Lectio Divina – Lunes VII de Tiempo Ordinario

“Jesús lo tomó de la mano, lo levantó y el muchacho se puso de pie”

1.-Oración introductoria.

Hoy, Señor, me quiero acercar a ti, como se acercaron aquellos que nos cuenta el evangelio del día: quiero correr hacia ti y dejarme impresionar por tus palabras. Quiero que me contagies de tu bondad, de tu misericordia. Lo importante para ti es hacer el bien: dar la mano, levantar, poner en pie la vida, hacernos felices. ¡Qué bueno eres, Jesús! ¿Por qué estando tan cerca de ti no soy mejor?

2.- Lectura reposada del Evangelio según san Marcos 9, 14-29

En aquel tiempo, cuando Jesús bajó del monte y llegó al sitio donde estaban sus discípulos, vio que mucha gente los rodeaba y que algunos escribas discutían con ellos. Cuando la gente vio a Jesús, se impresionó mucho y corrió a saludarlo. Él les preguntó: “¿De qué están discutiendo?” De entre la gente, uno le contestó: “Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu que no lo deja hablar; cada vez que se apodera de él, lo tira al suelo y el muchacho echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso. Les he pedido a tus discípulos que lo expulsen, pero no han podido”. Jesús les contestó: “¡Gente incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganme al muchacho”. Y se lo trajeron. En cuanto el espíritu vio a Jesús, se puso a retorcer al muchacho; lo derribó por tierra y lo revolcó, haciéndolo echar espumarajos. Jesús le preguntó al padre: “Cuánto tiempo hace que le pasa esto?” Contestó el padre: “Desde pequeño. Y muchas veces lo ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él. Por eso, si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos”. Jesús le replicó: “¿Qué quiere decir eso de ‘si puedes’? Todo es posible para el que tiene fe”. Entonces el padre del muchacho exclamó entre lágrimas: “Creo, Señor; pero dame tú la fe que me falta”. Jesús, al ver que la gente acudía corriendo, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: “Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Sal de él y no vuelvas a entrar en él”. Entre gritos y convulsiones violentas salió el espíritu. El muchacho se quedó como muerto, de modo que la mayoría decía que estaba muerto. Pero Jesús lo tomó de la mano, lo levantó y el muchacho se puso de pie. Al entrar en una casa con sus discípulos, éstos le preguntaron a Jesús en privado: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?” Él les respondió: “Esta clase de demonios no sale sino a fuerza de oración y de ayuno”.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

¡Qué poder de destrucción tiene el mal! Aquel hombre, poseído de un mal espíritu, se revolvía, era arrojado al fuego, echaba espumarajos, se quedaba muerto… Tal vez se trataba de un caso de epilepsia. Hoy día se podría curar con medicamentos adecuados; pero Jesús entonces no usó de esos medicamentos. Lo importante es saber que allá donde un hombre o una mujer sufren, no puede desarrollarse, ni crecer, ni ser persona…ahí está Jesús. La medicina que usa Jesús es su gran misericordia. Es cierto que el mal es fuerte, pero hay alguien que es “más fuerte que el fuerte”. Es Jesús. Este milagro se realiza después de la Transfiguración donde los discípulos han estado tan a gusto que no les hubiera importado quedarse allí. ¡Qué bien se está aquí! Pero Jesús les hace bajar del Monte. No se puede ser feliz en el monte sabiendo que ahí en el llano, en la vida, hay mucha gente que sufre. El hecho de estar yo bien me lleva a compartir ese bien con los demás. Todavía hoy nos conmueven esas sabias palabras de aquel padre: “Creo, Señor, pero ayuda a mi incredulidad”.  Lo importante de la fe no es la seguridad sino la humildad para reconocer lo poco que creemos, lo mal que creemos, y así seguir pidiendo, seguir buscando.

Palabra del Papa.

“La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a los cuáles confía la Tierra, es generosa, directa, plena. Pero es aquí donde el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. Y finalmente, llega la desobediencia al mandamiento que les protegía. Caen en ese delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la armonía. También nosotros lo sentimos dentro de nosotros, tantas veces, todos”. (Homilía de S.S. Francisco, 22 de abril de 2015).

4.- Qué me dice hoy a mí este texto. (Guardo silencio).

5.- Propósito: Hoy me voy a encontrar con gente que lo pasa mal. Voy a levantarle el ánimo y decirle que la vida es hermosa.

6.- Dios me ha hablado hoy a través de su palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, hoy te pido que me des mucha humildad para reconocer que todo lo que tengo es tuyo y no mío. A veces soy tan osado que, ante cualquier problema grave, acudo a ti para que me lo soluciones inmediatamente con un Padrenuestro mal rezado. Tengo que tener más seriedad contigo. Necesito que me des un corazón sensible ante el sufrimiento humano y esté siempre dispuesto a ayudar a los que me necesitan.  Entonces y sólo entonces, estaré en condiciones de pedir.

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El que es bueno, de su corazón saca el bien

18En cierta ocasión, Jesús dijo que «no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni nada oculto que no haya de saberse» (Mt 10,26). De esto nos hablan –entre otras cosas– las lecturas que hemos escuchado. En tiempos de Jesús, como en la actualidad, la apariencia era muy importante. Pero la apariencia no es más que una careta que nos ponemos para ocultar lo que realmente somos.

Quizás, esa careta nos la ponemos cuando entramos en la oficina para trabajar, cuando nos juntamos con nuestros amigos para pasar la tarde o cuando acudimos a Misa los domingos por la mañana. Y al regresar a la intimidad de nuestro hogar nos la quitamos, y entonces volvemos a ser nosotros mismos. Es decir, la careta no es más que un engaño. Y éste, antes o después, acaba siendo descubierto.

Todos conocemos a personas muy preocupadas en perfeccionar su apariencia para dar una mejor imagen, intentando que no se note el engaño. Pero no sólo caen en esta tentación algunos políticos y personajes públicos: nosotros mismos también estamos tentados a hacerlo. Es decir, en lugar de esforzarnos en mejorar interiormente para ofrecer a los demás lo mejor de nosotros mismos, a veces, quizás, dedicamos ese esfuerzo en mejorar exteriormente, para así aparentar ser buenas personas.

Jesús sabía que eso era algo muy normal entre los personajes más prominentes de su época, tanto a nivel político como a nivel social y religioso. Y no quería que sus discípulos siguieran ese camino de falsedad. Quería que ellos fueran realmente buenas personas, sabias y caritativas, no que lo aparentaran. Deseaba eso no sólo porque lo oculto acaba conociéndose en algún momento, sino, sobre todo, porque quería que fueran auténticos santos que viviesen el Reino de Dios y lo difundiesen por el mundo.

Pensemos que para vivir el Reino de Dios no valen nada las apariencias, por muy sofisticadas que sean. De nada sirve aparentar que se ama si se quiere vivir aquí y ahora, realmente, en el amor.

Pues bien, Jesús veía cómo Judas Iscariote a veces actuaba como si estuviese por encima de Él, es decir, por encima de su Maestro, llegando incluso a venderle al Sanedrín (cf. Mt 26,14-16). Y san Pedro pretendió corregirle, como pasó yendo de camino a Jerusalén, cuando le dijo a Jesús que no fuera allí porque le iban a matar. Y entonces Jesús se vio obligado a reprenderle (cf. Mt 16,22-23). De ahí que Jesús dijera en el pasaje que hoy hemos escuchado, refiriéndose a los maestros en general: «No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro» (Lc 6,40).

Jesús también observó que algunos de sus discípulos, en lugar de madurar interiormente, corrigiendo su propio egoísmo y sus otros defectos espirituales, preferían echar en cara a los demás sus defectos. A estos discípulos Jesús les aconsejaba que primero se examinasen interiormente y que eliminasen las «vigas» que había en su corazón. Sólo así, con un corazón limpio, podrían vivir el Reino de Dios y ayudar a otros a madurar.

Pero sobre todo Jesús les advertía de que sólo viven el Reino de Dios aquellos que dan buenos frutos, es decir, las personas que, caritativamente, hacen el bien a los demás. Y para dar buenos frutos de nada sirve la apariencia «porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos» (Lc 6,44). Todos sabemos por experiencia que, por mucho que una persona aparente ser caritativa, si en realidad es egoísta, se le nota claramente en algunos detalles de su vida cotidiana. Y asimismo, podemos ver fácilmente cuándo una persona es realmente caritativa. Basta con observar sus buenos frutos.

Y aquí llegamos al meollo de la cuestión: «de lo que rebosa el corazón habla la boca» (Lc 6,45). Efectivamente, quien tiene un buen corazón, de su boca brota sabiduría y amor. Sin embargo, quien se ha esforzado en mejorar su apariencia, descuidando su interior, antes o después, de su corazón rebosará la maldad que hay en él. Y con un corazón así es imposible vivir el Reino de Dios, es decir, es imposible ser realmente feliz.

Sabemos que mucha gente, buscando la felicidad, se gasta una gran cantidad de dinero –a veces endeudándose– para tener un lujoso auto, una cara sin arrugas y una piscina a la que invitar a sus amistades. Pero hay otros engaños mucho más sutiles en los que nosotros podemos caer. En los grupos y comunidades cristianas a veces nos topamos con personas que, buscando integrase y ser valorados, se esfuerzan en imitar a las buenas personas en su forma de vestir, hablar y gesticular, pero se niegan a madurar interiormente, conservando en su corazón algunos vicios y malos pensamientos que les aportan placer y una cierta seguridad. Todos conocemos a alguien así. Quizás, también nosotros mismos hayamos caído alguna vez en esta tentación, y de ese modo hemos descubierto que es un camino que nos conduce a la frustración y la tristeza.

En conclusión, el Evangelio se vive, no se finge. El aspecto exterior no nos abre las puertas del Reino de Dios. La apariencia sólo da una felicidad pequeña y momentánea. Así pues, preocupémonos en madurar interiormente, eliminando en nuestro corazón todo aquello que nos aleja de Dios. Sólo así seremos generosos y caritativos. En definitiva, sólo así seremos realmente felices.

Fray Julián de Cos Pérez de Camino

Comentario – Lunes VII de Tiempo Ordinario

Mc 9, 14-29

Te he traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo. Cuando se apodera de él, le derriba, le hace echar espumarajos y rechinar los dientes y se queda rígido… Muchas veces le arroja al fuego y al agua para hacerle perecer.

Estos detalles hacen pensar en una epilepsia. Ya hemos dicho que los antiguos no tenían nuestros diagnósticos precisos…

Atribuían a los «espíritus impuros» todo lo que ataca al hombre de un modo más espectacular. Por otra parte, la continuación del relato nos mostrará que este muchacho padecía un doble mal: una epilepsia y una presencia demoníaca. Jesús llevará a cabo esta curación en dos tiempos: hay primero un exorcismo que le libra del «espíritu impuro» y deja al muchacho como muerto; luego la curación definitiva, hecha más sencillamente a la  manera de otras curaciones: Jesús lo tomó de la mano y lo levantó.

Dije a tus discípulos que lo arrojasen, pero no han podido…

Jesús tomó la palabra y les dijo: » ¡Generación incrédula!’; ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?

Este milagro parece haber sido relatado para poner en evidencia el contraste entre la impotencia de los discípulos y el poder de Jesús.

Jesús manifiesta sufrimiento. Hay como un desánimo en estas palabras. Jesús se encuentra solo, incomprendido, despreciado. ¡Incluso sus discípulos no tienen fe! Y da la impresión de que tiene prisa por dejar esta compañía insoportable.

Todo esto nos hace penetrar en el alma de Jesús. A fuerza de verle actuar como hombre,  acabamos por encontrar muy natural que «Dios» se haya hecho «hombre». Y no acabamos de comprender en qué manera esta «encarnación» fue de hecho un anonadamiento, un encadenamiento, un «descenso: por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo».

Es evidente que no deben entenderse estas palabras en sentido espacial. Pero sí que hubo momentos en los que, a Jesús, su «condición humana» debió serle terriblemente costosa, por los límites que le imponía, y por la promiscuidad que le deparaba. «¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros?

«Todo le es posible al que cree» «Creo. Ayuda a mi incredulidad» Sí, es Fe lo que Jesús necesita. Es la Fe lo que pide a los que le rodean. Su gran sufrimiento es que en su entorno las gentes no creen y El sabe las maravillas que la Fe es capaz de hacer.

El padre del muchacho intuye todo esto, y, a la invitación de Jesús, hace una admirable «profesión de Fe»… admirable porque está llena de modestia. «¡Sí, creo! Pero, Señor, ven a robustecer mi pobre fe, pues siento ¡que no creo todavía suficiente!

¿Por qué no hemos podido echarle nosotros? «Esta especie no puede ser expulsada por ningún medio si no es por la oración.

Poder de la FE = poder de la oración.

Los apóstoles por sí mismos, humanamente son radicalmente incapaces de hacer un OBRA DIVINA: su poder les viene de Dios y encuentra su fuente en la oración.

El espíritu impuro salió del muchacho dejándolo como un cadáver, de suerte que muchos decían: «Está muerto». Pero Jesús, tomándolo de la mano, le levantó y se mantuvo en pie.

Este milagro tiene un tono pascual: muerte y resurrección.

Esto evoca la impotencia radical del hombre, de la cual sólo Dios puede librarnos. La fatalidad última y esencial sólo puede ser vencida por Dios: ¡Únicamente la fe y la plegaria humilde pueden liberarnos de esta fatalidad y de este miedo!

Noel Quesson
Evangelios 1

Comentario – Lunes VII de Tiempo Ordinario

(Mc 9, 14-29)

Esta narración está llena de riqueza, de variados detalles que nos hacen ver todo lo que Jesús movilizaba a su paso, cómo su persona brinda respuestas pero también obliga a plantearse nuevas preguntas.

Jesús manifiesta su gloria y su autoridad liberando al niño con una orden soberana. Pero se lamenta por la falta de fe que no permitió que sus discípulos lo liberaran. Por eso se entiende que cuando Jesús habla de la necesidad de la oración para poder expulsar los males de la gente, eso supone que los que piden algo tengan una fe verdadera, una confianza firme. Porque pedir algo a Dios sin una verdadera confianza es una manera de rebajar a Dios, de pretender utilizarlo como un amuleto o como un objeto a nuestro servicio; y la súplica no debe ser sólo la expresión de una necesidad, sino un culto al poder de Dios, un reconocimiento de su amor, una confesión de fe.

Por eso mismo Jesús reprocha al padre del niño que le dijo: «si puedes». Esta expresión contrasta con la del leproso de Mc 1,40: «Si tú quieres, puedes».

Pero la fe débil del padre se compensa con su humildad, que le permite suplicar a Jesús que socorra su falta de fe. Esa súplica humilde bastó para que Jesús pudiera escuchar sus angustiados ruegos.

Oración:

«Señor Jesús, yo creo en ti, pero muchas veces no confío firmemente en que tú puedes guiar mi vida y concederme lo que más necesito. Por eso te ruego que socorras la debilidad de mi fe».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Homilía – Domingo VIII de Tiempo Ordinario

AMOR CON OBRAS Y OBRAS CON AMOR

CONTEXTO BÍBLICO Y ECLESIAL

El pasaje evangélico es un manojo de consignas y sentencias del Señor sin unidad entre ellas. Pero resulta claro que el pensamiento central lo constituye la alegoría del árbol. El árbol bueno da buenos frutos y el árbol enfermo da frutos dañados; «no se cosechan higos de las zarzas».

El tema de los falsos profetas y de los falsos maestros era un tema candente en la sociedad de Jesús y en las primeras comunidades cristianas. Los escritos del Nuevo Testamento hacen referencia a ellos con frecuencia. Basta leer las diatribas de Mateo con las que Jesús abre los ojos del pueblo sencillo para que no se dejen embaucar (Mt 23,3). ¿Quiénes son los verdaderos profetas? ¿Quiénes orientan debidamente al pueblo de Dios? ¿De quiénes nos hemos de fiar? Jesús ofrece un criterio indefectible para reconocerlos. Es preciso preguntarse:

¿Qué pretenden? ¿Qué intereses les mueven? ¿Qué actitudes despiertan con su palabra y su conducta?

Ejercía su ministerio en una parroquia de Ferrol un sacerdote discutido por algunos por sus libertades litúrgicas, por su falta de formalismos y por su gran libertad pastoral y humana. Vivía y se desvivía por los pobres y marginados. Había personas desorientadas por algunos que le descalificaban. Me vinieron a consultar. Les pregunté: «¿Se da a los demás sin nada a cambio?». «Enteramente», me contestaron. «¿Busca popularidad, ventajas económicas?». «En absoluto», repusieron. «Podéis estar seguros de que es un auténtico profeta», les contesté. A los pocos meses, fui testigo de cómo moría prematuramente como un santo indiscutible; la gran mayoría del cortejo fúnebre eran los humildes, desamparados y rehabilitados de diversas adicciones. «Por sus frutos los conoceréis».

También nosotros somos profetas (1Pe 2,9), testigos del Señor (Cf. Mt 5,13-16). ¿Cómo reconocerán la autenticidad de nuestro mensaje? ¿Por nuestras palabras llenas de misticismo y entusiasmo? ¿Por nuestros rezos y celebraciones? ¿Cómo sabremos que caminamos de verdad por las sendas del Evangelio? En este sentido es necesario satisfacer una doble exigencia: Que el amor se traduzca en obras y que las obras estén animadas por el amor. Es decir, se nos invita a un amor afectivo y efectivo.

Amor con obras. Todo el Nuevo Testamento está sembrado de llamadas a un amor efectivo y a no engañarse a sí mismo con el follaje de las creencias, los sentimientos infecundos, los deseos vaporosos, los cultos y oraciones muy solemnes y las palabras altisonantes. Sólo las obras son el verdadero test con garantía de autenticidad de la fe. Advierte Jesús categóricamente: «No basta decir: ¡Señor, Señor!, para entrar en el Reino de Dios; no, hay que poner por obra la voluntad de mi Padre del cielo» (Mt 7,21). El mismo mensaje tiene la parábola de los dos hijos (Mt 21,28-32), la parábola de la higuera estéril (Le 13,6-9), la maldición de la higuera infecunda (Mt 21,18-32). Cuando le indican a Jesús que su madre y sus hermanos quieren verle, contesta: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra y la ponen por obra» (Le 8,21). Es conocidísimo el dicho de santa Teresa de Jesús: «Obras son amores y no buenas razones». Sólo es auténtica y verdadera la fe que actúa por la caridad.

 

HAY QUE DAR HASTA QUE DUELA

Las obras con que hemos de demostrar el amor son, ante todo, obras de servicio, de solidaridad con el prójimo, principalmente con el necesitado. Ni el Padre ni Jesucristo necesitan nada para sí. Como sabemos, san Juan advierte muy seriamente: «El que diga: Yo amo a Dios, mientras se despreocupa de su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su hermano a quien está viendo, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4,20).

Son sobrecogedoras estas palabras de Jesús: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber…» (Mt 25,45ss). Juan exhorta: «Hijos, no amemos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad» (Jn 3,18). Santiago pregunta en su carta: «¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras?» (St 2,14-16). Los cristianos hemos sufrido y sufrimos una cierta obsesión por la ortodoxia y hemos olvidado en gran medida la ortopraxis; sin embargo, ésta es la que, sobre todo, interesa.

Alguien confesaba: «No somos cristianos si llamamos a Dios Padre y negamos el pan al hermano… Porque, querido amigo, un corazón que no reacciona ante la miseria… es miserable». Y es que no es sólo cuestión de «dar fruto»; es preciso dar fruto abundante y sano.

Quien desde la mediocridad se acerque decididamente y con sinceridad al Evangelio, es natural que sienta un fuerte sobresalto que le haga rezar esta oración de M. Quoist: «Tengo miedo de mis actividades que me hacen creer que me entrego; tengo miedo de lo que doy, pues me esconde lo que no doy». Qué bien lo expresó la madre Teresa de Calcuta con una consigna lapidaria: Hay que dar hasta que duela. Ésta es la medida justa.

Jesús testifica que no bastan las obras; se requiere que estén animadas por el amor. Las motivaciones egoístas y la búsqueda de diversos intereses pueden viciar miserablemente gestos en sí generosos. Lo advierte seriamente Jesús poniendo para escarmiento las «buenas obras» de los escribas y fariseos, que las realizan «para ser bien vistos de los hombres». Ni sus limosnas, ni sus oraciones, ni sus ayunos les sirven para nada.

Pablo, en su encendido canto a la caridad, proclama: «Ya puedo dar en limosna todo lo que tengo, que si no tengo amor, de nada me sirve» (1Co 13,1-3). No se puede decir nada más preciso ni más precioso. La intención es lo que vale. Se trata de poner en práctica un amor con obras y unas obras con amor.

 

REVITALIZAR EL CORAZÓN

Generalmente nuestras motivaciones son mixtas, están impulsadas por un cierto nivel de generosidad y por algunos intereses egoístas que los acompañan. Siguiendo la alegoría de Jesús, diremos que el árbol de nuestro espíritu está más o menos enfermo, y por eso sus frutos no son ni todo lo abundantes ni todo lo sanos que deberían ser. Necesitamos, por lo tanto, redoblar los cuidados, como hizo el hortelano de la parábola con la higuera estéril: cavarla, echarle estiércol, regarla, podarla (Lc 13,8-9), y como hace el viñador con la parra (Jn 15,2). En el caso de que se trate de un árbol salvaje, como dice Pablo del acebuche, que necesita ser injertado con una rama de olivo, para que dé aceitunas, habrá que hacer un injerto que dé savia nueva (Rm 11,17). A esto se refiere Jesús cuando nos invita a un cambio profundo. No es cuestión sólo de fumigar el árbol para matar los parásitos que comen sus hojas y lo empobrecen; muertos unos, vendrán enseguida otros. Se trata de provocar en él (en nosotros) una gran vitalidad interior. Esto se verifica mediante la escucha, la reflexión y la contemplación de la palabra de Dios, enriqueciendo las motivaciones generosas, pero tibias, que llevamos dentro, haciendo crecer los grandes deseos del corazón.

Para producir frutos abundantes y sanos es necesario que la savia circule por el árbol. Y esa savia vital nos viene de Cristo: «El que sigue conmigo y yo con él es quien da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Necesitamos un proceso de interiorización para producir frutos abundantes y sanos.

Atilano Alaiz

Lc 6, 39-45 (Evangelio Domingo VIII de Tiempo Ordinario)

La sabiduría de la misericordia

Este texto, final del sermón del llano lucano, nos invita a poner en práctica las palabras de Jesús. Se habla de una parábola, que en realidad son dos comparaciones (mashal, proverbio). En primer lugar la del ciego y en segundo lugar la del discípulo y maestro. Después vemos una construcción que se nos presenta como un paralelismo antitético, centrada sobre el árbol bueno y el malo (vv. 43-45), poniendo de manifiesto que todo árbol se valora de verdad por sus frutos. Ninguno puede dar un fruto distinto de su esencia: los higos no se buscan en las espinas, ni las uvas en los zarzales. Todo este conjunto es sapiencial, como el texto de Ben Sirac. Esto lo encontramos, aunque no exactamente así, en Mt 7, 1ss (el sermón de la montaña).

En el mundo judío el discípulo no estaba llamado a superar al maestro como sucede a veces en el mundo occidental no bíblico. Mas bien se trata de imitar la sabiduría del maestro que le ha enseñado. Pero en este discurso, previamente, está el famoso dicho de «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). Es ahí donde se apoya esta enseñanza de los dichos de Jesús: que los ciegos, que los discípulos, traten de imitar la misericordia del Padre. Es, pues, una llamada a ser discípulos de la misericordia. De esa manera no estaremos preocupados de ver y agrandar el mal o los fallos de los otros y pasar por altos los nuestros. «Sed misericordiosos» es no admitir esa clase de ceguera patológica que tenemos para querer guiar a los que ven o tienen más sabiduría que nosotros. No reconocer eso es ser como los ciegos y los discípulos que sin sabiduría quieren ser más sabios que su maestro.

Aunque el cristianismo no es una religión de la perfección o de la efectividad malsana, no quiere decir que no se empeñe en la vida de cada día, en las relaciones humanas. El no juzgar a los demás no significa dejar pasar las cosas como si se estuviera proponiendo una «liberalidad» extrema. Vuelve a tener sentido que la «imitatio Dei» en la misericordia es lo que debe hacernos verdaderos hermanos. De hecho en estos dichos aparece varias veces el término «hermano». Y es para el hermano para quien se debe tener un corazón fraterno y abierto. El corazón es clave en la última de las comparaciones, sobre el fruto bueno. Porque es del corazón, hablando en términos bíblicos, de donde salen los frutos de nuestra vida. ¿Qué es lo que debemos tener en el corazón? Por decirlo en una sola palabra: misericordia. De ahí salen los frutos de nuestra vida para que los demás los recojan.

Fray Miguel de Burgos Núñez

1Cor 15, 54-58 (2ª lectura Domingo VIII de Tiempo Ordinario)

Resurrección y corporeidad

Esta lectura de San Pablo a los Corintios podría ser la que en este domingo sirva como clave interpretativa y como mensaje cristiano en el contexto de la eucaristía. Porque la eucaristía es el marco adecuado para celebrar el misterio de la resurrección de Jesús y de los muertos. El texto de Pablo podría completarse mejor con otros versículos anteriores del mismo capítulo que se ha venido leyendo durante varios domingos y, desde cuya perspectiva globalizante, ofrecemos esta reflexión. Pablo habla del paso de lo corruptible a lo incorruptible; de lo mortal, a lo inmortal. Aunque cada uno de los términos tiene su significación, y cada uno de ellos hay que entenderlos por su contrario; la realidad no es una descripción puntual de lo que somos y de lo que seremos, es una descripción totalizante. Es decir: aquí la corporeidad psíquica está determinada por la corruptibilidad, lo mísero y lo débil. No se trata de una maldición, de un modo de ser maldito, sino de ser tal como somos creados por Dios. Si no fuéramos así, no existiríamos; por lo tanto, no es algo que expresa negatividad radical, sino limitación creatural: seres vivientes, pero a los que les queda ser todavía seres pneumáticos, inmortales.

Por el contrario, la corporeidad de la resurrección es pneumática; es decir, incorruptible, gloriosa y dinámica. Es el ser completado en su creaturalidad por la acción creadora de Dios, que tiene en cuenta quiénes somos. En la muerte debemos ser tratados por Dios como una necesidad decisiva. Entonces Pablo, apoyado en la resurrección de Jesús, tiene la seguridad de la fe de que la muerte no es lo último; es lo último que vemos si no existe fe; pero si existe fe y esperanza, entonces es lo penúltimo. La muerte expresa lo poco que somos todavía aquí; pero la resurrección habla de que seremos la misma persona, porque Dios seguirá con nosotros «a través de la muerte». La identidad de mi mismidad, y la discontinuidad con la historia y el tiempo en que he sido «yo mismo», es uno de los grandes misterios de la resurrección. No se trata de que desaparezca totalmente «lo que yo era», sino de que siga siendo «yo mismo», pero liberado, necesariamente, de la positiva corporeidad creacional, ya que desde ella nadie tiene futuro («la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios», v. 50), sería abocarse a la nada. ¿Quiere decir que Dios nos ha creado imperfectamente? No debería entenderse así en absoluto, sino que Dios no ha terminado de crearnos hasta que lleguemos a ser resucitados. No se trata de un mecanismo natural de la esencia humana, ya que la resurrección no se realiza «desde abajo», sino «desde arriba», desde Dios Creador; todo se apoya en el acto del Dios que resucita.

El nuevo cuerpo, el nuevo ser, es un puro don de Dios (1Cor 15, 38ss; 2Cor 5, 1), como es nuestra primera creación; pero Dios se lo hace al difunto, y éste es reconocible para sí mismo y para los otros. La resurrección significa así, fundamentalmente, el don de una nueva existencia (una existencia total, salvada, solidaria y perfeccionada). Los hombres reciben una existencia nueva y definitiva, plena y perfecta, en su vida, y en sus relaciones interpersonales. Cuando muchos hombres le dan todas las cartas a la muerte, Pablo se las ofrece a Dios. No triunfa la nada en la muerte; es Dios, Dios resucitador, el que triunfa en la muerte de mí mismo. Es eso lo que ha sucedido con Jesucristo resucitado de entre los muertos. Por eso Pablo acaba pidiendo que nuestra fatiga en el Señor no será vana. Confiar en el Señor de la vida es una opción muy importante de ser cristiano. Es eso lo que debemos aprender a vivir y experimentar en la eucaristía, porque en ella se adelanta sacramentalmente esa gran experiencia de vida que el Señor ya tiene y nos ofrece a nosotros.

Fray Miguel de Burgos Núñez

Eclo 27, 4-7 (1ª lectura Domingo VII de Tiempo Ordinario)

Palabra y sabiduría

El libro de Ben Sirac nos ofrece una serie de sentencias de tipo sapiencial que quieren poner de manifiesto la importancia de lo que decimos, de la palabra, como fruto de lo que somos. La criba, el horno, la reflexión, el fruto del árbol son las imágenes de comparación de lo que verdaderamente tiene sentido. No es el oropel de lo externo, sino de lo interno y lo permanente lo que tiene sentido en la vida. La tiranía de la exterioridad es algo que el sabio no soporta. La sabiduría no viene de las cosas que se hacen o se sienten a medias. La sabiduría viene de lo más profundo. Por eso la palabra de sabiduría vale su peso en oro.

Efectivamente, la palabra en el ser humano es tan importante porque en ello se expresan nuestros sentimientos y deseos; el amor y el odio; la verdad y la mentira; la exhortación y la calumnia. Con la palabra se mata la fama y la honra de otros y con la palabra se resucita a los que han sido calumniados. Sentencias llenas de sabiduría que no podemos menospreciar, y que son el fruto de la experiencia y la reflexión. La palabra dice lo que llevamos en el corazón.

Fray Miguel del Burgos Núñez

Comentario – Lunes VII de Tiempo Ordinario

El camino del discípulo no termina nunca. Siempre es posible ir más allá. Se puede avanzar más y más. Lo comprobaron los apóstoles, cuando no pudieron expulsar a ese demonio que martirizaba al niño. Es una buena llamada de atención. Lo de ir más allá, digo. Todos necesitamos profundizar en nuestros conocimientos y, quizá, en nuestras vivencias de la fe. La lectura espiritual, la oración, los cursos de formación permanente… Hay muchas posibilidades de avanzar en la fe, para enfrentarnos a nuestros demonios personales.

Nadie dice que sea fácil, pero “todo es posible al que tiene fe”. Lo dice Jesús. Lo hemos experimentado en nuestra vida, posiblemente. Porque Cristo siempre nos tiene lástima, si acudimos a Él corriendo, como hizo la multitud que estaba esperándole. Claro está, hay que acercarse, pedirle y dejarle actuar en nuestra vida

La Carta de Santiago nos habla de la verdadera sabiduría. Otro buen toque de atención. De cómo nos comportamos, se puede deducir el grado de vivencia de nuestra fe. Basta con observar las vidas de los santos. Gente que podría alardear de su cercanía para con Dios, de todo lo que han recibido de Él, y, sin embargo, viven en un continuo ejercicio de humildad y renovación. Esa sabiduría viene de arriba.

Son gente que han comprendido el significado de los mandatos del Señor. Estos mandatos son rectos. Y nos ayudan a vivir en rectitud. Bien es verdad que no todos los entienden. Cuesta aceptarlos, en muchas ocasiones. Esos nuestros “demonios” nos arrojan a los muchos fuegos que nos rodean, o nos ahogan en las aguas de las corrientes contra las que tenemos que luchar los creyentes.

No siempre tenemos las fuerzas para luchar. Por eso la Iglesia nos regala, cada cierto tiempo, un período de oración y reflexión más intenso, antes de Navidad y pascua, para poder orar más intensamente. Y para dejar más espacio a Dios en nuestro corazón con el ayuno. Podemos aprovecharlo, o podemos pensar que es una “molestia” que hay que pasar cuanto antes. De nosotros depende.

Ojalá podamos ser amantes de la paz, comprensivos, dóciles, llenos de misericordia y buenas obras. Que no nos pueda la envidia. Que cumpliendo los mandatos del Señor se nos alegre el corazón, y salgan fuera todos los demonios que nos acechan.

Alejandro Carbajo, cmf

Meditación – Lunes VII de Tiempo Ordinario

Hoy es lunes VII de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 9, 14-29):

En aquel tiempo, Jesús bajó de la montaña y, al llegar donde los discípulos, vio a mucha gente que les rodeaba y a unos escribas que discutían con ellos (…). Él les preguntó: «¿De qué discutís con ellos?». Uno de entre la gente le respondió: «Maestro, te he traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo y, dondequiera que se apodera de él, le derriba, le hace echar espumarajos, rechinar de dientes y lo deja rígido. He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (…).

Jesús (…) increpó al espíritu inmundo, diciéndole: «Espíritu sordo y mudo, yo te lo mando: sal de él y no entres más en él». Y el espíritu salió (…). Cuando Jesús entró en casa, le preguntaban en privado sus discípulos: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?». Les dijo: «Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración»

Hoy volvemos a considerar la oración de Jesús relacionada con su prodigiosa acción sanadora. En los Evangelios aparecen varias situaciones en las que Jesús ora ante la obra benéfica y sanadora de Dios Padre, que actúa a través de Él. 

Se trata de una oración que, una vez más, manifiesta la relación única de conocimiento y de comunión con el Padre, mientras Jesús participa con gran cercanía humana en el sufrimiento de sus amigos o de tantos pobres y enfermos a los que Él quiere ayudar concretamente. Con su oración, Jesús quiere llevarnos a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y mostrarnos que este Dios que ha amado al hombre —hasta el punto de enviar a su Hijo Unigénito— es el Dios de la Vida, el Dios que trae esperanza y es capaz de cambiar las situaciones humanamente imposibles. 

—Mi oración confiada como creyente será un testimonio vivo de la presencia de Dios en el mundo y de su interés por el hombre.

REDACCIÓN evangeli.net