocimientos que pueden convertirse fácilmente en un gran obstáculo para el verdadero conocimiento de una persona: prejuicios que dificultan el juicio acertado, conocimientos provisionales, parciales o imperfectos que acaban siendo una barrera para un conocimiento más completo. Eso sucede cuando al saber parcial se le da rango de saber total; y cuando uno cree saberlo todo de alguien no deja lugar para la sorpresa, ni para el aprendizaje.
El mismo Pablo, después de haber conocido a Cristo mucho mejor que aquellos que creían conocerle por ser su paisano, dice de su conocimiento que es inmaduro, como su predicación. Sólo cuando llegue la madurez, podrá conocer a Dios como él le conoce. Pero, hasta entonces, tendrá que reconocer con humildad y soportar su inmadurez. Sólo queda aspirar a los carismas mejores, esto es, los carismas sustentados (fecundados, alimentados, justificados) en el amor, porque es el amor lo que da valor a una acción, lo que hace de esa acción algo meritorio ante Dios; pues la obra más heroica, hecha sin amor, carece de valor.
Oigamos a san Pablo: Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aún dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve.
Luego lenguas, conocimiento, saber, fe, limosnas, entrega heroica…, sin amor, carecen de valor. ¿Qué tendrá esta realidad que confiere tanto valor a las cosas y sin la cual lo más grande se ve reducido a nada? ¿Qué es eso que estando presente hace de las cosas pequeñas grandes y estando ausente reduce las cosas más grandes a la pequeñez más insignificante? ¿Qué es el amor?
Algo difícilmente definible; algo que sólo se puede describir, como hace el mismo Pablo: Amor es comprensión; pero no sólo eso; es también servicialidad; y sobre todo no es envidia, ni presunción, ni engreimiento, ni egoísmo, ni irritación, ni falsedad, ni provisionalidad… No es rencoroso, ni injusto; además es amigo de la verdad y carece de límites; el amor es desmesurado en el disculpar, en el creer, en el esperar, en el aguantar. El amor no pasa nunca; y si pasa es porque no lo hubo o porque no había alcanzado la madurez requerida para merecer tal nombre. El amor es lo más grande porque es lo que hace más grande, lo que más nos aproxima a Dios, que es amor.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística