UNA FELICIDAD COMO DIOS MANDA
LA FELICIDAD, UN IMPERATIVO VITAL
Aunque no siempre ni todos los cristianos lo hayan entendido con claridad, lo cierto es que estamos hechos para la dicha. Si hemos sido llamados a la vida, hemos sido llamados a la felicidad aquí y ahora. Lo contrario sería un absurdo. La dicha tiene sentido en sí misma. Señala el gran creyente y sabio Teilhard de Chardin: «Vive feliz. Te lo suplico. Vive en paz. Que nada te altere. Que nada sea capaz de quitarte la paz… Recuerda: Cuanto te reprima o inquiete es falso. Te lo aseguro en nombre de las leyes de la vida y de las promesas de Dios».
Las bienaventuranzas afrontan precisamente este tema, un tema vital, porque estamos ante la clave con la que hemos de interpretar toda la vida. Para muchos «cristianos», todavía la fe es algo que tiene que ver con la salvación eterna después de la muerte, pero no con la felicidad concreta de cada día, que es la que ahora mismo interesa a las personas. Parece que lo cristiano no es preocuparse de la felicidad, sino saber vivir sacrificadamente. El grado de gloria estaría en proporción directa con los sufrimientos de esta vida. Las alegrías del cielo estarían, según ellos, en proporción con la cantidad de lágrimas acumuladas. «Aquí cruz y en el más allá felicidad», afirma un dicho conocido. Las bienaventuranzas, según ellos, pueden ser un camino para alcanzar la vida eterna, pero no tienen ninguna influencia para la felicidad que pueden experimentar ahora las personas. Jesús ofrece la felicidad eterna, pero, ¿qué puede aportar su mensaje para una vida dichosa ahora? Me cuentan muchos amigos que, cuando en su trabajo sacan el tema religioso, la mayoría de los compañeros les ataja: «Mira, no me saques ese tema que yo quiero ser feliz»…
Ante una lectura tan fúnebre que, tal vez, nosotros mismos hemos hecho y que muchos hacen, uno se pregunta: ¿Qué evangelio se lee o cómo se lee el Evangelio para sacar una conclusión tan contraria a él? Evangelio, etimológicamente, significa «buena noticia», también para este peregrinar terreno. El mensaje central es una invitación a la alegría. Porque el que ha descubierto el Reino, ha descubierto un tesoro, y por eso se desprende de todo lo demás loco de contento (Mt 13,44).
JERARQUÍA DE VALORES
Ortega y Gasset decía muy atinadamente que hemos de tener mucha «seriedad»; pero seriedad no tiene nada que ver con la tristeza. «Seriedad» proviene de «serie». Y, por lo tanto, «ser serio» significa saber poner las cosas en serie, por su justo orden. La cuestión decisiva está en saber jerarquizar los valores y optar según esa jerarquización cuando hay conflicto entre ellos. Esto es lo que determina la verdadera y la falsa felicidad. La falsa felicidad, el autoengaño, se produce cuando se opta primordialmente por valores secundarios, superponiéndolos a los primarios. Entonces se genera la insatisfacción de las ansias más profundas del hombre. Es lo que le ocurría a la Samaritana: tenía una sed aguda, pero la quería saciar con agua salada. Eso mismo le ocurría a Agustín; por eso confesaba después de su conversión: «Nos hiciste, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». Es el vacío que experimentaba el famoso editor Mondadori dando testimonio de su conversión: «Yo me decía: Soy un hombre de éxito; no me falta nada. En cambio, me falta todo». Es la felicidad barata, bullanguera y superficial del que vive con el lema, quizás inconsciente, al que hace referencia Pablo: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1Co 15,32). Las bienaventuranzas son una alerta contra el culto a los ídolos, que inexorablemente producen dolor y muerte.
Está claro que estamos ante un tema clave que determina el sentido de la vida. Por eso es imprescindible tener ideas muy claras. Si para mí la fuente de la verdadera felicidad está en poseer bienes económicos, me entregaré apasionadamente a acumular. Si para mí la fuente de la felicidad está en el éxito social, me agotaré en mi esfuerzo por triunfar. Si pongo la fuente de mi felicidad en vivir cómodamente, sin preocupaciones, y consumir con abundancia, organizaré mi vida para gozar lo más posible. Si lo que más me llena es convivir con una familia unida, gozar de la amistad, me entregaré a ello. Si estoy convencido de que la felicidad está en sentirme útil, en hacer felices a los demás, mi pasión será servir, ayudar, alegrar a los demás. Por eso es imprescindible clarificarse. Equivocarse en esto es equivocar la vida. La suerte que gozamos los cristianos es que tenemos un Maestro infalible que nos ofrece una jerarquía de valores garantizada por su propio éxito. Pablo daba gracias al Señor Jesús con profundo júbilo porque «sé de quién me he fiado y sé que no me defraudará» (2Tm 1,12).
Exclama Jesús: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios… Dichosos los que ahora tenéis hambre… Dichosos los que lloráis… Con ello, deja bien claro que la verdadera felicidad no está en «tener» éxito, poder, dinero, influencia, medios… sino en «ser» sano, en llevar hábitos generosos en la psicología. La felicidad, según Jesús, está en «ser» misericordioso, comprensivo, pacífico, abierto, libre… un buen amigo. Apostar por las bienaventuranzas es apostar por el ser antes que por el tener, por la verdadera sabiduría de la vida, por las experiencias más humanas, profundas y sabrosas: el amor, la libertad, la honradez, el perdón, la comunión con Dios y con los hombres, la esperanza, la gratuidad… las grandes experiencias que llenaron la vida de Jesús. Se trata de «otra» felicidad, la verdadera.
LA PUERTA DE LA FELICIDAD SE ABRE HACIA FUERA
¿No afirma Jesús que su única consigna es el amor: «Amaos como yo os he amado?» (Jn 13,34). Entonces, ¿cómo proclama ahora estas otras consignas como condiciones de pertenencia al pueblo de la nueva Alianza?
Jesús no se contradice. Las bienaventuranzas no son más que formas de vivir su gran consigna del amor. Jesús viene a decir: Bienaventurado el que es capaz de amar en serio a los demás como hermanos. Bienaventurado el que hace suyos los sufrimientos y las alegrías de los demás, «el que ríe con los que ríen y llora con los que lloran» (Rm 12,15). No es éste el estilo del mundo. El refrán dice: «Ríe y reirán todos contigo; llora y te dejarán solo». Bienaventurados los que tienen un corazón comprensivo y compasivo. Bienaventurados aquéllos a los que les queman las injusticias y la opresión de sus hermanos. Bienaventurados los que luchan, hacen algo para que se haga justicia, aunque reciban bofetones de los aprovechados y explotadores. Bienaventurado todo el que hace algo para «dejar la sociedad un poco mejor que la encontró», como decía Robert Badén Powell. Pero, ¡ay! del que se encierra en su paraíso particular, con la mesa bien abastecida, con todas las necesidades cubiertas y con una vida cómoda y satisfecha, desinteresándose de los Lázaros que están a la puerta de su casa llenos de frío y miseria; ¡ay! de los que dicen: «ése es su problema», «que cada uno se las arregle como pueda», «que luchen como yo he luchado».
San Francisco en su conocida oración interpreta de modo magistral el pensamiento de Jesús: «Es dando como se recibe; es muriendo como se resucita a la vida verdadera». Dentro de esta serie de paradojas, hay que decir: La felicidad se tiene cuando se regala. La felicidad que proclama Jesús es una felicidad cara. Para apostar por ella se necesita fe y esperanza. Está claro que en una tarde soleada atrae más un paseo por el campo que unas horas de retiro y oración, atrae mucho más una tertulia con los amigos que velar al pie de la cama de un enfermo o recluirse para una reunión de trabajo. Esta felicidad exige renuncia. Es la felicidad de la madre que sufre los dolores de parto del hijo soñado (Jn 16,21). Es la alegría y la paz que tiene lugar en el mismo sufrimiento. Es la que experimentaron Pedro y Juan al recibir el castigo de los azotes (Hch 5,41). Es la que experimentaba Pablo que confesaba: «Desbordo de gozo en toda tribulación» (2Co 7,4). Estoy hablando, naturalmente, de la felicidad para hoy, no sólo para el más allá. Lo que nos hará felices en el más allá nos hace felices en el más acá. S. Kierkegaard resume expresivamente el mensaje de las bienaventuranzas de Jesús: La puerta de la felicidad se abre hacia fuera; y es inútil lanzarse contra ella para forzarla.
Atilano Alaiz
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