(Mc 9, 2-13)
Al comienzo de la primera parte del evangelio de Marcos tenemos el episodio del bautismo de Jesús, donde el Padre lo presenta como su Hijo querido, su predilecto, amado con un amor único y exclusivo (1, 11).
Del mismo modo aquí, al comienzo de la segunda parte del evangelio, tenemos el episodio de la Transfiguración de Jesús, donde el Padre confirma la misión que le ha dado presentándolo como su Hijo querido e invitando a escucharlo.
Por un instante los tres apóstoles alcanzan a vislumbrar el misterio trascendente de Jesús, por un instante se abre el cielo, y se nos recuerda la gloria de la primera alianza en el Sinaí (Éx 24, 9-18). Pero aquí Moisés, junto con el profeta Elías, está simplemente acompañando a Jesús, el Hijo querido, el único.
Los apóstoles quieren prolongar esa maravillosa experiencia, pero deben bajar de la montaña porque todavía falta hacer un camino en la tierra. También a nosotros, muchas veces, nos gustaría quedarnos en la montaña, en un lugar sereno y feliz, pero tenemos que bajar y seguir con las tareas cotidianas, y a veces tenemos que enfrentar momentos difíciles. Cuando bajamos a la fiebre de la ciudad, nos basta recordar que también existe la paz de la cima de los montes.
Pero además, esa rutina cotidiana, y los sufrimientos propios de la vida también pueden ser ofrecidos, entregados con amor, y así se llenan de sentido. El solo hecho de levantarnos por la mañana y ofrecer a Dios con amor todo lo que vamos a vivir, es una manera de hacer que ese día se llene de gloria, aunque no estemos en la montaña.
Oración:
«Te doy gracias Señor por los signos de tu gloria que me regalas en medio de las asperezas de esta vida. Pero no dejes que me evada en las experiencias bellas y dame la fortaleza y la luz para bajar de la montaña con el deseo de entregar mi vida».
VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día